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020.ᴀʙᴏᴜᴛ ᴛʜᴇ ᴛʀᴜᴇ ᴅᴀɴɢᴇʀ ᴏꜰ ᴛʜᴇ ɢᴏᴅ ᴏꜰ ᴍᴀᴅɴᴇꜱꜱ

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ꜱᴏʙʀᴇ ᴇʟ ᴠᴇʀᴅᴀᴅᴇʀᴏ ᴘᴇʟɪɢʀᴏ ᴅᴇʟ ᴅɪᴏꜱ ᴅᴇ ʟᴀ ʟᴏᴄᴜʀᴀ

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NO CREO QUE HAYA NADA MÁS ABURRIDO que escuchar la trágica historia de una manticora mal vestida y que solo se queja por todo su pasado horrible.

—Hace ya mucho tiempo, los dioses me desterraron en Persia —decía—. Me vi obligado a buscarme el sustento en los confines del mundo; tuve que ocultarme en los bosques y alimentarme de insignificantes granjeros.

«¿Y cuando le preguntamos?»

—Nunca pude combatir con un héroe —siguió—. ¡Mi nombre no era temido ni admirado en las antiguas historias! Pero todo eso va a cambiar. ¡Los titanes me honrarán y yo me daré un banquete con carne de mestizo!

Si no fuera porque este tipo pensaba matarnos y tenía a dos guardias a cada lado armados hasta los dientes, me habría quedado dormida por las tonterías que decía.

Eran algunos de los mercenarios mortales que había visto en Washington. Dos más se habían apostado en el siguiente embarcadero, por si tratábamos de escapar. Había turistas por todas partes, caminando junto a la orilla o haciendo compras en las tiendas del muelle, aunque yo sabía que eso no frenaría a la mantícora.

—¿Y los esqueletos? —preguntó Percy.

Él sonrió, desdeñoso.

—¡No necesito a esas estúpidas criaturas de ultratumba! ¿El General me había tomado por un inútil? ¡A ver qué dice cuando sepa que te he derrotado por mi cuenta!

Necesitaba pensar. Ante todo, teníamos que salvar a Bessie.

Miré a Percy e intenté hacerle una seña hacia el taurofidio.

"Metete al agua y llévatelo".

"¿Cómo? ¿Y qué pasará con ustedes?"

—Ya te derrotamos una vez —le dije.

—¡Ja! Apenas tuvisteis que combatir, con una diosa a vuestro lado. Pero, ay... esa diosa está muy ocupada en este momento. Ahora no contáis con ayuda.

Zoë sacó una flecha y le apuntó directamente a la cabeza. Los guardias que lo flanqueaban alzaron sus pistolas.

—¡Espera! —gritó Percy deteniéndola—. ¡No lo hagas!

La mantícora sonrió.

—El chico tiene razón, Zoë Belladona. Guárdate ese arco. Sería una lástima matarte antes de que puedas presenciar la gran victoria de tu amiga Thalia.

—¿De qué hablas? —gruñó Thalia, con el escudo y la lanza preparados.

—Está bien claro —dijo la mantícora—. Éste es tu momento. Para eso te devolvió a la vida el señor Cronos. Tú sacrificarás al taurofidio. Tú llevarás sus entrañas al fuego sagrado de la montaña y obtendrás un poder ilimitado. Y en tu decimosexto cumpleaños derribarás al Olimpo.

Nos quedamos todos mudos. Era tremendamente lógico.

Sólo faltaban dos días para que Thalia cumpliera los dieciséis. Ella era hija de uno de los Tres Grandes. Y ahora tenía ante sí una elección: una terrible elección que podía implicar el fin de los dioses. Era tal como había predicho la profecía.

El fin del mundo tenía lugar en aquel mismo momento.

Aguardé a que Thalia le plantara cara a la mantícora, pero ella titubeó.

Parecía estupefacta.

—Tú sabes que ésa es la opción correcta —continuó él—. Tu amigo Luke así lo entendió. Ahora volverás a reunirte con él. Juntos gobernarán el mundo bajo los auspicios de los titanes. Tu padre te abandonó, Thalia. Él no se preocupa por ti. Y ahora lo superarás en poder. Aplasta a los olímpicos, tal como se merecen.

»¡Convoca a la bestia! Ella acudirá a ti. Y usa tu lanza.

—Thalia —dijo Lee—, ¡despierta!

Ella nos miró tal como lo había hecho la mañana en que despertó en la Colina Mestiza, aturdida y vacilante. Era casi como si no nos reconociera.

—Yo... no...

—Tu padre te ayudó —le dije—. Envió a los ángeles de metal. Te convirtió en un árbol para preservarte.

Su mano asió con fuerza la lanza.

Miré a Grover, desesperado. Gracias a los dioses, comprendió a la primera lo que necesitaba. Se llevó su flauta a los labios y tocó un estribillo muy rápido.

—¡Detenganlo! —ordenó la mantícora.

Los guardias seguían apuntando a Zoë y, antes de que entendieran que el tipo de las flautas era un problema más importante, empezaron a brotar ramas de las planchas de madera del muelle y se les enredaron en las piernas.

Zoë lanzó un par de flechas que explotaron a sus pies y levantaron un sulfuroso humo amarillento. ¡Flechas pestilentes!

Los guardias se pusieron a toser como locos. La mantícora disparaba espinas como loco sin ver realmente a dónde las lanzaba.

—Grover —ordenó—, dile a Bessie que baje a las profundidades y no se mueva de allí.

—¡Muuuu! —tradujo Grover.

Confiaba en que Bessie hubiese recibido el mensaje.

—La vaca... —murmuraba Thalia, aún confundida.

—¡Vamos! —La arrastré escaleras arriba hacia el centro comercial. Corrimos como posesos, abriéndonos paso entre los turistas, y doblamos la esquina de la tienda más cercana.

Oí que la mantícora gritaba a sus secuaces—: ¡Atrápenlos!

La gente chilló al ver a los guardias disparando al aire.

Llegamos al final del muelle y nos ocultamos tras un quiosco lleno de baratijas de cristal, como móviles de campanillas o cazadores de sueños que destellaban al sol. Había una fuente muy cerca. Abajo, un grupo de leones marinos tomaban el sol en las rocas. Toda la bahía de San Francisco se desplegaba ante nosotros: el Golden Gate, la isla de Alcatraz y, más allá, hacia el norte, las colinas verdes cubiertas de niebla. Un momento ideal para una foto, salvo por el pequeño detalle de que íbamos a morir y estaba a punto de llegar el fin del mundo.

—¡Salta por allí! —gritó Lee—. Tú puedes huir por el agua, Percy. Pídele ayuda a tu padre. Tal vez puedas salvar al taurofidio.

—No los abandonaré —contestó—. Combatiremos juntos.

—¡Deja que nos arreglemos nosotros, Jackson! —espetó Michael con el arco en las manos.

—¡Tienes que avisar al campamento! —dijo Grover—. Para que al menos sepan lo que sucede.

Me fijé en las baratijas de cristal, que formaban más de un arco iris a la luz del sol. Y había una fuente al lado.

—Avisar al campamento —murmuré—. Buena idea —Miré a Percy y prácticamente le grité en la cara—. ¡Llama al campamento!

Supongo que entendió lo que quería hacer porque destapó a Contracorriente y cortó de un tajo la parte superior de la fuente. El agua brotó a borbotones de la tubería y nos roció a todos.

Thalia jadeó al contacto con el agua. La niebla que velaba sus ojos pareció disiparse.

—¿Estás loco? —le dijo.

—¡Loca estás tú! —le grité—. ¡¿En qué diablos estabas pensando, Thalia?! ¡Estuviste a punto de hacer la mayor estupidez de todas haciéndole caso a ese bicho con complejo de puercoespín!

Ella me dio una mirada furiosa, pero en sus ojos podía ver la vergüenza.

Grover hurgó en sus bolsillos para encontrar una moneda. Lanzó un dracma de oro al arco iris que se había formado en la cortina de agua y gritó:

—¡Oh, diosa, acepta mi ofrenda!

La niebla empezó a ondularse.

—¡Campamento Mestizo! —clamó Percy.

Temblando entre la niebla, surgió la imagen de la última persona que hubiera querido ver en aquel momento: la del señor D, con su chándal atigrado, husmeando en la nevera.

Levantó la vista con un aire perezoso.

—¿Dónde está Quirón? —preguntó Percy a gritos.

—¡Qué grosería! —El señor D bebió un trago de una jarra de zumo de uva—. ¿Así es como saludas?

—Hola, señor D; luce maravilloso esta noche, ese chandal le queda genial —saludé dándole un empujón a Percy para ponerme en el centro de la visión—. ¡Estamos a punto de morir! ¿Dónde está Quirón?

El señor D reflexionó. Yo quería gritar que se apresurara, pero sabía de antemano que no serviría de nada. Oía pasos y gritos cerca. Las tropas del mantícora estrechaban el cerco.

—A punto de morir... —musitó—. ¡Qué emocionante! Me temo que Quirón no está. ¿Quieres dejarle un recado?

Miré a mis amigos.

—Estamos perdidos.

Thalia aferró su lanza. Ahora parecía otra vez la Thalia furiosa de siempre.

—Moriremos luchando —aseveró.

—Me parece un buen plan —declaró Michael.

—¡Cuánta nobleza! —dijo el señor D, sofocando un bostezo—. ¿Cuál es el problema exactamente?

No creía que sirviese de nada, pero Percy le habló del taurofidio.

—Humm... —Estudió los estantes del frigorífico—. Así que es eso. Ya veo.

—¡Ni siquiera le importa! —chillé—. ¡Preferiría vernos morir!

«¡Hasta Apolo fue más útil que él!».

—Veamos. Me parece que me apetece una pizza esta noche.

—¡Allí! —gritó la manticora, y de inmediato nos vimos rodeados.

Dos guardias permanecían detrás de él. Los otros dos aparecieron en el techo de las tiendas que quedaban sobre nuestras cabezas. La mantícora se quitó el impermeable y adoptó su auténtica forma, con sus garras de león y su cola puntiaguda y erizada de púas venenosas.

—Magnífico —dijo. Echó un vistazo a la imagen de la niebla y sonrió con desdén.

Estábamos solos, sin ninguna ayuda tangible. Fantástico.

—Podrías pedir socorro —murmuró el señor D, como si encontrara divertida la idea—. Podrías decir «por favor».

—¡Y usted será el que le dará las explicaciones a Eros cuando le pregunte por qué no volví de la misión! —grité.

El señor D me miró con molestia y luego a Percy, esperando que él hiciera lo que le acababan de pedir.

Zoë y los chicos prepararon sus flechas. Grover se llevó a los labios sus flautas. Thalia alzó su escudo y reparé en una lágrima que resbalaba por su mejilla. De repente lo recordé: aquello ya le había sucedido una vez. Ella había quedado acorralada en la Colina Mestiza y había dado su vida de buena gana por sus amigos. Pero ahora no podría salvarnos.

—Por favor, señor D —murmuró Percy—. Socorro.

Por supuesto, no pasó nada.

La mantícora sonrió de oreja a oreja.

—Dejen a la hija de Zeus con vida. Ella se nos unirá muy pronto. A los demás, matenlos.

Los tipos nos apuntaron con sus pistolas. Y entonces pasó algo muy raro.

¿Conoces esa sensación, cuando toda la sangre te llega a la cabeza de golpe por andar de apurado, te levantas muy rápido y luego acabas con un mareo de puta madre?

Bueno, así se sintió. El sol se tiñó de color morado. Me llegó un olor a uvas y a algo más agrió: vino.

Un guardia se metió la pistola entre los dientes como si fuera un hueso y empezó a correr a cuatro patas. Otros dos tiraron sus armas y se pusieron a bailar un vals. El cuarto acometió lo que parecía una típica danza irlandesa. Habría resultado incluso divertido si no hubiéramos estado tan aterrorizados.

—¡Qué les pasa, maldita sea! —chilló la mantícora—. ¡Yo me encargaré de ustedes!

Su cola se erizó, lista para disparar, pero entonces brotaron enredaderas del suelo entarimado y empezaron a envolver su cuerpo a una increíble velocidad.

Por todas partes surgían hojas y racimos de uvas verdes que maduraban en cuestión de segundos mientras la mantícora daba alaridos. En un abrir y cerrar de ojos, fue engullida por una masa de enredaderas, hojas y racimos de uva morada. Cuando las uvas dejaron de cimbrearse, tuve la sensación de que la mantícora había sucumbido allí dentro.

—Bueno —dijo Dioniso, cerrando el frigorífico—, ha sido divertido.

Lo miré horrorizada.

—¿Cómo ha...? ¿Cómo...?

—Menuda gratitud —murmuró—. Los mortales se recuperarán. Habría que dar muchas explicaciones si volviera permanente su estado. No soporto tener que escribirle informes a mi padre —Me miró con irritación—. Y tampoco quiero tener que hablar con tu papito.

Luego miró a Thalia con rencor.

—Confío en que hayas aprendido la lección, chica. No es fácil resistir la tentación del poder, ¿verdad?

Thalia se ruborizó, avergonzada.

—Señor D —dijo Grover, atónito—. Nos... nos ha salvado.

—Hum... No hagas que me arrepienta, sátiro. Y ahora, en marcha, Percy Jackson. Solamente te he hecho ganar unas horas como máximo.

—El taurofidio —dijo Percy—. ¿Podría llevárselo al campamento?

El señor D arrugó la nariz.

—Yo no transporto ganado. Eso es problema tuyo.

—¿Y a dónde vamos?

Dioniso miró a Zoë.

—Creo que eso lo sabe la cazadora. Tienes que entrar hoy a la puesta de sol, ¿entiendes?, o todo estará perdido. Y ahora, adiós. Me espera mi pizza.

—Señor D —dijo mi amigo. Él se volvió y arqueó una ceja—. Me ha llamado por mi nombre correcto. Me llamó Percy Jackson.

—Por supuesto que no, Peter Johnson. ¡Y ahora largo!

Se despidió con una mano y su imagen se disolvió en la niebla.

Los secuaces del mantícora continuaban haciendo locuras alrededor de nosotros. Uno de ellos se había tropezado con aquel vagabundo y ambos se habían enzarzado en una conversación muy seria sobre los ángeles metálicos de Marte. Otros se dedicaban a molestar a los turistas, haciendo ruidos guturales y tratando de robarles los zapatos.

Miré a Zoë.

—¿Es verdad que tú sabes a dónde tenemos que ir?

Tenía la cara tan blanca como la niebla. Me señaló al otro lado de la bahía, más allá del Golden Gate. A lo lejos, una montaña se elevaba por encima de las primeras capas de nubes.

—Al jardín de mis hermanas —contestó—. Debo volver a casa.


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