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˗ˏˋ苦痛 ▸ ℂ𝐡𝐚𝐩𝐭𝐞𝐫 𝟏𝟗.๋⭑

꩜ㅤ𝙰𝙳𝚅𝙴𝚁𝚃𝙴𝙽𝙲𝙸𝙰ㅤ⭑

𝐍o lo admitía en voz alta, pero al regresar al campamento, Hayami había albergado una esperanza tonta, infantil: que el reencuentro con su gente tejiera un lazo más profundo, una raíz. Un hogar.

Pero se equivocó.

Todo era silencio. Rostros cerrados. Susurros en vez de palabras. Incluso los niños parecían cargar con el peso de una guerra que les robaba la infancia; y la forma en que la miraban —de soslayo, sin reconocerse en ella—, le hizo sentir que ya no pertenecía del todo.

Esa frialdad no era ajena ni siquiera a sus hermanos. Estaba ahí, disimulada bajo la compostura, bajo las máscaras de liderazgo. Algo invisible y enmohecido que los carcomía desde dentro.

Por eso, le sorprendió encontrar a Tobirama en su oficina esa mañana. Dos días después del encuentro en el bosque con Madara. Él la esperaba sentado, los codos sobre la mesa, las manos enlazadas con una precisión calculada. Su voz fue firme, como una orden disfrazada de propuesta.

—Ven conmigo al límite norte.

Fue lo único que soltó, con el rostro iluminado por la tenue luz filtrándose por las rendijas de su oficina. Ni un saludo. Ni una explicación. Solo esa frase, seca y cortante, como si esperara que ella obedeciera por costumbre.

Ella aceptó, claro. En parte por curiosidad. En parte porque no podía permitirse decirle que no.

Sin embargo, mientras avanzaban entre los árboles, el silencio se volvía incómodo, casi pegajoso. Las ramas crujían bajo sus pies, y cada sonido parecía amplificarse entre las hojas. El cielo estaba cubierto por nubes gruesas, como si el mundo entero estuviera conteniendo la respiración antes de una tormenta.

Tobi, ¿qué hay allí? —preguntó mientras lo alcanzaba por el sendero, obligada a acelerar el paso.

No lo dijo en tono de reproche, sino como quien tantea el terreno antes de poner el pie sobre una mina. Tobirama caminaba delante con pasos firmes, las manos cruzadas a la espalda.

—Necesitan de tu ayuda.

Su voz tenía filo. Un filo que ella conocía bien. No era solo una solicitud. Era una prueba. Una trampa. Una advertencia.

—Hay demasiados heridos. Ya deberías saber por qué.

—O por quién —susurró ella para sí misma.

Sintió el calor treparle al rostro. No había dormido. Las imágenes la acosaban como una maldición recurrente: la silueta de Madara. Había algo en él —salvaje, indomable— que se aferraba a sus pensamientos como zarzas.

Intentó cubrirse las orejas con su largo cabello blanco, bajó la mirada. No podía permitirse que Tobirama leyera nada en su rostro. No él.

Su hermano resopló, sin disimular su repulsión.

—Uchihas —masculló, como si la palabra le amargara la lengua—. Impulsivos, tercos. No daría ni una mierda por ellos.

—Pero Hashirama te obliga. —Suspiró—. Lo comprenderás cuando la paz llegue. Incluso podrías cambiar de opinión.

Tobirama se detuvo apenas un segundo. El suficiente para mirarla de reojo, con esa mezcla suya de escepticismo y juicio contenido.

—¿Debería fiarme de un bando que despierta ojos mágicos por vivir una experiencia traumática? Es obvio que esa gente no está en sus cabales.

Ella apretó los labios.

—¿Y nosotros lo estamos?

No respondió. El ambiente se hizo más denso. Las hojas del sendero crujían bajo sus pies mientras avanzaba, cada vez más rápido, como si quisiera escapar de la conversación.

Hayami lo siguió en silencio, intentando concentrarse en sus pasos y no en las imágenes que le venían a la mente: las manos de Madara sobre la corteza de un árbol, su voz ronca murmurando su nombre, la cercanía insoportable que los había envuelto... y el temblor de su propio cuerpo cuando casi lo abraza.

El camino se inclinó hacia una colina, y desde allí, ella lo vio todo.

El límite norte.

Un campo convertido en herida abierta. Tiendas improvisadas al borde del colapso, sangre seca formando grietas en la tierra, cuerpos tendidos, muchos más de los que esperaba. El olor a hierro y ceniza era tan espeso que dolía respirar.

—No puede ser... —murmuró, con los puños apretados—. Esto es reciente. Esto no pasó hace dos días, ¿verdad?

—No. Porque no se detienen. Nunca lo hacen. —Tobirama la miró de reojo—. Pero tú y Hashirama siguen fingiendo no saber lo que pasa. Creen que los Uchihas entienden de treguas. Pero lo único que conocen es venganza.

Ella sabía sus intenciones, lo supo desde que vio su expresión en la oficina, que Tobirama no solo la estaba llevando al norte por trabajo. La estaba llevando para ponerla frente a algo. Para analizar cómo reaccionaba. Para leerla como un libro abierto, como siempre hacía.

Y por primera vez en mucho tiempo... tenía miedo de que lo lograra.

Hayami se arrodilló junto a un joven shinobi, apenas respiraba. La herida en su pecho palpitaba como si aún supiera que estaba vivo. Posó la palma de su mano sobre su pecho.

—¿Y si esta vez no fueron ellos? —susurró.

—¿Qué estás insinuando?

—Que tal vez te ciegas tanto con ellos, que dejas pasar otras amenazas.

—¿Madara, por ejemplo? ¿Crees que soy el único obsesionado con él?

La mención de su nombre partió el aire como un cuchillo. Hayami se congeló. Los dedos aún estaban sobre el pecho del joven; su chakra fue interrumpido por completo. Alzó la vista, confusa, vulnerable por un segundo. Suficiente para que Tobirama lo entendiera.

—¿Qué?

Tobirama no respondió de inmediato. Se limitó a cruzarse de brazos mientras su mirada barría el campamento, como si estuviera contando a cada herido, cada mancha de sangre derramada sobre la tierra.

—Nada. Solo digo que el bosque guarda más huellas de las que deberían existir... incluso algunas que no pertenecen a este lado de la guerra.

La voz de su hermano era calmada, casi aburrida, pero cada palabra pesaba como una piedra arrojada a un lago quieto. Hayami frunció el ceño, tratando de entender lo que insinuaba. No replicó, simplemente volvió su atención al herido, aunque ya no podía concentrarse del todo.

—Últimamente, los animales andan más inquietos —continuó él, caminando unos pasos hacia los árboles cercanos, como si hablara con el viento—. Las huellas se cruzan donde no deberían... y alguien está entrando y saliendo sin dejar rastro. Alguien que conoce este territorio tan bien como nosotros.

Se giró entonces, su mirada gélida clavándose en ella por un instante. No era una acusación directa. Pero tampoco era inocente; cada palabra pesaba como un sello.

—Si lo encuentras, avísame. Me gustaría intercambiar unas palabras.

—¿Estás diciendo que alguien... que alguien del clan filtró información?

—No lo sé. Pero a veces no hace falta una traición. Basta un instante de duda... o de debilidad.

Hayami apretó la mandíbula. El herido bajo sus manos gimió suavemente, y ella se obligó a volver al presente. Pero sentía la nuca ardiendo bajo el peso de las palabras de su hermano.

«Debilidad», había dicho. Una palabra cuidadosamente elegida, afilada cual espada.

—¿Por qué me trajiste aquí, Tobirama? —preguntó al fin.

—Porque hay trabajo que hacer. Y porque quería ver si has madurado lo suficiente...

Dicho eso, se giró sin esperar respuesta y comenzó a caminar entre las tiendas, dejando tras de sí un rastro de silencio cargado. Hayami se quedó allí, respirando hondo, con las manos temblorosas sobre el pecho del joven.

«Debilidad».

La palabra le zumbaba en los oídos como un eco. Como si, de alguna manera, todo estuviera por desmoronarse.

Negó con la cabeza y continúo con su trabajo.

El chakra fluía con esfuerzo, ya no tan claro ni tan pulcro. Era como si sus emociones hubiesen comenzado a filtrarse en él, enturbiando el proceso. La herida del joven shinobi cerró lo suficiente como para estabilizarlo, pero no sanó del todo. Lo cubrió con cuidado y se movió al siguiente cuerpo. Una niña. No tendría más de trece años. El vendaje de su torso estaba empapado y, al quitarlo, Hayami contuvo un suspiro: una quemadura grave le cubría el costado. Su piel suplicaba alivio.

—Tranquila —susurró, aunque la niña estaba inconsciente—. Ya va a pasar...

Se arrodilló con lentitud. La escena se repetía: manos sobre el cuerpo, chakra cálido envolviendo carne rota, y el mismo pensamiento asomando cada vez.

«¿Cuántas heridas más tengo que cerrar con mis manos antes de que el mundo entienda?».

El sol comenzó a descender en el horizonte, tiñendo el cielo de un rojo difuso. Hayami se dio cuenta de que había pasado horas allí, doblando su espalda, conteniendo lágrimas, despidiéndose sin palabras. Algunos murieron mientras trataba de ayudarlos. Otros ni siquiera alcanzaron a abrir los ojos. Con cada uno, se inclinaba, tocaba su frente con la suya, y dejaba escapar un hilo de chakra. Una pequeña ofrenda.

No sabía por qué lo hacía. Tal vez era su forma de disculparse por no poder salvarlos. O por no poder detener la guerra.

«¿Puedo volver a verlo después de esto?»

La pregunta ardía.

«¿Puedo mirarlo a los ojos sabiendo que cada herida que toco... podría haber sido causada por él?»

Y sin embargo, aún lo deseaba.

El cielo se tornó índigo. Las primeras estrellas aparecieron cuando Tobirama volvió.

—Vamos, Hayami. Ya está anocheció y es peligroso quedarse.

Ella no se movió de su sitio. Estaba cubriendo con una manta el cuerpo de un anciano que no sobrevivió.

—Quiero quedarme un poco más. Quiero pasar la noche aquí... con ellos.

Tobirama la observó en silencio. Su silueta se recortaba contra los tonos azulados del crepúsculo. Al final, asintió una sola vez. Pero antes de girarse para marcharse, se detuvo a unos pasos y sin mirar atrás, habló con voz grave:

—Las emociones que escondes no son un refugio, Hayami. Son un camino. Y los caminos conducen a lugares. A veces... a lugares sin retorno.

»Madara actúa por impulso, ten cuidado con él. En caso de que te lo encuentres, huye y no vuelvas a caer en su juego...

El viento sopló frío cuando se alejó, dejándola sola entre los cuerpos, entre las tiendas, entre los murmullos y los lamentos. Hayami se abrazó a sí misma y alzó la mirada al cielo, donde el firmamento parpadeaba como una promesa lejana.

No supo si esa advertencia era una amenaza, un ruego... o un intento torpe de protección.

Pero lo cierto era que, dentro de ella, algo se había roto. Y ya no sabía si quedaba fuerza para juntar los pedazos.

—1678 palabras.

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