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005.ᴀʙᴏᴜᴛ ʜᴏᴡ ᴛʜᴇ ᴅʀᴜɴᴋᴇɴ ɢᴏᴅ ᴡᴇʟᴄᴏᴍᴇᴅ ᴜꜱ

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ꜱᴏʙʀᴇ ᴄᴏᴍᴏ ᴇʟ ᴅɪᴏꜱ ʙᴏʀʀᴀᴄʜᴏ ɴᴏꜱ ᴅɪᴏ ʟᴀ ʙɪᴇɴᴠᴇɴɪᴅᴀ

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ME DESPERTÉ sintiendo la boca seca y un dolor en la nunca que era insoportable.

Estaba acostada en una cama blanda, en una habitación hecha de madera, recuerdos vagos de una conversación sin sentido y un chico rubio de ojos azules dándome cucharadas de algo que sabía a chocolate.

La brisa olía a fresas y el paisaje de colinas verdes, que se extendían al otro lado de la ventana, era una vista preciosa.

El chico que había visto estaba de pie a unos pasos, escribiendo algo en una libreta con una diligencia nata. Me removí en la cama y él me miró.

—¡Ah, despertaste! —exclamó acercándose a mí.

Tomó mi muñeca y comprobó el pulso; volvió a anotar en su libreta. Lo observé notando que estaba vestido con unas bermudas cortas de jean, una camiseta naranja con la leyenda «Campamento Mestizo», todo cubierto por una bata de médico blanca.

—¿Qué pasó?

—Una noche típica para los mestizos —respondió tomando un vaso que estaba en la mesita de noche, tenía una pajita. La acercó a mí para que bebiera—. Debes andar con cuidado, te diste varios golpes en la cabeza.

La bebida me hizo recordar a las fresas con crema que mi abuelo me preparaba las tardes de verano.

—¿Dónde están los demás? —pregunté cuando dejé de beber.

—Tu amigo está por allá —señaló al otro lado de la habitación, a una cama donde Percy estaba dormido y a su lado estaba sentado Grover, usaba la misma camiseta naranja que el chico a mi lado—. Estuvo despertando por segundos unas tres veces y luego estuvo inconsciente dos días. Tú, en cambio, dormiste todo este tiempo.

—¿Quién...?

—Soy Lee Fletcher, el médico residente y capitán de la cabaña siete —se presentó.

«¿Cabaña siete?» pensé, observando la vista por la ventana. «Este debe ser el campamento al que veníamos».

—Tengo que retirarme, puedes levantarte cuando quieras —dijo cerrando su libreta y dándome una sonrisa tensa que, aun así, pareció iluminar la habitación como si fuera un pequeño sol dentro de la cabaña—. Procura no excederte, ve tranquila y no hagas nada que te ponga en riesgo... al menos por las próximas veinticuatro horas.

Luego salió rápidamente, como si no pudiera soportar estar mucho tiempo más aquí.

«Raro», pensé observando como la puerta se cerraba tras el chico rubio.

—¡Qué bueno que estés bien! —exclamó Grover acercándose a mí. Hablaba en voz baja y parecía que no había dormido en días.

—¿Qué pasó? ¿Dónde está la señora Jackson?

Estaba por responderme cuando unos quejidos salieron de la boca de Percy, se removía incómodo en su cama y la expresión dolorida de su rostro me rompió el corazón.

—Cuidado —le dijo acercándose a él; haciendo que se volviera a acostar—. Me has salvado la vida. —Tomó una caja de zapatos que estaba en el suelo y se la entregó con dedos temblorosos—. Y yo... bueno, lo mínimo que podía hacer era... volver a la colina y traer esto. Pensé que querrías conservarlo.

Dejó la caja de zapatos en su regazo con gran reverencia.

Percy la abrió con dudas, sacó un cuerno de toro blanquinegro, astillado por la base, donde estaba partido. La punta estaba manchada de sangre reseca.

—El Minotauro....

—No pronuncies su nombre, Percy...

—Así es como lo llaman en los mitos griegos, ¿verdad? El Minotauro. Mitad hombre, mitad toro.

Grover se removió incómodo.

—Han estado inconscientes por días. ¿Qué recuerdan?

—Dime qué sabes de mi madre. ¿De verdad ella ha...?

Grover bajó la cabeza. Percy contempló el prado con ojos tristes y perdidos. Algo había pasado después de que me desmayé.

—¿Qué pasó? —volví a cuestionar, nadie me daba respuestas.

—Lo siento —sollozó Grover, ignorándome—. Soy un fracaso. Soy...soy el peor sátiro del mundo —gimió y pateó tan fuerte el suelo que se le salió el pie, bueno, la zapatilla Converse: el interior estaba relleno de poliespan, salvo el hueco para la pezuña—. ¡Oh, Estigio! —rezongó.

Grover seguía sollozando. El pobre chico —o pobre cabra, sátiro, lo que fuera— parecía estar esperando un castigo.

—No ha sido culpa tuya —le dijo.

—Sí, sí que lo ha sido. Se suponía que yo tenía que protegerte.

—¿Te pidió mi madre que me protegieras?

—No, pero es mi trabajo. Soy un guardián. Al menos..., lo era.

—Pero ¿por qué...? —Se puso pálido y se agarró el puente de la nariz, parecía como si se hubiera mareado.

—No te esfuerces más de la cuenta. Toma.

Grover lo ayudó a sostener el vaso y le puso la pajita en la boca. Percy bebió y, cuando acabó, miró al otro chico con asombro.

—¿Estaba bueno? —preguntó Grover—. ¿A qué sabía?

—Perdona. Debí dejar que lo probaras.

—¡No! No quería decir eso. Solo... solo era curiosidad.

—Galletas de chocolate. Las de mamá. Hechas en casa.

—El mío sabía a fresas con crema —exclamé sorprendida. Percy me miró y soltó una risa nerviosa. Se notaba que estaba haciendo esfuerzos para no perder la cabeza con todo lo nuevo que estaba pasando.

—¿Cómo se sienten?

—Podría arrojar a Nancy Bobofit a cien metros de distancia.

—Pagaría por ver eso —dije estirando y poniéndome de pie para acercarme a ellos, me dejé caer a los pies de la cama de Percy—. Me siento genial, como nunca en siglos.

—Eso está muy bien —dijo—, pero no deben arriesgarse a beber más.

—¿Qué es? —pregunté, mirando el vaso en la mano de Percy con curiosidad.

Grover le quitó el vaso y lo dejó sobre la mesita.

—Vamos. Quirón y el señor D están esperando.

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Seguí a ambos hacia la llamada Casa Grande. Estaba cansada y aún me dolía la cabeza; Percy no estaba mejor que yo.

Aún no podía creer lo que había pasado luego de que me desmayé. Pobre Señora Jackson.

Miré a Percy, y se me encogió el corazón. Parecía perdido y destrozado, pero se negaba a dejar que eso lo dominara. Quería abrazarlo y darle mi apoyo, pero sabía que no sería bien recibida.

Personas como él necesitan su espacio al principio para afrontar la verdad. Luego me dejaría acercarme.

Cuando giramos en la esquina de la casa, respiré hondo. Estábamos donde mamá dijo que estaba el campamento, Long Island.

Lo que vi me sorprendió sobremanera.

El paisaje estaba moteado de edificios griegos antiguos —un pabellón al aire libre, un anfiteatro, un ruedo de arena—, pero estos parecían nuevitos. Había niños vestidos con camisetas naranja por todos lados.

Algunos disparaban con arco a unas dianas. Otros montaban a caballo por un sendero boscoso y otros se dirigían a la arena cargando espadas más afiladas que los cuchillos de mi casa.

«Quiero probar el arco y las dianas», pensé mirando con interés, y sentí en mi mente la risa suave de Vicktor.

Al final del porche había dos hombres sentados a una mesa jugando a las cartas. Una chica rubia estaba recostada en la balaustrada detrás de ellos.

El hombre que estaba de cara a mí era pequeño y gordo. De nariz enrojecida y ojos acuosos, su pelo rizado era negro y vestía una camisa hawaiana con estampado atigrado.

—Ese es el señor D —susurró Grover—, el director del campamento. Sean corteses. La chica es Annabeth Chase; sólo es campista, pero lleva más tiempo aquí que ningún otro. Y ya conocen a Quirón. —Señaló al jugador que estaba de espaldas a mí.

Reparé en que iba en silla de ruedas y luego reconocí la chaqueta de tweed, el pelo castaño y la barba espesa...

—¡Señor Brunner! —exclamó Percy.

El profesor de latín se volvió y nos sonrió.

—Ah, Percy, Darlene; qué bien —dijo—, siéntense.

Nos ofreció unas sillas a la derecha del señor D, que nos miró con los ojos inyectados en sangre y soltó un resoplido.

—Bueno, supongo que tendré que decirlo: bienvenidos al Campamento Mestizo. Ya está. Ahora no esperen que me alegre de verlos.

—Wow, gracias.

—¿Annabeth? —llamó el señor Brunner a la chica rubia, y nos presentó—. Annabeth cuidó de ti mientras estabas enfermo, Percy.

Fruncí el ceño ante eso. La chica era preciosa, y sus ojos grises tenían una mirada analítica y dura que estaba segura de que sería capaz de pensar en cientos de maneras de matar a alguien y salir indemne. Era peligrosa.

—Annabeth, querida, ¿por qué no vas a ver si están listas las literas? De momento ambos estarán en la cabaña once —siguió hablando el señor Brunner.

—Claro, Quirón —contestó ella.

Echó un vistazo al cuerno de minotauro y miró a los ojos a Percy.

—Babeas cuando duermes —dijo, y salió corriendo hacia el campo, con el pelo suelto ondeando a su espalda.

Contuve una risa, porque la expresión de Percy era digna de una foto. Claramente, no esperaba que ella le dijera eso.

—Bueno —comentó para cambiar de tema—, ¿trabaja aquí, señor Brunner?

—No soy el señor Brunner —dijo el ex profesor de latín—. Mucho me temo que no era más que un seudónimo. Pueden llamarme Quirón.

—Está bien —dijo y miró al director—. ¿Y el señor D...? ¿La D significa algo?

El señor D dejó de barajar los naipes y lo miró como si acabara de decir una grosería.

—Jovencito, los nombres son poderosos. No se va por ahí usándolos sin motivo.

—Ah, ya. Perdón.

—Debo decir —intervino Quirón—, que me alegro de verlos sanos y salvos. Hacía mucho tiempo que no hacía una visita a domicilio a un campista potencial. Detestaba la idea de haber perdido el tiempo. —Clavó sus ojos en mí y sonrió—. Ciertamente, no esperaba encontrar dos campistas.

—¿Visita a domicilio?

Nos explicó sobre su presencia en la escuela y cómo había "convencido" al antiguo profesor de unas merecidas vacaciones a mitad de curso.

—¿Fue a Yancy sólo para enseñarme a mí? —preguntó Percy.

Quirón asintió.

—Francamente, al principio no estaba muy seguro de ti. Nos pusimos en contacto con tu madre, le hicimos saber que estábamos vigilándote por si te mostrabas preparado para el Campamento Mestizo. Pero todavía te quedaba mucho por aprender—. Respiró profundamente y se rascó la mejilla, pensativo—. Lo que no esperábamos era tener a dos semidioses en la misma clase. No obstante, han llegado aquí vivos, y ésa es siempre la primera prueba a superar.

—Grover —dijo el señor D con impaciencia—, ¿vas a jugar o no?

—¡Sí, señor! —Grover tembló al sentarse a la mesa.

—Supongo que sabes jugar al pinacle. —El señor D lo observó con recelo.

—Me temo que no —respondió Percy.

—Me temo que no, señor. —puntualizó él.

—Señor —repitió.

—Bueno —dijo—, junto con la lucha de gladiadores y el rompecabezas, es uno de los mejores pasatiempos inventados por los humanos. Todos los jóvenes civilizados deberían saber jugarlo.

—Estoy seguro que el chico aprenderá —intervino Quirón.

—¿Y tú, niña? —preguntó el señor D mirándome con sus ojos inyectados en sangre.

—Mi abuelo jugaba un poco —respondí encogiéndome de hombros e inclinándome más cerca para jugar con ellos.

—Por favor —dijo Percy—, ¿qué es este lugar? ¿Qué estoy haciendo aquí? Señor Brun... Quirón, ¿por qué fue a la academia Yancy sólo para enseñarme?

El señor D resopló y dijo:

—Yo hice la misma pregunta.

El director del campamento repartía. Grover se estremecía cada vez que recibía una carta.

—Percy, ¿es que tu madre no te contó nada? —preguntó Quirón.

—Dijo que... me dijo que le daba miedo enviarme aquí, aunque mi padre quería que lo hiciera. Dijo que en cuanto estuviera aquí, probablemente no podría marcharme. Quería tenerme cerca.

—¿Darlene, qué dijo tu mamá?

—Algo parecido a la mamá de Percy.

—Lo típico —intervino el señor D—. Así es como los matan. Jovencita, ¿vas a apostar o no?

Recordé las lecciones sencillas del abuelo sobre este juego, y aposté.

—Me temo que hay demasiado que contar —repuso Quirón—. Diría que nuestra película de orientación habitual no será suficiente.

—¿Película de orientación?

—Olvídalo —dijo Quirón—. Bueno, saben que su amigo Grover es un sátiro y también saben —señaló el cuerno en la caja de zapatos— que has matado al Minotauro, Percy. Y esa no es una gesta menor, muchacho. Lo que puede que no sepan es que grandes poderes actúan en sus vidas. Los dioses, las fuerzas que llaman dioses griegos, están vivos.

Percy nos miró a todos, esperando que alguien le dijera que era una broma. Yo había tenido unas horas más para comprender y hacerme a la idea de todo esto.

—¡Ah, matrimonio real! ¡Mano! ¡Mano! —exclamó el señor D y rió mientras anotaba los puntos.

—Señor D —preguntó Grover tímidamente—, si no se la va a comer, ¿puedo quedarme su lata de Coca-Cola light?

—¿Eh? Ah, sí. sí.

Grover dio un buen mordisco a la lata vacía de aluminio y la masticó lastimeramente.

—Espere —dijo Percy a Quirón—. ¿Me está diciendo que existe un ser llamado Dios?

—Bueno, veamos —repuso Quirón—. Dios, con D mayúscula, Dios... En fin, eso es otra cuestión. No vamos a entrar en lo metafísico.

—¿Lo metafísico? Pero si acaba de decir que...

—He dicho dioses, en plural. Me refería a seres extraordinarios que controlan las fuerzas de la naturaleza y los comportamientos humanos: los dioses inmortales del Olimpo. Es una cuestión menor.

—¿Menor?

—Sí, bastante. Los dioses de los que hablábamos en la clase de latín.

—Zeus, Hera, Apolo... ¿Se refiere a ésos?

Y allí estaba otra vez: un trueno lejano en un día sin nubes.

«Percy necesita aprender a tener un filtro antes de hablar», pensé divertida.

—Jovencito —intervino el señor D—, yo en tu lugar, me plantearía en serio dejar de decir esos nombres tan a la ligera.

—Pero son historias. Mitos... para explicar los rayos, las estaciones y esas cosas. Son lo que la gente pensaba antes de que llegara la ciencia.

El señor D pareció indignado por eso, se burló sobre el concepto de ciencia y cómo cambia de un siglo a otro; y Quirón intentó responder las dudas de Percy de una forma más amable.

—Si fueras un dios, ¿qué te parecería que te llamaran mito, una vieja historia para explicar el rayo? ¿Y si yo te dijera, Perseus Jackson, que algún día te considerarán un mito sólo creado para explicar cómo los niños superan la muerte de sus madres?

Solté un jadeo indignada, y con el ceño fruncido dije—: Bueno, eso no fue nada amable, Quirón. Un poco de tacto no le vendría mal.

Quirón me miró haciendo una mueca, quizá reconociendo que no había usado las palabras adecuadas.

Percy tomó mi mano bajo la mesa, dándome un pequeño apretón. Entendí lo que quería decir: "Está bien, no importa".

—No me gustaría. Pero yo no creo en los dioses —respondió.

—Pues más te vale que empieces a creer —murmuró el señor D—. Antes de que alguno te calcine.

—Por favor, señor —intervino Grover—. Acaba de perder a su madre. Aún sigue conmocionado.

—Menuda suerte la mía —gruñó el señor D mientras jugaba una carta—. Ya es bastante malo estar confinado en este triste empleo, ¡para encima tener que trabajar con chicos que ni siquiera creen!

Hizo un ademán con la mano y apareció una copa en la mesa, como si la luz del sol hubiera convertido un poco de aire en cristal. La copa se llenó sola de vino tinto.

—Señor D, sus restricciones —le recordó Quirón sin mirarlo.

El señor D miró el vino y fingió sorpresa.

—Madre mía. —Elevó los ojos al cielo y gritó—: ¡Es la costumbre! ¡Perdón!

Volvió a mover la mano, y la copa de vino se convirtió en una lata fresca de Coca-Cola light. Suspiró resignado, abrió la lata y volvió a centrarse en sus cartas.

Quirón me guiñó un ojo.

—El señor D ofendió a su padre hace algún tiempo, se encaprichó con una ninfa del bosque que había sido declarada de acceso prohibido.

El señor D hablaba como si tuviera seis años, como un niño berrinchudo, quejándose porque su padre no lo dejó tener el juguete del que se había encaprichado y encima cruelmente castigado a cuidar de un "campamento de verano para mocosos".

—Y... —balbuceó Percy— su padre es...

Me mordí el labio para no reír. El señor D miró a Percy como si quisiera arrancarle la cabeza.

—Di immortales, Quirón —repuso él—. Pensaba que le habías enseñado a este chico lo básico. Mi padre es Zeus, por supuesto.

Me incliné hacia Percy, aún sujetando su mano bajo la mesa y murmuré—: Es Dionisio, el dios del vino.

Él abrió los ojos, como recordando a quién le decía.

—¿Usted es un dios?

—Sí, niño.

—¿Un dios? ¿Usted?

Miró a Percy directo a los ojos, y lo que sea que vio allí, hizo que mi amigo tragara saliva—. ¿Quieres comprobarlo, niño?

—No, no, señor.

—Me parece que he ganado —dijo.

Observé la partida, realmente no estaba interesada en jugar y me daba igual si ganaba o no.

—Un momento, señor D —repuso Quirón. Mostró una escalera, contó los puntos y dijo—: El juego es para mí.

El señor D se levantó, y Grover lo imitó.

—Estoy cansado —comentó el señor D—. Creo que voy a echarme una siestecita antes de la fiesta de esta noche. Pero primero, Grover, tendremos que hablar otra vez de tus fallos.

La cara de Grover se perló de sudor.

—S-sí, señor.

El señor D se volvió hacia nosotros.

—Cabaña once, y ojo con sus modales.

Se metió en la casa, seguido de un tristísimo Grover.

—¿Estará bien Grover? —le pregunté a Quirón, que asintió, aunque parecía algo preocupado.

—El bueno de Dioniso no está loco de verdad. Es sólo que detesta su trabajo. Lo han...bueno, castigado, supongo que dirías tú, y no soporta tener que esperar un siglo más para que le permitan volver al Olimpo.

Percy cuestionó nuevamente todo, dudaba de la presencia del Olimpo en las nubes; y la verdad que si era algo difícil de creer más allá de un mito. Pero Quirón pareció algo ofendido y se largó a un gran discurso sobre la presencia de la fuerza del Olimpo siguiendo a Occidente. Sobre cómo se había ido moviendo de Grecia a Roma y así hasta llegar a Estados Unidos, y de cómo los dioses se habían movido y adaptado con ella.

—Ahora deberíamos buscarles una litera en la cabaña once. Tienen nuevos amigos que conocer; mañana podremos seguir con más lecciones. Además, esta noche vamos a preparar junto a la hoguera bocadillos de galleta, chocolate y malvaviscos, y a mí me pierde el chocolate.

Y entonces se levantó de la silla, pero de una manera muy rara. Le resbaló la manta de las piernas, pero éstas no se movieron, sino que la cintura le crecía por encima de los pantalones.

Miré la criatura que acababa de salir de aquella cosa: un enorme semental blanco. Mi profesor de latín era un centauro.

—¡Qué alivio! —exclamó—. Llevaba tanto tiempo ahí dentro que se me habían dormido las pezuñas. Bueno, vamos muchachos. Vamos a conocer a los demás campistas.

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