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029.ᴀʙᴏᴜᴛ ʀᴇᴘᴇᴀᴛɪɴɢ ʜɪꜱᴛᴏʀʏ

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ꜱᴏʙʀᴇ ʀᴇᴘᴇᴛɪʀ ʟᴀ ʜɪꜱᴛᴏʀɪᴀ

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LAS PALABRAS DE RACHEL ME SEGUÍAN RONDANDO LA CABEZA.

Algo está a punto de suceder. Una treta que desemboca en una muerte.

Y siendo yo, no podía quedarme de brazos cruzados. No quería más muertes.

Así que me metí en la primera habitación que encontré y, con las luces apagadas, canalicé alguna visión que me indicara algo.

Estaba frente a las Naciones Unidas, a un par de kilómetros al nordeste del Empire State. El ejército del titán había levantado su campamento en torno al complejo de la ONU. De los mástiles de las banderas colgaban como trofeos los cascos y armaduras de los campistas caídos. A lo largo de la Quinta Avenida se veían gigantes afilando sus hachas y telekhines reparando escudos en fraguas improvisadas.

Cronos en persona se paseaba en lo alto de la plaza, blandiendo la guadaña de tal modo de tal manera que destruía todo lo que se encontraba a su paso. Estaba furioso, seguro no le había gustado nada enterarse que perdió sus dos esbirros de pesadillas y Alessandra.

Ethan Nakamura y Prometeo permanecían algo más cerca, pero fuera del alcance de la hoja maligna. Ethan tamborileaba con los dedos sobre las correas de su escudo; Prometeo, con su eterno esmoquin, parecía tan tranquilo y sereno como de costumbre.

—¡Maldita seas, esa mocosa del infierno! —gruñía Cronos. Me imagine que iban a tener que buscarse otro nuevo escondite puesto que Apolo y yo le quemamos el anterior—. Odio este lugar. "Naciones Unidas". Como si la humanidad fuera a unirse alguna vez. Recuerdenme que derribe este edificio cuando hayamos destruido el Olimpo.

—Sí, señor. —Prometeo sonreía como si encontrara muy divertida la cólera de su amo—. ¿Derribaremos también las cuadras de Central Park? Sé lo mucho que lo irritan los caballos.

—¡No te burles de mí, Prometeo! Esos malditos centauros se arrepentirán de haberse metido en medio. Se los echaré de comer a los perros del infierno. Empezando por ese hijo mío, el alfeñique de Quirón.

Prometeo se encogía de hombros.

—Ese alfeñique destruyó con sus flechas una legión entera de telekhines — comentaba.

Cronos descargaba su guadaña y cortaba un mástil por la mitad. Los colores nacionales de Brasil caían sobre el ejército y una dracaena recibía un porrazo mortal.

—¡Los aplastaremos! ¡A todos ellos! —rugía Cronos—. Ha llegado la hora de soltar al drakon. Nakamura, encárgate tú.

—S... sí, señor. ¿A la puesta de sol?

—No. De inmediato. Los defensores del Olimpo están malheridos. No esperan un ataque repentino. Además, sabemos que no pueden derrotar a ese drakon.

Ethan parecía desconcertado.

—¿Mi señor?

—No hagas preguntas, Nakamura. Cumple mis órdenes. Quiero ver el Olimpo en ruinas cuando Tifón llegue a Nueva York. ¡Destrozaremos a los dioses por completo!

—Pero mi señor... —insistía Ethan—, su regeneración...

Cronos lo apuntaba con un dedo y el semidiós se quedaba congelado.

—¿Te parece que necesito regenerarme? —siseaba el señor de los titanes.

Ethan no contestaba, cosa más bien difícil cuando estás inmovilizado en el tiempo.

Cronos chasqueaba los dedos y Ethan se desmoronaba.

—Muy pronto —gruñía el titán— esta forma ya no será necesaria. No pienso descansar ahora que tengo la victoria tan cerca. ¡Muévete!

Ethan se alejaba renqueante.

—Es peligroso, mi señor —le advertía Prometeo—. No sea impaciente.

—¿Impaciente? ¿Después de tres mil años pudriéndome en los abismos del Tártaro me llamas impaciente? Voy a cortar en mil pedazos a esos dos semidioses.

—Ha combatido con él en tres ocasiones —señalaba Prometeo—. Y sin embargo, siempre ha afirmado que combatir con un simple mortal no es digno de un titán. Me pregunto si su anfitrión mortal no ejercerá en ustedes cierta influencia, debilitando su juicio. Después de todo, su plan de matar a la hija de Niké para doblegarlo por completo ya no es viable.

Cronos volvía sus ojos dorados hacia el otro titán.

—¿Te atreves a acusarme de debilidad?

—No, mi señor. Sólo pretendía decir...

—¿Acaso sufres un conflicto de lealtades? A lo mejor echas de menos a tus antiguos amigos, los dioses. ¿Te gustaría unirte a ellos?

Prometeo palidecía.

—Me he expresado mal, mi señor. Sus órdenes se cumplirán de inmediato. —Y volviéndose hacia los ejércitos, gritaba—: ¡Listos para la batalla!

Las tropas se ponían en marcha.

Desde detrás del complejo de la ONU, un rugido salvaje sacudía la ciudad: así es como suena el despertar de un drakon.

Hubo un torbellino de colores, bruma y brillo. Mis propias palabras resonaban en mi cabeza como repetidas por un altoparlante.

Veo una tormenta que arrasa los cimientos.

Las aguas de un océano traicionero suben y bajan con violencia, pero no hay voz que las calme.

Las puertas están cerradas, clausuradas por la voluntad de uno que observa desde las sombras.

La contienda en el verpero verá su hora.

El jabalí orgulloso clama honra y la sangre derramada no alivia la culpa.

El héroe traicionado en la oscuridad, se enaltece en la grandeza y su mortalidad peligra ante el filo de su final.

La hoja, la piedra corta y en un abismo de caos, la muerte se ensaña con su escurridiza fugitiva.

El regalo que a la humanidad condena, viene de la mano de su creador.

Los lazos se rompen y la morada en ausencia, colapsa.

El estruendo fue tan horrible que me trajo de regreso, y entonces caí en la cuenta de que también se oía a un par de kilómetros.

Thalia apareció a mi lado.

—¿Qué ha sido eso?

—Ya vienen. Y estamos en un buen aprieto.

La cabaña de Hefesto se había quedado sin fuego griego. La de Apolo y las cazadoras andaban por ahí mendigando flechas. La mayoría habíamos ingerido tanto néctar y ambrosía que no nos atrevíamos a tomar más.

Sólo quedábamos en condiciones de combatir dieciséis campistas, quince cazadoras, diez adultos y media docena de sátiros. Los demás se habían refugiado en el Olimpo. Los Ponis Juerguistas intentaban mantenerse en formación, pero no paraban de dar tumbos y soltar risitas, y todos apestaban a cerveza de raíces. Los de Texas les daban cabezazos a los de Colorado. Y la sección de Missouri se había enzarzado en una discusión con la de Illinois. Había bastantes posibilidades de que acabaran peleándose entre ellos, en lugar de hacer frente al enemigo.

Quirón se me acercó al trote con Rachel sobre su lomo.

—Tu amiga tiene intuiciones muy útiles, Darlene —me dijo.

Rachel se sonrojó.

—Sólo son cosas que he visto en mi cabeza.

—Un drakon —dijo Quirón—. Un drakon lidio, para ser exactos. El tipo más antiguo y peligroso.

Me quedé mirándola.

—¿Cómo lo has sabido?

—Ni idea. Pero ese drakon tiene un destino especial. Él...

—Morirá a manos de un hijo de Ares.

Quirón y Rachel me miraron. Él intuyendo que ya debía haberlo visto y ella boquiabierta.

—¿Lo sabías?

—Creo que estoy resolviendo las piezas faltantes —dije mirando a Quirón.

Él asintió y Rachel miraba a uno y a otro esperando alguna explicación. Annabeth bufó.

—¿Cómo es posible que sepas algo así? —preguntó.

—Lo he visto, simplemente —dijo Rachel—. No sé cómo explicarlo.

—Bueno, esperemos que se equivoquen —dijo Percy—. Porque andamos un poco escasos de hijos de Ares... ¿Creen que Cronos eligió a un monstruo que no podemos vencer porque sabe que los de Ares no están con nosotros?

—Probablemente. Le dije a Silena que dijera dos verdades y una mentira. Pero no me preocuparía mucho por eso —dije quitándole importancia—. Vendrán. He visto a un guerrero en armadura roja enfrentarlo.

Thalia frunció el ceño.

—A lo mejor podríamos enviar otro mensaje al campamento...

—Ya lo he hecho —dijo Quirón—. Blackjack está en camino. Pero si Silena no ha logrado convencer a Clarisse, dudo mucho que Blackjack...

Un rugido sacudió el suelo. Sonaba muy, muy cerca.

—Rachel —dijo Percy—, entra en el edificio.

—Quiero quedarme.

Una sombra tapó el sol. Al otro lado de la calle, el drakon se deslizó por la fachada de un rascacielos. Soltó un rugido y un millar de ventanas se hicieron añicos.

—Pensándolo mejor —dijo Rachel con una vocecita estrangulada—, esperaré dentro.

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Les explicaré: una cosa es un dragón y otra un drakon.

Los drakon son varios milenios más antiguos que los dragones y mucho más grandes. Tienen el aspecto de una serpiente gigante. La mayoría carecen de alas y no arrojan fuego por la boca, algunos sí. Todos son venenosos. Poseen una fuerza inmensa y sus escamas son más duras que el titanio. Sus ojos pueden dejarte paralizado; no con una parálisis estilo Medusa, del tipo te-convertiré-en- una-estatua-de-piedra, sino con una parálisis en plan ay-dioses-esa-serpiente- espantosa-va-a-devorarme, que es prácticamente igual de nefasta.

En el campamento habíamos recibido clases para luchar con un drakon, pero la verdad es que no hay manera de prepararse frente a una serpiente de sesenta metros de longitud y del grosor de un autobús escolar, que se desliza por la fachada de un edificio, con sus ojos amarillos reluciendo como dos reflectores y una boca repleta de colmillos afiladísimos capaces de mascar un elefante. Casi añoré a la cerda voladora.

Entretanto, el ejército enemigo avanzaba por la Quinta Avenida. Nos habíamos esforzado en sacar los coches de en medio para no herir a los mortales, pero eso no había hecho más que facilitar el avance del enemigo. Los Ponis Juerguistas sacudían la cola, nerviosos. Quirón galopaba de un extremo a otro de sus filas, arengándolos con gritos de ánimo para que se mantuvieran firmes y sólo pensaran en la victoria y la cerveza de raíces, pero a mí rae daba la impresión de que saldrían despavoridos en cualquier momento.

—Yo me encargo del drakon. —A Percy le salió una especie de gallo al decirlo. Volví a gritar con más fuerza—: ¡Yo me encargo del drakon! ¡Los demás hagan frente al ejército!

Lo tomé de la pechera de la armadura.

—¿A dónde vas, imbécil? —gruñí—. Por mucha marca de Aquiles, no es tu destino matarlo. Solo vas a lograr hacerlo enojar más.

—No podemos esperar que alguno de los de Ares venga —espetó enojado—. Al menos debemos intentarlo.

Quería golpearlo. Pero entendía su punto.

—Bien —mascullé colocándome un casco—. Tengo sangre de Ares, veamos qué podemos hacer mientras.

Annabeth estaba a nuestro lado. Se había puesto su casco con forma de lechuza, pero vi que tenía los ojos enrojecidos.

—¿Vas a ayudarnos? —le preguntó Percy.

—Es lo que hago siempre —dijo con tono desolado—. Ayudar a mis amigos.

Se sostuvieron la mirada un instante. Me contuve las ganas de vomitar. No era momento para romance.

—¡Dejen las miraditas y reproches para más tarde! —les grité dándoles un empujón a ambos.

Percy carraspeó y asintió.

—Vuélvete invisible —le dijo— y busca puntos débiles en su armadura mientras lo entretengo. Pero ten mucho cuidado. —Luego se giró hacia mí—. Vuela a su alrededor, dispara flechas, rebana, lo que sea; pero hay que darle tiempo a Annabeth.

Asentí. Desplegué mis alas y me elevé por encima del monstruo.

Por fin estaba sola. Me ardían los ojos. No quería llorar.

No sabía cómo iba a evitar que Silena muriera.

¿A quién mataría para que ella viviera? No tendríamos a ningún enemigo cerca.

«Afrodita, ¿qué debo hacer?».

El drakon se encontraba tres pisos por encima de nosotros, reptando lentamente por el rascacielos mientras calibraba nuestras fuerzas. Allí donde miraba, dejaba a los centauros paralizados de terror.

Desde el norte, el ejército del titán arremetió contra los Ponis Juerguistas y rompió nuestras líneas. El drakon lanzó un ataque fulgurante y, antes de que pudiera acercarme siquiera, se tragó de golpe a tres centauros californianos.

La Señorita O'Leary dio un gran salto por el aire, convertida en una sombra mortífera dotada de colmillos y garras. Normalmente, un perro del infierno abalanzándose sobre una presa ofrece una estampa terrorífica; pero, al lado del drakon, la Señorita O'Leary parecía el peluche de un bebé.

Sus garras rechinaron sobre las escamas del monstruo sin causarle ningún daño. Y aunque le hincó los colmillos en la garganta, ni siquiera le hizo mella.

Su peso, no obstante, bastó para arrancar al drakon de la fachada del rascacielos. Agitándose torpemente, cayó sobre la acera con estruendo y se enzarzó en una violenta lucha con la perra del infierno. Ambos se retorcían y revolcaban enloquecidos. El drakon intentaba morder a la Señorita O'Leary, pero ella estaba demasiado cerca de sus fauces. El veneno del reptil se derramaba por todas partes, fundiendo centauros a mansalva y también a más de un monstruo enemigo, pero la perra se movía en zigzag por su cabeza, arañándola y dándole bocados.

Apunté con mi ballesta y comencé a disparar sin parar.

Vi a Percy arrojarse contra él con Contracorriente y quise patearlo.

¡¿Cómo puedo disparar si él se mete en medio?!

—¡¡Yahaaaa!! —Hundió su espada hasta la empuñadura en el ojo izquierdo del monstruo y su resplandor se extinguió en el acto.

El drakon silbó rabioso y retrocedió para lanzarse sobre él, pero Percy lo anticipó y rodó hacia un lado. Su brutal dentellada arrancó un pedazo de pavimento del tamaño de una piscina. Luego se revolvió velozmente y lo enfocó con su ojo sano.

La Señorita O'Leary hizo un esfuerzo para distraer a la bestia. Saltó de nuevo sobre su cogote y se puso a arañarlo mientras gruñía con ferocidad. Parecía una peluca de pesadilla completamente furiosa.

El resto de la batalla no iba bien. Los centauros se habían dejado ganar por el pánico ante la embestida de los gigantes y demonios. De vez en cuando se distinguía alguna camiseta anaranjada del campamento, pero enseguida desaparecía entre la multitud. Silbaban las flechas y en ambos bandos estallaban bolas de fuego, pero la lucha se iba desplazando hacia la entrada del Empire State. Estábamos cediendo terreno.

De repente, Annabeth se materializó en el lomo del drakon. Se le había caído la gorra de invisibilidad justo cuando le hincaba su cuchillo de bronce en una rendija entre sus escamas.

El monstruo rugió, se enroscó sobre sí mismo con increíble agilidad y consiguió derribar a Annabeth.

Percy la alejó mientras la serpiente aplastaba la farola junto a la que había caído unos segundos antes. Y medio eligieron ese momento para ponerse a discutir.

Rodeé los ojos, hastiada.

Había disparado todas las flechas que llevaba en el carcaj, pero parecían alfileres contra sus escamas. Ahora, solo me quedaba acercarme y confiar en mi entrenamiento.

El drakon giró su ojo sano hacia mí, un orbe amarillo refulgente que me atravesó como una lanza. Sentí que mis músculos se congelaban.

«Muévete» me ordené. No dejaría que esa bestia me dejara paralizada como una estatua de mármol.

Con un grito que intentaba ahogar el temblor de mi voz, me lancé hacia adelante. La espada cortó el aire con fuerza y golpeó el costado del monstruo, pero solo se deslizó sobre sus escamas sin causar más daño que un chispazo inútil. Me maldije en silencio mientras daba una voltereta hacia atrás, esquivando por poco un coletazo que podría haberme despedazado sin problema.

El drakon se alzó, y su sombra cubrió toda la calle. Gritaban los centauros detrás de mí, y aunque no me atreví a mirar, sabía que el ejército enemigo avanzaba sin piedad. Percy seguía intentando llamar la atención del monstruo, y Annabeth estaba unos metros más allá, recuperándose de su caída. Si alguien no lograba distraerlo lo suficiente, todo estaría perdido.

Me impulsé con mis alas, esquivando otro mordisco que aplastó un coche contra la acera. Esta vez, no intenté atacar directamente. Volé en círculos alrededor de su cabeza, buscándole un punto vulnerable mientras lo mantenía ocupado. Percy intentó cortarlo, haciéndolo enojar y rugir contra él. Aproveché el ángulo para lanzarme en picada, apuntando con todas mis fuerzas a la base de su cráneo, justo donde las escamas parecían más delgadas. La espada se hundió, no tan profundo como esperaba, pero suficiente para arrancarle un rugido que hizo temblar el suelo.

Retrocedí antes de que pudiera atraparme con sus mandíbulas y volví a elevarme, el corazón latiendo tan rápido que pensé que explotaría.

Nuestros compañeros se habían replegado frente a las puertas del Empire State. El ejército enemigo los tenía rodeados y estrechaba el cerco.

No teníamos salida. No iban a acudir más refuerzos. Ya sabía que no lograríamos nada. Sí o sí tenía que ser un hijo de Ares, ni siquiera yo siendo su nieta. Solo un hijo suyo sería capaz de matarlo.

Tendríamos que emprender la retirada antes de quedarnos aislados del resto de nuestras fuerzas y del monte Olimpo, al menos hasta que Clarisse llegara.

Me mordí el labio. No. Clarisse no llegaría hasta que Silena lo hiciera primero.

Entonces oí un sordo retumbo hacia el sur. No era un ruido demasiado habitual en Nueva York, pero lo reconocí en el acto: ruedas de carros.

—¡Ares! —gritó una voz femenina, y una docena de carros de guerra vinieron a sumarse a la batalla.

Iban tirados por parejas de caballos-esqueleto con crines de fuego, y en cada uno ondeaba un estandarte rojo con el símbolo de la cabeza de jabalí. Treinta guerreros de refresco con armaduras relucientes y ojos encendidos de odio pusieron sus lanzas en ristre todos a una, formando un muro erizado y mortífero.

A la cabeza venía una chica con una armadura roja reconocible y un casco en forma de cabeza de jabalí. Sostenía en alto una lanza que crepitaba, cargada de electricidad.

Se me llenaron los ojos de lágrimas. Esperaba tener algo más de tiempo para planear una estrategia.

Mientras la mitad de sus carros embestía al ejército de monstruos, ella se dirigió directamente hacia el drakon con los otros seis.

La serpiente retrocedió y logró quitarse de encima a la Señorita O'Leary con un gesto brusco. La pobre se estrelló contra un muro y soltó un gañido de dolor. Percy corrió en su ayuda, aunque la bestia ya se había concentrado en la nueva amenaza. Incluso con un solo ojo, su mirada furibunda bastó para dejar paralizados a dos conductores, cuyos carros viraron y acabaron chocando con los coches aparcados junto al bordillo. Los otros cuatro siguieron adelante. El monstruo abrió las fauces para lanzar una dentellada y se tragó una lluvia de jabalinas de bronce celestial.

El drakon silbó furioso.

—¡Ares, a mí!

En la acera de enfrente, la llegada de seis carros alentó a los Ponis Juerguistas, que se reagruparon a las puertas del Empire State y consiguieron sembrar la confusión entre el enemigo, al menos momentáneamente.

Los carros, entretanto, se habían dispuesto en círculo alrededor del drakon. Ahora le llovían lanzas desde todos lados, aunque se partían contra sus duras escamas. Los caballos-esqueleto echaban fuego y relinchaban. Otros dos carros acabaron volcando, pero los guerreros saltaron como si nada, desenvainaron sus espadas y se pusieron manos a la obra. Daban tajos buscando las junturas de las escamas y esquivaban ágilmente los chorros de veneno como si llevasen toda la vida entrenándose para ello, y así era, en efecto.

Nadie podría decir que los campistas de Ares no eran valientes. La chica se había plantado ante el monstruo y le clavaba la lanza en la cara, tratando de sacarle el otro ojo. Pero las cosas empezaron a ponerse feas. El drakon se zampón un campista de Ares de un bocado, apartó a otro de un golpe y roció de veneno a un tercero, que salió despavorido mientras su armadura se fundía.

Estaba horrorizada. Caían como moscas recibiendo insecticida, y la imagen de Silena muerta seguía bailando en mis ojos.

—Tenemos que ayudarlos —dijo Annabeth.

Los campistas de Ares seguían arrojando jabalinas y habían conseguido alojarle algunas entre los colmillos.

El drakon apretaba las mandíbulas para quebrarlas y su boca había acabado convertida en un amasijo de sangre verdosa, espumarajos venenosos y lanzas medio astilladas.

Bajé al suelo, guardando mis alas.

—¡Ustedes pueden! —gritó la falsa Clarisse—. ¡Un hijo de Ares está destinado a matarlo!

A través de su casco sólo le veía los ojos. Estaba asustada.

—¡Ares! —gritó de nuevo con aquella voz estridente. Puso la lanza en ristre y cargó contra la bestia.

Se me llenó de pánico el cuerpo.

—¡No! —grité corriendo para interponerme entre el monstruo y ella—. ¡Espera!

Pero fue demasiado tarde. El drakon la miró desde lo alto, casi con expresión de desdén, y le escupió veneno directamente en la cara.

Ella se vino abajo con un grito.

—¡No! —Sentí mi garganta quebrarse. Corrí hacia ella, sin importarme si acaba teniendo el mismo destino.

—¡Darlene, para!

Clavé a Resplandor entre dos escamas y conseguí distraer al drakon un instante. La bestia se desembarazó de mí con un latigazo, pero caí de pie.

—¡Vamos, estúpido gusano! ¡Mírame!

Durante los minutos siguientes, no vi otra cosa que hileras de colmillos. Retrocedí y esquivé el veneno, pero no conseguí herir al monstruo.

Intenté volver a atacarlo, pero Percy me tacleó, arrojándome al suelo e inmovilizándome, pese a mis sacudidas por quitarmelo de encima.

De repente, un carro volador aterrizó en la Quinta Avenida. Enseguida, alguien se acercó corriendo.

—¿Qué...? No entiendo nada —susurró Percy.

—¡No! Maldita sea, ¿por qué? ¿Por qué? —repetía Clarisse sujetándola en sus brazos, mientras los demás forcejeaban para sacarle el casco, corroído por el veneno.

Chris Rodríguez llegó corriendo también del carro volador. Él y Clarisse debían de haber salido del campamento con aquel trasto en pos de los campistas de Ares, que habían seguido a Silena engañados, tomándola por Clarisse.

El drakon sacó la cabeza a tirones del muro de ladrillo y siseó enloquecido.

—¡Cuidado! —gritó Chris.

La serpiente giró en redondo siguiendo la voz de Chris y mostró sus horribles colmillos al grupo de semidioses.

Clarisse alzó la vista con una expresión de odio mortal.

—¿Quieres morir? —bramó Clarisse—. ¡Bien, adelante!

Tomó su lanza de las manos de la chica caída y, sin armadura ni escudo, se abalanzó sobre el drakon. Se echó a un lado para evitar la acometida de la bestia, que pulverizó el suelo que acababa de pisar, y se encaramó de un brinco en su cabeza. Y mientras ésta se alzaba de nuevo, le clavó la lanza eléctrica en el ojo sano con tal fuerza que el mango se partió en pedazos, liberando de golpe todo el poder mágico del arma.

Un arco de electricidad se propagó por la cabeza de la criatura, convulsionando todo su cuerpo. Clarisse había saltado ya y rodaba a salvo por la acera, mientras al drakon le salía una columna de humo por la boca. Su carne se fue disolviendo por dentro, y en un abrir y cerrar de ojos sólo quedó de la bestia un túnel hueco de escamas blindadas.

Le di un codazo a Percy y me lo quité de encima. Corrí hacia los demás, abriéndome a pasos a empujones y aparté a Annabeth lejos suyo. Sin importarme el dolor, apoyé mis manos sobre el casco. Estaba ardiendo al rojo vivo y me quemé, pero no solté. Un grito escapó de mis labios, pero lo reprimí al instante, enfocándome en quitarselo.

Quizá...quizá si me apresuraba...quizá aún podíamos salvarla.

Will la curaría. Will podía...

El casco no salía.

—¡Darlene, suéltalo! —escuché la voz de Percy, alarmado. No le hice caso. La adrenalina quemaba más fuerte que el dolor en mis palmas.

—¡Déjame!

Mis dedos temblaban mientras luchaba contra el metal abrasador, ignorando los gritos de todos a mi alrededor. El casco estaba atascado, y los gritos que Silena soltaba me estaba volviendo loca.

Su imagen brillaba frente a mí. Las lagrimas me tapaban la visión, pero podía verla. Su sonrisa dulce y sus ojos azules tan tiernos, seguía flotando en mi mente, mezclándose con el terror de perderla para siempre.

—¡Por favor! —murmuré, casi sin aliento, como si con desearlo con suficiente fuerza el casco pudiera salir por sí solo.

Finalmente, con un último tirón desesperado, el casco cedió y se soltó de su cabeza, cayendo al suelo con un estruendo metálico.

Sentí que volvía a morir.

Sus rasgos, antes hermosos, habían quedado abrasados por el veneno. Todo el néctar y la ambrosía del mundo no lograría salvarla.

Las palabras de Rachel volvieron a resonar en mis oídos:

—Algo está a punto de suceder. Una treta que desemboca en una muerte.

Silena había traído a la cabaña de Ares engañados, igual que en su momento Patroclo había engañado a los griegos haciéndose pasar por Aquiles.

Prometeo tenía razón.

Seguíamos repitiendo las historias.

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