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ᝰ Trigésimo primer Acto

*Dos horas antes de la llamada*

Ambos, tanto Jimin como Jungkook tenían grandes pesos tras sus espaldas. Jimin el abandono de Seokjin, y Kook la sombra de Hann cerniéndose encima suyo.

Pero ambos, apoyándose mutuamente, tenían promesas con ellos mismos de darlo todo en esa presentación; el resto llegará luego.

—No te separes de mí todo el rato, ¿vale? Tengo un mal presentimiento.

El rubio asintió en su dirección comprendiendo la referencia y le ayuda a ponerse las zapatillas solo para mantenerse ocupado.

No obstante, cuando Hann se paró a su lado y le hizo una seña con la cabeza, supo que no podía evitarlo. Que tenía que deshacerse de Jimin y avanzar.

Podría con ello, tenía objetivos fijos y promesas consigo mismo. Unas tontas fotos de su pubertad no le quitaría eso, no lo derrotaría, no otra vez.

Por eso, dándose palmaditas mentales asintió y se disculpó de Jimin para subir a la azotea, a tomar algo de aire fresco a solas. En silencio seguía al bailarín más alto mientras subían las escaleras y continuaba intentando recordar al contrario. Pero por mucho que se exprimía los sesos, no encontraba ningún recuerdo de aquella etapa lo suficientemente nítidos como para descifrar los rostros.

La luz del sol impactó de lleno contra sus ojos y les hizo momentáneamente cerrarlos, apertura que aprovechó Hann para alcanzar la mano del menor y acercarlo a su cuerpo. Los llevó a una sombra en la azotea y con más delicadeza de lo que esperaba el pelinegro, apoyó el cuerpo de este contra la pared, dándole espacio para no sentirse asfixiado.

La sonrisa de Hann era extasiada, unos hoyuelos se formaban en las tiernas mejillas que, de no ser por las malas intenciones del sujeto, Jungkook apostaría que hubiera sido un chico en el que tal vez se hubiese fijado.

«¿Con Taehyung como pareja? Ya, claro»

—Hoy es el día —Hann dirigió su sonrisa a un lado e inclinó su cuerpo para mirar a Jungkook más de cerca—, hoy te vendrás conmigo.

Extrañado con eso el pelinegro frunció el entrecejo.

—¿Qué?

—No ganarás la competencia hoy, irás a Francia conmigo pero no por haber ganado. Te explico mejor, no debería ser necesario, pero bueno, para evitarnos problemas —Hann toma aire con la sonrisa persistiendo en su rostro—. Ganaré esta competencia hoy y tú convencerás a tu padre de que te de un tiempo en París; inventa algo, ya sabes, necesitas espacio, vacaciones, blah-blah-blah. No me importa siempre y cuando nadie nos moleste.

La seguridad con la que hablaba mantenía a Jungkook prestando una incrédula atención. Callado, inmerso en la sarta de indicaciones que brotaban de los jóvenes labios contrarios. No se detenía, lo estaba planeando todo justo frente a las narices de Jungkook y no se tomaba el mínimo trabajo de dirigirse a este; como si no fuera más que un querido perrito al que meterán en una cajuela para transportar de un continente a otro, y todo estará bien, dormirán a la mascota para que no proteste.

—¿Hann...? —la interrupción no salió con muchas fuerzas, apenas pudo abrir la boca para detener las cavilaciones en voz alta del susodicho en cuanto a la comida de las primeras semanas—. ¿Qué estás diciendo?

Nuevamente se sintió como un perrito cuando el bailarín más alto sonrió con ternura, una que lo hizo sentirse inmensamente enfermo pero que le dejó pasmado, no pudo despertar hasta no tener el cuerpo de Hann literalmente encima suyo; regando caricias en sus mejillas y apoyándose en su cuerpo con demasiada comodidad.

—Oh... Jungkookie, ¿pensaste que te dejaría, amor? —chasquea la lengua numerosas veces a la vez que niega con su cabeza lento—. Para nada bebé, ha llegado nuestro momento.

—D–deja de tratarme así —repone quitándose la mano grande del rostro y fulminando al que no quita la suave sonrisa de su cara—. Deja de decir estupideces, Hann.

—¿Qué de todo lo que dije han sido estupideces?

«Continúa moviéndose a mi alrededor como si tuviera un poder; una carta de respaldo cuyo posible contenido no hace torturarme más y más pero... Ni la incertidumbre ni el miedo pueden detenerme más. No ahora» se convenció.

Y justo por eso, atacó en el punto.

—¿Qué te hace creer que iré contigo a ninguna parte? No me hagas reír...

Pero desgraciadamente...

Sí, desgraciadamente, el problema de Jungkook ocurre más veces de las que deberían; principalmente en Corea.

El problema de Jungkook es de estos que se cuelgan enmarcados en los museos, en las salas colores burdeos de una agradable iluminación; esas que pasan casi desapercibidas en el umbral y se olvidan por completo al adentrarse en los cuartos oscuros, iluminados solo por la popular indumentaria del sitio.

Sí.

Todos hemos escuchado que hay personas que sufren lo que Jungkook.

Gente alrededor, más cercana de lo que nuestra necesidad de paz mental nos permite aceptar. Y siempre está ese cristal entre la obra en exposición y tú; y pareciera que con él basta para poder estar seguro.

—Jungkookie, ¿no notas que eres mío? —la mirada de Hann se vuelve algo que los sentidos del pequeño bailarín no pueden si no definir como peligrosa, los vellos erizados son prueba de ello—. Todo, desde siempre, y lo sabes, tienes que saberlo. Todos estos años y tú tan hermoso esperándome... Solo, desprotegido, mi niño Jeon. Y cuando vi a ese... Payaso entrar a tu vida —una sacudida— entonces supe que era momento de actuar. No puedo dejar que él te llegue a convencer con su labia de niño rico, que lo consigue todo, amor. Porque “nadie te conoce como yo” —otra sacudida—. Nadie Jungkookie, ni siquiera ese Kim Taehyung es tan consciente de ese hermoso lugar aquí, como yo —y ya para cuando Jungkook sintió unos dedos pegar en la parte trasera de su muslo derecho, demasiado cercano al glúteo, ya no podía respirar—. Y te tendré completo... De pies a cabeza, mi hermoso patito feo—. Acabó susurrando junto a su oído.

Tan pronto como llegó, se fue y Kook quedó solo en aquella azotea. Temblando más que cuando le acorralaban en las duchas de la escuela durante el invierno.

Temblando más que nunca, con más miedo y asco que nunca.

Hann lo había visto todo.

Los lunares, las cicatrices... Un hombre, sin su permiso, había estado profanando y destruyendo el cuerpo que a prácticamente nadie había permitido ver una y otra y otra vez en su mente.

¿Qué cosas le habría podido hacer durante todos esos años? ¿En cuántas ocasiones había bajado la guardia lo suficiente como para haber cumplido las fantasías de aquel monstruo en cualquier callejón?

Acorralado, solo, desamparado, sin nadie por quien gritar ayuda.

¿Cuántas veces?

«¿Cuántas? ¿Cuántas?¿Cuántas?¿Cuántas?¿Cuántas?¿Cuántas?¿Cuántas?¿Cuántas?¿Cuántas?¿Cuántas?¿Cuántas?¿Cuántas?¿Cuántas?¿Cuántas?¿Cuántas?¿Cuántas?¿Cuántas?¿Cuántas?¿Cuántas?¿Cuántas?¿Cuántas?»

Y, ¿cómo podría vivir con ello?

Era la cuestión.

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