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008.ᴀʙᴏᴜᴛ ᴍʏ ꜰɪʀꜱᴛ ᴇxᴘᴇʀɪᴇɴᴄᴇ ɪɴ ᴀ ᴊᴀɪʟ

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ꜱᴏʙʀᴇ ᴍɪ ᴘʀɪᴍᴇʀᴀ ᴇxᴘᴇʀɪᴇɴᴄɪᴀ ᴇɴ ᴜɴᴀ ᴄÁʀᴄᴇʟ

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HABÍA BUENAS Y MALAS NOTICIAS. La buena era que el túnel de la izquierda era todo recto, sin ramificaciones, giros ni recodos. La mala es que era un callejón sin salida. 

Después de correr unos cien metros, tropezamos con un bloque de piedra enorme que nos cerraba el paso. A nuestras espaldas, resonaba el eco de algo que avanzaba por el túnel arrastrándose y jadeando ruidosamente.

Un ser que no era humano, desde luego, y que nos seguía la pista.

—Tyson —dije—, ¿no podrías...?

—¡Sí! —Embistió la roca con el hombro tan brutalmente que el túnel entero tembló y empezó a caer polvo del techo.

—¡Date prisa! —urgió Grover—. ¡No tires el techo abajo, pero date prisa!

La roca cedió por fin con un horrible crujido. Tyson la hizo girar un poco y entramos corriendo en un espacio más angosto.

—¡Cerremos la entrada! —gritó Annabeth.

Nos pusimos todos detrás de la roca y  empujamos. La criatura que nos perseguía aulló de rabia cuando desplazamos el enorme bloque hasta colocarlo en su sitio, tapiando el túnel.

—Lo hemos atrapado —dijo Percy. 

—O nos hemos atrapado a nosotros mismos —advirtió Grover.

—Eres el señor optimismo, Grover —#dije girándome. 

Nos encontrábamos en una cámara de cemento de dos metros cuadrados y la pared opuesta estaba cubierta de barrotes de hierro.

Nos habíamos metido en una celda.

—¿Qué demonios es esto? —dijo Annabeth, tirando de los barrotes. No se movieron ni un milímetro. A través de ellos, vimos una serie de celdas dispuestas en círculo alrededor de un patio oscuro: tres pisos de puertas con rejas y con pasarelas metálicas.

—Una cárcel —respondió Percy.

—Genial, mi primera experiencia en una cárcel —dije mirando la celda—. No me imaginé que sería así.

—¿Te imaginaste yendo a la cárcel? —cuestionó Annabeth.

—Más o menos, con la suerte de mestizo seguro que pasaba tarde o temprano —respondí.

—Quizá Tyson pueda romper...

—¡Chitón! —susurró Grover—. Escuchen.

Por encima de nosotros, se oía un eco de sollozos que resonaba por todo el edificio. Y se captaba otro sonido: una voz áspera que refunfuñaba, aunque no entendí  qué decía. Las palabras eran chirriantes, como guijarros revueltos en un cubo.

—¿Qué lengua es ésa? —cuchicheé.

Tyson abrió unos ojos como platos.

—¡No puede ser!

—¿Qué? —pregunté.

Agarró dos barrotes y los dobló como si nada, dejando espacio suficiente incluso para un cíclope.

—¡Espera! —dijo Grover.

Tyson no le hizo caso y corrimos tras él. La prisión era muy oscura; sólo unos cuantos fluorescentes parpadeaban arriba.

—Conozco este sitio —dijo Annabeth—. Es Alcatraz.

—¿La isla que hay cerca de San Francisco?

Ella asintió.

—Vinimos de excursión con el colegio. Es como un museo.

No parecía posible que hubiéramos emergido del laberinto y aparecido en el otro extremo del país, pero Annabeth se había pasado todo el año en San Francisco, vigilando el monte Tamalpais, al otro lado de la bahía. Tenía que saber lo que decía.

—¡No se muevan! —advirtió Grover. Pero Tyson siguió adelante sin prestarle atención. Grover lo agarró del brazo y tiró de él—. ¡Para, Tyson! —susurró—. ¿Es que no lo ves?

Miré hacia donde señalaba y me dio un vuelco el corazón. En la pasarela del segundo piso, al otro lado del patio, vislumbré al monstruo más horrible quehabía visto en mi vida.

Era una especie de centauro con cuerpo de mujer de cintura para arriba. Pero, por debajo, en lugar de ser como un caballo, era un dragón, parecía tener las piernas enmarañadas en una enredadera, aunque enseguida advertí que eran serpientes. La cabeza de mujer tenía también una cabellera de serpientes, como la Medusa.

Tuve la sensación de que se trataba de un ser formado sólo a medias, un monstruo tan antiguo que debía de proceder del principio de los tiempos, antes de que las formas animales se hubieran definido por completo.

—Esa cosa me va a dar pesadillas esta noche —dije con asco.

—Es ella —gimió Tyson.

—¡Agáchense! —exclamó Grover.

Nos agazapamos en las sombras, pero el monstruo no nos prestaba atención.

Parecía estar hablando con el ocupante de una celda del segundo piso. De ahí procedían los sollozos. La mujer dragón dijo algo en su extraña y pedregosa lengua.

—¿Qué dice? —musitó Percy entre dientes—. ¿Qué lengua es ésa?

—La lengua de los tiempos arcaicos —contestó Tyson con un escalofrío—. La que usaba la Madre Tierra con los titanes y... con sus demás hijos. Antes de los dioses.

—¿Tú la entiendes? —pregunté—. ¿Puedes traducirla?

Tyson cerró los ojos y empezó a hablar con una voz áspera y horripilante de mujer.

—"Trabajarás para el amo o sufrirás."

Annabeth se estremeció.

—No lo soporto cuando hace esto.

—"No me someteré" —dijo Tyson con una voz grave y afligida.

Luego adoptó el tono del monstruo:

—"Entonces disfrutaré de tu dolor, Briares". —Tyson titubeó al pronunciar ese nombre. Luego continuó con la voz del monstruo—. "Si creías que tu primer encarcelamiento fue insoportable, todavía te falta experimentar el verdadero tormento. Piensa en ello hasta que regrese".

La mujer dragón avanzó pesadamente hacia el hueco de la escalera, extendió unas alas y, dando un salto desde la pasarela, se elevó volando por encima del patio. 

—Ho... horrible —murmuró Grover—. Nunca me había encontrado con un monstruo que apestara tanto. 

—La peor pesadilla de los cíclopes —murmuró Tyson—. Campe. 

—¿Quién? 

Tyson tragó saliva.

—Todos los cíclopes la conocen y han pasado miedo desde muy pequeños oyendo las historias que cuentan de ella. Era nuestra carcelera en los malos tiempos.

Annabeth asintió.

—Ahora lo recuerdo. Cuando gobernaban los titanes, encarcelaron a los hijos anteriores de Gea y Urano: los cíclopes y los hecatónquiros.

Asentí, comprendiendo de quién hablaba.

—¿Los heca... qué? —preguntó Percy. 

—Se llaman centimanos también —dije—. Los llamaron así...bueno, porque tenían cien manos. Eran los hermanos mayores de los cíclopes.

—Muy poderosos —prosiguió Tyson—. ¡Impresionantes! Tan altos como el cielo. Capaces de partir montañas.

—Genial —dijo Percy—. A menos que seas montaña.

—Campe era la carcelera —explicó—. Trabajaba para Cronos. Tenía encerrados a nuestros hermanos en el Tártaro y no paró de torturarlos hasta que llegó Zeus. Él mató a Campe y liberó a los cíclopes y los centimanos para que lo ayudasen a luchar contra los titanes  en la gran guerra.

—Y ahora Campe ha vuelto —agregué.

—Mal asunto —resumió Tyson.

—¿Y quién está en esa celda? —preguntó Percy—. Antes has dicho un nombre...

—¡Briares! —exclamó Tyson, animándose—. Un centimano. Son tan altos como el cielo y... 

—Sí, ya —respondió Percy—. Capaces de partir montañas.

Levanté la vista hacia el segundo piso, preguntándome cómo podía caber en una celda diminuta una cosa tan alta como el cielo, y por qué estaría llorando.

—Creo que deberíamos ir a comprobarlo —propuso Annabeth—. Antes de que vuelva Campe.

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Al acercarnos, los sollozos aumentaron de volumen. Al principio, no tenía ni idea de lo que estaba  viendo. Tenía tamaño humano y la piel muy pálida, del color de la leche. Llevaba un taparrabos que parecía un pañal enorme. Sus pies resultaban demasiado grandes para semejante cuerpo; cada uno tenía ocho dedos y las uñas sucias y rotas.

De su tronco salían más brazos de los que habría podido contar. Eran brazos normales, pero había tantos y estaban tan enredados unos con otros que el tórax parecía algo así como un tenedor lleno de espaguetis enrollados. Muchas de sus manos le cubrían la cara mientras sollozaba. 

—O el cielo no es tan alto como antes —musitó Percy—, o éste es enano como Darlene.

—¡Eh!

Tyson no nos hizo caso y cayó de rodillas.

—¡Briares! —exclamó.

Los sollozos se interrumpieron.

—¡Gran centimano! —suplicó Tyson—. ¡Ayúdanos!

Briares levantó la vista. Tenía una cara larga y triste, con la nariz torcida y los dientes en pésimo estado. Sus ojos eran del todo castaños; quiero decir, completamente, sin la parte blanca ni la pupila negra: como unos ojos hechos de barro.

—Corre mientras puedas, cíclope —dijo Briares tristemente—. Yo ni siquiera puedo ayudarme a mí mismo.

—¡Eres un centimano! —insistió Tyson—. ¡Tú puedes hacer lo que quieras!

Briares se limpió la nariz con cinco o seis manos. 

—No puedo hacer nada —gimió Briares—. ¡Campe ha vuelto! Los titanes se alzarán y volverán a encerrarnos en el Tártaro.

—¡Cambia esa cara y pórtate como un valiente! —exigió Tyson.

El rostro de Briares se transformó en otra cosa. Eran los mismos ojos castaños, sí, pero los rasgos me parecieron  distintos, como si estuviera tratando de hacerse el valiente. Pero fue sólo un momento, porque su cara enseguida volvió a ser la de antes.

—No funciona —se lamentó—. Mi cara de susto regresa una y otra vez.

—¿Cómo has hecho eso? —preguntó Percy.

Le di un codazo.

—No seas maleducado. Los centimanos tienen cincuenta caras distintas.

—Debe de ser complicado hacer la foto de fin de curso.

Tyson aún estaba en trance.

—¡Todo saldrá bien, Briares! ¡Te ayudaremos! ¿Me das tu autógrafo?

Briares se sorbió los mocos.

—¿Tienes cien bolígrafos?

—Chicos —los interrumpió Grover—. Tenemos que salir de aquí. Campe va a volver. Nos detectará tarde o temprano.

—Rompe los barrotes —apuntó Annabeth.

—¡Sí! —exclamó Tyson sonriendo con orgullo—. Briares puede hacerlo. Es muy fuerte. Incluso más que los cíclopes. ¡Miren!

Briares gimoteó. Una docena de sus manos empezaron a jugar dando palmadas cruzadas, pero ninguna hizo el menor intento de romper los barrotes.

—Si tan fuerte es —dijo Percy—, ¿por qué se encuentra encerrado en la cárcel?

Le di otra vez en las costillas.

—Está aterrorizado —susurré—. Campe lo tuvo encerrado en el Tártaro durante miles de años. ¿Cómo te sentirías tú?

El centimano se cubrió la cara otra vez.

—¿Briares? —dijo Tyson—. ¿Qué te ocurre? ¡Muéstranos tu fuerza descomunal!

—Tyson —intervino Annabeth—. Creo que será mejor que rompas tú los barrotes.

La sonrisa de Tyson fue borrándose lentamente.

—Yo los rompo —accedió. Asió la puerta entera de la celda y la arrancó de sus goznes como si fuera de arcilla.

—Vamos, Briares —dijo Annabeth—. Vamos a sacarte de aquí.

Le tendió la mano. Durante un instante, la cara de Briares se transformó y adoptó una expresión esperanzada. Muchos brazos se extendieron hacia fuera, pero muchos más los apartaron a cachetazos.

—No puedo —dijo—. Me castigará.

—Claro que puedes —le aseguró Annabeth—. Ya luchaste con los titanes una vez y venciste, ¿recuerdas?

—Recuerdo la guerra. Los rayos sacudían el mundo. Arrojamos muchas rocas. Los titanes y los monstruos no vencieron por poco. Ahora están recuperando fuerzas otra vez. Campe me lo ha contado.

—¡No le hagas caso! —dije—. ¡Vamos!

El no se movió. Grover tenía razón: no nos quedaba mucho tiempo antes de que ese monstruo regresara. Pero tampoco podíamos dejar a Briares allí. Tyson se pasaría semanas enteras sollozando.

—Una partida de "piedra, papel o tijeras" —propuso Percy—. Si gano, nos acompañas. Si pierdo, te dejamos en la cárcel.

Annabeth y yo lo miramos como si se hubiese vuelto loco.

La cara de Briares adoptó una expresión indecisa.

—Yo siempre gano a piedra, papel o tijeras.

—Entonces vamos. —Percy se golpeo la palma con el puño tres veces.

Briares hizo lo mismo con sus cien manos, lo cual sonó como un ejército entero que avanzara tres pasos. Luego salió con una avalancha entera de piedras, una colección de tijeras y suficiente papel para hacer una flota de avioncitos.

—Te lo he dicho —comentó con tristeza—. Yo siempre... —Puso su cara de perplejidad—. ¿Tú qué has hecho?

—Una pistola —dijo, enseñándole la que había hecho con los dedos—. La pistola gana a todo lo demás.

—No es justo.

—Yo no he dicho que fuera a ser justo. Campe tampoco lo será con nosotros si nos quedamos aquí. Te culpará a ti por romper la puerta. ¡Por favor, vamos!

Briares se sorbió la nariz.

—Los semidioses son unos tramposos —murmuró. 

No iba a contradecirlo. Ser tramposo era la manera de sobrevivir contra tanto monstruo e inmortal loco suelto.

Lentamente se levantó y nos siguió fuera de la celda.

Empezaba a sentirme un poco más animada. Lo único que teníamos que hacer era bajar y encontrar la entrada del laberinto. Pero justo en ese momento

Tyson se quedó petrificado.

Abajo, a nuestros pies, Campe nos esperaba gruñendo.

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Salimos disparados por la pasarela. Esta vez, Briares nos siguió sin dudarlo Se colocó delante de todos, haciendo aspavientos de pánico con sus cien brazos.

A nuestra espalda oí el batir de las enormes alas de Campe al elevarse por los aires. Silbaba y gruñía en su lengua arcaica, y no me hacía falta traductor para comprender que quería matarnos.

Bajamos corriendo las escaleras, cruzamos un pasadizo y dejamos atrás un puesto de guardia para desembocar...en otro bloque de celdas.

—A la izquierda —dijo Annabeth—. Aún me acuerdo de la visita.

Salimos a toda velocidad y fuimos a dar al patio delantero de la prisión, que estaba cercado con torres de vigilancia y una valla de alambre de espino.

Después de tanto tiempo encerrada, la luz del sol casi me cegó.

«Puta madre, Apolo» me quejé colocando la mano frente a mi rostro.

 Había un montón de turistas circulando de un lado para otro y sacando fotos. Soplaba un viento helado. Al sur destellaba la ciudad de San Francisco, blanca, soleada y hermosa, pero hacia el norte, sobre el monte Tamalpais, se arremolinaban grandes nubes cargadas de tormenta. 

—Está mucho peor —dijo Annabeth, escrutando el cielo hacia el norte—. Las tormentas han sido tremendas durante todo el año, pero esto...

—Sigan —aulló Briares—. ¡Aún nos persigue!

Corrimos hacia el otro extremo del patio: lo más lejos posible del bloque de celdas.

—Campe es demasiado grande para cruzar esas puertas —dijo Percy con optimismo.

Entonces explotó el muro.

Revelando a Campe, sus brazos sostenía dos espadas: dos largas cimitarras de bronce que destellaban con un raro fulgor verdoso y soltaban volutas de vapor hirviente cuyo agrio olor nos llegaba desde lejos.

—¡Veneno! —exclamó Grover con un gañido—. No dejen que los toquen esas cosas o...

—¿Moriremos? 

—Hummm... después de desmenuzarte y hacerte polvo lentamente, sí.

—Mejor evitemos esas espadas —decidí.

—¡Briares, lucha! —chilló Tyson—. ¡Recupera tu tamaño real!

Pero el centimano más bien parecía querer encogerse y volverse más pequeño. Ahora tenía puesta su cara de pavor total.

—Sí, eso nos ayuda mucho —dije—, gracias, Briares. 

Campe se abalanzó hacia nosotros. Sus alas de dragón azotaban el aire con estruendo y centenares de serpientes se retorcían alrededor de su cuerpo.

Entonces Annabeth gritó justamente lo que yo estaba pensando:

—¡Corramos!

Ahí concluyó la discusión. No había forma de combatir con aquella cosa.

Cruzamos el patio de la prisión a toda velocidad y salimos por las puertas con el monstruo pegado a nuestras espaldas. Los mortales gritaban y corrían enloquecidos. Las sirenas de emergencia empezaron a aullar.

Llegamos al muelle justo cuando un barco turístico dejaba a un grupo de pasajeros en tierra. La nueva remesa de visitantes se quedó de piedra al ver que corríamos hacia ellos, seguidos de una multitud de turistas aterrorizados, seguidos de... no sé qué verían a través de la Niebla, pero no debía de ser agradable.

—¿El barco? —preguntó Grover.

—Demasiado lento —dijo Tyson—. Volvamos otra vez al laberinto. Es nuestra única oportunidad.

—Habrá que distraerla —señaló Annabeth.

Tyson arrancó de cuajo una farola metálica.

—Yo la distraigo. Ustedes sigan adelante.

—Te ayudo —dijo Percy. 

—No —respondió—. Tú sigue. El veneno hiere a los cíclopes. Hace mucho daño. Pero no los mata.

—¿Estás seguro?

—Ve, hermano. Nos veremos dentro.

Me repugnaba la idea de dejarlo allí, pero no había tiempo para discutir y no se me ocurría nada mejor. Entre los cuatro tomamos a Briares cada uno de una mano y lo arrastramos otra vez hacia los puestos de helados, mientras Tyson, soltando un bramido, tomando una farola, cargaba contra Campe como si fuera un caballero con su lanza.

Ella estaba siguiendo a Briares con la mirada, pero Tyson logró captar su atención cuando le clavó la farola en el pecho y la empujó contra la pared. El monstruo chilló y empezó a asestar mandobles con sus espadas hasta dejar toda la farola cortada en rodajas. El veneno le goteaba y formaba charcos que chisporroteaban a su alrededor sobre el suelo de cemento.

Tyson retrocedió de un salto cuando la cabellera de Campe se lanzó silbando hacia él.

Lo último que vi de la pelea, mientras nos alejábamos a todo correr hacia el interior de la prisión, fue a Tyson levantando a pulso un puesto de helados y arrojándoselo a Campe.

Entramos de nuevo en el patio de la cárcel.

—No voy a conseguirlo —dijo Briares, resoplando.

—¡Tyson está arriesgando su vida para ayudarte —le chillé—, así que vas a conseguirlo!

Cuando llegamos a la puerta del bloque de celdas, oí un rugido rabioso. Miré hacia atrás y vi que Tyson se acercaba a toda pastilla. Campe lo seguía de cerca, cubierta de helado y de camisetas. 

—¡Deprisa! —urgió Annabeth, como si hiciera falta que lo dijera.

Al fin encontramos la celda por la que habíamos llegado, pero la pared del fondo se veía completamente lisa: ni rastro del bloque de piedra.

—¡Busca la marca! —dijo Annabeth.

—¡Ahí! —Grover puso el dedo en una hendidura, que se convirtió de inmediato en la A griega. La marca de Dédalo emitió un resplandor azul y la pared de piedra se entreabrió rechinando.

Demasiado despacio. Tyson aún estaba cruzando el bloque de celdas; Campe iba pegada a su espalda, lanzando tajos a diestro y siniestro, cortando barrotes, muros y todo lo que se le ponía por delante.

Percy empujó a Briares al interior del laberinto; luego pasaron Annabeth, Grover y yo.

—¡Puedes lograrlo! —le grito a Tyson, pero enseguida comprendí que no era así. Ya tenía encima a Campe, que alzó con furia ambas espadas. Había que distraerla con algo grande. 

Tensé mi arco con cuatro flechas y apunté directo al monstruo, estaba justo en mi mejor posición de tiro. Disparé y le dieron justo en los brazos, Campe se detuvo, gruñendo de dolor y Percy le lanzó su escudo en plena cara. Le acertó de lleno en el morro, y Tyson entró de un salto en el laberinto.

Campe se abalanzó hacia nosotros, pero ya era demasiado tarde. La roca volvió a cerrarse y nos aisló herméticamente con su fuerza mágica. El túnel entero vibraba con las acometidas de la bestia, que rugía rabiosa. 

Corrimos en la oscuridad y, por primera y última vez, me alegré de estar de nuevo en el laberinto.

Después de varios capítulos sin meme (ando atontada, no se me ocurre nada) tenemos unos entregados por una de las lectoras, muchas gracias por la colaboración.

Y sin más, MEME TIME:

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