018.ᴀʙᴏᴜᴛ ᴊᴜᴍᴘɪɴɢ ɪɴᴛᴏ ᴛʜᴇ ᴠᴏɪᴅ ᴡɪᴛʜᴏᴜᴛ ᴛʜɪɴᴋɪɴɢ
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ꜱᴏʙʀᴇ ᴛɪʀᴀʀꜱᴇ ᴀʟ ᴠᴀᴄÍᴏ ꜱɪɴ ᴘᴇɴꜱᴀʀ
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LO MÁS HORRIBLE DE TODO, era que hasta cierto punto, tenía sentido que Quintus fuera Dédalo.
—Pero ¡tú no eres inventor! —exclamó Percy—. ¡Eres un maestro de espada!
Poquito me faltó para golpearme la frente con la mano.
—Soy ambas cosas —explicó Quintus—. Y arquitecto. Y erudito. También juego al baloncesto bastante bien para un tipo que no empezó a practicar hasta los dos mil años de edad. Un verdadero artista debe dominar muchas materias.
—Eso es cierto —observó Rachel—. Yo pinto también con el pie, no sólo con las manos.
—¿Lo ves? —dijo Quintus—. Una chica muy dotada.
—Pero si ni siquiera te pareces a Dédalo —protestó Percy—. Lo he visto en sueños y...
De repente se me ocurrió un pensamiento espantoso. Y quizá Percy llegó a la misma conclusión porque lo observó con una mezcla entre el horror y la fascinación.
—Sí —dijo Quintus—. Por fin has adivinado la verdad.
—Eres un autómata —dije—. Te construiste un cuerpo nuevo.
—Dari —intervino Annabeth—, no es posible. Eso... eso no puede ser un autómata.
Quintus rió entre dientes.
—¿Sabes qué quiere decir quintus, querida?
—«El quinto», en latín. Pero...
—Este es mi quinto cuerpo. —El maestro de espada extendió el brazo, se apretó el codo con la mano y una tapa rectangular se abrió como un resorte en su muñeca. Debajo zumbaban unos engranajes de bronce y relucía una maraña de cables.
—¡Es alucinante! —se asombró Rachel.
—Es perturbador —dije yo.
—¿Encontraste un medio de transferir tu animus a una máquina? —preguntó Annabeth—. Es... antinatural.
—Ah, querida, te aseguro que sigo siendo yo. Soy el mismísimo Dédalo de siempre. Nuestra madre, Atenea, se encarga de que no lo olvide. —Tiró de su camiseta hacia abajo. En la base del cuello tenía una marca que ya había visto antes: la forma oscura de un pájaro injertada en su piel.
—La marca de un asesino —declaró Annabeth.
—Por tu sobrino, Perdix —dije recordando la historia—. El chico que empujaste desde la torre.
El rostro de Quintus se ensombreció.
—No lo empujé. Simplemente...
—Hiciste que perdiera el equilibrio —insistió Percy—. Lo dejaste morir.
Quintus contempló las montañas violáceas por la ventana.
—Me arrepiento de lo que hice, Percy. Estaba furioso y amargado. Pero ya no puedo remediarlo y Atenea no me permite olvidar. Cuando Perdix murió, lo convirtió en un pequeño pájaro: una perdiz. Me marcó en el cuello la forma de ese pájaro a modo de recordatorio. Sea cual sea el cuerpo que adopte, la marca reaparece en mi piel.
—Realmente eres Dédalo —dijo Percy—. Pero ¿por qué viniste al campamento? ¿Para qué querías espiarnos?
—Para ver si vuestro campamento merecía salvarse. Luke me había ofrecido una versión de la historia. Preferí extraer mis propias conclusiones.
—O sea, que has hablado con Luke —declaré.
—Ah, sí, muchas veces. Un tipo bastante persuasivo.
—Un tipo bastante psicópata —mascullé.
—Pero ¡ahora has visto el campamento! —insistió Annabeth—. Y sabes que necesitamos tu ayuda. ¡No puedes permitir que Luke cruce el laberinto!
Dédalo dejó la espada en el banco de trabajo.
—El laberinto ya no está bajo mi control, Annabeth. Yo lo creé, sí. De hecho, está ligado a mi fuerza vital. Pero he dejado que viva y se desarrolle por sí mismo. Es el precio que he pagado para mantenerme a salvo.
—¿A salvo de qué?
—De los dioses. Y de la muerte. Llevo dos milenios vivo, querida, ocultándome de ella.
—Pero ¿cómo has podido ocultarte de Hades? —le pregunté—. Quiero decir... Hades tiene a las Furias.
—Ellas no lo saben todo y tampoco lo ven todo —respondió, luego se giró hacia mi amigo—. Tú te has tropezado con ellas, Percy, y sabes que es así. Un hombre inteligente puede esconderse durante mucho tiempo, y yo me he enterrado a mí mismo en una profundidad inaccesible. Sólo mi gran enemigo ha continuado persiguiéndome, y también he logrado desbaratar sus planes.
—Te refieres a Minos —supuse.
Dédalo asintió.
—Me acosa sin cesar. Ahora que es juez de los muertos, nada le gustaría más que ver cómo me presento ante él para poder castigarme por mis crímenes.
»Desde que las hijas de Cócalo lo mataron, el fantasma de Minos empezó a torturarme en sueños. Prometió darme caza. Y no tuve más remedio que retirarme por completo del mundo. Descendí a mi laberinto. Decidí que ése sería mi máximo logro: engañar a la muerte.
—Y lo has logrado —apuntó Annabeth—. Durante dos mil años.
Parecía impresionada, pese a las cosas horribles que Dédalo había hecho.
Justo en ese momento sonó un fuerte ladrido en el túnel. Oí el pa-PUM, pa- PUM, pa-PUM de unas pezuñas enormes y la Señorita O'Leary entró brincando en el taller.
Le dio a Percy un lametón en la cara y luego casi derribó a Dédalo con las fiestas y saltos entusiastas que le dedicó.
—Aquí está mi vieja amiga. —Dédalo le rascó detrás de las orejas—. Mi única compañera durante todos estos años solitarios.
—Permitiste que me salvara. Al final resulta que el silbato funcionaba.
—Por supuesto que sí —asintió Dédalo—. Tienes buen corazón, Percy. Y sabía que le caías bien a la Señorita O'Leary. Yo quería ayudarte. Quizá me sentía culpable, además.
—¿Culpable de qué?
—De que toda su búsqueda vaya a resultar inútil.
—¿Qué? —exclamó Annabeth—. Aún puedes ayudarnos. ¡Tienes que hacerlo! Danos el hilo de Ariadna para que Luke no pueda apoderarse de él.
—Ah... el hilo. Ya le dije a Luke que los ojos de un mortal dotado de una clara visión son los mejores guías, pero él no se fió de mí. Estaba obsesionado con la idea de un objeto mágico. Y el hilo funciona. Tal vez no tiene tanta precisión como vuestra amiga mortal, pero cumple su cometido. Sí, funciona bastante bien.
—¿Dónde está? —quiso saber Annabeth.
—Lo tiene Luke —respondió él con tristeza—. Lo lamento, querida. Llegas con varias horas de retraso.
Con un escalofrío, comprendí entonces por qué estaba Luke de tan buen humor en la pista de Anteo.
Ya había conseguido el hilo de Dédalo. El único obstáculo que se interponía en su camino era el dueño de la pista de combate. Y Percy se había de librarlo de él.
—Cronos me ha prometido la libertad —dijo Quintus—. Una vez que Hades sea derrocado, pondrá el inframundo bajo mi tutela. Entonces reclamaré a mi hijo Ícaro. Arreglaré las cosas con el pobre Perdix.
»Y haré que el alma de Minos sea arrojada al fondo del Tártaro, donde no pueda atormentarme más. Ya no tendré que seguir huyendo de la muerte.
—¿Ésa es tu gran idea? —grité—. ¿Vas a dejar que Luke destruya nuestro campamento, que mate a cientos de semidioses inocentes y ataque el Olimpo? ¿Vas a permitir que se venga abajo el mundo entero sólo para lograr lo que deseas?
—La suya es una causa perdida, querida. Me di cuenta apenas comencé a trabajar en vuestro campamento. Es imposible que podáis resistir al poderoso Cronos.
—¡No es cierto! —estalló Annabeth.
—No podía hacer otra cosa, querida. La oferta era demasiado buena para rechazarla. Lo lamento.
Annabeth dio un empujón a un caballete y los esquemas arquitectónicos se desparramaron por el suelo.
—Yo te respetaba ¡Eras mi héroe! Construías... cosas increíbles, resolvías problemas. Y ahora... no sé lo que eres. Se supone que los hijos de Atenea han de poseer sabiduría, no sólo inteligencia. Quizá no seas más que una máquina, a fin de cuentas. Deberías haber muerto hace dos mil años.
La tristeza y decepción de Annabeth eran infinitas. Era una mierda no poder confiar en aquellos a quienes admirabas.
En lugar de ponerse furioso, Dédalo bajó la cabeza.
—Deberíais iros y alertar al campamento. Ahora que Luke tiene el hilo...
La Señorita O'Leary alzó de repente las orejas.
—¡Alguien viene! —dijo Rachel.
Las puertas del taller se abrieron violentamente y Nico entró a trompicones con las manos encadenadas.
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Me quité la horquilla del cabello, blandiendo a Resplandor hacia la empusa y los dos lestrigones que lo sujetaban. Me hirvió la sangre cuando vi al fantasma de Minos, casi parecía sólido: un rey pálido y barbado de ojos glaciales, de cuya túnica se desprendían jirones de niebla.
—Será mejor que lo sueltes asqueroso chupasangre —siseé furiosa. La empusa sonrió divertida.
Minos me ignoró completamente, centrando su mirada en Dédalo.
—Aquí estás, mi viejo amigo.
Dédalo apretó los dientes y miró a Kelli.
—¿Qué significa esto?
—Luke te manda recuerdos —dijo ella—. Ha pensado que quizá te gustaría ver a tu antiguo jefe, Minos.
—Eso no formaba parte de nuestro acuerdo —espetó Dédalo.
—Cierto —admitió Kelli—. Pero ahora ya tenemos lo que queríamos de ti; y también hemos llegado a otros acuerdos. Minos nos ha pedido una sola cosa para entregarnos a este joven y bello semidiós —dijo deslizándole un dedo por el cuello a Nico. Aquel acto me hizo ver rojo, iba a emplazar a esa empusa como no le quitara las manos de encima.
»Nos será muy útil, por cierto. Y lo único que Minos nos ha pedido a cambio ha sido tu cabeza, anciano.
Dédalo palideció.
—Traición.
—Vete acostumbrando —soltó ella.
—Nico —dije sin apartar la mirada de ese asqueroso monstruo—. ¿Estás bien?
Él asintió.
—Lo siento, Dari —dijo con tono avergonzado—. Minos me aseguró que estaban en peligro. Me convenció para que volviera al laberinto.
—No te preocupes, todo estará bien. —Él me miró con un poco de esperanza y yo solo quería sacarlo de aquí para llevarlo a casa donde estaría a salvo.
—¿Pretendías salvarnos? —preguntó Annabeth.
—Me engañó —dijo—. Nos ha engañado a todos.
—¿Y Luke? —cuestionó Percy—. ¿Por qué no está aquí?
La mujer demonio sonrió como quien comparte un chiste privado.
—Luke está... ocupado. Él y su querido amorcito se están preparando para el ataque. Pero no se preocupen, tenemos más amigos en camino. Y mientras tanto, ¡voy a tomar un suculento aperitivo! —Sus manos se transformaron en garras, su pelo ardió en llamas y sus piernas adoptaron su forma real: una pata de burro y otra de bronce.
—Chicos —susurró Rachel—, las alas. ¿Crees...?
—Descuélgalas —dije—. Es nuestro boleto de salida.
Ahora al ver a Nico ahí estaba segura de que él era el quinto integrante de mi visión, la chaqueta que había visto era la de mi abuelo.
No sí a veces soy bien mensa con los detalles que se me escapan.
Entonces se armó un auténtico pandemonio. Annabeth y yo arremetimos contra Kelli. Los gigantes lestrigones se lanzaron sobre Dédalo y Percy, pero la Señorita O'Leary se interpuso de un salto para defenderlo. Nico había sido derribado de un empujón y forcejeaba en el suelo con sus cadenas mientras el espíritu de Minos aullaba:
—¡Matad al inventor! ¡Matadlo!
Rachel tomó las alas de la pared. Nadie le prestaba atención. Kelli atacó con sus garras a Annabeth. Yo intenté clavarle mi espada, pero la mujer demonio era rápida y mortífera: volcaba mesas, aplastaba inventos y no permitía que nos acercáramos. Por el rabillo de ojo, vi que la Señorita O'Leary mascaba el brazo de un gigante.
El monstruo daba alaridos de dolor y arrojaba a la perra de un lado para otro, tratando de sacudírsela. Dédalo intentó recuperar su espada, pero el segundo gigante le dio un puñetazo al banco donde la había apoyado y el arma salió volando por los aires. Una vasija de fuego griego cayó al suelo y empezó a arder. Sus llamas verdes se propagaron rápidamente.
—¡A mí! —gritó Minos—. ¡Espíritus de los muertos!
Alzó sus manos espectrales y el aire empezó a temblar.
—¡No! —gritó Nico, que había conseguido levantarse y quitarse los grilletes.
—¡No tienes ningún control sobre mí, estúpido jovenzuelo! —le espetó Minos con desprecio—. ¡He sido yo quien te ha controlado desde el principio!
»Un alma por otra alma, sí. Pero no será tu hermana la que regrese de entre los muertos. Seré yo, en cuanto haya matado al inventor.
Los espíritus empezaron a congregarse alrededor de Minos: siluetas temblorosas que se multiplicaban y se solidificaban hasta convertirse en soldados cretenses.
—Soy el hijo de Hades —insistió Nico—. ¡Desaparece!
El rey soltó una carcajada.
—No tienes poder sobre mí. ¡Yo soy el señor de los espíritus! ¡El rey de los fantasmas!
—No. —Nico sacó su espada—. Lo soy yo.
Hincó la hoja negra en el suelo, que se rajó como si fuese de mantequilla.
—¡Nunca! —La forma de Minos se onduló—. Yo...
La tierra empezó a retumbar. Las ventanas se resquebrajaron y se hicieron añicos, tras lo cual una violenta ráfaga de aire fresco entró en la estancia.
Entonces se abrió una grieta en el suelo de piedra y Minos y todos sus espíritus cayeron en el vacío con un espantoso alarido.
En eso escuché un quejido doloroso, y vi a Kelli arrojándose contra Percy, la espada se le escapó y se golpeó la cabeza contra un banco. No se movía y ella se le acercaba demasiado.
Sujeté con fuerza a Resplandor y corrí hacia ellos.
—¡Seguro que tienes un sabor delicioso! —dijo riendo. Entonces la atravesé de un tajo todo el cuerpo, ella se puso rígida y sofocó un grito—. No... escuela... espíritu...
Arranqué la espada de su cuerpo, y al volví a atravesar en el centro, y con un chillido escalofriante, Kelli se esfumó en un vapor amarillo.
Le tendí la mano a Percy para ayudarlo a incorporarse.
—¿Estás bien? —pregunté preocupada, parecía mareado y tenía la vista un poco nublada.
—S-Sí —dijo parpadeando como si estuviera intentando enfocarse—Vamos.
La Señorita O'Leary y Dédalo seguían enzarzados en su lucha con los gigantes mientras se oía un griterío en el túnel: se acercaban más monstruos que no tardarían en llegar al taller.
—¡Tenemos que ayudar a Dédalo! —dijo Annabeth acercándose a nosotros
Me quité el abrigo y la camiseta del campamento, debajo llevaba una remera de tirantes que tenía la espalda al descubierto.
—No hay tiempo —gritó Rachel—. ¡Vienen muchos más!
Ya se había colocado las alas y estaba ayudando a Nico, que se había quedado pálido como la cera y cubierto de sudor tras su lucha con Minos. Las alas se ajustaron al instante a su espalda y sus hombros.
—¡Dédalo! —grito Percy—. ¡Vamos!
Tenía multitud de heridas por todo el cuerpo, pero no le salía sangre, sino un aceite dorado. Había recuperado su espada y usaba la plancha de una mesa destrozada como escudo frente a los gigantes.
—¡No abandonaré a la Señorita O'Leary! —replicó—. ¡Marchanse!
No había tiempo para discusiones. Aunque nos quedáramos, estaba seguro de que no serviría de nada.
Annabeth y Percy se pusieron las suyas, y luego él me extendió unas.
—¡Ahora tú! —me indicó.
Pero yo las aparté.
—No las necesito —dije acercándome a la ventana.
El fuego griego se había apoderado de las mesas y los muebles, y se extendía también por la escalera de caracol.
—¡¿Qué estás haciendo, Dari?! —gritó Annabeth, la ignoré y seguí caminando hasta subirme al alféizar.
—¡Ninguno de nosotros sabe cómo volar! —gritó Nico.
—Es sencillo —dije—, solo salten.
Sentí los gritos aterrados detrás de mí luego de que salté, y luego saltaron detrás de mí.
—¡Darlene! —gritó Percy extendiendo las manos para alcanzarme.
Escuché como los otros saltaron tras de mí, y uno extendió las manos para alcanzarme.
Caímos en picado hacia el valle: directo hacia las rocas rojizas del fondo, y la sensación de plenitud me embargaba.
—¡Darlene! —gritó Nico aterrado, me miraba como si ya hubiera muerto.
—¡Extiendan los brazos! ¡Manténganlos extendidos! —grité.
Hice exactamente lo que les dije, y en ese momento, mis alas se extendieron. Tal como la primera vez que volé cuando me arrojé de un precipicio hace unos meses, mis alas se abrieron como un paracaídas, atrapando el viento y frenando mi caída.
Escuché los jadeos de mis acompañantes, decidí ignorarlos, ya tendríamos tiempo para preguntas y respuestas.
Empecé a descender planeando, pero ya con un ángulo sensato, como un halcón cuando se lanza sobre su presa. Las clases de vuelo, aunque en un principio fueron un desastre, valieron la pena en el momento en que más lo necesité.
—¡Yuju! —gritó Percy.
Sonreí. Entendía su euforia, volar era una sensación increíble.
Levanté la vista y vi a mis amigos describiendo círculos y destellando al sol con sus alas metálicas. Más allá, se divisaba la humareda que salía por los ventanales del taller de Dédalo.
—¡Aterricemos! —gritó Annabeth—. Estas alas no durarán eternamente.
—¿Cuánto tiempo calculas? —preguntó Rachel.
—¡Prefiero no averiguarlo!
Nos lanzamos en picado hacia el Jardín de los Dioses.
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