016.ᴀʙᴏᴜᴛ ᴛʜᴇ ᴅᴇᴀᴛʜ ᴛʜᴀᴛ ʜᴀɴɢꜱ ᴏᴠᴇʀ ᴏᴜʀ ʜᴇᴀᴅꜱ
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ꜱᴏʙʀᴇ ʟᴀ ᴍᴜᴇʀᴛᴇ Qᴜᴇ ᴘᴇɴᴅᴇ ꜱᴏʙʀᴇ ɴᴏꜱᴏᴛʀᴏꜱ
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CUANDO LA LIMOSINA DE MIS ABUELOS SE FUE, la carretera, el bar de tacos mexicanos y las casas de Gila Claw también desaparecieron. Ahora estábamos en medio de la chatarrería, rodeados de montañas de despojos metálicos que se extendían interminablemente a ambos lados.
—¿Qué quería de ustedes? —preguntó Bianca cuando les contamos quién era la ocupante de la limusina.
—Pues... en realidad no estoy seguro —dijo Percy.
—Nada importante —respondí.
Sus palabras resonaban con fuerza en mi mente como un disco rayado.
—Y tú, particularmente, tienes un destino en cada mano y dependerá de tu elección final a quién le arrancarás el corazón: tu alma gemela o el amor de tu existencia.
Aún no terminaba de procesar que debía renunciar a Percy por completo, que ahora resultaba que tenía que elegir entre mi alma gemela y mi amor eterno, y que sin importar la elección que tomara, yo sería la causante del sufrimiento de alguno de ellos.
«Tal vez debí aceptar a Artemisa y así me evitaba tanto drama» pensé haciendo una mueca.
—Me dijo que tuviéramos cuidado en la chatarrería de su marido. Y que no nos quedáramos nada —dijo Percy.
Zoë entornó los ojos.
—La diosa del amor no haría un viaje sólo para deciros esa tontería. Ambos deben tener cuidado. Afrodita ha llevado a muchos héroes por el mal camino.
—Por una vez, coincido con Zoë —dijo Thalia—. No pueden fiarse de Afrodita.
—No tienen que recordármelo, yo mejor que nadie sé de lo que es capaz —espeté de mal humor.
No quería sus consejos, ya bastante me había dejado la diosa sobre mi cabeza como para tener que escuchar cosas que ya sabía de antemano.
—Bueno —dijo Michael cambiando de tema—, ¿y cómo vamos a salir de aquí?
—Por este lado —señaló Zoë—. Eso es el oeste.
—¿Cómo lo sabes? —pregunté.
Era sorprendente lo bien que podía ver poniendo los ojos en blanco a la luz de la luna llena.
—La Osa Mayor está al norte —dijo—. Lo cual significa que esto ha de ser el oeste.
Señaló la constelación del norte, que no resultaba fácil de identificar porque había muchas otras estrellas.
—Ah, ya —dijo Percy—. El oso ese.
Zoë pareció ofenderse.
—Habla con respeto. Era un gran oso. Un digno adversario.
—Lo dices como si hubiera existido.
—Chicos —nos interrumpió Lee—. Miren.
Habíamos llegado a la cima de la montaña de chatarra. Montones de objetos metálicos brillaban a la luz de la luna: cabezas de caballo metálicas, rotas y oxidadas; piernas de bronce de estatuas humanas; carros aplastados; toneladas de escudos, espadas y otras armas. Todo ello mezclado con artilugios modernos como automóviles de brillos dorados y plateados, frigoríficos, lavadoras, pantallas de ordenador...
—Wow —dijo Bianca—. Hay cosas que parecen de oro.
—Lo son —respondió Thalia, muy seria—. Como ha dicho Percy, no toquen nada. Esto es la chatarrería de los dioses.
—¿Chatarra? —Grover recogió una bella corona de oro, plata y pedrería. Estaba rota por un lado, como si la hubiesen partido con un hacha—. ¿A esto llamas chatarra? —Mordió un trocito y empezó a masticar—. ¡Está delicioso!
Thalia le arrancó la corona de las manos.
—¡Hablo en serio!
—¡Miren! —exclamó Bianca. Se lanzó corriendo por la pendiente, dando traspiés entre bobinas de bronce y bandejas doradas, y recogió un arco de plata que destellaba—. ¡Un arco de cazadora! —Soltó un gritito de sorpresa cuando el arco empezó a encogerse para convertirse en un pasador de pelo con forma de luna creciente—. Es como la espada de Percy.
—¡Lo primero que te dicen que no hagas, es lo primero que haces! —la reprendí quitándole el arco y dejándolo dónde estaba—. No toques nada, Bianca.
—Pero...
—Si está aquí, por algo será. —dijo Zoë mirándola con severidad—. Cualquier cosa que hayan tirado en este depósito debe permanecer aquí. Puede ser defectuosa. O estar maldita.
Bianca dejó el pasador a regañadientes.
—No me gusta nada este sitio —dijo Thalia, aferrando su lanza.
—¿Crees que nos atacará un ejército de frigoríficos asesinos? —bromeó Percy.
Ella le lanzó una mirada fulminante.
—Zoë tiene razón, Percy —dije para que comprendiera que esto era muy serio. Incluso había hecho que las tres nos pusiéramos de acuerdo en algo—. Si han tirado todas estas cosas, habrá un motivo.
—Será mejor ponernos en marcha, entonces —comentó Lee—. Tratemos de salir de aquí.
Avanzamos con cautela entre las colinas y los valles de desechos. Aquello parecía no acabarse nunca, y si no llega a ser por la Osa Mayor, seguro que nos habríamos perdido, porque todas las montañas parecían iguales.
Me gustaría decir que no tocamos nada, pero había chatarra demasiado genial para no echarle un vistazo. Percy vio una guitarra con la forma de la lira de Apolo, Grover se encontró un árbol de metal roto. Lo habían cortado en pedazos, pero algunas ramas tenían todavía pájaros de oro y, cuando él los recogió, se pusieron a zumbar y trataron de desplegar sus alas.
Finalmente, a un kilómetro divisamos el final de la chatarrería y las luces de una autopista que cruzaba el desierto. Pero entre nosotros y la autopista...
—¿Qué es eso? —exclamó Bianca.
Justo enfrente se elevaba una colina más grande y larga que las demás. Tenía unos seis metros de altura y una cima plana del tamaño de un campo de fútbol, lo que la convertía en una meseta. En uno de sus extremos había diez gruesas columnas metálicas, apretujadas unas contra otras.
Michael arrugó el entrecejo.
—Parecen...
—Dedos de pies —se adelantó Grover.
Bianca asintió.
—Pero colosales.
Zoë y Thalia se miraron, nerviosas.
—Daremos un rodeo —dijo Thalia—. A buena distancia.
—Pero la carretera está allí mismo —protesté—. Es más fácil trepar por ahí.
Un ruido como el de un bong nos puso a todos en alerta.
Thalia blandió su lanza, Zoë sacó el arco. Pero sólo era Grover. Había lanzado un trozo de metal hacia aquellos dedos gigantescos y había acertado a uno. Por la manera de resonar, las columnas parecían huecas.
—¿Por qué has hecho eso? —lo riñó Zoë.
Grover la miró, avergonzado.
—No sé. No me gustan los pies postizos.
—Vamos —dijo Thalia, mirándome—. Daremos ese rodeo.
Nadie discutió.
Aquellos dedos también empezaban a asustarme. Quiero decir... ¿a quién se le ocurre esculpir unos dedos metálicos de tres metros de altura para luego dejarlos clavados en un vertedero?
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Tras un buen rato caminando, llegamos por fin a la autopista: un trecho asfaltado y bien iluminado, aunque desierto.
—Lo conseguimos —dijo Zoë—. Gracias a los dioses.
Pero a los dioses no les apetecía que les dieran las gracias, porque en ese momento se oyó un estruendo como de un millar de trituradoras de basura espachurrando metal.
Nos volvimos alarmados.
A nuestra espalda, la montaña de chatarra se removía y empezaba a levantarse. Las diez columnas se doblaron y entonces comprendí por qué parecían dedos: eran dedos. Lo que se alzó por fin entre los escombros era un gigante de bronce con armadura de combate griega. Era increíblemente alto, un rascacielos con piernas y brazos que relucía de un modo siniestro al claro de luna. Nos miró desde allá arriba con su rostro deforme.
Tenía el lado izquierdo medio fundido. Sus articulaciones crujían, oxidadas, y en el polvo de su pecho blindado un dedo gigante había escrito: «Lávame.»
—¡Talos! —gritó Zoë.
—¿Quién es Talos? —balbuceó Percy.
—Una de las creaciones de Hefesto —respondí.
—Pero éste no puede ser el original. Es demasiado pequeño. Un prototipo quizá. Un modelo defectuoso —replicó Thalia.
Al gigante de metal no le gustó la palabra «defectuoso».
Se llevó una mano a la cintura para sacar su espada, que emitió un chirrido espeluznante de metal contra metal mientras salía de la vaina. La hoja tendría treinta metros fácilmente. Se veía deslucida y oxidada, pero no me pareció que eso importara demasiado. Recibir un golpe de ella sería como si te cayese encima un acorazado.
—Alguien se ha llevado algo —dijo Zoë—. ¿Quién ha sido?
Miró directamente a los chicos de forma acusadora.
Ellos negaron con la cabeza.
—Seré muchas cosas, pero no soy un ladrón —espetó Percy.
—No soy tan suicida —soltó Michael.
—Hay que ser tonto para sacar algo de aquí sabiendo lo posesivos que son los dioses con sus juguetes —agregó Lee.
Bianca no dijo nada.
Habría jurado que parecía culpable, pero no tuve tiempo de pensarlo, porque el defectuoso gigante dio un paso hacia nosotros y recorrió la mitad de la distancia que nos separaba, haciendo temblar el suelo.
—¡Corran! —gritó Grover.
Magnífico consejo, salvo que era inútil.
Incluso yendo despacio, en plan paseo, aquella cosa podía adelantarnos y dejarnos atrás en un periquete si quería.
Nos dispersamos, tal como habíamos hecho con el León de Nemea. Thalia sacó su escudo y lo sostuvo en alto mientras corría por la autopista. El gigante lanzó un mandoble con su espada y arrancó unos cables eléctricos, que explotaron entre una lluvia de chispas y quedaron esparcidos en el asfalto, bloqueándole el paso a Thalia.
Las flechas de Zoë volaban hacia el rostro de la criatura, pero se hacían añicos contra el metal sin causarle merma alguna. Ni los chicos ni yo intentamos sacar nuestros arcos, ya sabíamos que eso pasaría porque ya lo habíamos pasado cuando los toros mecánicos de Hefestos invadieron el campamento en verano.
Nos limitamos a escondernos tras una mesa de oro enterrada a la mitad. Grover se puso a rebuznar como una cabra bebé y trepó por una montaña de escombros, Bianca y Percy se escondieron tras un carro desvencijado.
—Quien se haya robado algo, voy a darle una paliza —espetó Michael.
—Primero tenemos que salir de aquí vivos —dije.
Entonces, oímos un chirrido colosal y una sombra nos tapó el cielo completamente.
—¡Muevanse! —gritó Percy desde el carro.
Todos corrimos cuesta abajo justo cuando el pie del gigante lo aplastaba todo y abría un cráter en el sitio donde nos habíamos ocultado.
—¡Eh, Talos! —gritó Grover para distraerlo, pero el monstruo alzó su espada sin perder de vista a Bianca y a Percy.
Grover tocó una melodía rápida con sus flautas. En la autopista, los cables eléctricos empezaron a bailar. Comprendí lo que se proponía una fracción de segundo antes de que ocurriera. Uno de los postes, enganchado todavía a los cables, voló hacia la pierna del gigante y se le enrolló en la pantorrilla. Los cables chisporrotearon y enviaron una descarga que le dio una buena sacudida en el trasero.
Talos se volvió, chirriando y echando chispas. Grover nos había proporcionado unos segundos con su maniobra.
—¡Vamos! —le dije a Bianca sujetándola de la muñeca. Pero ella se había quedado paralizada. Sacó de su bolsillo una pequeña figura de metal: la estatua de un dios—. Era para Nico. Es la única que le falta.
—¡¿Te volviste loca o qué te pasa?! —gritó Michael. Los demás la miraban con incredulidad y horror.
—¿Cómo puedes pensar en la Mitomagia en un momento como éste? —cuestionó Percy.
Ella tenía lágrimas en los ojos.
—Tíralo —le dije—. Quizá el gigante nos deje en paz.
Lo dejó caer de mala gana, pero no ocurrió nada.
El gigante seguía cargando contra Grover. Atravesó con su espada una montaña de chatarra y no le dio por muy poco a nuestro amigo, pero la avalancha de desechos metálicos se le vino encima y se lo tragó.
—¡No! —chilló Thalia. Apuntó con su lanza al gigante y un arco azul fue a golpearlo en una de sus rodillas oxidadas, que se dobló en el acto.
El gigante se tambaleó, pero volvió a incorporarse de inmediato. Era difícil decir si sentía algo. No se adivinaba la menor emoción en su rostro medio fundido, pero creo que estaba tan irritado como pueda estarlo un guerrero metálico de veinte pisos.
Levantó un pie para aplastar el montón de chatarra y vi que tenía una suela parecida a una zapatilla de deporte. En el talón había un orificio, como una boca de alcantarilla, con unas letras rojas alrededor que sólo logré descifrar cuando el pie ya había propinado su pisotón: «Sólo mantenimiento.»
—Ha llegado la hora de las ideas descabelladas —dijo Percy, me di cuenta que él había visto lo mismo que yo.
Todos le dimos una mirada nerviosa, porque las ideas de Percy siempre son suicidas.
Luego de explicar lo de la trampilla, dijo—: Quizá haya un modo de controlar a esa cosa. Un interruptor o algo así. Voy a meterme dentro.
—¿Cómo? —preguntó Michael con el ceño fruncido, como tratando de entender la idea loca de Percy.
—¡Tendrás que ponerte debajo del pie! ¡Te aplastará! —dijo Zoë.
—Distraiganlo —dijo—. Lo único que he de hacer es calcular bien el momento.
—Nosotras nos encargamos de eso —exclamó Thalia y salió por el costado empuñando su lanza, siendo seguida por Zoë.
—¿Estás seguro de esto? —pregunté asustada, y lo que sea que estaba por decirme, Bianca lo interrumpió.
—No. Lo haré yo.
—¡Tú no vas a hacer nada! —espeté.
—¡Eres nueva! —agregó Lee—. Te mataría.
—El monstruo se ha puesto a perseguirnos por mi culpa —dijo—. Es responsabilidad mía. Toma. —Recogió otra vez la figura del dios y se la puso en la mano a Percy—. Si me pasara algo, dásela a Nico. Dile... dile que lo siento.
—Bianca.
Ella me miró a los ojos.
—A mí también me hubiera gustado decírtelo antes —murmuró.
—¡No, Bianca! —grité tratando de sujetarla, pero ella salió corriendo hacia el pie izquierdo del gigante.
Me puse de pie para correr detrás suyo y detenerla, pero Michael me sujetó de la cintura y me arrojó al suelo, abrazándome con fuerza para evitar que fuera tras Bianca pese a las sacudidas que daba para que me soltara.
Thalia había conseguido atraer su atención por el momento.
Bianca se situó junto al pie del gigante y procuró mantener el equilibrio sobre los hierros que se movían y balanceaban bajo aquel peso colosal.
—¿Qué vas a hacer? —le chilló Zoë.
—¡Haz que levante el pie! —gritó ella.
Zoë disparó una flecha a la cara del monstruo que le entró por un orificio de la nariz. Talos se enderezó de golpe y sacudió la cabeza.
—¡Aquí, chatarra! —gritó Percy—. ¡Aquí abajo!
Corrió hasta su dedo gordo y le asestó un tajo con Contracorriente. Su hoja mágica abrió una hendidura en la superficie de bronce.
Por desgracia, el plan funcionó.
Talos bajó la vista y levantó el pie para aplastarlo como a una cucaracha. No vi lo que hacía Bianca, pero Percy tuvo que salir corriendo de regreso a nosotros. El pie descargó a sólo unos centímetros de su espalda y salió despedido por el aire.
—¡Suéltame, Michael! —grité, pero él me abrazó con más fuerza.
Tenía un mal presentimiento, algo no saldría bien de esto.
Se me hizo un nudo en el pecho. Algo en la mirada que Bianca me dio me decía que ella también lo sabía, por eso me dijo esas palabras.
El secreto que antes ninguna de las dos pronunció en voz alta sonaban a una despedida.
En algún lugar, Grover se había puesto a tocar sus flautas frenéticamente. Su música disparó otro poste eléctrico hacia el monstruo y esta vez le dio en el muslo. Fue suficiente para que Talos se volviera, pero luego se detuvo abruptamente.
—¡Grover! —gritaron Thalia y Percy.
No sabía qué estaba pasando, desde el lugar donde Michael me sujetaba contra el suelo, no podía ver nada, solo oír el caos.
—¡¿Qué pasó?! —pregunté sintiendo como la desesperación creía en mí.
—Grover se desmayó —dijo Lee mirando por encima del escondite.
—¡Suéltame, imbécil! —chillé dándole un cabezazo justo en la nariz y por fin me soltó.
Me encaramé al lado de Lee, ignorando las quejas doloridas de Michael, justo a tiempo para ver como el gigante alzaba su espada para hacer picadillo a Grover.
Y de pronto se quedó petrificado.
Ladeó la cabeza como si acabara de oír una música nueva y extraña. Empezó a mover a lo loco los brazos y las piernas, en plan Rey de la Pista, y acabó cerrando una mano y atizándose un puñetazo en la cara.
—¡Vamos, Bianca! —gritó Percy.
Zoë lo miró horrorizada.
—¿Está ahí dentro?
—No —murmuré sintiendo mis ojos llenándose de lágrimas.
El monstruo se tambaleó. Me di cuenta de que todavía corríamos peligro. Thalia y Percy cargaron con Grover, y corrieron hacia la autopista. Zoë iba delante.
Los chicos me sujetaron de los brazos para sacarme de allí mientras yo me sacudía desesperada.
—¡Esperen, no! ¡Bianca! —El nudo en mi pecho se hacía cada vez peor.
—¿Cómo va a salir de ahí dentro? —gritó Zoë.
El gigante volvió a golpearse en la cabeza y dejó caer la espada. Un estremecimiento recorrió todo su cuerpo. Dando tumbos, se dirigió hacia los cables eléctricos.
—¡Cuidado! —chilló alguien, pero ya era demasiado tarde.
Los cables se enredaron en el tobillo del gigante y una serie de destellos azules lo recorrieron de arriba abajo. Rogué que el interior estuviera aislado. No tenía ni idea de lo que estaría pasando allí dentro. El monstruo se escoró hacia atrás y, de repente, la mano izquierda se le desprendió y fue a aterrizar en la montaña de chatarra con un espantoso ruido.
Se le soltó también el brazo izquierdo. Las articulaciones se le estaban descoyuntado. Y entonces el gigante echó a correr, tambaleante.
—¡Espera! —gritó Zoë.
Salimos disparados tras él, pero era imposible darle alcance. Sus piezas seguían cayendo y se interponían en nuestro camino.
Terminó desmoronándose de arriba abajo: primero la cabeza, luego el torso y por último las piernas se derrumbaron con un gran estruendo.
Sentí mis piernas doblarse y caí de rodillas, paralizada mientras me daba cuenta de algo.
Los demás se pusieron a buscar frenéticamente mientras llamaban a Bianca. Se arrastraron entre aquellas piezas monumentales y huecas, removimos sin descanso entre los escombros de piernas, brazos y cabeza hasta las primeras luces del alba, pero sin suerte.
Alguien lloraba, y alguien gritaba de rabia. Alguien soltó maldiciones y alguien dijo una plegaria a los dioses.
Yo seguía ahí, de rodillas frente a todos, sin poder creer que no me dí cuenta antes de dónde estábamos.
—Ahora que ya hay luz podemos seguir buscando —dijo Percy—. Vamos a encontrarla.
—No, no la encontraremos —gimió Grover, desolado.
—Ha sucedido tal como estaba previsto —murmuré con la voz rota.
—¿Qué quieres decir?
—La profecía. —respondió Lee—. «Uno se perderá en la tierra sin lluvia.»
¿Cómo no supe preverlo? ¿Cómo había permitido que lo intentara ella en lugar de haberlo hecho yo?
Estábamos en pleno desierto. Y Bianca Di Angelo había desaparecido.
Sí, vamos camino al viaje emocional de Dari potenciado por la culpa.
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