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El coliseo estaba repleto. Cada asiento ocupado, cada voz alzándose en una ovación ensordecedora. Era el día más esperado de la semana: la carrera de carros, y Suga, el Gladiador de Plutón, había vuelto a demostrar por qué era el favorito.

Lo llamaban así, no porque proviniera de Plutón, sino porque el nombre del dios del inframundo era perfecto para describir su estilo: implacable, letal. En cada batalla, parecía tener la fortuna –o la maldición– de enviar a sus contrincantes al otro mundo. Esa tarde no había sido diferente.

La carrera había sido feroz, los carros cruzaban la arena dejando tras de sí una estela de polvo y sangre. Pero Suga, con la precisión de un depredador, había esperado su momento. En un giro crítico, con un golpe calculado de su espada, derribó al jinete rival. El hombre cayó, gritando, solo para ser aplastado bajo las pesuñas de los caballos que venían detrás. El público rugió de júbilo.

—¡Y el ganador es... SUGA, el Gladiador de Plutón! —clamó el maestro de ceremonias.

Suga bajó del carro, deteniendo a sus caballos con maestría, y se tomó un momento para disfrutar del aplauso ensordecedor. Con una reverencia solemne, llevó su puño al pecho, agradeciendo a la multitud que coreaba su nombre.

Mientras caminaba hacia los vestuarios, fue recibido por sus compañeros gladiadores, que lo inundaron de elogios.

—¡Eso fue increíble, Suga! —exclamó uno de ellos, con admiración genuina.

—Lo sé —respondió Suga, dejando que una esclava le ofreciera agua fresca. Vertió un poco sobre su rostro sudoroso antes de beber—. Aunque hubo un momento en el que pensé que no lo lograría.

—¡No digas eso! —rió otro—. Eres el Gladiador de Plutón. Nada ni nadie puede contigo.

Suga sonrió con modestia fingida, aunque en su interior disfrutaba cada palabra de reconocimiento. Amaba ser admirado. Amaba que lo consideraran invencible.

Pero la algarabía se interrumpió cuando el maestro de ceremonias volvió a tomar el control del coliseo.

—¡Damas y caballeros! —gritó con teatralidad—. ¡Hoy tenemos un sacrificio especial!

El ambiente cambió. Suga frunció el ceño al escuchar esas palabras. Caminó hacia la arena para ver qué ocurría. Frente a la multitud, un joven encadenado era arrastrado hasta el centro. Su rostro estaba hinchado y cubierto de hematomas. Apenas podía mantenerse en pie.

—Este hombre —continuó el maestro de ceremonias—, un deudor de impuestos, se ha atrevido a desafiar las leyes de nuestro glorioso imperio. ¡Y pagará con su vida!

La multitud comenzó a abuchear.

—¡Debería haber pagado como todos nosotros! —gritó uno de los compañeros de Suga, sumándose al coro.

Suga, que observaba al joven con una mezcla de compasión y rabia, no pudo contenerse más. Giró sobre sus talones y agarró a su compañero del cuello.

—¡No todos tienen la misma suerte que tú! —rugió, apretando con fuerza—. ¡No todos vienen de familias ricas! Algunos apenas tienen para sobrevivir.

Lo soltó antes de que las cosas empeoraran. Pero su furia no había desaparecido. Volvió la vista al joven, que ahora estaba en el suelo, temblando.

El león emergió de las sombras, poderoso y amenazante. Rugió, mostrando sus colmillos afilados mientras su melena oscura brillaba bajo el sol del mediodía. La multitud gritaba con sed de sangre, coreando el espectáculo que prometía ser rápido y brutal. El chico encadenado, apenas consciente, se dejó caer al suelo.

Suga observó, inmóvil al principio. Sus ojos seguían los movimientos del león, pero su mente estaba en el joven, en su rostro destrozado y su cuerpo tembloroso. Algo dentro de él se rompió. No podía quedarse de brazos cruzados.

Sin previo aviso, dio un paso adelante, arrancando murmullos de asombro en la multitud. Otro paso, esta vez más decidido. Luego, saltó a la arena.

—¡¿Qué hace?! —exclamó el maestro de ceremonias, perplejo.

El público enmudeció.

Suga avanzó con firmeza hasta interponerse entre el león y el chico. La bestia rugió nuevamente, lanzándose hacia él con garras listas para desgarrar. Con un movimiento rápido y calculado, Suga desenvainó su espada negra, la hoja reluciendo como si compartiera su furia.

El primer ataque del león fue esquivado con una destreza impresionante. Suga giró sobre su eje, clavando la hoja en el costado del animal. El rugido del león resonó como un trueno, pero no cayó. Se volvió para contraatacar, sus ojos llenos de ira.

El gladiador no esperó. Con una precisión casi inhumana, Suga deslizó la espada hacia arriba, cortando profundamente la garganta del león. La bestia colapsó en un estruendo, su cuerpo sacudiéndose antes de quedar inmóvil.

La multitud permaneció en silencio, incapaz de procesar lo que acababan de presenciar. El Gladiador de Plutón, el héroe del coliseo, acababa de desafiar las reglas sagradas.

Suga envainó su espada con un movimiento firme. Se giró hacia el chico, que seguía en el suelo, temblando y cubierto de lágrimas.

—Abre los ojos —ordenó, su voz grave y llena de autoridad.

El joven lo hizo, pero lo único que pudo ver antes de perder el conocimiento fue la figura imponente de Suga, bañada en la sombra de la arena y la sangre del león.

Suga lo cargó con facilidad, como si el chico no pesara más que una pluma. Su mirada se dirigió hacia el maestro de ceremonias, que aún estaba petrificado.

—Esto termina aquí —gruñó Suga, antes de caminar hacia una de las puertas traseras del coliseo.

La multitud comenzó a gritar, primero confundida, luego enfurecida. Los guardias intentaron detenerlo, pero la reputación de Suga y la espada ensangrentada que llevaba hicieron que retrocedieran.

Empujó la puerta secreta con su hombro y salió al callejón. La luz del sol lo cegó por un instante, pero no se detuvo. Su respiración era pesada, su mente acelerada. Sabía que lo que acababa de hacer no solo lo marcaría como traidor, sino que pondría un precio a su cabeza.

Mientras corría por los caminos polvorientos hacia su casa, sintió el peso del chico en sus brazos. No sabía por qué lo había hecho. Tal vez había sido el instinto. Tal vez algo en los ojos del joven le recordó quién había sido antes de convertirse en el Gladiador de Plutón.

Cuando finalmente llegó a su refugio, un pequeño hogar humilde escondido entre los árboles, Suga se permitió un momento para respirar. Dejó al chico sobre su cama improvisada y se apoyó contra la pared, mirando hacia el techo de paja.

—¿Qué demonios he hecho...? —susurró para sí mismo.

Fuera, el viento movía las hojas de los árboles, y el mundo parecía increíblemente tranquilo, como si nada hubiera ocurrido. Pero Suga sabía la verdad. En ese momento, no era un héroe. Era un hombre marcado.

Y, en su interior, algo le decía que volvería a enfrentarse al león



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