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023.ᴀʙᴏᴜᴛ ʜᴏᴡ ᴛᴏ ʜᴏʟᴅ ᴛʜᴇ ᴡᴇɪɢʜᴛ ᴏꜰ ᴛʜᴇ ᴡᴏʀʟᴅ

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ꜱᴏʙʀᴇ ᴄÓᴍᴏ ꜱᴏꜱᴛᴇɴᴇʀ ᴇʟ ᴘᴇꜱᴏ ᴅᴇʟ ᴍᴜɴᴅᴏ

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Thalia intentó ir directa hacia Luke. El poder de su escudo era tan grande que las mujeres-dragón de su guardia soltaron el ataúd de oro y salieron corriendo despavoridas.

Pero ella no esperó que Luke se hiciera para atrás y Alessandra se moviera con una brutalidad que la dejó pasmada. La hija de Nike apenas pestañeó cuando de su brazo apareció un escudo que impactó contra la Égida, mientras en la otra mano sostenía una espada bastante afilada, blandiéndola sin piedad contra el cuello de Thalia.

Cuando su espada se estrelló contra el escudo de la hija de Zeus, saltó entre ambos una gran bola de fuego que giró en el aire con lengüetas abrasadoras.

Michael y yo disparamos a mansalva flechas contra las dracaenaes que desaparecían como lluvia fina tras recibir nuestros disparos.

Y Percy, como el loco suicida que es, atacó a Atlas.

Él se echó a reír mientras Percy se acercaba. Una enorme jabalina apareció en sus manos y su traje de seda se disolvió para convertirse en una armadura de combate griega.

—¡Percy! —exclamó Zoë—. ¡Cuidado!

Sabía por qué le advertía. Quirón ya nos lo había explicado hacía mucho:

«Los inmortales deben atenerse a las antiguas reglas. Un héroe, en cambio, puede ir a todas partes y desafiar a quienquiera, siempre que tenga el valor suficiente.»

Ahora bien, una vez que él lo había atacado, Atlas era libre de responder a su ataque con toda su fuerza.

Percy blandió su espada, pero Atlas lo golpeó con el mango de su jabalina y lo envió volando contra un muro negro.

—¡Percy! —grité corriendo hacia él.

Ya no era la Niebla. El palacio se estaba alzando, piedra a piedra. Se estaba volviendo real.

Él se removió incómodo, gimiendo de dolor y con una herida que sangraba en la cabeza.

—¡Estúpido! —gritó Atlas, pletórico, apartando de un manotazo una flecha de Zoë—. ¿Te has creído que sólo porque desafiaste una vez a ese insignificante diosecillo de la guerra podías hacerme frente a mí?

La sola mención de Ares me transmitió una especie de descarga.

Me paré delante de Percy y tomé una de las flechas de plomo más pesadas de mi papá. Las que más odio podían despertar, una furia asesina que era capaz de arrasar con todo. Solo necesitaba un tiro certero y tendríamos a Atlas cargando contra todos los monstruos e incluso contra el maldito sarcófago ese.

«Apolo, al menos ayúdame a qué de en mi blanco» pensé apuntando contra el corazón del titán.

Sentí por un segundo como si algo cálido resplandeciera en mi interior. Era el momento justo.

Atlas se acercaba con la punta de la jabalina directo hacia mí como una guadaña.

Pero justo en ese momento que estaba a punto de dispararle, Percy me empujó, arrojándome al suelo y blandiendo a Contracorriente para cortar el astil de su arma; pero no funcionó como él esperaba, porque su brazo se dobló como si su espada le pesara una tonelada.

—¡Maldita sea, Ares! —alcancé a escucharlo quejarse.

Fue como verlo en cámara lenta, y no me di cuenta de lo rápido que yo misma me puse de pie para empujarlo del camino justo a tiempo. La jabalina me dio en un costado y me arrojó como un muñeco de trapo.

—¡Darlene!

Me dolía todo el cuerpo y la cabeza me daba vueltas. Levanté la vista y vi que había caído a los pies de Artemisa, que seguía tensa bajo el peso del cielo.

—¡Corre, chica! —jadeó—. ¡Corre!

Me sentía aturdida y veía como puntitos blancos.

Atlas se aproximó hacia Percy sin prisas, mientras él intentaba defenderse desarmado.

Alessandra y Thalia combatían como demonios mientras los relámpagos chisporroteaban a su alrededor. Annabeth estaba en el suelo, forcejeando con sus ligaduras, siendo ayudada por Michael, aunque él miraba esporádicamente hacia mí con desesperación.

—Muere, pequeño héroe —dijo Atlas.

Alzó su jabalina para traspasar a Percy.

—¡No! —chilló Zoë.

En un abrir y cerrar de ojos se incrustaron varias flechas en la axila del titán, justo en la articulación de su armadura.

—¡Argggg! —Con un bramido, el titán se volvió hacia su hija.

Percy sacó de su bolsillo nuevamente a Contracorriente e intentó atacar a Atlas para ayudar a Zoë. Pero fue atajado por Luke, quién a pesar de su aspecto enfermizo, seguía siendo muy rápido con la espada. Gruñó como un animal salvaje y pasó al contraataque.

Me asombró darme cuenta que Luke peleaba cerca de Alessandra, y en menos de lo que podía creer, ambos se complementaban para intercambiarse entre la pelea contra Thalia y Percy, haciendo que fuera para ellos difícil pelear de aquella manera.

Ver a Luke y a Alessandra pelear unidos, era como verlos en un baile tan sincronizado que resultaría deslumbrante, de no ser porque eso los convertía en un dúo peligroso.

Thalia y Percy tenían muchos problemas para mantenerse al ritmo de esos dos.

Mientras los veía pelear me di cuenta que no podíamos vencerlo por nosotros mismos. Necesitabamos la ayuda de un inmortal.

Aún aturdida, miré a Artemisa que estaba a unos pasos de mí.

—Si salvas a mi hermana y sobrevives a la profecía...

"El corazón flechado la afrenta al gemelo enmendará".

No íbamos a poder vencer a Atlas por nosotros mismos. Era Artemisa quién debía ser liberada de su prisión y alguien más debía tomar su lugar.

Y ese alguien era yo porque debía liberar a la amada gemela para pagarle a Apolo el daño que mi padre le hizo.

—El cielo —le dije a la diosa—. Déjamelo a mí.

—No, Darlene —respondió Artemisa. Tenía la frente perlada de un sudor metálico como el mercurio—. No sabes lo que dices. ¡Te aplastaría!

—¡Annabeth lo sostuvo!

—Y ha sobrevivido por los pelos. ¡Te dí mi protección, no voy a ponerte en peligro con esto! —exclamó angustiada—. Annabeth tenía el temple de una auténtica cazadora, tú no lo soportarás.

—¡Le hice una promesa a Apolo de que te rescataría! —grité poniéndome de pie y sacando la espada que Thalia me había dado. Corté las cadenas que ataban a la diosa—. ¡Este es mi lugar en la profecía, alguien debe tomar tú lugar y esa soy yo!

—Pero...

—Igualmente voy a morir —repuse—. ¡Déjame a mí el peso del cielo!

No aguardé a que respondiera.

Me agaché a su lado, con una rodilla en el suelo y los brazos extendidos. Alcé las manos y toqué las nubes frías y espesas. Por un momento, mantuvimos juntas el peso.

Era lo más pasado que había aguantado en mi vida, como si mil camiones me estuvieran aplastando. Pensé que iba a desmayarme de dolor, pero respiré hondo.

«Resiste, Dari» dijo Apolo en mi mente. «No te rindas».

Entonces Artemisa se zafó de la carga y la sostuve yo sola.

Lágrimas me bajaban por la mejilla, el dolor era insoportable por más que lo intentara.

«Aguanta, amor mío» dijo mi padre. Hacía más de un año que no escuchaba su voz en mi mente, desde que se lo había pedido él lo había respetado, sin embargo ahora me había desobedecido para darme ánimos. Sentí como si algo tibio me inundara el pecho, yo conocía esa sensación. Era la que sentía cada vez que él me daba un abrazo.

Pensé en Bianca, que había dado su vida para que nosotros llegáramos allí. Si ella había sido capaz de semejante sacrificio, yo tendría que serlo para sostener aquel peso.

Me costaba respirar y el mareo me hacía ver todo borroso.

Cada músculo de mi cuerpo se volvió de fuego. Era como si los huesos se me estuvieran derritiendo. Quería gritar, pero no tenía fuerzas ni para abrir la boca. Empecé a ceder poco a poco. El peso del cielo me aplastaba.

Alguien sostuvo mi rostro con urgencia.

—¡Haz algo! —gritó. Pero no sabía quién era.

—No puedo, ella...

Entonces el peso se aligeró un poco. Alguien se paró a mi lado, sosteniéndolo conmigo.

Intenté mirar al costado, aunque borroso vislumbre una cabellera castaña.

—¿Qué...qué estás haciendo? —logré decir con dificultad.

—Sostendremos el cielo juntos —dijo Michael con determinación.

—Pero...

—¡No te dejaré hacerlo sola! —exclamó—. ¡Así que cállate y concéntrate o vamos a morir aplastados los dos!

Me concentré en la respiración. Si lográbamos sostenerlo unos segundos más...

La visión se me hacía borrosa. Todo estaba teñido de rojo. Entreví algunas imágenes de la batalla, pero no estaba segura de distinguir nada con claridad.

De lo único que podía ser completamente consciente, era del ligero roce de la mano de Michael cerca de la mía.

Creí ver a Atlas con su armadura de combate y su jabalina, riendo como un loco mientras peleaba. Y más allá, me pareció ver a Artemisa: un borrón plateado.

Manejaba dos tremendos cuchillos de caza, cada uno tan largo como su brazo, y le lanzaba estocadas al titán con furia, al tiempo que esquivaba sus golpes y daba saltos con una gracia increíble. Parecía cambiar de aspecto mientras maniobraba.

Era un tigre, una gacela, un oso, un halcón. A lo mejor aquello era producto de mi imaginación enfebrecida. Zoë le disparaba flechas a su padre, buscando las junturas de su armadura. Atlas rugía de dolor cada vez que una de ellas le acertaba, aunque para él no pasaban de ser como una picadura de abeja, lo cual no lograba otra cosa que enfurecerlo todavía más.

En ese momento, Alessandra y Thalia luchaban luchaban lanza contra espada con los relámpagos centelleando a su alrededor. Con el halo de su escudo, Thalia la hizo retroceder. Ni siquiera ella era inmune a aquel hechizo. Dio varios pasos atrás y gruñó de pura frustración.

Luke y Percy peleaban con las espadas con una brutalidad que era digna de una película de acción, o de una pelea de la antigua Grecia.

Annabeth a lo lejos se enfrentaba a los pocos monstruos que aún quedaban, aún cuando estaba tan cansada, ella igual seguía firme.

No sé cómo estaba Michael, pero yo tenía el rostro cubierto de sudor. Las manos me resbalaban. Mis hombros habrían gritado de dolor si hubiesen podido. Tenía la sensación de que me estaban soldando con un soplete todas las vértebras de la columna.

El dolor me volvía incapaz de pensar.

Atlas avanzaba, hostigando a Artemisa. La diosa era rápida, pero la fuerza del titán resultaba arrolladora. Su jabalina se clavó en el suelo abriendo una fisura en la roca, justo donde Artemisa había estado un segundo antes. Atlas la cruzó de un salto y siguió persiguiéndola. Parecía que ella lo arrastrase hacia nosotros.

«Prepárate», me dijo mentalmente.

—Combates bien para ser una chica —le dijo Atlas riendo—. Pero no eres rival para mí.

Le hizo una finta con la punta de la jabalina y Artemisa la esquivó. Yo preví la artimaña: rápidamente, volteó la jabalina y derribó a la diosa dándole en las piernas. Mientras ella caía al suelo, Atlas se dispuso a asestarle el golpe definitivo.

—¡No! —gritó Zoë.

Saltó entre su padre y Artemisa y lanzó una flecha a la frente del titán, donde quedó alojada como el cuerno de un unicornio. Atlas bramó de rabia. Le dio un manotazo a su hija, que fue a estrellarse contra un grupo de rocas negras.

Quise gritar su nombre y correr a ayudarla, pero no podía hablar ni moverme. Ni siquiera veía dónde había aterrizado. Atlas se volvió hacia Artemisa con expresión triunfal. Ella debía de estar herida, porque no se levantó.

—La primera sangre de una nueva guerra —dijo Atlas, muy ufano. Y descargó de golpe su jabalina.

Más rápido que el pensamiento, Artemisa se revolvió en el suelo. El arma pasó rozándola y ella se apresuró a agarrarla del mango. Tiró de él, usándolo como palanca, y le lanzó una patada al titán, que salió disparado por los aires. Lo vi caer sobre nosotros y comprendí lo que iba a suceder. Aflojé un poco la presión de mis manos bajo el cielo, prácticamente dejando que cayera todo del lado de Michael, y en cuanto el titán se nos vino encima, no traté de sostenerlo, sino que me dejé llevar sujetándolo de la cintura para arrastrarlo conmigo.

El impacto nos arrojó a ambos lejos, rodando por las rocas mientras el peso del cielo caía directamente sobre la espalda de Atlas. Logró ponerse de rodillas mientras forcejeaba para quitarse de encima aquella fuerza aplastante. Pero ya era tarde.

—¡No! —bramó con tanta fuerza que la montaña entera tembló—. ¡Otra vez no!

Atlas estaba atrapado de nuevo bajo su vieja carga.

Traté de incorporarme pero me caí, mareada de dolor. Mi cuerpo entero parecía arder. A mi lado, Michael respiraba con dificultad.

Percy dio una patada, empujando a Alessandra contra una de las paredes y la había logrado desarmar.

Thalia arrinconó a Luke cerca de un precipicio, pero aún seguían luchando junto al ataúd de oro. Ella tenía lágrimas en los ojos. Luke se defendía con el pecho ensangrentado y el rostro reluciente de sudor.

Se lanzó sobre Thalia inesperadamente, pero ella le asestó un golpe con su escudo que le arrancó la espada de las manos, mandándola tintineando entre las rocas. De inmediato le puso la punta de su lanza en la garganta.

Se produjo un silencio sepulcral.

—¿Y bien? —dijo Luke. Procuraba disimular, pero percibí el miedo en su voz.

Thalia temblaba de furia.

Annabeth apareció a su espalda rengueando, se había desechó de los monstruos y tenía la cara magullada y cubierta de mugre.

—¡No lo mates!

—Es un traidor —dijo Thalia—. ¡Un traidor!

Aunque todavía me sentía aturdido, reparé en que Artemisa ya no estaba a mi lado. Había corrido hacia las rocas negras entre las que había caído Zoë.

—Llevémoslo —rogó Annabeth—. Al Olimpo. Puede... sernos útil.

—¿Es eso lo que quieres, Thalia? —le espetó Luke, sonriendo con desdén—. ¿Regresar triunfalmente al Olimpo para complacer a tu padre?

Thalia titubeó y él hizo un intento desesperado de arrebatarle la lanza.

—¡No! —gritó Annabeth, aunque demasiado tarde.

Sin vacilar, Thalia lo rechazó de una patada. Luke perdió el equilibrio y cayó al vacío con una mueca de terror.

—¡Luke! —chilló Annabeth.

Pero nada, nada fue tan desgarrador como el grito que Alessandra soltó.

Ella se derrumbó como si no pudiera soportar el peso de su propio cuerpo, respirando con dificultad y llorando desconsoladamente.

Una energía aguda, como si mil espadas me atravesaran el pecho me envolvió. Ella las desprendía, era un dolor insoportable como nada que hubiera sentido antes.

Quise llorar, como si alguien me estuviera arrancando el alma. El dolor de Alessandra era tan fuerte que solo podía significar una cosa.

Luke era su alma gemela.

Papá me había hablado de ellas hacía unas semanas atrás.

Destinadas a buscarse por siempre con solo tres oportunidades de vidas, las almas gemelas eran invaluables, únicas y anheladas como nada en el cosmos.

Era la otra mitad de una persona. Una sola alma partida en dos.

Y perder a tu alma gemela cuando la habías encontrado en alguna de tus vidas, era un dolor tan insoportable que nada lo podía curar.

Cuando Eros me contó sobre ellas, le había preguntado cómo había hecho la señora Psique entonces, siendo que ella era humana y papá, siendo un dios, obviamente no era su alma gemela verdadera.

Él me había dado una sonrisa triste, y había dicho que más adelante me lo diría.

Corrimos al borde del precipicio. A nuestros pies, el ejército del Princesa Andrómeda se había detenido en seco. Todos miraban consternados el cuerpo sin vida de Luke sobre las rocas. A pesar de lo mucho que lo odiaba, no pude soportar aquella visión, mucho menos podía soportar el dolor que representaba para Alessandra.

Quería creer que aún seguía vivo, pero era imposible.

Había sido una caída de quince metros por lo menos, y no se movía.

Uno de los gigantes miró hacia arriba y gruñó—: ¡Matadlos!

Thalia estaba muda de dolor. Las lágrimas corrían por sus mejillas. Percy la apartó del precipicio al ver que nos arrojaban una lluvia de lanzas y jabalinas, y echamos a correr hacia las rocas sin hacer caso de las maldiciones y amenazas de Atlas.

No vi por ningún lado a Alessandra, había desaparecido en cuanto le dimos la espalda. Esperaba que eso no fuera a cobrarnos factura en algún futuro.

—¡Artemisa! —grité.

La diosa levantó la vista con una expresión casi tan desolada como la de Thalia. El cuerpo de Zoë yacía entre sus brazos. Aún respiraba; tenía los ojos abiertos.

—La herida está emponzoñada —dijo Artemisa.

—¿Atlas la ha envenenado? —preguntó Michael.

—No, no ha sido Atlas —respondió la diosa.

Nos mostró la herida que tenía Zoë en el flanco. Casi se me había olvidado el arañazo que le había hecho Ladón. Era mucho más grave de lo que ella había dejado entrever.

Apenas pude mirar aquella herida. Zoë se había lanzado a pelear contra su padre con un corte espantoso que mermaba sus fuerzas.

—Las estrellas —murmuró—. No las veo.

—Néctar y ambrosía —dijo Percy—. ¡Deprisa! Tenemos que conseguirle un poco.

Nadie se movió. La desolación se respiraba en el ambiente. El ejército de Cronos se hallaba al pie de la cuesta, pero todos, incluso Artemisa, estábamos demasiado afectados para movernos. Quizá íbamos a encontrar allí la muerte. En ese momento, sin embargo, oí un extraño zumbido.

Justo cuando el ejército de monstruos llegaba a la cima, un Sopwith Camel descendió del cielo en picado.

—¡Apártense de mi hija! —gritó el doctor Chase mientras entraban en acción sus ametralladoras y sembraban el suelo de orificios de bala. Los monstruos se dispersaron.

—¿Papá? —exclamó Annabeth sin poder creerlo.

—¡Corre, corre! —respondió él, con una voz que se iba apagando a medida que el biplano remontaba el vuelo.

Aquella sorpresa sacó a Artemisa de su dolor. Levantó la vista hacia el avión, que estaba virando para volver a la carga.

—Un hombre valiente —musitó la diosa con reticencia—. Vamos. Tenemos que sacar a Zoë de aquí.

Se llevó su cuerno de caza a los labios y su claro sonido resonó por los valles de todo el condado. A Zoë le aleteaban los párpados.

—¡Aguanta! —le dije—. ¡Te repondrás!

El Sopwith Camel bajó de nuevo en picado. Algunos gigantes le lanzaron sus jabalinas, y una incluso pasó entre las alas de un lado. Las ametralladoras hicieron fuego, y advertí atónito que el doctor Chase se las había arreglado para conseguir bronce celestial con el que fabricar sus balas. La primera ráfaga hizo saltar por los aires una hilera de mujeres-serpiente, que se disolvieron entre alaridos en una nube de polvo sulfuroso.

—¡Es...mi padre! —decía Annabeth, patidifusa.

Pero no teníamos tiempo de admirar su destreza. Los gigantes y las mujeres-serpiente ya se recobraban del desconcierto inicial. El doctor Chase se vería muy pronto en un aprieto.

Entonces la luz de la luna se volvió más intensa; en el cielo apareció un carro arrastrado por los ciervos más hermosos que hayas visto jamás, y vino a aterrizar a nuestro lado.

—¡Arriba! —ordenó Artemisa.

Michael me sujetó y me ayudó a subir primero, luego entre él y Percy ayudaron a Annabeth y Thalia. Percy le hizo pie para subir a él. Luego, junto con Artemisa levantaron a Zoë, la acomodamos y la envolvimos en una manta.

La diosa tiró de las riendas, el carro ascendió por el aire y se alejó de la montaña a toda velocidad.

—Como el trineo de Papá Noel —murmuré, todavía entumecida de dolor.

Artemisa tardó en volverse hacia mí.

—Así es, niña. ¿De dónde creías que procedía esa leyenda?

Viéndonos a salvo, el doctor Chase viró con su biplano y nos siguió como si fuera una escolta de honor. Debe de haber sido una de las estampas más extrañas nunca vistas, incluso para la zona de la bahía de San Francisco: un carro plateado tirado por ciervos y escoltado por un Sopwith Camel.

A nuestras espaldas, el ejército de Cronos rugía de rabia mientras se iba congregando en la cima del monte Tamalpais. Pero los gritos más fuertes eran los de Atlas, que soltaba maldiciones contra los dioses y forcejeaba bajo el peso del cielo.

Meme time....


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