
˗ˏˋ苦痛 ▸ ℂ𝐡𝐚𝐩𝐭𝐞𝐫 𝟐𝟐.๋⭑
꩜ㅤ𝙰ㅤ𝙱ㅤ𝙸ㅤ𝚂ㅤ𝙼ㅤ𝙾ㅤ ⭑
El cielo estaba cubierto por un manto de nubes bajas, espesas y grises. El bosque, normalmente vibrante con sonidos de aves y ramas susurrantes, permanecía en un silencio expectante, como si supiera lo que estaba por ocurrir. El aire olía a tierra húmeda, a lluvia contenida, y cada paso de Hayami sobre la hojarasca mojada parecía más una decisión que un movimiento.
Caminaba con pasos contenidos, cruzando aquel sendero que ya conocía de memoria, como si su cuerpo se moviera por inercia, mas su alma se resistiera a seguir. Cada rama que se abría a su paso le pesaba como una advertencia. El pergamino sellado con el símbolo Senju le quemaba contra el costado, escondido en el interior de su kimono, como una herida abierta que no dejaba de supurar.
Recordó lo que pasó antes de salir, Tobirama la había enfrentado con sus palabras frías, su mirada dura como la obsidiana.
—Solo tú puedes lograrlo —le dijo—. Madara confía en ti. Úsalo. Antes de que él nos destruya a todos.
Luego, con la misma dureza, se acercó a ella para susurrarle:
—No te engañes, Hayami. Él también te está utilizando.
Palabras como cuchillas envueltas en seda. Ella lo había odiado por ello... pero también lo había creído. Un poco. Porque si no, ¿por qué su corazón latía como si estuviera a punto de traicionarse a sí misma?
El claro apareció ante sus ojos como una promesa rota. Y ahí estaba él.
Madara la esperaba de pie junto a una roca cubierta de musgo, en medio del claro donde siempre se encontraban. Había dejado la armadura en casa. Vestía un haori simple, oscuro, de tela gruesa pero sin adornos. Su cabello caía libre sobre los hombros, algo más desordenado de lo habitual. Y sus ojos... esos ojos profundos como la noche cerrada, la buscaron en cuanto la sintió llegar. Su expresión se suavizó, y por un segundo, el mundo pareció menos cruel.
—Tardaste —dijo con voz grave, pero sin reproche. Su sonrisa era apenas un trazo en sus labios.
—No sabía si debía venir —contestó ella, deteniéndose a un par de metros.
—¿Y qué te convenció?
Hayami bajó la vista. Las manos le temblaban apenas.
—Una promesa que no supe cómo romper.
Él ladeó la cabeza, intrigado, y luego caminó lentamente hacia una roca a medio cubrir por las raíces de un árbol retorcido. Se sentó mientras suspiraba bajo, dándole un par de golpecitos a su lado.
—¿Vas a quedarte ahí parada todo el día? No muerdo.
Ella se acercó despacio, sentándose con cuidado. La tela de sus ropas rozó la suya por un segundo, y ambos fingieron no notarlo.
—¿Estás bien? —preguntó con sinceridad—. Te ves... cansada.
—No he dormido mucho —respondió ella, siendo honesta.
—Tú siempre llevas más peso del que admites.
Hayami bajó la vista, mordiéndose el labio.
—Y tú siempre finges que no te duele el tuyo —susurró.
Él sonrió, apenas.
—Quizá por eso seguimos encontrándonos.
Un silencio se instaló entre ambos, cómodo pero cargado. Ella se entretuvo en girar una hoja entre los dedos, mientras él la observaba de reojo, atento a cada movimiento suyo.
—¿Estás teniendo problemas con tu clan?
—Siempre los hay.
Él se recostó sobre el hombro de Hayami, aspirando su dulce aroma. Ella se estremeció por la repentina acción, sus mejillas se ruborizaron ligeramente. Luchó con ella misma para no dejarse llevar por sus emociones, por el desenfrenado palpitar de su corazón.
Entonces Madara se recompuso y buscó en el interior de su haori. Sacó un pequeño paquete envuelto en tela oscura. Notó la expresión desconcertada de la joven; soltó una risa. Amaba aquel brillo en los ojos que aparecía en Hayami cuando sentía curiosidad por algo.
—No es veneno, lo juro —habló, como si intentara aligerar algo que ninguno de los dos podía nombrar.
—Eso diría alguien que sí quiere envenenarme —respondió ella, sonriendo un poco. Por un instante, fue como antes.
—Ábrelo —pidió él, y sus ojos la miraron con una intensidad suave.
Hayami desplegó con lentitud la tela. Sus dedos, pálidos y largos, tocaron con reverencia el objeto: un libro forrado en cuero desgastado, con el abanico Uchiha grabado en la portada. Al abrirlo, vio que las primeras páginas estaban escritas a mano, con tinta negra prolija y firme.
—¿Esto es...?
—No podía dejar que el único libro de medicina que tuviste de niña lo redujeran a cenizas —susurró—. Así que copié lo más parecido. Lo completé con lo que aprendí de ti. Algunas notas son tuyas; las memoricé.
Ella lo hojeó con cuidado. Las ilustraciones, las notas al margen, incluso algunas observaciones eran suyas. Las recordaba.
—¿Por qué hiciste esto?
Madara apoyó los codos en las rodillas, encorvándose un poco hacia ella.
—Porque sé lo importante que fue para ti. Siempre dijiste que no importaba de dónde viniera la información médica, mientras funcionara. Tu padre pensaba que eso era traición; yo creo que es valor.
Hayami sintió que el mundo se le deshacía entre los dedos. La garganta se le cerró. Quiso hablar, pero las lágrimas llegaron antes. Cayó de rodillas, abrazando el libro contra su pecho como si fuera un corazón nuevo.
—Gracias —susurró.
Madara se agachó frente a ella. Le apartó un mechón de cabello del rostro con una lentitud casi dolorosa.
—No me agradezcas. Solo...
—¿Solo qué? —preguntó ella, sin alzar la vista.
Madara guardó silencio por un momento. Su mirada era intensa, como si tratara de transmitirle algo más allá de las palabras.
—Solo quería... que supieras que siempre has sido lo único que me hizo pensar que este mundo podría cambiar.
Ella alzó los ojos, con el corazón retumbando. Tragó saliva. El aire se sentía denso, su mente estaba hecha un desastre.
«Tengo que cambiar de tema. Ahora mismo».
—Yo también guardé algo tuyo —murmuró.
Llevó los dedos al colgante simple que llevaba bajo la ropa. Lo sacó. Tenía el sello del clan Uchiha. Estaba adornado con hilos oscuros, aunque ya parecía un poco gastado.
—No eras muy cuidadoso con tu identidad... lo olvidaste y ya no supe cómo devolvértelo.
Madara sonrió, con un brillo irreconocible en los ojos.
—Lo sabías. Siempre supe que eras la más peligrosa de los Senju.
Ella rio, ahogada por la emoción. No dijo nada más. Solo se quedaron ahí, codo con codo, hasta que sus dedos se encontraron por accidente sobre la hoja abierta del libro.
No se apartaron.
—Hayami —dijo él, en voz baja—. No sé cómo nombrar lo que hay entre nosotros.
Pero cuando estás cerca, todo se vuelve más claro. Más fácil.
La Senju giró el rostro hacia él. Los ojos ámbar de la joven brillaban como fuego contenido.
—¿Me estás diciendo que...?
—Te estoy diciendo que te elijo —dijo él—. Incluso si el mundo se oponga.
Se miraron. Por un momento, Hayami olvidó por qué había venido. ¿Por qué su pecho dolía? ¿Por qué el pergamino estaba escondido?
En ese instante, solo estaba él. Madara. No el líder Uchiha, no su enemigo. Solo el hombre que la escuchaba como nadie.
«Podrías no hacerlo. Podrías quedarte callada. Abrazarlo. Decirle que todo eso no importa. Que el mundo puede irse a la mierda, mientras él no lo haga».
Pero entonces, como un susurro envenenado, volvió la voz de Tobirama:
—Él solo te dice lo que quieres oír. Te está usando, Hayami. Como tú a él. Termina esto, antes de que sea tarde.
Y ese pensamiento... la empujó al abismo.
Con los dedos temblorosos, Hayami sacó el pergamino de su túnica. El papel parecía frío contra su piel.
—Madara... —dijo, con voz temblorosa—. He estado pensando... sobre todo esto. Sobre lo que sigue. No puedo seguir viéndote cubierto de heridas. Ni a Hashirama destrozado. Ni a Tobirama... lleno de rencor.
Él se tensó apenas.
—¿Y qué propones?
Ella estiró el brazo, le mostró el pergamino como si le entregara algo sagrado. O maldito.
—Una alianza. Un tratado. Solo firmas. Puede ser un posible final a esto.
Madara no lo tocó. Su rostro se endureció. Y por un breve instante, ella pudo apreciar el color carmesí tomando posesión de aquellos ojos que antes la miraban con tanta admiración.
—¿Esto es lo que viniste a hacer?
—No, yo... no solo eso —intentó decir ella.
—¿Esto era tu propósito desde el principio?
Ella se quedó sin voz.
—¿Por eso aceptabas encontrarte conmigo? ¿Acaso creías que con esto ya podría aceptar todo lo que tú y tus hermanos pidieran?
La Senju apretó los puños.
—¡No! ¡Tobirama dijo que...!
—Tobirama.
Esa sola palabra quebró todo.
Madara retrocedió un paso. Prefería mil veces que Hayami hubiese sacado un kunai para clavárselo en el pecho. Mas no fue así, lo traicionó, lo dejó desarmado frente a su única debilidad: ella.
—Entonces esto no vino de ti. —Apretó los dientes—. Fue idea de él. Fui un peón. ¿Y tú...? Tú me usaste.
—¡No te usé! —gritó ella, sintiendo que las lágrimas querían salir—. ¡Solo quería... creer que había otra manera!
Madara la miró con una mezcla de dolor y rabia.
—Entonces no deberías haber traído esto. —Miró el pergamino con desdén—. Esto no es paz. Es manipulación envuelta en tinta.
Ella dejó caer el pergamino al suelo. Ya no tenía sentido.
—No vuelvas a buscarme, Senju —espetó él, con la voz hueca, como si se estuviera arrancando un pedazo del alma.
Y sin una palabra más, caminó despacio, sin mirar atrás. Cada paso suyo parecía arrastrar consigo una parte del mundo que ella conocía. Un eco mudo se coló entre los árboles cuando su silueta se desvaneció entre la niebla.
Entonces, el silencio la envolvió. Uno opresivo, cruel. Como si todo el bosque la señalara, como si incluso las hojas, inmóviles, supieran que lo había perdido.
Hayami se quedó de pie unos segundos, paralizada. La respiración se le hizo entrecortada de pronto, su pecho se comprimió. Trató de inhalar hondo, pero no podía. El aire no llegaba. No lo sentía.
Sus rodillas fallaron.
Cayó sobre la tierra húmeda, con las manos aferradas al libro que aún sostenía contra el pecho. El cuerpo entero le temblaba. Una presión helada le apretaba la garganta, mientras su corazón latía a una velocidad frenética.
No podía llorar. No aún.
Los pensamientos empezaron a arremolinarse en su mente como cuchillas: «Esto era lo correcto. Tenías que hacerlo. Era la única manera». Pero entonces llegaba otra voz, más honda, que la goleó con la realidad: «Lo traicionaste. Te elegiste a ti. Lo destruiste».
Un jadeo salió de su boca. Luego otro. El aire no entraba. Se inclinó hacia adelante, apoyando ambas manos en la tierra, clavando los dedos entre las raíces húmedas. La visión comenzó a nublársele, rodeada por manchas negras en los bordes.
Como si todo su chakra se revolviera dentro de ella, inestable, colapsando sobre sí mismo, un zumbido se escuchaba en sus oídos. Le costaba mantenerse consciente. Se dobló aún más, ahora con la frente contra el suelo frío.
Quería gritar. Quería correr tras él. Quería arrancarse el corazón del pecho para que dejara de doler.
Pero no se movió. No se atrevió. No tenía derecho.
En su mente, aún resonaban las últimas palabras de Madara.
—No vuelvas a buscarme, Senju.
Y eso dolía más que cualquier herida.
Porque no era solo un adiós.
Era una condena.
Era el fin.
Entre los árboles, Madara caminó en dirección al campamento Uchiha hasta que vio una figura esperando.
—¿Izuna?
El menor lo observó en silencio, analizándolo de pies a cabeza.
—¿Y cómo te fue con la chica? ¿O creías que no estaba enterado?
Él apretó los puños y cerró los ojos. Una vena brotó de su frente.
—Los Senju son una mierda bien seria.
Izuna inclinó el rostro.
—¿Incluyes a Hayami en eso?
El mayor lo miró. Por un segundo, algo se rompió en su interior.
—Tal vez sea la que más me lo enseñó... ¿Acaso tú sabías de esto, de la alianza?
Izuna no respondió. Solo sostuvo la mirada de su hermano.
—Solo sabía que ibas a salir herido. —Soltó un suspiro—. Volvamos a casa.
Y por primera vez, Madara no discutió.
—1947 palabras.
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