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˗ˏˋ苦痛 ▸ ℂ𝐡𝐚𝐩𝐭𝐞𝐫 𝟑𝟑.๋⭑

ㅤ𝙰ㅤ𝙷ㅤ𝙾ㅤ𝚁ㅤ𝙰ㅤ

El restaurante más elegante de Konoha era una construcción reciente, adornada con lámparas de cristal importadas y pisos de madera pulida que aún conservaban el aroma del barniz. Los meseros se movían como sombras entre mesas privadas y biombos pintados con flores de cerezo, sirviendo platos que parecían obras de arte y copas de sake.

Madara Uchiha estaba sentado en uno de los lugares centrales, en una mesa reservada especialmente para él, como uno de los fundadores de la aldea. Sin embargo, lejos de disfrutar el privilegio, su expresión era la de un hombre condenado a escuchar un castigo.

La joven frente a él era hermosa, sin duda. Una kunoichi de sangre noble, proveniente de uno de los clanes aliados más poderosos. Su cabello rubio caía como rayos dorados sobre sus hombros, y su sonrisa era amplia, brillante. Cada gesto suyo parecía sacado de un manual de seducción, uno que Madara jamás había pedido ni querido leer.

—...y entonces les dije que, si quería cruzar por nuestras tierras, tendría que hablar conmigo directamente —reía ella, con la voz aguda, mientras acariciaba el borde de su copa—. Porque, claro, no es como si yo fuera una cualquiera. Mi clan tiene presencia diplomática desde antes de que esta aldea existiera. ¿Sabes lo que eso significa?

Madara no respondió. Solo la miró, inmóvil. Tenía el ceño levemente fruncido, como si intentara encontrarle sentido a aquella escena.

¿En qué momento había aceptado esa cita? Ah, sí. Cuando el consejo de su clan le sugirió —obligó— a ir allí, porque ya había rechazado más de ocho citas. Y se suponía que esta vez conseguiría una prometida.

Pero ellos no sabían. No sabían que aceptar esta cita era su forma de castigo. Una declaración silenciosa de rendición. Si él se comprometía con otra mujer, entonces Hayami se sentiría libre. Entonces podría avanzar, buscar una vida lejos de él. Volver a sanar sin que su cercanía la hiriera más.

Y pese a ello... algo no lo dejaba continuar.

El sake no sabía a nada. La voz de la chica era como la más insoportable de las cacofonías. Su vestimenta, por más ajustada y provocadora que fuera, no despertaba ningún interés real.

Madara la observó en silencio: «Bonita, quizá para cualquier otro. Pero no tanto como ella».

Su mente comenzó a compararlas, sin que él pudiera evitarlo. El cabello de Hayami era blanco como la nieve antes de caer, suave, brillante incluso en los días nublados. Su piel tenía la calidez de una promesa. Sus ojos, ámbar, podían quebrarlo solo con una mirada. Y sus labios...

Un escalofrío lo recorrió sin previo aviso. ¿Por qué pensaba en besarla? ¿Por qué sentía en su cuerpo una urgencia que no comprendía del todo?

Frunció el ceño. No recordaba con claridad. Solo flashes, fragmentos. Un roce de labios. Una cercanía que parecía real pero también lejana, como un sueño mal recordado.

Volvió a su copa y, sin pensarlo dos veces, hizo un gesto al camarero.

—Tráeme una botella de sake. La más fuerte.

—¿Eh? —dijo la chica rubia, desconcertada—. Pero si acabas de...

No la escuchó. Ni siquiera la miró. Estaba ahogándose en su propia mente, buscando la manera de detener esos pensamientos que lo arrastraban siempre al mismo lugar: Hayami.

¿Por qué seguía pensando en ella así? ¿Por qué, incluso ahora, con otra mujer frente a él, sentía que le faltaba el aire?

Tomó un sorbo del sake, amargo, seco, y volvió a girar la cabeza. Solo necesitaba mirar a otro lado. Solo por un segundo.

Y ahí estaba. Ella.

Afuera, caminando con paso sereno. Su cabello blanco se movía con delicadeza por el viento. Su yukata lila se ajustaba a su figura con una elegancia innata. Su rostro... La miró con detenimiento, como si fuera la primera vez en años. Tenía una expresión perdida, los hombros levemente caídos, sus ojos clavados en el suelo...

Su Hayami.

Y cuando observó como se alejaba de él, no pensó, no midió, mucho menos habló. Simplemente se levantó, dejando la copa medio llena. La chica rubia protestó, lo llamó por su nombre, confundida; él no la escuchó. Ya no estaba allí. Ya no quería estar.

Salió por las puertas de madera como una ráfaga, sus pasos firmes, decididos, como quien sabe que va tarde a un destino que siempre fue inevitable, porque verla triste era peor que no tenerla. Y si solo podía estar cerca para recoger sus pedazos, entonces lo haría. Aunque no pudiera decirle que aún la amaba.

Fue tras ella, en completo silencio, hasta que llegó al río. Sintió un déjà vu. Creyó haber vivido esta escena antes, hace más de una década atrás. Cuando, después del primer encuentro con los hermanos, se la encontró. Estaba sola, miraba a la nada. Y él, por más que quisiera acercarse, simplemente no pudo...

El sonido del agua corriendo acariciaba las orillas con dulzura, como si el río supiera que alguien necesitaba consuelo. Las piedras estaban frías bajo los pies descalzos de Hayami, y el aire tenía esa frescura de la noche que sólo el principio del verano podía brindar.

Su yukata estaba arrugado por el camino, su cabello blanco suelto y rebelde caía como una cortina frente a su rostro. Se abrazaba las rodillas mientras contemplaba el reflejo difuso de la luna sobre la superficie ondulante.

Y entonces lo dijo, casi sin darse cuenta.

—Decidido... estaré soltera para siempre.

No era un grito, ni una declaración firme. Fue un susurro, cansado, casi infantil, como si quisiera convencerse a sí misma de que ese era el camino correcto.

Pero Madara ya estaba allí.

Y ahora, al escuchar esas palabras, sintió su corazón acelerarse.

La rabia le recorrió las venas como lava, mas no la dejó escapar en forma de gritos. En lugar de eso, caminó hacia ella con calma, como si el tiempo mismo se detuviera alrededor de su silueta.

Le tocó el hombro, apenas. Un roce.

Ella giró lentamente, y al verlo, su expresión se tensó... y luego, sin más fuerzas para fingir, se relajó.

—¿Puedo sentarme? —preguntó él, su voz más baja que de costumbre.

Ella asintió, sin mirarlo del todo.

Él se dejó caer a su lado, con los brazos apoyados sobre las rodillas, como si fuera un niño cansado del mundo. Por un momento, solo se escuchó el murmullo del río.

—Así que... soltera para siempre, ¿eh? —musitó, sin mirarla, con un dejo de sarcasmo suave en la voz.

Ella soltó una risa leve, casi imperceptible.

—L-lo dije en voz alta, pero tampoco es para que lo repitas... Creo que ese será mi destino, porque estoy dejando atrás la edad de contraer nupcias.

—No pensé que en este momento quisieras una familia, hijos. Creí que en tus planes estaba la medicina y todo eso.

Ella lo miró de reojo.

—Tampoco sabía que planeabas asegurar tu linaje casándote...

Madara cerró los ojos, su mandíbula estaba ligeramente tensa.

—A veces uno quiere cosas... que ya no puede tener.

Silencio.

Ella bajó la vista.

—Tu cita era hermosa. Lo noté. Y también era muy segura de sí misma, será una gratificante compañía.

Él soltó una risa breve, sin alegría.

—¿Ah, sí? No paraba de hablar de ella misma. De sus uñas, de su estatus, de su maldita habilidad para memorizar nombres de flores que no me importan.

Hayami sonrió con suavidad.

—Y sin embargo, estuviste allí.

Madara alzó una ceja.

—A mí tampoco me fue bien con una cita que tuve, un político; no dejó de hablar de Hashirama y de tu «incapacidad para dirigir un país» —confesó ella, avergonzada.

Él se echó a reír. Por primera vez en todo el día, una risa verdadera, aunque breve.

—Lo odio. Me llamó Ayumi tres veces.

—¿Ayumi? —repitió Madara, con una carcajada suave que le arrugó los ojos—. Bueno, tal vez sea hora de cambiarte el nombre. Te queda bien.

—No empieces tú también.

Se miraron. No directamente, pero lo suficiente. Y en ese momento, algo se ablandó entre ellos. El espacio ya no dolía tanto. El silencio no pesaba.

Madara tomó una piedra lisa del suelo y la lanzó al agua. La piedra rebotó dos veces antes de hundirse.

—¿Por qué fuiste a esa cita? —preguntó el Uchiha de pronto.

Ella no necesitó que explicara.

—Porque quería demostrarme que podía. Que había vida más allá de... de la medicina.

Madara asintió lentamente.

—Yo también quise probarme a mí mismo. Solo que... no funcionó.

Una brisa sopló, haciendo que el cabello de Hayami le tapara la cara de nuevo. Madara, casi sin pensarlo, estiró la mano y le apartó un mechón de la mejilla. Fue un gesto breve, cargado de ternura contenida.

—A veces siento que mi vida gira en círculos —dijo ella, bajito—. Que todo el progreso, todo lo que hice... al final me trajo de vuelta a ti.

Él la observó con una intensidad que dolía.

—¿Y eso es bueno o malo?

—Quisiera decirte tantas cosas, Madara —murmuró ella.

—Y yo no sé por dónde empezar —respondió él.

Se quedaron así, sin mencionarlas, sin atrever a dar un paso más. Como dos almas a punto de encontrarse en el centro de un puente invisible. Como si hablar fuera romper el hechizo.

El río seguía fluyendo, ajeno al torbellino que se estaba formando entre ellos.

Hayami bajó la vista hacia el agua y se preguntó cuántas veces había deseado tener a Madara a su lado... y cuántas veces se había obligado a dejarlo ir.

Y sin embargo, allí estaba. A su lado. Mirándola como si el mundo fuera un lugar más soportable solo por tenerla cerca.

—No puedo seguir así —dijo él, de pronto, con la voz baja, áspera. Sus ojos oscuros parecían encenderse en la penumbra—. Fingiendo que no me importas. Que no te pienso. Que tu risa no es la única melodía que soy capaz de recordar.

Ella giró lentamente hacia él, su corazón tambaleándose en el pecho.

—Madara...

—No puedo pretender que no me quiebra verte caminar al lado de otro. Que no me destroza imaginarte con alguien más.

Su voz era grave, como un susurro arrancado del fondo del pecho.

—Acepté esa cita porque pensé que así me olvidaría de ti. Porque pensé que, si me alejaba, podrías vivir la vida que mereces, libre de los problemas que conlleva estar con alguien como yo.

Giró hacia ella, y sus ojos brillaban con una emoción cruda, innegable.

—Pero no puedo hacerlo. No puedo mirar a nadie más sin pensar en ti. Ninguna entiende mis silencios como tú. Nadie me ha salvado tantas veces sin levantar una espada.

Ella no podía moverse. Apenas respirar.

—Te observé desde que éramos niños —continuó él, más bajo, con una dulzura que jamás había mostrado ante nadie—. Vi cómo te esforzabas por sanar a otros, por cuidar a tu clan... por renunciar a lo que querías para proteger a los demás. Y me convencí de que no podía ser otro obstáculo en tu camino.

Madara mantenía un semblante decidido, sus ojos parecían atravesar lo más profundo de Hayami, haciéndola estremecerse con cada palabra que salía de sus labios.

—Me mentí. Porque, aunque me aleje, aunque me esconda detrás de deberes, alianzas, promesas que no deseo cumplir... tú sigues aquí —llevó una mano al pecho, justo donde su corazón latía—. Aquí, Hayami.

—Yo...

—Te amo —dijo él, firme, sin titubear—. Te amo desde antes de saber lo que era amar. Y si amarte significa arrastrarme al infierno, lo haré sonriendo.

Ella jadeó, como si ese «te amo» le hubiera devuelto el aliento que llevaba años conteniendo.

Madara la miró, acercándose.

—No quiero obligarte a nada. Pero si también sientes lo mismo, si tienes al menos un solo fragmento de ese amor en tu pecho... debes saber que me tienes encadenado a ti, por completo.

Hayami se lanzó a sus brazos, con lágrimas calientes resbalando por su rostro.

—Yo también te amo, Madara —susurró, riendo entre sollozos—. Encadenémonos, entonces. Yo no necesito que me liberes. Yo no quiero un camino sin ti. Si para estar contigo tengo que cargar con el clan Uchiha, con sus sombras, con sus guerras... entonces lo aceptaré.

—No me dejes jamás —susurró él, con el semblante relajado.

—Ni aunque me lo pidas —dijo ella.

Fue él quien se acercó primero, con los ojos ardiendo de emociones que ya no podía contener. No hubo palabras, no hicieron falta. El silencio entre ellos temblaba, denso, palpitante.

Madara llevó una mano al rostro de Hayami. Su piel tembló bajo su tacto, pero no retrocedió. Lo miró, y en esos segundos sus miradas se confesaron lo que el tiempo les había negado: «te extrañé», «siempre fuiste tú», «Nunca dejé de amarte».

Y entonces, la besó.

Primero fue un roce, suave, apenas un suspiro en medio del río. Un temblor dulce que la recorrió entera. Fue un beso contenido, como si ambos temieran quebrarse si se precipitaban. Los labios de Madara se amoldaron a los suyos como si los conociera desde siempre, como si al fin hubieran encontrado el lugar exacto donde encajar.

Pero bastaron unos segundos para que la urgencia los consumiera.

El beso se volvió más profundo, más sincero, más crudo. Fue un beso lleno de historia, de heridas y cicatrices que por fin encontraban descanso. Madara la sostuvo con firmeza por la cintura, como si temiera que se desvaneciera entre sus brazos. Y ella entrelazó sus dedos en su cabello, atrayéndolo más, anhelando fundirse en él.

La lengua de él acarició con dulzura la comisura de su boca, pidiéndole permiso, y Hayami se lo concedió, abriéndose con confianza y deseo. Se besaron como si quisieran memorizarse, como si besarse fuera una forma de sanar todos los años que se perdieron, todas las veces que estuvieron tan cerca... y no se atrevieron.

Él sabía a fuego salvaje, a deseo contenido entre cenizas. Ella, a fresas tiernas y vainilla suave, como el perfume de un atardecer sin guerra.

El corazón de Hayami latía a un ritmo que amenazaba con quebrarla, pero no importaba. Estaba ahí, con él, con Madara. El hombre que creía inalcanzable. El niño que una vez le regaló un libro y se despidió con una sonrisa que nunca pudo olvidar. El joven que la besaba ahora como si el universo entero dependiera de ello.

Cuando se separaron, lo hicieron jadeando, con la respiración entrecortada y las frentes unidas.

—Te amo —murmuró ella, con voz rota.

—Ahora eres mía —susurró Madara, acariciándole la mejilla—. Y yo tuyo. Para siempre.

Esta vez sin miedo.

Esta vez sin distancia.

Esta vez, por fin, en paz.

—2408 palabras.

ㅤㅤજ⁀➴ 𓏲๋࣭࣪˖《𝐴𝑢𝑡ℎ𝑜𝑟𝑠 𝑛𝑜𝑡𝑒》﹕Después de como treinta y cinco capítulos, llegó el momento. Creo que quedó un poquito largo, pero lo vale... espero.

Me voy, pero antes dejo una imagen de Hayami adulta para que se hagan una idea de cómo es actualmente. ¡Gracias por leer! <33

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