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014.ᴀʙᴏᴜᴛ ᴛʜᴇ ᴏꜰꜰɪᴄɪᴀʟ ꜱᴛᴀʀᴛ ᴏꜰ ᴛʜᴇ ᴡᴀʀ

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ꜱᴏʙʀᴇ ᴇʟ ɪɴɪᴄɪᴏ ᴏꜰɪᴄɪᴀʟ ᴅᴇ ʟᴀ ɢᴜᴇʀʀᴀ

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LA SEÑORITA O'LEARY ERA LA ÚNICA QUE PARECÍA CONTENTA CON LA CIUDAD DORMIDA.

La encontramos poniéndose morada en un carrito de perritos calientes volcado. El dueño se había hecho un ovillo en el suelo y roncaba con el pulgar en la boca.

Argos nos esperaba en la calle. No dijo nada. Nunca dice una palabra. Supongo que será porque tiene un ojo en la lengua, según dicen. 

Le explicamos lo que habíamos descubierto en el Olimpo, y que los dioses no pensaban acudir a salvar la ciudad. Argos, disgustado, puso los ojos en blanco, lo cual resultaba bastante psicodélico porque hacía que todo su cuerpo se retorciera.

—Será mejor que vuelvas al campamento —le dijo Percy—. Defiéndelo lo mejor que puedas.

Lo señaló y alzó las cejas con expresión inquisitiva.

—Sí, nosotros nos quedamos —dijo.

Argos asintió, como si la respuesta le pareciera satisfactoria. Miró a Annabeth y trazó un círculo en el aire con el dedo.

—Sí —dijo ella—. Ya va siendo hora.

—¿De qué? —preguntó Percy.

Argos revolvió en la trasera de su furgoneta, sacó un escudo de bronce y se lo entregó a Annabeth. Parecía normal y corriente: el mismo tipo de escudo redondo que utilizábamos para capturar la bandera.

Pero cuando Annabeth lo depositó en el suelo, su bruñida superficie metálica dejó de reflejar el cielo y los edificios circundantes y mostró la estatua de la Libertad... que no estaba cerca ni mucho menos.

—¡Vaya! —exclamó Percy—. Un vídeo-escudo.

—Una de las ideas de Dédalo —dijo Annabeth—. Conseguí que me lo hiciera Beckendorf antes de... —Negó  con la cabeza—. Hum, en fin, el escudo desvía los rayos de sol o de luna procedentes de cualquier parte del mundo para crear un reflejo. Puedes ver literalmente cualquier objetivo que se encuentre bajo el cielo, siempre, eso sí, que lo toque la luz natural. Mira.

Nos agrupamos alrededor mientras Annabeth se concentraba. La imagen se movía y giraba muy deprisa al principio, y casi me daba vueltas la cabeza al mirarla. Primero mostró el zoo de Central Park, luego descendió por la calle Sesenta Este, pasó por Bloomingdale’s y dobló en la Tercera Avenida.

—¡Vaya! —exclamó Connor Stoll—.  Retrocede un poco. Enfoca ahí.

—¿Qué? —preguntó Annabeth, nerviosa—. ¿Has visto invasores?

—No, ahí, en Dylan’s, la tienda de golosinas. —Miró a su hermano con una sonrisa—. Está abierta, colega. Y todos los dependientes dormidos... ¿Me lees el pensamiento? —Lo miré fijamente hasta que se dio cuenta—. Perdón —musitó, avergonzado. 

Annabeth pasó la mano frente al escudo y apareció otra imagen: la avenida Franklin Roosevelt y, al otro lado del río, el parque Lighthouse.

—Así podremos ver lo que pasa a lo largo de la ciudad. Gracias, Argos. Espero que volvamos a vernos en el campamento... un día de éstos.

Argos emitió un gruñido y nos lanzó una mirada que significaba a todas luces: “Buena suerte; vas a necesitarla”. Bajamos los bolsos de armas que habíamos traído, entonces se subió a su furgoneta y arrancó; las arpías, que aguardaban al volante de las otras dos, lo siguieron serpenteando entre los coches parados en medio de la calle.

Percy llamó a la Señorita O’Leary con un silbido, vino dando saltos y su dueño se puso a hablar con ella por lo bajo. La perra le dio un beso repleto de babas, lo cual estaba de más, y se alejó al galope hacia el norte.

Pólux se agachó junto a un policía dormido.

—No lo entiendo. ¿Por qué no nos hemos quedado dormidos también? ¿Por qué sólo los mortales?

—Es un hechizo inmenso —expliqué—. Y cuanto mayor es su alcance, más fácil resulta resistirse a sus efectos. Para dormir a millones de mortales, sólo has de usar una magia superficial. Dormir a semidioses es más difícil.

—Percy, Darlene —intervino Annabeth, todavía concentrada en el escudo—. Será mejor que vengan a echar un vistazo.

El reflejo de la superficie de bronce mostraba el estuario de Long Island Sound, a la altura del aeropuerto de La Guardia. Una docena de lanchas surcaba las aguas oscuras hacia Manhattan, todas repletas de semidioses equipados con armadura griega. En la popa de la embarcación que abría la marcha vi un estandarte con una guadaña negra flameando al viento nocturno. No había visto ese dibujo hasta entonces, pero no costaba mucho descifrarlo: era la bandera de guerra de Cronos.

—Explora todo el perímetro de la isla —dijo Percy—. Rápido.

Annabeth desplazó la imagen al sur hasta el puerto. Un ferry de Staten Island avanzaba entre las olas ya muy cerca de Ellis Island. La cubierta estaba infestada de dracaenae y de una manada de perros del infierno. Nadando delante del barco iba un nutrido grupo de mamíferos marinos. Al principio creí que eran delfines. Luego vi sus caras de perro y las espadas que llevaban sujetas a la cintura, y comprendí que eran telekhines: demonios marinos.

La imagen cambió otra vez: ahora era la costa de Jersey, justo a la entrada del túnel Lincoln. Un centenar de monstruos de todo tipo desfilaban por los carriles del tráfico inmovilizado: gigantes con porras, cíclopes golfos, varios dragones que escupían fuego y, para más recochineo, un tanque Sherman de la Segunda Guerra Mundial, que iba apartando los coches a su paso a medida que se adentraba retumbando en el túnel.

—¿Y qué pasa con los mortales de fuera de Manhattan? —preguntó Percy—. ¿Es que todo el estado se ha quedado dormido?

Annabeth frunció el entrecejo.

—No lo creo, pero es raro. Por lo que estoy viendo, todo Manhattan está en brazos de Morfeo. Luego, a un radio de ochenta kilómetros a la redonda, el tiempo parece avanzar muy, pero que muy despacio. Cuanto más te acercas a Manhattan, más despacio se mueve.

Nos mostró otra escena: una autopista de Nueva Jersey. Era sábado por la noche, así que el tráfico no era tan horrible como en un día laborable. Los conductores parecían despiertos, pero los coches se movían a dos kilómetros por hora y los pájaros que pasaban por encima movían las alas a cámara lenta.

—Cronos —murmuré—. Está ralentizando el tiempo.

—Quizá Hécate también esté haciendo de las suyas —dijo Katie—. Fíjate, todos los coches evitan las salidas de Manhattan, como si hubieran recibido el mensaje inconsciente de volver atrás.

—No acabo de entenderlo —comentó Annabeth, contrariada: no soportaba no entender nada—. Es como si hubieran rodeado Manhattan con varias capas mágicas. El mundo exterior quizá no llegue a enterarse siquiera de que algo va mal. Cualquier mortal que venga hacia aquí se moverá tan despacio que no percibirá nada de lo que sucede.

—Como moscas en una gota de ámbar —murmuró Jake Mason.

Annabeth asintió.

—Así que no podemos esperar ninguna ayuda.

Percy se volvió hacia nosotros con expresión decidida. La mayoría estaban asustados, y era comprensible. El escudo nos había revelado que había al menos trescientos enemigos en camino. Nosotros éramos sesenta. Y estábamos solos.

—Muy bien. Vamos a defender Manhattan.

Silena se ajustó la armadura.

—Hum, Percy. Manhattan es enorme.

—Vamos a mantenerlo bajo control —insistió—. Debemos hacerlo.

—Tiene razón —afirmé —. Los dioses del viento mantendrán a raya por el aire las fuerzas de Cronos, lo cual significa que intentará el asalto al Olimpo por tierra. Tenemos que cortar las entradas a la isla.

—Tienen lanchas —señaló Michael.

—Yo me ocuparé de eso —dijo Percy.

Michael lo miró incrédulo.

—¿Cómo?

—Déjamelo a mí —respondió—. Tenemos que vigilar los puentes y túneles. Supongamos que se proponen asaltar el centro de la ciudad, al menos en el primer intento. Sería el camino más directo hacia el Empire State. Michael, llévate a la cabaña de Apolo al puente de Williamsburg. Katie, con la cabaña de Deméter, se encargará del túnel Brooklyn-Battery. Hagan crecer espinos y hiedra venenosa por dentro. ¡Todo lo que haga falta con tal de ahuyentarlos! Connor, llévate a la mitad de la cabaña de Hermes y cubre el puente de Manhattan. Travis, llévate la otra mitad y cubre el puente de Brooklyn. ¡Y sin paradas para saquear!

Toda la cabaña once protestó.

—Darlene —prosiguió sin darles tiempo—, llévate a la cabaña de Afrodita al túnel de Queens.

—Oh, dioses —suspiró Valentina—. La Quinta Avenida nos viene súper-de-paso. Podríamos comprarnos un bolso y unos zapatos a juego.  Los monstruos no soportan el olor a Givenchy.

—Sin paradas —resaltó Percy—. Bueno, lo del perfume, si estás segura de que funciona… —agregó mirándome para confirmar y asentí sonriendo.

Seis de las chicas lo besaron emocionadas en la mejilla. Annabeth a mi lado parecía sulfurada de solo ver aquello. Le di un codazo y una sonrisa para que se calmara.

—¡Muy bien, ya basta! —dijo Percy y cerró los ojos como tratando de pensar si se olvidaba algo—. El túnel Holland. Jake, llévate allí a la cabaña de Hefesto. Usen fuego griego, pongan trampas. Todo lo que tengan a mano.

—Con mucho gusto —dijo él sonriendo—. Tenemos cuentas pendientes que saldar. ¡Por Beckendorf!

La cabaña entera estalló en vítores.

—El puente de Queensboro —añadió—. Clarisse…

Pero Clarisse no estaba. Toda la cabaña de Ares se había quedado en el campamento.

—Nosotros nos ocupamos de eso —intervino Annabeth—. Malcolm —dijo, volviéndose hacia sus hermanos—, llévate a la cabaña de Atenea y activa el plan veintitrés por el camino, tal como te he explicado. Defiendan esa posición.

—Entendido.

—Yo me quedaré con Percy —añadió—. Nos uniremos a ustedes más tarde, o acudiremos donde sea necesario.

Alguien apuntó desde atrás:

—Sin entretenerse por el camino, ustedes dos.

Hubo algunas risitas, pero ambos hicieron de cuenta como si no hubieran escuchado nada. 

—Muy bien —dijo Percy—. Nos mantendremos en contacto con los teléfonos móviles.

—Pero ¡si no tenemos! —protestó Héctor.

Percy se agachó, tomó un BlackBerry de una dama que roncaba profundamente y se lo lanzó.

—Ahora sí. Todos saben el número de Annabeth, ¿no? Si nos necesitan, tomen un teléfono cualquiera y llamennos. Usenlo sólo una vez y tirenlo. Si luego les hace falta, toman otro prestado. Así a los monstruos les costará más localizarlos. Y los reflejos, también pueden comunicarse al espejo de Dari —Me miró—. ¿Tienes el espejo, no? —Asentí—. Bien, usen los reflejos y los teléfonos para mantenerse en contacto con ellas.

Todo el mundo sonrió, satisfecho con la idea.

Travis carraspeó.

—Hum, si encontramos un teléfono verdaderamente bonito…

—No. No te lo puedes quedar —respondí.

—No seas mamá Darlene ahora…

—Dije que no, Travis.

Él resopló y se cruzó de brazos, pero no dijo nada más.

—Un momento, Percy —dijo Jake Mason—. Te olvidas del túnel Lincoln.

Era cierto. Un tanque Sherman y un centenar de monstruos avanzaban en ese momento por el túnel, y ya había situado nuestras fuerzas en todos los demás puntos.

Entonces se oyó la voz de una chica desde la acera de enfrente.

—¿Qué tal si nos lo dejas a nosotras?

Nunca me había hecho tan feliz oír a alguien. Un grupo de treinta chicas cruzó la Quinta Avenida. Vestían blusas blancas, pantalones de camuflaje plateados y botas de combate. Cada una con una espada al cinto, un carcaj en la espalda y un arco dispuesto. Entre ellas correteaban unos cuantos lobos blancos.

Muchas sostenían en el puño un halcón de caza.

La chica que abría la marcha llevaba el pelo negro erizado en punta, al estilo punk, y una chaqueta de cuero negro. Lucía en la frente una diadema de plata, como si fuera una princesa, lo cual no acababa de casar con sus pendientes en forma de calavera y su camiseta de «MUERTE A LA BARBIE», en la que se veía una Barbie con la cabeza atravesada por una flecha.

—¡Thalia! —gritó Annabeth.

La hija de Zeus sonrió.

—Se presentan las Cazadoras de Artemisa.

Hubo abrazos y saludos... bueno, al menos Thalia se mostró muy amigable.

A las demás cazadoras no les gustaba verse rodeadas de campistas, sobre todo de chicos, aunque tampoco les dispararon ninguna flecha, lo cual ya era mucha gentileza viniendo de ellas.

—Intentaré no tomarme ofensivo esa camiseta —dije sonriendo.

Ella rodó los ojos.

—Y yo intentaré no decirte que eres el ser más impráctico —respondió ella señalando mis botas con tacón.

—Oye, pienso dar patadas con estilo.

—Eres imposible, Darlene.

—¿Dónde has estado este último año? —le preguntó Percy a Thalia—. ¡Tienes el doble de cazadoras que antes!

Se echó a reír.

—Es una historia muy, muy larga. Apuesto a que mis aventuras han sido más peligrosas que las tuyas, Jackson.

—De eso nada.

—Ya lo veremos —aseguró.

—Cuando esto acabe, fiesta de la victoria en mi casa —dije sonriendo—. ¡Hamburguesas con queso, galletas y cupcakes para todos! 

—Suena bien —Thalia asintió.

—Trato hecho —dijo Perct—. Y oye, gracias.

Se encogió de hombros.

—Esos monstruos ni siquiera las verán venir. En marcha, cazadoras.

Le dio un golpecito a su pulsera de plata y ésta giró en espiral hasta adoptar la forma de la Égida. En el centro del escudo figuraba la cabeza de la Medusa en relieve dorado y su aspecto era tan espantoso que todos los campistas se echaron atrás.

Las cazadoras se alejaron calle abajo, seguidas por sus lobos y halcones, y a mí me quedó la sensación de que el túnel Lincoln estaba asegurado por ahora.

—Gracias a los dioses —dijo Annabeth—, pero si no bloqueamos los ríos para cortarles el paso a las lanchas, no servirá de nada vigilar los puentes y túneles.

Miré a los campistas; tenían expresiones serias y resueltas. Procuré no sentirme como si aquella fuera la última vez que los veía juntos.

—Son los mayores héroes del milenio —los animó Percy—. No importa cuántos monstruos se echen sobre ustedes. Luchen con valentía y venceremos. —Alzó a Contracorriente y gritó—: ¡Por el Olimpo!

Respondimos a voz en cuello y nuestras voces reverberaron por los edificios del centro: un grito desafiante que resonó unos segundos para disolverse rápidamente en aquel silencio de diez millones de neoyorquinos dormidos.

Pronto cada cabaña comenzó hacia el lugar que le tocaba defender.

Una angustia repentina me invadió. Una opresión en el pecho, como una señal de alarma de que algo saldría mal. Me giré hacia la cabaña siete, que se estaban terminando de repartir los arcos, y comenzando a alejarse.

Sin que pudiera controlar mi cuerpo, grité:

—¡Espartano!

Mi voz resonó en la calle. Todos los campistas me miraron extrañados, pero solo me importó la reacción de Michael.

Él se detuvo, atónito, y se giró hacia mí lentamente. Sus hermanos parecían confundidos, y fruncieron el ceño cuando me vieron acercarme. Melanie y Keelian incluso avanzaron con la intención de detenerme, pero Will, Kayla y Austin se los impidieron.

Michael tragó saliva cuando me detuve frente a él. 

—¿Sí, mi señora?

Se me llenaron los ojos de lágrimas. Él también lo había recordado. Me acerqué más, sintiendo mi garganta cerrarse.

—Vuelve…vuelve con tu escudo…o sobre él —susurré. 

Él me sostuvo la mirada. Y asintió.

—Sí, mi señora. —Se dio la vuelta para continuar, pero algo lo detuvo y volvió a mirarme—. Regresa con tu escudo o sobre él, mi reina.

Mi corazón se detuvo por un segundo cuando lo escuché, tan familiar, tan dolorosamente íntimo. 

Era revivir casi la misma escena hace 2500 años. Solo que esta vez, ambos nos despedíamos para pelear. Y ambos pensábamos hacer lo necesario para volver al otro.

Nosotros dos triunfaríamos donde Leónidas y Gorgo no pudiéramos. Vivir. 

Vivir juntos.

¡ES HOY, ES HOY, ES HOY!

Hoy, 11 de octubre, Caprichos del Sol cumple dos años desde que empecé a publicarla.

Por eso, hoy habrá maratón de 4 capítulos. Voy a estar subiendo los capítulos a lo largo del día. Estén atentis.

Meme time

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