
012.ᴀʙᴏᴜᴛ ᴛʜᴇ ᴄᴀʟʟ ᴛᴏ ʙᴀᴛᴛʟᴇ
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ꜱᴏʙʀᴇ ᴇʟ ʟʟᴀᴍᴀᴅᴏ ᴀ ʟᴀ ʙᴀᴛᴀʟʟᴀ
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EL TELÉFONO DE ANNABETH SONÓ MIENTRAS CONDUCÍAMOS POR QUEENS.
La furgoneta en la que íbamos, manejada por Argos, iba sobre todo, repleta de la cabaña de Afrodita, Atenea y la mitad de Hermes, todos altamente armados para la guerra.
El sonido retumbó con fuerza en el vehículo sobresaltándonos a todos. Era evidente que estábamos bastante nerviosos.
—Percy, ¿dónde has estado? —dijo Annabeth tan pronto como contestó el teléfono—. ¡Tu mensaje no decía casi nada! ¡Hemos estado muy preocupados! —En realidad, salvo yo, nadie sabía que Percy había desaparecido hasta que Annabeth dijo que había recibido su mensaje—. Estamos en camino, como pediste, casi hacia el túnel Queens-Midtown. Pero, Percy, ¿qué estás planeando? Hemos dejado el campamento prácticamente indefenso, y no hay forma de que los dioses... —hizo una pausa.
Percy debía haberle cortado porque dejó caer el teléfono en su regazo unos segundos después.
—Está bien —murmuró Annabeth, nerviosa. Miró a todos por encima del hombro, pero era más una mirada poco entusiasta que otra cosa—. No pasa nada.
—¿Supongo que no dijo lo que está planeando? —preguntó Michael a mi lado.
Me había tomado por sorpresa cuando lo vi subir con nosotros. Su cabaña iba en la otra furgoneta, pero él se había sentado allí sin decir nada.
—Tenemos que confiar en él —dije—, lo veremos allí.
Annabeth giró la cabeza bruscamente, sus ojos atónitos se clavaron en mí.
—Has dicho lo mismo que él. —No respondí nada y ella comprendió todo—. Lo sabías, sabías a dónde fue.
—No lo supe en el momento, tuve una visión de lo que haría cuando ya no podía detenerlo —dije apartando la vista—, pero créeme, él tenía que hacerlo, Annabeth, lo que hizo, necesitaba hacerlo. Es la única oportunidad que tenemos de ganar.
Ella asintió lentamente, procesando mis palabras. A pesar de su preocupación, Annabeth era una estratega brillante, capaz de ver más allá de las apariencias. Sin embargo, eso no significaba que aceptara así como así, las decisiones arriesgadas de Percy.
—¿Entonces no hay ningún plan? —preguntó Connor.
—Debe ser otra cosa —dijo Malcom—. Sé que él pensaba que era una trampa dejar al Olimpo desprotegido, pero ¿el ejército del Titán marchando por Manhattan hasta el Empire State? La Niebla es poderosa, pero no tanto.
«Eso es justo lo que pasará, Malcom» pensé. «A veces, la lógica, es la mejor estrategia»
—Lo es cuando Hécate y sus hijos están de su parte —espetó Michael.
Todos mascullaron insultos. Alabaster Torrignton, el líder de los hijos de Hécate, había sido un verdadero incordio los últimos meses en las redadas que habíamos hecho intentando desbaratar los planes de Cronos.
La tensión se sentía como un machete rebanando el aire, y todos éramos conscientes de la gravedad de la situación. Tomé una respiración profunda y traté de mantener la calma mientras observaba a mis compañeros.
La mano de Michael tomando la mía con suavidad me sobresaltó. Busqué su mirada, pero él no me la devolvió.
—Todo estará bien —murmuró en voz baja.
Sonreí. Con ese pequeño gesto, supe que me había perdonado.
Me aferré a su mano con fuerza. Aún teníamos que hablar, pero al menos no iríamos a la guerra con odio entre nosotros.
Y además, tenía razón, todo saldría bien, ¿verdad? La furgoneta estaba repleta de semidioses preparados para la batalla.
—Todos, escuchen —hablé en voz alta, tratando de acallar el caos en el interior del vehículo. Los ojos de mis compañeros se posaron en mí, esperando alguna explicación—. Sé que estamos preocupados y confundidos por la falta de información, pero debemos confiar en Percy. Él no tomaría una decisión tan arriesgada sin una buena razón.
Varios asistieron, aunque me parecía que no todos estaban convencidos.
Fue casi un alivio cuando las furgonetas se detuvieron junto a la acera frente al Empire State Building.
En cuanto nos detuvimos, se abrieron las puertas laterales y empezamos a bajar, pero dejamos los suministros. Quirón fue el último en bajar de la furgoneta. Llevaba comprimida la mitad de su cuerpo de caballo en una silla de ruedas mágica, así que utilizó la plataforma para discapacitados.
Percy nos esperaba, de pie y solo, en el bordillo de la acera, frente a la entrada del edificio. No vi a Nico por ningún lado.
Hice un recuento. Sesenta campistas en total, al menos de los mayores de doce años, los más pequeños se habían quedado en el campamento. No muchos para librar una guerra, pero aun así era el grupo más numeroso de mestizos que había visto reunido jamás fuera del campamento. Y estábamos todos nerviosos.
El aura de semidioses que debíamos de estar emitiendo era tan potente que ya habríamos alertado a todos los monstruos del nordeste del país.
Se suponía que los del Santuario enviarían refuerzos, Quirón había dicho que él se encargaría de que llegaran lo más pronto posible, aunque no sabía cómo. El Santuario estaba a dos días de distancia.
Annabeth y yo nos acercamos a él, ella iba con un uniforme negro de camuflaje, con el cuchillo de bronce celestial sujeto al brazo y su computadora al hombro: lista para repartir puñaladas o alegar por Internet. Lo que hiciera falta.
En cuanto lo tuve enfrente, le di mi "mirada".
—¿Qué pasa? —preguntó, frunciendo el entrecejo.
—¿Qué quieres decir?
—Me miras de un modo raro.
—Sé lo que hiciste —espeté. Él tragó duro—. Yo me entero de todo, Perseo. Entiendo por qué, eso no quita que cuando todo esto acabe, tú y Nico van a escucharme seriamente, ¿fui clara?
—¿Hacer qué? —cuestionó Annabeth.
No creo haber visto jamás a Percy tan pálido como en ese momento. Si le aterraba la idea de elegir a la más bonita de las de Afrodita con Annabeth mirándolo, creo que le aterraba aún más tenernos a ambas enojadas con él por su imprudencia.
Pero antes de que pudiera responderle, Quirón lo salvó al acercarse a nosotros.
—Gracias a todos por venir —dijo Percy, aprovechando la distracción, y mirando a todo el grupo—. Quirón, pasa tú primero.
Pero él negó con la cabeza.
—He venido a desearte suerte, muchacho. No pienso volver a visitar el Olimpo si no me llaman.
—Pero eres nuestro líder...
Él sonrió.
—Soy su entrenador, su maestro. Lo cual no es lo mismo que ser su líder. Me dedicaré a reunir a todos los aliados que pueda. Quizá no sea demasiado tarde para que mis hermanos centauros nos ayuden. Y traeré al escuadrón del Santuario. Entretanto, tú eres quien ha convocado aquí a los campistas, Percy. Tú eres el líder.
Era obvio que iba a protestar, pero todos lo mirábamos expectante.
La verdad era que Percy era el único hijo de los Tres Grandes residentes del campamento, y de los tres que existían, era el único que estaba por alcanzar los dieciséis años. Era el más fuerte y poderoso semidiós que teníamos. Era el líder del campamento. Todos lo seguirían sin dudar.
—De acuerdo. —Asintió cuando lo comprendió—. Como le he dicho a Annabeth por teléfono, algo malo va a pasar esta noche. Una especie de trampa. Tenemos que conseguir una audiencia con Zeus y convencerlo para que defienda la ciudad. Recuerden: no podemos aceptar un no por respuesta.
—Acabemos de una vez con esta invasión para ir a comer a mi casa —dije sonriendo—. ¡Fiesta de victoria!
Hubo un coro de vítores. Ya estábamos hartos de tanto drama divino.
Seguimos a Percy al interior del edificio. Había un guardia de seguridad sentado tras el mostrador del vestíbulo, leyendo un grueso volumen negro con una flor en la portada. El hombre levantó la vista cuando desfilamos con nuestras armas y armaduras tintineando.
—¿Un grupo escolar? —preguntó—. Estamos a punto de cerrar.
—No —dijo Percy—. Vamos a la planta seiscientos.
Nos examinó con más atención. Tenía los ojos azul claro y la cabeza completamente afeitada. No sabía si era humano, pero parecía ver nuestras armas, así que supongo que la Niebla no lo cegaba.
—No existe la planta seiscientos, chico. —Lo dijo como si fuera la respuesta obligada, aunque él no la creyera—. Circula.
Me incliné sobre el mostrador.
—Sesenta semidioses atraen a un montón increíble de monstruos —susurré—. ¿De verdad quiere que nos quedemos en su vestíbulo?
Reflexionó un momento. Después pulsó un botón y se abrió la puerta de seguridad.
—De acuerdo, pero rápido.
—No va a hacernos pasar por el detector de metales, ¿no? —preguntó Percy.
—Pues no. El ascensor de la derecha. Supongo que ya conoces el camino.
Le lanzó un dracma de oro y desfilamos sin más.
Calculé que harían falta varios viajes para subir todos en ascensor. Fui con el primer grupo. Habían cambiado la música ambiental desde mi última visita; ahora sonaba "Don't Let Me Be The Last To Know" de Britney.
—Sonríes como una lunática —susurró Annabeth a mi lado.
—Lunática no, enamorada —respondí en igual tono.
Finalmente sonó una campanilla y se abrieron las puertas del ascensor. Ante nosotros se extendía un sendero de piedras flotantes, suspendido a dos mil metros sobre Manhattan, que ascendía entre las nubes hacia el monte Olimpo.
Había visto varias veces el Olimpo, pero aún me dejaba sin aliento. Las mansiones blancas y doradas relucían en la ladera de la montaña; había jardines en flor en centenares de terrazas; las sinuosas callejas estaban bordeadas de braseros que perfumaban el aire con su aroma. Y justo en la cima coronada de nieve se alzaba el palacio de los dioses. Se veía todo tan majestuoso como siempre, pero había algo raro en el ambiente. Y sólo entonces advertí que la montaña estaba en silencio: sin música, sin voces, sin risas.
Esperamos unos segundos al siguiente grupo, y cuando llegaron, subimos por el puente suspendido entre las nubes y nos internamos en las calles del Olimpo. Las tiendas estaban cerradas y los parques, vacíos. Un cíclope solitario barría la calle con un roble arrancado de cuajo. Un dios menor nos divisó desde un balcón y corrió a refugiarse dentro, cerrando los postigos.
Pasamos bajo un gran arco de mármol flanqueado con las estatuas de Zeus y Hera. Annabeth le hizo una mueca a la reina de los dioses.
—La odio —masculló.
—¿Te ha echado alguna maldición? —le pregunté.
—No para de enviarme vacas.
Intenté aguantarme la risa.
—¿Vacas? ¿En San Francisco?
—Ya lo creo. Normalmente no las veo, pero me dejan regalitos por todas partes: en el patio trasero, en el sendero de entrada, en los pasillos del colegio... Siempre tengo que vigilar por dónde piso.
Hice una mueca de asco.
—¡Miren! —gritó Pólux, señalando el horizonte—. ¿Qué es eso?
Nos quedamos de piedra. Unas luces azules rasgaban el cielo de la tarde como cometas diminutos lanzados hacia el Olimpo. Parecían proceder de todos los rincones de la ciudad y apuntaban directamente a la montaña. Al aproximarse, se disolvían bruscamente sin dejar rastro.
Las observamos durante varios minutos. No daban la impresión de causar ningún daño, pero aun así era raro.
—Son como rayos infrarrojos —murmuró Michael—. Nos están apuntando.
—Vamos al palacio —dije.
No encontramos ninguna vigilancia. Las puertas de oro y plata estaban abiertas de par en par. Nuestros pasos resonaban huecos mientras avanzábamos por la sala del trono.
Aquello era tan grande como el Madison Square Garden. En lo alto, relucían las constelaciones en el techo azul. La mayor parte del espacio estaba ocupado por doce tronos gigantescos dispuestos en U alrededor de una hoguera. En una esquina flotaba en el aire un globo de agua tan grande como una casa, y en su interior nadaba el viejo amigo de Percy, el taurofidio, una criatura mitad vaca, mitad serpiente.
—¡Muuuuu! —saludó alegremente, trazando un círculo.
Pese a la gravedad de la situación, no tuve más remedio que reírme. Dos años atrás habíamos invertido mucho tiempo tratando de salvar al taurofidio de los titanes, y al final, había sido imposible no encariñarse con él.
—Eh, colega —dijo Percy—. ¿Te tratan bien?
—Muuuuu.
Al acercarnos a los tronos, resonó una voz femenina.
—Hola de nuevo, Percy Jackson. Tú y tus amigos son bien recibidos.
Hestia se hallaba junto a la hoguera, atizando el fuego con un palo. Llevaba un sencillo vestido marrón como el de la otra vez, aunque ahora había adoptado la apariencia de una mujer madura.
Percy y yo le hicimos una reverencia.
—Señora Hestia.
Los demás siguieron nuestro ejemplo.
Hestia miró a Percy con sus ojos rojos e incandescentes.
—Veo que has seguido adelante con tu plan. Llevas en ti la maldición de Aquiles.
Los demás campistas empezaron a murmurar entre sí:
—¿Qué ha dicho?
—¿El qué de Aquiles?
—Debes andarte con cuidado —advirtió Hestia—. Ganaste mucho en tu viaje. Pero sigues ciego frente a la verdad más importante. Tal vez te venga bien un pequeño atisbo.
Annabeth le dio un codazo.
—¿De qué demonios habla? —preguntó. Él miró a Hestia a los ojos y le fallaron las rodillas, pero Annabeth lo sujetó—. ¡Percy! ¿Qué ha pasado?
—¿Lo... lo has visto?
—¿El qué?
Miré a Hestia, pero el rostro de la diosa permanecía impasible.
¿Qué le había enseñado?
—¿Cuánto rato he pasado desmayado? —murmuró.
Annabeth me miró preocupada y luego a él.
—No te has desmayado, Percy. Sólo has mirado a Hestia un segundo y te has venido abajo.
Percy se quedó pensativo, sin reaccionar.
—Hum... señora Hestia —dije llamando la atención de la diosa—, hemos venido por un asunto urgente. Queremos ver...
—Sabemos lo que quieren —contestó una voz masculina.
La figura de un dios tembló en el aire y se materializó junto a Hestia. Lo recordaba perfectamente de hace poco más de un año, se veía igual que entonces cuando había ido a dejar un cargamento de flores amarillas a mi casa. Tenía unos veinticinco años, el pelo rizado y entrecano, ojos azules y rasgos de elfo. Esta vez, llevaba uniforme de piloto militar y se le veían unas alitas en el casco y las botas de cuero. Sobre el brazo flexionado sostenía una larga vara con dos serpientes entrelazadas.
—Ahora debo dejarlos —anunció Hestia. Le hizo una reverencia al piloto y se esfumó en una nube de humo. Comprendí que tuviera tanta prisa por marcharse.
Hermes, el dios de los mensajeros, no parecía estar de buen ánimo.
—Hola, Percy.
Meme time
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