
˗ˏˋ苦痛 ▸ ℂ𝐡𝐚𝐩𝐭𝐞𝐫 𝟐𝟒.๋⭑
꩜ㅤ𝚃ㅤ𝚁ㅤ𝙴ㅤ𝙶ㅤ𝚄ㅤ𝙰ㅤ⭑
El cielo estaba cubierto por un velo de nubes grises, gruesas y amenazantes, como si el mundo mismo presintiera el colapso inminente. El viento soplaba con violencia, alzando la ceniza del campo de batalla donde ya no había espacio para el silencio. El sonido del metal chocando, los gritos de dolor y la sangre conformaban un paisaje desolador. En el corazón de ese infierno, aún no se libraba la batalla final, pero todos sabían que se avecinaba.
Hayami Senju permanecía en lo alto de una colina, con su cabello largo ondeando, el Byakugō latente en su frente como un faro de energía pura. Observaba las tropas replegarse, los heridos siendo arrastrados, los cuerpos ya fríos perdiéndose en la neblina de ceniza. Tobirama estaba a su lado, con los brazos cruzados y el rostro más severo de lo habitual. Sus ojos, rojos de fatiga, observaban el horizonte con frialdad calculada.
—Madara viene —dijo él, sin rodeos.
Hayami bajó la mirada.
—Lo sé.
—No estás lista —continuó Tobirama, girándose hacia ella—. Tu chakra está en desequilibrio. Lo vi durante la última batalla. Si fuerzas el Byakugō otra vez, podría... matarte.
—¿Y si no intervengo? —preguntó ella, mirando de nuevo hacia el valle—. ¿Cuántos más morirán si simplemente me quedo aquí?
—Él ya no es el mismo. —Tobirama apretó los dientes—. Comenzó a sacrificar a su propia gente. Su chakra... es oscuro, retorcido. Casi no parece humano. No hay espacio para la razón con él ahora. Solo queda matarlo.
—¿Y tú harías eso? —lo desafió ella con voz baja, herida—. ¿Matarías a quien fue como un hermano para Hashirama?
Tobirama guardó silencio. Bajó la mirada.
—Si significa salvar a mi clan... sí. Y tú deberías hacer lo mismo.
Pero Hayami no respondió. Solo se giró y descendió la colina, llevándose consigo el peso de las palabras de Tobirama. El cielo rugió en lo alto. Un presagio.
No tardaron en sentirlo.
Un estruendo atravesó el aire como un relámpago sin luz. El suelo tembló y los árboles comenzaron a inclinarse ante una presión invisible. Madara Uchiha apareció desde el norte, caminando entre la niebla, con la mirada encendida como un dios en ruinas.
Su Susanoo incompleto flotaba tras él como una sombra moribunda, alimentada por una furia que desbordaba el chakra habitual. Los cuerpos de los primeros centinelas cayeron como hojas secas; algunos sin cabeza, otros con el torso abierto de un solo tajo. No hubo aviso. No hubo misericordia.
—¡Uchiha Madara! ¡Está aquí! —gritó un shinobi antes de ser atravesado por una lanza de fuego.
El Uchiha avanzaba como una tormenta oscura. Su katana destellaba con un filo etéreo. Cada paso dejaba un rastro de muerte. Soldados Senju intentaron interceptarlo, pero fue inútil. Sus ojos lo veían todo, sus reflejos eran inhumanos. Lanzaba técnicas sin sellos, con la sola fuerza de su voluntad. Clones explotaban, árboles ardían, y los cuerpos se apilaban como ofrendas a una tragedia inevitable.
En lo alto, Hayami observaba con el alma encogida. Madara no gritaba. No reía. No hablaba. Era una fuerza de aniquilación pura, dirigida solo por la ira.
—¡Hashirama! —bramó finalmente, y su voz resonó con un eco que atravesó la tierra misma.
Y el líder del clan Senju respondió.
Desde el flanco este, Hashirama emergió con una expresión imperturbable. Le dolía apreciar tal escena, mas su determinación se mantuvo firme. A su espalda, ramas de mokuton se extendían como alas vivas.
—Madara —dijo con tristeza. —Detente. Ya basta.
—¡Tú lo comenzaste! —rugió el Uchiha, y su aura se intensificó. La tierra bajo sus pies se resquebrajó.
El choque fue instantáneo. La primera embestida de Madara fue tan violenta que arrojó a Hashirama varios metros atrás. Pero el Senju no cayó. Se aferró al terreno con raíces que brotaban de sus manos, y contraatacó con una prisión de madera que buscaba inmovilizar al Uchiha.
Madara estalló la estructura con una explosión de fuego. Las llamas se elevaron y quemaron todo a su paso. Saltó entre los escombros, esquivando los latigazos de las ramas que intentaban frenarlo.
Cada movimiento era fatal. Cada golpe, un terremoto.
El Susanoo tomó forma nuevamente, más estable, más monstruoso. Era como una armadura de pesadilla que cubría a Madara por completo, con cuatro brazos y una espada descomunal. Hashirama respondió con su Hombre de Madera.
El choque entre ambos fue un espectáculo de poder. La tierra se partió. El cielo se volvió oscuro.
Y entre todo eso, Hayami sintió que su cuerpo temblaba. No de miedo, sino de algo peor: impotencia. El Byakugō brillaba con fuerza, pero las líneas negras en sus brazos trepaban ya hasta su antebrazo. Su chakra se desbordaba, luchando por estabilizarse, como si su propio cuerpo se negara a contener todo lo que sentía.
Tobirama apareció a su lado, sangrando por una herida en el hombro.
—No puedes bajar, Hayami. Te destruirás a ti misma.
—Ya me estoy destruyendo. —Lo empujó suavemente y corrió hacia el campo.
El duelo entre Hashirama y Madara había llegado a su clímax. Ambos estaban exhaustos, cubiertos de sangre, sus jutsus colapsando, regenerándose, y colapsando otra vez.
—¡Hahirama! —rugió Madara por última vez, lanzándose con todo su poder, sin reservas.
Y entonces, Hayami intervino.
Se colocó entre ambos justo cuando la espada descendía. Con una barrera de chakra moldeada, desvió el ataque, aunque el impacto la arrojó varios metros atrás. Sangraba por la nariz. Sus piernas flaqueaban. Las marcas oscuras cubrían su pecho.
—¡Ya basta! —gritó ella con un tono que rompió el aire.
Madara se detuvo, no por obedecer, sino por la sorpresa de verla de pie.
—¿Vienes a curarme el alma, Hayami? ¿O sólo a fingir que no me traicionaste?
Sus palabras fueron cuchillas. Ella tragó saliva, pero no retrocedió.
—Izuna no querría que murieras aquí —dijo firme. —Tú sabes que no.
—¡Tú no sabes nada de Izuna! ¡Nada! ¡Él murió por esto! ¡Por ti! ¡Por tu paz podrida! —gritó, perdiendo la compostura.
—No murió por mí, fue su propia elección.
Madara se detuvo. La espada cayó al suelo. El Susanoo comenzó a desintegrarse.
—¿Qué esperas que haga...? ¿Que olvide todo? ¿Que vuelva a fingir que somos amigos?
—No. Solo que no te consuman tus sentimientos—susurró Hayami.
El campo quedó en silencio. Solo se oían las cenizas caer, como nieve quemada.
Hashirama se acercó, con las manos bajas.
—Madara, si aceptas la tregua, vivirás. No para mí, ni para Hayami. Para ti mismo.
Madara cayó de rodillas. El chakra lo abandonaba como humo negro disolviéndose en el aire. Su cuerpo estaba cubierto de heridas abiertas. Jadeaba, el pecho subiendo y bajando con dificultad, mientras el suelo a su alrededor aún humeaba por el choque de técnicas.
Hayami se acercó con pasos temblorosos, bajando lentamente la guardia. Su respiración era errática; las marcas oscuras del Byakugō cubrían ya sus brazos, trepaban por su cuello como lianas sombrías, y en sus ojos brillaba una mezcla imposible de determinación y agotamiento. Se arrodilló a su lado, sin decir una sola palabra. Sus manos, comenzaron a sellar las heridas de Madara con una delicadeza que contrastaba brutalmente con el campo de batalla que los rodeaba.
Él no la miró al principio. Mantenía la vista perdida en algún punto más allá del horizonte, los labios entreabiertos por el esfuerzo, la mandíbula apretada. Pero entonces, sintió el calor de su chakra —aquel que conocía tan bien, que en otro tiempo lo había salvado, amado— y volvió lentamente el rostro hacia ella.
Y la vio. No como enemiga. No como traidora. No como Senju.
Solo como Hayami.
La sangre seca en sus mejillas no lograba ocultar el tenue rubor que teñía su piel. No por vergüenza, ni por debilidad. Sino por la cercanía. Por ese vínculo antiguo que aún vibraba entre ellos, aunque la guerra lo hubiera destrozado una y otra vez.
Los dedos de ella se deslizaron sobre las costillas rotas de Madara con una suavidad que dolía más que cualquier jutsu. Sus cejas se fruncieron al ver la gravedad de sus heridas, y aunque no derramó una lágrima, sus labios temblaron apenas.
Él alzó la mano con lentitud —como si cada movimiento le costara una eternidad— y, por un instante, pareció que iba a tocarle el rostro. Sin embargo, se detuvo a medio camino, y la dejó caer. Como si ya no supiera si tenía derecho.
Sus ojos se cruzaron. Y en ese segundo, no hicieron falta palabras.
Había rencor. Había culpa. Pero también había amor.
Un amor roto, enredado en silencio, enterrado bajo cenizas, pero vivo.
Y eso fue suficiente para que ella bajara la mirada, esquivando la suya. No por desprecio. No por miedo. Sostenerla más tiempo dolía demasiado.
Siguió curándolo en silencio, sin rozarle más de lo necesario, aunque sus manos a veces temblaban. Cuando terminó, dejó caer los brazos sobre su regazo y se quedó a su lado, mirando el suelo ennegrecido.
Detrás de ellos, Hashirama alzó la mano. Las tropas dejaron de moverse. El silencio cayó como un manto sobre el campo.
—M-mátenme —murmuró Madara apenas—. Hazlo, Hashirama, me sentiré satisfecho si tú lo haces.
—¿Acaso no prometimos que algún día crearíamos nuestra propia aldea?
—Eso es imposible, no soy como tú.
Hayami apartó las manos del cuerpo del Uchiha. Se mantenía cabizbaja, escuchando todo atentamente. Ignoraba el dolor que las marcas le causaban; necesitaba mantenerse firme.
—¿Qué puedo hacer para que confíes en nosotros? —inquirió Hashirama.
Madara miró hacia el cielo, despejado y de un celeste vivo. Recordó, por un breve instante, algunos momentos de su infancia... mas todo eso ya era pasado.
—Si en verdad es lo que quieres, mata a uno de tus hermanos o mátate tú mismo.
Tobirama abrió los ojos y se puso en posición para desenvainar su espada. La sangre le hervía por las venas. No quería seguir escuchando la absurda petición del líder rival.
—Sangre por sangre, ¿verdad? —musitó la joven.
—No le hagas caso, está loco —espetó con rabia el de cabello blanco.
Hashirama se quedó en silencio. Su armadura cayó al suelo y sus manos sostenían un kunai. Tenía una mirada decidida, su ceño no titubeaba.
—Escuchen todos, juren por sus padres y por sus nietos que aún no conocen. En ninguna circunstancia asesinen a Madara. Uchiha y Senju no deben pelear más. Es una orden, Tobirama y Hayami.
—H-hermano... —a duras penas pudo pronunciar aquello la joven.
Antes de que el arma se clavara en el abdomen de Hashirama, la mano de Madara lo detuvo. Él le dio una sonrisa, una agotada pero que simbolizaba que pasó la prueba. Porque no había nada más valioso para el líder Uchiha que el sacrificio por los hermanos, por la familia.
Era la señal. La tregua había sido aceptada.
La guerra había terminado.
No obstante, entre ellos, en ese espacio minúsculo donde aún cabía una esperanza, todo seguía ardiendo. Las heridas —las visibles y las invisibles— apenas comenzaban a sanar.
—1766 palabras.
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