008.ᴀʙᴏᴜᴛ ʜᴏᴡ ᴛʜᴇ ɢʀᴇᴇᴋꜱ ᴘʟᴀʏ ᴡɪᴛʜᴏᴜᴛ ꜱᴇᴄᴜʀɪᴛʏ ᴍᴇᴀꜱᴜʀᴇꜱ
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ꜱᴏʙʀᴇ ᴄᴏᴍᴏ ʟᴏꜱ ɢʀɪᴇɢᴏꜱ ᴊᴜᴇɢᴀɴ ꜱɪɴ ᴍᴇᴅɪᴅᴀꜱ ᴅᴇ ꜱᴇɢᴜʀɪᴅᴀᴅ
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LOS SIGUIENTES DÍAS me instalé una especie de rutina.
Por las mañanas, Annabeth nos daba clases de griego clásico, y hablábamos de los dioses y diosas en presente.
Descubrí que Annabeth tenía razón con la dislexia: el griego clásico no me resultaba tan difícil de leer. Disfruté de poder leer a Homero sin sentir dolor de cabeza.
El resto del día probaba todas las actividades al aire libre, buscando algo en lo que pudiera destacar. Aprendí que era realmente buena en tiro con arco.
—Arquera nata —dijo Quirón complacido.
Vicktor hizo un sonido que se parecía bastante al orgullo.
Los que no estaban muy a gusto con mi desempeño en el tiro con arco fueron los de la cabaña siete.
Algunos, actuaban tensos y distantes, pero se ofrecían a practicar conmigo. Otros, como Michael Yew, un idiota de trece años de 1.50 que me recordaba a un hurón, con su nariz puntiaguda; se quejaba constantemente de mi presencia en el campo y se burlaba cuando fallaba luego de haber hecho de todo para desconcentrarme.
Quirón también intentó enseñarle a Percy, pero pronto descubrimos que no era ningún as con el arco No se quejó, ni siquiera cuando tuvo que desenmarañarse una flecha perdida de la cola.
¿Lo demás? ¿Carreras, canoas? Olvídalo. Era un fracaso absoluto.
La lucha libre me iba un poco mejor, Clarisse y sus hermanos aún me daban palizas, pero al menos podía aguantar más que otros.
Percy sobresalía en canoa, aunque no lo complacía para nada.
—No es la clase de habilidad heroica que la gente esperaba descubrir en el chico que derrotó al Minotauro —dijo una de las veces que le pregunté por ello.
Sabía que los campistas mayores y los consejeros nos observaban, intentaban decidir quiénes eran nuestros padres, pero no les estaba resultando fácil.
—Los Stoll dijeron que soy tan buena en esto que creen que Apolo podría ser mi padre —le conté a Lee Fletcher una tarde que estábamos entrenando con los arcos.
Lee tenía catorce años, y era el que más amable se portaba conmigo de todos los niños sol.
Hizo una mueca y dijo—: No creo que seas mi hermana.
—¿Estás seguro?
—Créeme, lo sé. No hay forma de que seas hija de Apolo —respondió tensado el arco.
E internamente, lo agradecí. Que horrible habría sido tener a Michael de hermano.
Yo no era tan fuerte como los hijos de Ares, aunque Lee dijo que tenía la ira y agresividad de ellos. No tenía la habilidad con el metal de Hefesto, ni -no lo permitieran los dioses- la habilidad de Dioniso con las vides.
—¿Te imaginas que seamos hermanos? —expresó Percy después de que Luke nos dijera que tal vez fuéramos hijos de Hermes, una especie de comodín para todos los oficios, maestro de ninguno—. ¡Sería genial!
Yo solo asentí con una sonrisa. Por dentro estaba horrorizada.
Me gustaba mucho el campamento, me acostumbré fácil a la neblina matutina sobre la playa, al aroma de los campos de fresas por la tarde, incluso a los sonidos raros de los monstruos de los bosques por la noche.
Cenaba con los de la cabaña once, echaba parte de mi comida al fuego e intentaba sentir algún tipo de conexión con mi padre real, pero salvo la ocasional voz de Vicktor en mi mente, nada pasaba.
A esta altura, estaba segura de que Vicktor era mi padre. Annabeth me contó una tarde que a veces podía escuchar la voz de su madre aconsejándola. Así que sí, estaba comenzando a resentir que me hablara, pero no me reclamara como su hija.
Empecé a entender la amargura de Luke y cuánto parecía molestarle su padre, Hermes.
Sí, lo entendía; a lo mejor los dioses tenían cosas importantes que hacer. Pero ¿no podían llamar de vez en cuando, o tronar, o algo por el estilo? Dioniso podía hacer aparecer de la nada una Coca-Cola light. ¿Por qué no podía mi padre aparecerse unos segundos para decir hola al menos?
El viernes por la noche, después de la cena, hubo más ajetreo que de costumbre. Por fin había llegado el momento de capturar la bandera.
Cuando retiraron los platos, la caracola sonó y todos nos pusimos en pie.
Los campistas gritaron y vitorearon cuando Annabeth y dos de sus hermanos entraron en el pabellón portando un estandarte de seda. Medía unos tres metros de largo, era de un gris reluciente y tenía pintada una lechuza encima de un olivo. Por el lado contrario del pabellón, Clarisse y sus hermanos entraron con otro estandarte, de tamaño idéntico pero rojo fuego, pintado con una lanza ensangrentada y una cabeza de jabalí.
Me volví hacia Luke y le grité por encima del bullicio:
—¿Esas son las banderas?
—Sí.
—¿Ares y Atenea dirigen siempre los equipos?
—No siempre —repuso—, pero sí a menudo.
Los dioses de la guerra, me parecía bastante lógico.
—Así que si otra cabaña captura una, ¿qué hacen? ¿Repintan la bandera?
Sonrió.
—Ya lo verás. Primero tenemos que conseguir una.
—¿De qué lado estamos? —preguntó Percy parado a mi lado.
Luke le lanzó una mirada ladina, como si supiera algo que ignorábamos. La cicatriz en su rostro le hacía parecer casi malo a la luz de las antorchas.
—Nos hemos aliado temporalmente con Atenea. Esta noche vamos por la bandera de Ares. Y ustedes van a ayudarnos.
Se anunciaron los equipos. Atenea se había aliado con Apolo y Hermes, las dos cabañas más grandes; al parecer, a cambio de algunos privilegios: horarios en la ducha y en las tareas, las mejores horas para actividades.
Ares se había aliado con todos los demás: Dioniso, Deméter, Afrodita y Hefesto.
—¡Héroes! —anunció Quirón y coceó el mármol del suelo—. Conocen las reglas. El arroyo es la frontera. Vale todo el bosque. Se permiten todo tipo de artilugios mágicos. El estandarte debe estar claramente expuesto. Los prisioneros pueden ser desarmados, pero no heridos ni amordazados. No se permite matar ni mutilar. Yo haré de árbitro y médico de urgencia. ¡Elijan armas!
Abrió los brazos y de repente las mesas se cubrieron de equipamiento: cascos, espadas de bronce, lanzas, escudos de piel de buey con protecciones de metal.
—¡Wow! —exclamó Percy—. ¿De verdad vamos a usar todo esto?
—A menos que quieras que tus amiguitos de la cinco te ensarten. Toma, Quirón ha pensado que esto te iría bien. Estás en la patrulla de frontera. —Le dio un escudo que era del tamaño de un tablero de la NBA, con un enorme caduceo en el medio—. Darlene, irás a las colinas con los chicos de Apolo. Lee está a cargo de los arqueros —dijo entregándome un arco y un carcaj lleno de flechas.
El casco, como todos los del equipo de Atenea, tenía un penacho azul encima. Ares y sus aliados lo llevaban rojo.
—¡Equipo azul, adelante! —gritó Annabeth.
Vitoreamos, agitamos nuestras armas y la seguimos por el camino hacia la parte sur del bosque. El equipo rojo nos provocaba a gritos mientras se encaminaba hacia el norte.
Percy corrió tras Annabeth antes de que pudiera desearle buena suerte en el frente. Yo me marché hacia donde había visto a Lee y sus hermanos.
En cuanto me acerqué, me miraron como si fuera un bicho raro. No entendía de dónde venía tanto rechazo. Lee me sonrió. Me había confesado que al principio fue distante porque había algo en mí que lo ponía incómodo, pero como pasábamos mucho tiempo juntos entrenando, me había conocido mejor y ahora me consideraba su amiga.
No así el resto.
Michael rodó los ojos cuando me paré a su lado—. Apolo siempre es la unidad de arqueros, tenemos una reputación que mantener para honrar a nuestro padre. No nos hagas quedar mal.
Contuve una réplica bastante cruda cuando sentí una mano sobre mi hombro. Lee me dio una sonrisa, hizo un gesto para que vaya a posicionarme y luego le dio una mirada a su hermano menor.
Era una noche cálida y pegajosa. Los bosques estaban oscuros, las luciérnagas parpadeaban. La cabaña de Apolo estaba escondida entre las zonas altas, subidos a rocas tan grandes que ocultaban la presencia entre árboles y capas de musgos.
El resto del equipo se había dispersado entre los árboles hacia el territorio enemigo.
En la lejanía se oyó la caracola. Escuché vítores y gritos en la oscuridad, entrechocar de espadas, chicos peleando.
Entonces, en algún lugar cerca de donde me encontraba, oí un ruido —una especie de gruñido desgarrador— que me provocó un súbito escalofrío. Levanté instintivamente mi arco, con la impresión de que algo me acechaba. Y así, de repente, los gruñidos se detuvieron. Percibí que la presencia se retiraba.
—Eh, cabeza de carbón —murmuró Michael a unos pasos de mí. Rodé los ojos por su tonto apodo, para ser hijo del dios de las artes y esas cosas, tenía poca creatividad—. ¡Concéntrate!
Volví la vista hacia el arroyo que estaba a unos metros de nosotros, divisé una cabeza asomándose entre los árboles y me di cuenta de que reconocía esa silueta.
—Percy —susurré preocupada; de pronto, al otro lado del arroyo, la maleza explotó y aparecieron cinco guerreros de Ares gritando y aullando desde la oscuridad.
—¡Aplasten al insecto! —gritó Clarisse.
Blandía una lanza de metro y medio, en cuya punta de metal con garfios titilaba una luz roja. Sus hermanos sólo llevaban las espadas de bronce típicas.
Cargaron a través del riachuelo. No tenía ayuda a la vista. Lo rodearon y Clarisse lo atacó con la lanza, el escudo desvió la punta. Otro chico le asestó un golpe en el pecho con la empuñadura de la espada y cayó al suelo.
Contuve un jadeo, horrorizada cuando Clarisse apartó la espada de Percy de un golpe con la lanza, que chisporroteaba.
Tensé mi arco, lista para clavarle una flecha en el trasero a uno que le dio un puñetazo, pero una mano me empujó con rudeza. Michael estaba parado a mi lado y me dio una mirada irritada.
—¡No seas estúpida! —me siseó—. Vas a arruinar el plan.
—¡¿Qué plan?!
—El de la carnada —dijo señalando unas figuras a lo lejos que se movían por entre los árboles, alejándose del riachuelo—. Nosotros somos la barrera protectora de nuestra bandera, Atenea y Hermes van por la de ellos y Percy...
—Es la carnada —murmuré atónita viendo como le daban una patada para mantenerlo en el suelo—. ¡Pero le van a hacer daño!
Me aparté de su agarre y di unos pasos adelante lista para disparar; de repente, Michael me apretó contra él, inmovilizando mis brazos y tapando mi boca cuando solté un grito, indignada.
—¡No vas a arruinarlo! —espetó en voz baja—. Cuando recibamos la señal, lo ayudaremos.
Dos chicos se abalanzaron sobre él. Retrocedió hasta el arroyo, intentó levantar el escudo, pero Clarisse era demasiado rápida. Su lanza le dio directamente en las costillas. De no haber llevado el pecho protegido, se habría convertido en kebab de pollo.
Uno le metió un buen tajo en el brazo.
—No está permitido hacer sangre —farfulló.
—Oh, no —respondió el tipo—. Supongo que me quedaré sin postre.
Lo empujó al arroyo y aterrizó con un chapuzón. Todos rieron, y yo le pisé el pie a Michael intentando soltarme, sin ningún resultado, salvo un quejido de dolor por su parte.
Clarisse y sus colegas se metieron en el arroyo, dispuestos a acabar con Percy, pero él se puso en pie, listo para recibirlos. Al primero le atizó un cintarazo en la cabeza y le arrancó el casco limpiamente.
—¡Quédate quieta! —me espetó Michael nuevamente cuando esquivó el codazo que le atiné hacia atrás—. ¡Míralo, claramente lo tiene controlado!
Otros dos se le arrojaron encima. Le estampó el escudo en la cara a uno y usó la espada para esquilar el penacho del otro. Uno no parecía con demasiadas ganas de atacar, pero Clarisse llegaba embalada, y la punta de su lanza crepitaba de energía. En cuanto embistió, atrapó el asta entre el borde del escudo y la espada y la rompió como una ramita.
Entonces oí chillidos y gritos de alegría; vi a Luke correr hacia la frontera enarbolando el estandarte del equipo rojo. Un par de chicos de Hermes le cubrían la retirada. Fue cuando Michael finalmente me soltó y varios de los de Apolo corrieron a nuestro alrededor para enfrentarse a las huestes de Hefesto.
—¡Ahora no te quedes ahí tiesa! —me gritó antes de salir corriendo tras sus hermanos.
Los de Ares se levantaron y Clarisse murmuró una torva maldición.
—¡Una trampa! —exclamó—. ¡Era una trampa!
Luke corría esquivando a varios de Ares que intentaban detenerlo. Tensé mi arco y disparé a uno que estaba a punto de taclearlo, dándole directo en el borde del hombro.
Hice una mueca porque era muy distinto dispararle a alguien, que dispararle a una diana. Pero Lee me había dicho que perdiera cuidado, cualquier herida que no fuera mortal estaba permitida, total se la podía curar con ambrosía.
Todo el mundo se reunió junto al arroyo cuando Luke cruzó a su territorio. Nuestro equipo estalló en vítores. El estandarte rojo brilló y se volvió plateado. El jabalí y la lanza fueron reemplazados por un enorme caduceo, el símbolo de la cabaña once.
Los del equipo azul agarraron a Luke y lo alzaron en hombros. Quirón salió a medio galope del bosque e hizo sonar la caracola.
El juego había terminado. Habíamos ganado.
Corrí directo hacia Percy que se estaba poniendo de pie lentamente, con una pequeña sonrisa en los labios.
Lo sujeté del brazo, ayudándolo a pararse y me dio una mirada cálida.
—Gracias. —Yo solo le sonreí sintiendo que me estaba sonrojando.
Estábamos a punto de unirnos a la celebración cuando la voz de Annabeth, justo a nuestro lado en el arroyo, dijo:
—No está mal, héroe. —Miré, pero no estaba allí—. ¿Dónde demonios has aprendido a luchar así? —preguntó. El aire se estremeció y ella se materializó quitándose una gorra de los Yankees.
—Me usaste como cebo —dijo Percy, enojado—. Me pusiste aquí porque sabías que Clarisse vendría por mí, mientras enviabas a Luke por el otro flanco. Lo habías planeado todo.
Annabeth se encogió de hombros.
—Ya te lo he dicho. Atenea siempre tiene un plan.
Y ahora yo me enfadé.
—Un plan para que lo despedazaran.
—Vine tan rápido como pude. Estaba a punto de saltar para defenderte, pero... —Se encogió otra vez de hombros—. No necesitabas mi ayuda.
—¡No importa que no la necesitara! —espeté—. ¡No deberías haberlo puesto en peligro a propósito!
Annabeth frunció el ceño y estaba segura de que estaba pensando en miles de maneras de matarme. Durante los días pasados evitaba estar en su rango de visión cuando se ponía así, pero estaba demasiado molesta para que me importara.
—¿Y tú por qué no lo ayudaste, entonces?
—¡Porque el imbécil de Michael no me dejó!
—¡¿A quién llamas imbécil?! —gritó Michael a unos pasos de nosotros con el ceño fruncido.
—¡Contigo me las arreglo luego, ahora no molestes! —le grité enfadada, él me dio una mirada furiosa y se dirigió hacia sus hermanos. Percy nos miraba perplejo, pero yo me fijé en su brazo herido—. ¿Te duele?
—Un poco, pero no es nada.
—¿Cómo te has hecho eso? —preguntó Annabeth.
—Es una herida de espada. ¿Qué pensabas? —le dijo.
—No. Era una herida de espada. Fíjate bien.
Ella tenía razón.
La sangre había desaparecido. Donde había estado el corte, ahora había un largo rasguño, y también estaba desapareciendo. Ante nuestros ojos, se convirtió en una pequeña cicatriz y finalmente se desvaneció.
—¿Cómo has hecho eso? —dijo asombrado.
Annabeth reflexionó con repentina concentración. Lo miró a los pies, después la lanza rota de Clarisse, y por fin dijo:
—Sal del agua, Percy.
—¿Qué...?
—Hazlo y calla.
Lo hizo e inmediatamente casi se derrumbó, pero lo sujeté con más fuerza.
—Oh, Estigio —maldijo Annabeth—. Esto no es bueno. Yo no quería... Supuse que habría sido Zeus.
Antes de que pudiera preguntar qué quería decir, volví a oír el gruñido canino de antes, pero esta vez mucho más cerca. Un gruñido que pareció abrir en dos el bosque.
Los vítores de los campistas cesaron al instante. Annabeth desenvainó su espada.
En las rocas situadas encima de nosotros había un enorme perro negro, con ojos rojos como la lava y colmillos que parecían dagas.
Nadie se movió, y Annabeth gritó:
—¡Percy, corre!
Intentó interponerse entre el bicho y él, pero el perro era muy rápido. Le saltó por encima -una sombra con dientes- y se abalanzó sobre Percy, que me empujó lejos suyo en el último segundo.
Caí en el arroyo y me raspé las manos contra las piedras bajo el agua, pero me arrodillé buscando desesperadamente mi arco.
La criatura se arrojó sobre Percy, que cayó hacia atrás, con las garras afiladas intentando perforar su armadura.
Se me llenaron los ojos de lágrimas, impotente al no poder encontrar mi arco.
Oí una cascada de sonidos de rasgado, como si rompieran pedazos de papel uno detrás de otro, y de pronto el bicho tenía un puñado de flechas clavadas en el cuello. Cayó muerto al costado de Percy.
—Vamos, levántate —murmuró Lee ayudándome a ponerme de pie. Me temblaban las piernas, todo había sido tan rápido que mi mente estaba teniendo problemas para entender qué había pasado.
Percy también se puso de pie con dificultad. Quería ir a ayudarlo, pero temía que si daba un paso lejos de los brazos de Lee iba a desmayarme.
Quirón trotó hasta nosotros, con un arco en la mano y el rostro sombrío.
—¡Di immortales! —exclamó Annabeth—. Eso era un perro del infierno de los Campos de Castigo. No están... se supone que no...
—Alguien lo ha invocado. —Dijo Quirón—. Alguien del campamento.
—¡Percy tiene la culpa de todo! —vociferó Clarisse—. ¡Percy lo ha invocado!
«Claro, porque Percy lo invocó para atacarse a sí mismo». Quería gritarle que cerrara el pico, pero de mis labios solo salían sollozos.
—Cállate, niña —le espetó Quirón.
«¡Gracias, Quirón!»
Observamos el cadáver del perro del infierno derretirse en una sombra, fundirse con el suelo hasta desaparecer.
—Estás herido —dijo Annabeth—, rápido, Percy; métete en el agua.
—Estoy bien.
—No, no lo estás —replicó—. Quirón, mira esto.
Se notaba cansado, y por suerte tenía puesta su armadura, que aunque rota, lo había protegido de una muerte horrible. Donde las garras habían perforado la armadura tenía heridas que debían tratarse, solo para que no se infectaran.
Regresó al arroyo, y todo el campamento se congregó en torno a él. Al instante las heridas de su pecho empezaron a cerrarse. Algunos campistas se quedaron boquiabiertos.
—Bueno, yo..., la verdad es que no sé cómo... Perdón...
Pero nadie miraba sus heridas sanar.
Me quedé boquiabierta, jamás pensé que así era como pasaba.
—Percy —dijo Annabeth, señalando su cabeza, a lo que todos veíamos.
Levantó la cabeza, y la vio; la señal empezaba a desvanecerse, pero aún se distinguía el holograma de luz verde, girando y brillando. Una lanza de tres puntas: un tridente.
—Tu padre —murmuró Annabeth—. Esto no es nada bueno.
—Ya está determinado —anunció Quirón.
Todos empezaron a arrodillarse, incluso los campistas de la cabaña de Ares, aunque no parecían nada contentos. Yo los imité, sin prestarle atención a que Lee y yo estábamos arrodillándonos en el agua.
—¿Mi padre? —preguntó perplejo.
—Poseidón —repuso Quirón—. Sacudidor de tierras, portador de tormentas, padre de los caballos. Salve, Perseus Jackson, hijo del dios del mar.
Dari enamorada de Percy
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