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˗ˏˋ苦痛 ▸ ℂ𝐡𝐚𝐩𝐭𝐞𝐫 𝟐𝟗.๋⭑

꩜ㅤ𝙿ㅤ𝚁ㅤ𝙾ㅤ𝙼ㅤ𝙴ㅤ𝚃ㅤ𝙸ㅤ𝙳ㅤ𝙰ㅤ⭑

El cielo se tiñó de un anaranjado suave, pincelado con nubes largas como suspiros. Durante aquel atardecer, las afueras de Konoha estaban bañadas por una brisa cálida y festiva, distinta al viento de guerra que años atrás los había marcado. Las hojas de los árboles danzaban con un ritmo calmo, como si la tierra misma se preparara para una bienvenida importante.

Hayami estaba ahí, con los brazos cruzados, el cabello blanco recogido a la ligera y los ojos ámbar entrecerrados hacia el horizonte. A su lado, Hashirama caminaba de un lado a otro, inquieto como un niño que iba a conocer a su primer amor. Su rostro, usualmente lleno de confianza, ahora titubeaba en sonrisas nerviosas y palabras inconexas. Se había vestido con su haori más nuevo, una tela clara con bordes oscuros, que apenas y podía acomodarse sin arrugarla por la tensión.

—¿Me veo bien, verdad? —le preguntó a su hermana, de pronto, tirando de la tela de su manga como si fuera un reflejo—. ¿Crees que debería haberme recogido el cabello?

—Estás bien, Hashirama —respondió Hayami sin apartar la vista del camino—. Aunque no sé si eso bastará para calmar tu tembladera.

Hashirama soltó una risa tensa y se volvió a arreglar el obi por tercera vez.

A unos metros, bajo la sombra de un pino solitario, Madara permanecía con los brazos cruzados, observando en silencio. Su armadura estaba bien ajustada y se notaba el desvelo en su expresión: ojeras leves, la mirada distraída y un leve tic en la ceja izquierda que solo Hayami habría notado.

Ella no se atrevía a mirarlo demasiado. Desde aquella noche, el recuerdo del beso era un fantasma que la rondaba cada vez que se cruzaban, y ese día en especial, su estómago parecía más revuelto que nunca. Él no había dicho nada desde entonces. Ni una palabra. Y aunque ella sabía que Madara había bebido más de la cuenta, no podía quitarse de la cabeza la idea de que quizá... la confundió con otra persona.

Se llevó los dedos al pecho, donde sentía aún el eco del contacto con sus labios. Había algo cruel en el silencio de Madara, en su aparente indiferencia. Algo que la hacía sentir tonta por haber creído que había significado algo.

—Ahí vienen —susurró Hashirama, rompiendo su hilo de pensamientos.

En la distancia, una pequeña comitiva se acercaba. Los colores rojo y blanco ondeaban al viento con los emblemas del clan Uzumaki, y el murmullo de voces se elevaba como campanillas. Del grupo, emergía una figura vestida de manera sencilla, pero imposible de ignorar. Sus pasos eran elegantes; su andar, sereno y firme. Su cabello largo y rojizo brillaba como si el sol mismo lo hubiera tejido, cayendo en ondas sobre su espalda. Su rostro tenía la dulzura de una flor de cerezo en pleno apogeo, y sus ojos, grandes y color negro, irradiaban una calidez antigua, como si cada emoción tuviera siglos de sabiduría.

Mito Uzumaki era un poema en carne viva. Una mujer hecha de equilibrio, dignidad y fuerza velada en cada uno de sus gestos. Y, al verla, Hashirama tragó saliva con tanta fuerza que hasta Madara lo notó desde lejos.

—H-Hayami... ¿me veo muy pálido? —balbuceó el Senju, tratando de componer su rostro.

—Más que Tobirama en invierno —le dijo ella, divertida al ver cómo su hermano mayor se sacudía las manos y luego se las secaba contra su vestimenta.

El grupo se detuvo a unos pasos. Mito alzó la mirada, buscando entre los rostros. Y cuando sus ojos se encontraron con los de Hayami, la seriedad que mantenía se rompió en una sonrisa pura, de esas que se dan una vez cada tanto.

—¡Hayami! —exclamó, olvidando el protocolo, y avanzó corriendo con los brazos abiertos.

Hayami apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando su amiga la envolvió en un abrazo fuerte, cálido, que le hizo cerrar los ojos con emoción.

—¿Eres tú de verdad? —musitó Hayami, con la voz quebrada por la sorpresa—. ¡Eres tú! ¡Estás aquí!

—Estoy aquí —respondió Mito, con un nudo en la garganta. —No puedo creer que seas tú.

La última vez que se habían visto fue en su partida de Uzushiogakure, cuando ambas entrenaban, cuando todo era diferente. Hayami no sabía que su amiga sería la prometida de su hermano. No sabía que aquel reencuentro vendría cargado de tanto significado. Por un instante, se sintió descolocada. Mito... su querida amiga Mito, ¿iba a ser la esposa de Hashirama?

—Y pensar que no me dijiste nada —susurró Hayami con dulzura, separándose apenas para verla mejor—. Mi hermano, ¿eh?

—Quería sorprenderte —respondió Mito, acariciándole el rostro como si no pudiera creer que estuviera frente a ella—. ¡Y vaya que lo logré!

Ambas rieron. La incomodidad dio paso a una ternura que lo llenaba todo. Hashirama, mientras tanto, miraba a las dos con una sonrisa enorme, embelesado y al borde del colapso nervioso.

—Mito... —dijo él, dando un paso adelante.

Ella se volvió hacia él, serena, y asintió con una inclinación ligera de cabeza. Pero cuando sus miradas se cruzaron, hubo un pequeño instante de silencio reverente. Como si todo se hubiera congelado. Hashirama parecía no saber qué hacer con sus manos, ni con sus pies, ni con su alma entera. Solo atinó a decir:

—Es un honor... tenerte aquí.

—El honor es mío —respondió Mito, con esa tranquilidad que parecía envolverlo todo como una corriente cálida.

Madara desvió la mirada.

Hayami notó ese gesto. Fue apenas un segundo, un leve movimiento de cuello. Pero lo suficiente para que su pecho volviera a comprimirse. Quiso buscar sus ojos, confirmar si lo había hecho por incomodidad o por otra emoción más amarga. Él no la miraba. Permanecía apoyado contra el árbol, observando el suelo.

Ella bajó la vista. No era momento de pensar en eso.

—Mito —susurró Hayami de nuevo, en voz baja, más para sí misma que para su amiga—. No puedo creerlo. Estás aquí. De verdad estás aquí.

—Y no vine sola —dijo la Uzumaki, con una chispa de picardía—. Traje a alguien más que quería verte.

La Senju parpadeó, confusa. Y entonces lo vio.

Un joven de cabello corto y rojizo, de ojos intensos como el fuego bajo el crepúsculo, avanzaba con paso firme desde la comitiva. Llevaba el haori tradicional del clan Uzumaki, pero su porte era menos formal, más relajado. Sus labios curvados en una sonrisa confiada lo hacían destacar incluso sin querer.

Hayami no pudo evitarlo. Dio un paso al frente.

—¿Sota?

El joven se detuvo, y por un segundo, el tiempo pareció romperse en mil pedazos de recuerdos. Luego, Sota abrió los brazos como si no hubiera pasado un solo día.

—¡YAMI!

Corrió hacia ella.

Sota la abrazó con fuerza, sin vergüenza ni moderación, como si el tiempo no los hubiera separado ni un solo día. A diferencia del comportamiento reservado de su hermana Mito, Sota era un huracán en forma humana: espontáneo, cálido, y descaradamente encantador.

—Sigues oliendo a jazmín con medicina —murmuró contra su cuello—. Exactamente igual.

—¡Y tú sigues sin filtro! —protestó Hayami, dándole un pequeño golpe en el hombro mientras reía, un poco sonrojada.

Sota la sostuvo por los brazos y la observó como si quisiera memorizar cada rasgo de su rostro. Había algo profundo en sus ojos, esa mezcla entre nostalgia y alegría pura que solo los amigos de verdad podían compartir.

—Te extrañé, Yami —dijo, bajando el tono de voz.

—Yo también, Sota —respondió ella con sinceridad.

Madara, desde la sombra del árbol, frunció el ceño. Ya no estaba apoyado con tanta tranquilidad. Su postura había cambiado apenas un poco: más recta, más tensa. Observaba.

—Deberíamos dejar que los tortolitos disfruten de su tarde, ¿te gustaría enseñarme la aldea? —preguntó Sota, girándose hacia esta.

—¿Ahora? —inquirió ella.

—¿Tienes algo mejor que hacer? —contestó él, y le ofreció el brazo con un gesto galante y burlón—. Vamos, guía mística de aldeas en construcción.

—Ridículo —rió ella, pero entrelazó su brazo con el de él de todos modos.

Ambos comenzaron a caminar, y sin que ella lo supiera, una tercera sombra se deslizó tras ellos. Madara no pronunció palabra alguna. Solo los siguió, con el paso firme y la mirada dura, manteniéndose a cierta distancia, pero sin perderles de vista ni un solo instante.

—¿Sabes? Pensé que estarías más cambiada —comentó Sota mientras pasaban cerca de un grupo de obreros que instalaban estructuras de madera.

—¿Más cómo?

—No sé. Más... severa. Como los jefes de clanes que llevan demasiada guerra a cuestas.

—¿Y te decepcioné?

—Para nada. Sigues siendo tú. Aunque creo que estás más bonita ahora.

Ella le lanzó una mirada reprobatoria, pero él solo alzó las manos, como si se declarara inocente.

—No te pongas así. Si no te lo digo yo, te lo va a decir algún Uchiha raro, uno que está detrás de nosotros —añadió, lanzando una mirada rápida por encima del hombro, justo en dirección a Madara.

Hayami se tensó. Bajó un poco la vista, sin saber cómo reaccionar. Por dentro, su mente volvía una y otra vez al silencio de él, a su aparente amnesia, a esa indiferencia que dolía como una herida mal cerrada. ¿Y si Sota lo había notado? ¿Y si Madara...?

—¿Qué pasa? —preguntó Sota, captando su gesto—. ¿Ese Uchiha te hizo algo?

—No es nada —mintió ella, recuperando la compostura—. Sigamos.

Caminaron por entre los pilares del futuro, donde casas a medio terminar alzaban sus esqueletos de madera hacia el cielo. Los primeros cimientos del hospital ya estaban trazados, y algunos niños jugaban con pedazos de tela entre las zanjas. Había polvo, ruido de herramientas, y aun así, algo del alma de Konoha comenzaba a percibirse en el aire.

—¿Te gusta? —preguntó Hayami.

—¿La aldea o el recorrido?

—Ambas cosas.

Sota fingió pensarlo un segundo.

—El recorrido está excelente. La guía es muy linda, amable, y dedicada. La aldea... va bien. Creo que hay potencial.

Ella soltó una carcajada sincera. Aquel tono de broma era tan familiar que por un instante, se sintió en casa de nuevo.

Pero no estaba sola.

A pocos metros de distancia, Madara se había detenido. De pie como una estatua de piedra, los observaba avanzar entre los caminos improvisados, riendo, compartiendo recuerdos. Apretó la mandíbula con fuerza, y sus dedos se crisparon lentamente sobre la pared donde estaba apoyado.

Hayami sintió la presión en el pecho. A pesar de que no lo veía, sabía que estaba ahí. Era una especie de sexto sentido. El chakra de Madara, intenso y contenido, como una llamarada domesticada. Se lo había aprendido de memoria en el pasado, cuando compartían miradas que ahora parecían lejanas.

—¿Qué piensas hacer aquí? —preguntó Sota de pronto, interrumpiendo su distracción.

—No lo sé —respondió ella, con la verdad latiendo en su voz—. No pensé que me llegaría a sentir tan confundida.

—¿Por la guerra?

—No exactamente.

—¿Por ese Uchiha?

Ella no respondió.

Sota se detuvo al final del camino, justo donde comenzaba el bosque otra vez. Desde allí, podía verse casi toda la aldea en construcción, una vista que combinaba la esperanza con el caos. Hayami lo miró, esperando una broma más, un comentario ligero... pero no.

—Tiene celos de mí, de nuestra cercanía... aun así no hace nada —dijo Sota de pronto—. No sé qué pasó entre ustedes, y no voy a preguntarlo todavía. Pero si alguna vez necesitas ayuda para provocarlo, yo siempre voy a estar.

Hayami sintió cómo se le removía algo dentro.

—Gracias, Sota —musitó con una sonrisa.

Él sonrió. Le tomó la mano, sin prisa. Y luego, en un gesto rápido y certero, le besó la mejilla. Fue un beso suave, sin doble intención... pero con la suficiente cercanía como para que Madara, desde lo lejos, sintiera que algo dentro de él se rompía.

Sota, con la misma ligereza con la que respiraba, alzó la mirada hacia donde sabía que Madara los observaba.

Y le sonrió.

Una sonrisa atrevida. Provocadora.

Madara entrecerró los ojos. No salió nada de sus labios, mas el aire a su alrededor pareció oscurecerse apenas un poco. La brisa cambió.

Hayami, ajena al gesto completo, solo alcanzó a decir:

—¿Vamos de vuelta? Tengo que resolver un caso médico.

—Claro. Pero no me sueltes el brazo, no vaya a ser que él me desaparezca ni bien te vayas.

Rieron.

Los ojos carmesí del Uchiha brillaban, no de rabia... sino de algo más complejo, más antiguo: un fuego mal contenido, celoso, incierto.

Y apenas comenzaba a arder.

—2021 palabras.

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