
˗ˏˋ苦痛 ▸ ℂ𝐡𝐚𝐩𝐭𝐞𝐫 𝟑𝟎.๋⭑
꩜ㅤ𝙲ㅤ𝙴ㅤ𝙻ㅤ𝙾ㅤ𝚂ㅤ⭑
La luz del amanecer entraba a través de los shōji, dibujando geometrías suaves sobre las alfombras tejidas. En el interior de la nueva casa Uzumaki, el aire olía a sándalo, a té recién hecho y a la nostalgia de los días tranquilos antes de que el destino comenzara a moverse.
Mito estaba sentada en el suelo, revisando un rollo de seda con bordados en rojo profundo. Su cabello, suelto, caía como una cascada de fuego por su espalda, y sus dedos temblaban apenas, torpes, sobre los patrones del diseño nupcial.
—¿Sabes que podrías simplemente decirme que estás nerviosa? —dijo una voz burlona a su espalda.
Mito alzó la vista justo a tiempo para ver a Sota acercarse con ese paso despreocupado suyo, como si el mundo entero fuera un juego al que todavía no le tomaba en serio. Él se agachó frente a ella y le tomó una mano con suavidad.
—Suerte con Hashirama —murmuró con una sonrisa ladeada, y antes de que ella pudiera responderle, la atrajo hacia sí en un abrazo fraternal cálido, envolvente.
—Sota... —protestó ella, pero el sonrojo ya le trepaba por las mejillas como una enredadera.
—¿Qué? ¿Ahora no puedo desearle suerte a mi hermanita menor, la futura esposa del Hokage más despistado de la historia? —bromeó mientras le revolvía el flequillo.
Ella bufó con suavidad, pero no apartó la mirada.
—No hagas locuras, ¿sí?
—Nunca las hago —respondió él con una falsa indignación, dándole un beso rápido en la frente—. Pero si Madara Uchiha me parte en dos, hazme un funeral bonito.
—¡Sota!
—Ya, ya, me voy.
Con un movimiento fluido, Sota se puso de pie, alisó la túnica color morada que llevaba, y salió de la casa con ese andar despreocupado que escondía demasiadas cosas. Se caló el haori sobre los hombros y silbó una melodía antigua mientras descendía por las calles que aún despertaban.
El puesto de dangos estaba ya abierto a esa hora. Pequeño, acogedor, con el aroma dulce de la salsa tare mezclado con el humo del carbón. Una abuela servía las primeras brochetas del día con precisión militar.
Y allí, como si lo hubiera invocado con el pensamiento, lo vio.
Madara.
Sentado en un extremo del pequeño local, solo, como un lobo al acecho. El cabello oscuro le caía por los hombros, algo desordenado, y sus ojos —negros, hondos como una noche sin luna— se alzaron hacia Sota apenas lo sintió acercarse.
No había cortesía en su mirada. No había bienvenida. Solo un juicio silencioso, feroz. Como si ya lo conociera, como si ya lo odiara.
Sota sonrió. Se detuvo frente a él sin invitación y señaló la banca libre.
—¿Te molesta si me siento?
Madara no respondió. No lo necesitaba. Su mirada era una daga afilada.
Sota tomó asiento igual, con la serenidad de quien juega con fuego sin miedo a quemarse.
—Eres aún más intimidante de cerca —comentó, cruzando los brazos detrás de la cabeza—. Me preguntaba si era cierto lo que dicen... que puedes asesinar a un hombre con solo una mirada.
—¿Vienes a probarlo? —fue la respuesta áspera del Uchiha, la primera palabra que soltó con voz seca, como acero.
Sota soltó una risa breve.
—Quizás. Aunque preferiría hablar... de hombre a hombre.
Madara no contestó. Solo entrecerró los ojos, y por un momento pareció que el aire a su alrededor se volvía más denso, más pesado. Era el tipo de tensión que precede a las tormentas.
Sota, por su parte, apoyó un codo en la mesa y se inclinó hacia él con esa sonrisa tranquila que tan fácilmente podía pasar por arrogancia.
—Me pareces interesante, Madara Uchiha. Intenso. Pero hay algo que no entiendo todavía. Por eso vine.
—¿Y qué es lo que crees no entender?
—Tu silencio —respondió sin rodeos—. Lo que no dices cuando Hayami está cerca. Lo que no haces cuando ella se te escapa de las manos. ¿Es culpa? ¿O miedo?
El corazón de Madara latió con fuerza, mas su expresión no cambió.
Sota sonrió con más amplitud.
—Así que dime, Uchiha... ¿por qué cuando ella ríe conmigo, parece que tú quisieras destruir el mundo?
El silencio se estiró como una cuerda tensa entre ambos. Madara no soltó una palabra al principio. Sota tampoco. Solo lo analizó, midiendo cada línea de su rostro, cada sombra en sus ojos. Estaba claro que no era solo el ceño fruncido lo que le molestaba. Había algo más profundo, más crudo, que hervía por debajo de esa mirada de desprecio.
Sota cruzó los brazos sobre la mesa con una sonrisa tranquila, sin miedo, como si de verdad no le afectara estar en la línea de fuego.
—¿Te gusta el té de canela? —preguntó Sota, sin quitarle los ojos de encima.
Madara entornó los suyos, sin responder. Tomó su dango y se lo llevó a la boca, ignorando las palabras del joven.
—Solo intento empezar bien. El té de canela es bueno para la digestión... ¡y me recomendaron el de aquí! —añadió con un gesto burlón.
El Uzumaki pidió dos tazas de la infusión para ambos. Cuando llegaron, le entregó una a Madara, quien aún no comprendía del todo lo que estaba pasando. Lo único que podía concluir era que los de ese clan eran... entrometido, rozando lo molesto.
Él bebió lentamente, dejando que el calor del líquido le templara la garganta. No había humor en su expresión.
—¿Qué quieres en realidad —preguntó finalmente, su voz más afilada que el filo de un kunai.
Sota sonrió, como si hubiera estado esperando ese momento.
—Ver qué tanto te importa Hayami. Aunque creo que ya lo vi bastante claro la semana pasada. Pero aun así... estoy curioso. Quiero entender por qué te niegas a dar un paso más.
La mandíbula de Madara se tensó. No le gustaba que le pusieran contra la pared, menos un desconocido como ese Uzumaki que había llegado sonriendo demasiado a Hayami. Bajó lentamente la taza y dejó que sus dedos se entrelazaran sobre la mesa.
—¿Y tú qué crees saber? —preguntó Madara con tono neutro, como si esa respuesta no le importara, aunque sus ojos lo desmentían.
Sota lo miró de frente, sin vacilar.
—Que la observas como si fuera el único faro que ha iluminado tu vida. Pero también como si no te permitieras tocar esa luz.
Madara soltó una risa baja, amarga.
—¿Y eso te convierte en sabio? ¿O solo en un necio más que cree entenderme?
—Ni una cosa ni la otra —respondió Sota encogiéndose de hombros—. Pero sé lo que vi. Y vi cómo la miras. Como si te doliera respirar cuando ella no está cerca.
Madara se inclinó ligeramente hacia él, la mirada afilada como una cuchilla.
—No tienes idea de lo que hablas.
—Entonces explícamelo tú.
El Uchiha guardó silencio. Sus dedos tamborilearon contra la madera de la mesa. El local seguía oliendo a azúcar tostado, pero el aire se había vuelto más denso. Más cargado.
—Ella... —comenzó Madara, y luego se detuvo—. Hayami ha vivido su vida como una ofrenda. Desde que éramos niños. Siempre dando, siempre sacrificando. Su salud, su descanso, su felicidad... todo por otros.
Sota dejó de sonreír.
—Lo sé —dijo suavemente.
Madara lo miró.
—¿Y qué crees que pasaría si alguien como yo la atara? Soy líder de un clan considerado peligroso, marginado aunque no se grite a los cuatro vientos. ¿Y si ella pensara que tenerme en su vida es otra carga más que soportar? ¿Otro sacrificio que debe hacer por la paz, por su clan, por su hermano?
—¿Y si no es así? —preguntó Sota.
—No puedo arriesgarme —murmuró Madara, casi para sí mismo. Bajó la vista—. Prefiero que sea libre. Que vuele sin mí. Que haga lo que quiera sin que nadie le diga dónde estar.
Sota lo observó un momento, más serio que nunca.
—Pero tú también necesitas ser libre, Uchiha.
Madara lo ignoró. Volvió a tomar su taza vacía, como si la necesitara para no cerrar los puños.
—Tú la viste en Uzushiogakure —añadió, tras un largo momento—. Allí era feliz seguramente. ¿Por qué querría meterla en mi guerra? ¿En mis sombras?
—Porque aunque no lo admitas, tú también necesitas luz —dijo Sota—. Y no está mal buscarla donde más brilla.
Madara rió en seco.
—Eres bueno con las palabras.
—Y tú, muy malo con las decisiones.
El silencio volvió. Esta vez, cargado de un respeto incómodo. De una verdad compartida que no sabían cómo desatar.
Madara alzó la vista. Lo miró como si por primera vez lo viera realmente.
—No necesito tu aprobación. Mucho menos tu amistad. Sin embargo, si ella prefiere estar contigo, está bien. Solo te advierto que, si alguna vez la haces llorar, no habrá cielo ni infierno que te salven.
Sota lo sostuvo con la mirada. No era un desafío. Era un trato.
—No pienso hacerla llorar —respondió—. Solo quería entender por qué tú sí.
Madara no respondió.
—Sé de ti, Uchiha. Sé que tu clan logró que te comprometieras a encontrar a una esposa, y también me enteré de que ella no está en tu lista de pretendientes. No siempre lo que pensamos es la verdad, tal vez, solo refleja cómo tú mismo te ves...
Sota se levantó, dejando unas monedas sobre la mesa. Dio un par de pasos, pero se detuvo justo en la salida.
—¿Sabes? Las personas hacen cosas estúpidas por amor. Hasta tú, Madara Uchiha.
Y entonces salió, con el corazón aún palpitando por lo que había escuchado.
«Dios... qué ganas de decir lo que sé. Pero no soy yo quien debe hacerlo», pensó mientras removía sus rebeldes cabellos, ansioso.
Caminó sin rumbo durante algunos minutos, sumido en sus pensamientos. El cielo de Konoha comenzaba a teñirse con los colores del atardecer, dorado y carmesí, como una herida abierta en el horizonte.
«¿Por qué complicarse las cosas? Es tan simple como abrir la boca y dejar escapar un "te amo", tan solo dos palabras y todo se terminaría rápido. Prometo no complicarme cuando me...».
Fue entonces que la vio.
Una chica caminaba por una de las veredas laterales, con los hombros encogidos y los brazos marcados por moretones viejos y nuevos. Tenía el cabello rosa, atado de cualquier forma, y los ojos más verdes que Sota había visto en su vida. Verdes de una esperanza dañada, casi perdida.
Y su corazón se detuvo. Solo por un instante. Pero solo eso bastó.
Porque en ese segundo, supo que todo lo que Madara había dicho sobre amar a alguien desde la distancia, sobre dejarla libre, sobre entender el silencio de otro...
Estaba por vivirlo también.
Ese día, Sota Uzumaki descubrió hasta dónde podía llegar el corazón humano cuando aprendía a amar sin condiciones.
Y sin siquiera saber su nombre, la siguió.
—1734 palabras.
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