
˗ˏˋ苦痛 ▸ ℂ𝐡𝐚𝐩𝐭𝐞𝐫 𝟐𝟔.๋⭑
꩜ㅤ𝙺ㅤ𝙾ㅤ𝙽ㅤ𝙾ㅤ𝙷ㅤ𝙰ㅤ ⭑
El sol había amanecido limpio, sin rastros de nubes que pudieran arruinar el cielo despejado. Un viento suave recorría los campos de la nueva aldea, todavía marcada por la mezcla de cimientos frescos, árboles recién sembrados y estructuras apenas levantadas con maderas claras y tierra húmeda. El murmullo de los clanes reunidos llenaba el ambiente como una canción de esperanza contenida.
La fundación de Konoha.
Un sueño que alguna vez fue una simple ilusión compartida en la cima de una colina por dos niños se alzaba frente a los ojos de cientos. Senju, Uchiha, Sarutobi, Shimura, y tantos otros clanes se reunían alrededor de un altar de piedra con el símbolo provisional de la aldea: una espiral tallada en madera, aún sin definir por completo su diseño, pero repleta de intención.
Hayami Senju se encontraba de pie entre los suyos, un poco apartada del centro. Vestía el uniforme ceremonial de su clan: un kimono rojo con el emblema Senju en la espalda, su largo cabello blanco recogido con una cinta roja, y sus ojos ámbar suavizados por una emoción que no lograba contener del todo.
Desde su posición, podía verlo.
Madara Uchiha estaba de pie junto a Hashirama. Llevaba una versión más sobria de su armadura, sin los protectores tradicionales; en su lugar, vestía un kimono oscuro con líneas rojas que lo hacían parecer un general antiguo, de una era más solemne. Su cabello caía como una cortina de tinta, y sus ojos —negros, profundos, intensos— se mantenían fijos en el documento que Tobirama sostenía con orgullo.
Los murmullos cesaron cuando Hashirama dio un paso al frente, alzando la voz con una sonrisa amplia:
—Hoy dejamos atrás la guerra. Hoy comenzamos algo nuevo. ¡Hoy fundamos Konoha!
Un rugido de vítores se alzó de la multitud, vibrando como el eco de una era terminada. Madara, al lado de él, se mantenía en silencio, pero sus ojos recorrieron por un instante los rostros que los observaban... y se detuvieron apenas un segundo en los de Hayami.
Ella tragó saliva. Su corazón se alborotó; no bajó la mirada. Las mejillas de la joven se tiñeron de un rosa suave, disimulado.
Hashirama extendió su mano. Madara la observó durante un momento eterno.
—¿Lo haremos juntos? —preguntó el Senju con una sonrisa ladeada, igual a la de su infancia.
Madara no respondió con palabras. Solo extendió su mano y la estrechó con fuerza. Sus dedos se entrelazaron con los de Hashirama en un apretón solemne, el símbolo de la unión entre dos antiguos enemigos, convertidos en líderes de una aldea compartida.
Los aplausos estallaron como un trueno contenido. Los clanes gritaban, reían, se abrazaban. El documento fue firmado, y los sellos de ambos clanes quedaron grabados en el pergamino sagrado que sería guardado para siempre como el inicio de la Era de la Paz.
Hayami, en medio de todo, sintió que las lágrimas querían ganarle.
Porque los sueños de su niñez... estaban vivos. Porque los juegos con Hashirama, los días compartidos con Madara, los ideales que tantos habían creído imposibles... se manifestaban frente a ella.
Y un pensamiento se apoderó de su ser: quizás esta vez sí, debería hacerlo. Quizás, ya que había paz, ellos podrían...
Se acercó a felicitar a su hermano primero. Lo abrazó por detrás, riendo entre lágrimas, y él se giró para apretarla contra sí con ternura.
—Lo logramos, hermanita —susurró Hashirama, aún con el pulgar manchado de tinta fresca.
Ella asintió, pero su mirada buscaba otro rostro. Y cuando lo vio solo, más alejado, firmando los últimos documentos con seriedad, sintió que era el momento.
Respiró hondo y caminó hacia él.
Y sin embargo, no lo alcanzó.
Antes de poder siquiera acercarse, varias kunoichi de otros clanes se acercaron a Madara como polillas a la luz. Algunas llevaban obsequios, otras simplemente sonreían, coquetas. Una chica de cabello rubio reía alto mientras le ofrecía un amuleto protector, y una Nara le pasaba un pergamino de felicitación. El Uchiha, como era de esperarse, mantenía la distancia con expresión seca, mas no se apartaba.
Hayami se detuvo en seco, de golpe. Su cuerpo pareció encogerse. Las risas de las demás le resonaban en los oídos como martillos. Observó sus rostros, sus ropas, la forma en que hablaban con soltura, con confianza. Algunas tenían el cabello oscuro y liso como el de él. Otras, posturas elegantes, labios pintados, formas suaves que hacían juego con la imagen que ella jamás creyó poseer.
No podía competir con eso.
Bajó la mirada. Tragó saliva, y el amargor en su boca fue peor que cualquier herida de guerra. Dio media vuelta sin decir una palabra y se alejó hacia los edificios provisionales que funcionarían como oficinas administrativas.
La sala de registros estaba en penumbra, iluminada solo por la luz cálida del atardecer que se filtraba a través de las persianas entreabiertas. El olor a tinta fresca, madera lijada y pergaminos nuevos se mezclaba con el incienso apagado de alguna ceremonia reciente. Una brisa suave colaba polvo dorado entre los rayos de sol, y todo el lugar parecía suspendido en una quietud ajena a las celebraciones exteriores.
Hayami se movía con lentitud, reorganizando documentos con una precisión casi mecánica, como si se aferrara a la rutina para no pensar demasiado. No obstante, no podía evitarlo.
No quería ver cómo él era rodeado por otras. Mujeres de clanes prominentes: hermosas, seguras, listas para ser parte del nuevo orden. Se sintió insignificante frente a ellas. Con su cabello blanco revuelto por el viento, las ojeras sutiles bajo los ojos, las manos ásperas por años de sanar con chakra y las marcas en sus brazos —que ya estaban desapareciendo—, Hayami no se sentía ni una líder ni un ejemplo. Solo una sombra al margen del evento.
Tomó algunos libros y comenzó a ordenarlos en la estantería. Poco a poco, sin mucha prisa. Planeaba quedarse todo el día para mantener la mente ocupada. Un frasco se escapó de sus manos. Cerró los ojos con fuerza, esperando escuchar el impacto del vidrio con el suelo.
—Lo atrapé —dijo una voz profunda a sus espaldas.
Ella giró bruscamente. Una mano acababa de alcanzar el frasco que se le había escapado momentos antes. Era Madara.
Él estaba ahí, frente a ella. La expresión en su rostro no era arrogante como de costumbre. Era serena. Observadora.
—Gracias —murmuró Hayami, recibiendo el frasco. Intentó evitar su mirada, pero fracasó.
Madara no dijo nada. Tampoco se fue.
—Creí que seguirías afuera —añadió ella con un intento de sonrisa—. Celebrando... recibiendo felicitaciones. Las tienes bien merecidas.
—No me gustan las multitudes —comentó él—. Además... alguien tenía que venir a ayudarte.
—¿Quién te dijo que estaba aquí?
Madara se encogió de hombros.
—No te vi entre la gente. Y eso... lo sentí.
El silencio que siguió fue espeso, pero no incómodo. Hayami bajó la mirada, sus dedos acariciaban sin darse cuenta los bordes de un pergamino enrollado. El corazón le latía con fuerza, como si su cuerpo no supiera si debía correr o quedarse quieto.
Madara dio unos pasos más, entrando en la luz dorada. Su figura proyectó una sombra larga sobre la mesa. Observó los documentos, los sellos, las marcas en las estanterías, las huellas de polvo en las esquinas.
—A ti tampoco te gusta estar rodeada de personas —dijo él, con voz baja—. Hashirama se encargará de la celebración; me quedaré contigo.
Hayami lo miró por fin.
—¿Madara... estás bien? Ambos serán líderes de la aldea. Debes estar presente en la fiesta.
Él soltó una risa seca, leve.
—Estoy aquí. Y eso es todo lo que quiero.
Ella no supo qué responder. En vez de eso, caminó hacia el estante más alto y comenzó a acomodar rollos. Madara se unió a ella. Ninguno hablaba; sus movimientos se coordinaban en silencio. Como si hubieran hecho eso miles de veces.
Como si aún recordaran cómo estar juntos.
Pasaron varios minutos así, hasta que Madara rompió la calma:
—¿Recuerdas el árbol junto al río? El que tenía esa rama torcida desde la que me lanzaba al río.
Hayami arqueó una ceja.
—Claro que lo recuerdo. Te torciste el tobillo y dijiste que había sido un «movimiento estratégico de retirada».
—¡Era estratégico! —defendió él, y luego sonrió, apenas—. Tú fuiste la que me ayudó a entablillarlo, ¿no?
—Con hojas de helecho, hilo de tu ropa y la promesa de que dejarías de hacer eso.
—Promesa que claramente rompí muchas veces.
Ambos rieron. La risa de Hayami fue suave, genuina. Sus ojos brillaban con una melancolía cálida.
—Pensé en esos momentos muchas veces cuando me fui —confesó ella—. Me preguntaba si seguías allí, esperando a que volviera.
El silencio entre ellos se volvió tan íntimo que rozaba lo sagrado. La mano de Madara aún sujetó la de Hayami, cálida, firme, como si sostenerla fuera lo único que le mantenía a flote. Las palabras estaban por venir.
Y entonces, pasos.
Primero fueron leves. Luego más apresurados.
—¡Hayami!
La voz retumbó en el bosque como un trueno demasiado humano.
Ambos voltearon y vieron a Hashirama entrar por el pasillo, seguido de Tobirama. El primero lucía preocupado, con el rostro algo agitado por la carrera. El segundo... simplemente molesto. Frío. Con los ojos grises clavados como cuchillas en Madara.
—Estábamos buscándote —dijo Hashirama, mirando a su hermana con alivio—. La fiesta ha empezado y no te vimos por ningún lado.
—Ni tampoco a Madara —murmuró el otro hermano.
Hayami se levantó de golpe, sacudiendo su ropa.
—Lo siento... solo necesitaba un momento de silencio.
Hashirama asintió, comprensivo.
—Entiendo. Solo... queríamos asegurarnos de que estuvieras bien.
Madara no dijo nada. Se incorporó también, lento, sin desviar la mirada de Tobirama, que lo observaba como si fuese veneno encarnado. Esa expresión, tan sutilmente despectiva, hablaba más que cualquier palabra: "no perteneces aquí, y lo sabes."
Ni siquiera lo disimuló.
—De todos los lugares de la aldea, viniste aquí —dijo, sin dirigirse directamente a Hayami, pero sabiendo que ella escucharía—. Curioso.
Ella sintió la punzada. Pero Madara no se inmutó. Solo lo sostuvo con la mirada, como si midiera cada palabra que no estaba dispuesto a decir frente a ellos. Después, se giró hacia Hayami.
Su mirada volvió a suavizarse.
—Nos vemos luego; me divertí —murmuró.
Ella abrió la boca, pero no alcanzó a responder. Madara se inclinó un poco, y en un gesto tan fugaz como inesperado, rozó su mejilla con los labios.
Fue leve. Cálido. Íntimo.
Y luego se apartó.
Tobirama apretó la mandíbula. Hashirama, por su parte, trató de aguantarse las ganas de chillar: todo estaba saliendo a la perfección.
—Espero encontrarte en la fiesta —habló Madara, en un tono que rozaba lo coqueto, desapareciendo entre la sombra.
Hayami permaneció en su lugar, los dedos tocándose la mejilla con una mezcla de incredulidad y deseo contenido. El sitio donde él la había besado aún ardía con un calor dulce, como una chispa que no se apagaba.
—¿Hayami...? —murmuró Hashirama, con voz suave.
Ella negó con la cabeza.
—Estoy bien.
Pero Tobirama no dijo nada. Solo se giró primero, con esa misma frialdad seca que lo caracterizaba, y comenzó a marcharse.
—Tranquila, hermana, ahora como líder, podré casarte con él —comentó Hashirama antes de salir persiguiendo a su hermano.
La Senju, aún nerviosa por el beso, mordió su labio y soltó una pequeña risa. Sí, en definitiva, necesitaba liberar aquel sentimiento, o su corazón no podría soportarlo.
—1840 palabras.
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