
003.ᴀʙᴏᴜᴛ ᴅʀᴇᴀᴍꜱ ᴏꜰ ʙᴀᴅ ᴏᴍᴇɴ
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ꜱᴏʙʀᴇ ꜱᴜᴇÑᴏꜱ ᴅᴇ ᴍᴀʟ ᴘʀᴇꜱᴀɢɪᴏ
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QUERÍA CONTARLE TODO A PERCY, pero debía esperar al momento correcto, y mejor si estaba Annabeth presente.
Antes de cenar, Tyson, Percy y yo bajamos al ruedo de arena. Quintus pareció alegrarse de tener compañía.
Era un buen instructor. Combatía tal como algunas personas juegan al ajedrez: haciendo un movimiento tras otro sin que pudieras prever qué se proponía hasta que daba el último toque y te ponía la espada en la garganta.
—Buen intento —dijo a Percy—, pero tienes la guardia muy baja.
Le lanzó un mandoble y él lo paró.
—¿Siempre se ha dedicado a la espada? —pregunté lanzando dagas a las dianas. Todas dieron en el blanco.
Como que últimamente mi puntería había mejorado un 1000% en comparación al invierno pasado. Antes era muy buena, pero ahora era perfecta.
—He sido muchas cosas —respondió.
Dio una estocada y Percy se hizo a un lado.
—¿Qué es eso que tiene en el cuello? —le preguntó señalando el cuello de Quintus, cuando se le corrió la pechera. Alcancé a vislumbrar una mancha morada, no era aleatoria, porque tenía una forma definida: un pájaro con las alas plegadas, como una codorniz o algo parecido.
Quintus perdió la concentración. Percy le dio un golpe en la empuñadura de la espada, que se le escapó y cayó al suelo.
Se frotó los dedos. Luego volvió a subirse la armadura para ocultar la marca.
No era un tatuaje, comprendí por fin, sino una antigua quemadura...como si lo hubiesen marcado con un hierro candente.
—Es un recordatorio. —Recogió la espada y esbozó una sonrisa forzada—. ¿Seguimos?
Volvió a atacar con brío, sin darle tiempo a hacer más preguntas.
Mientras entrenábamos, Tyson jugaba con la Señorita O'Leary. La llamaba «perrita» y se lo pasaban en grande forcejeando para agarrar el escudo de bronce y jugando a «atrapa al griego».
Al ponerse el sol, Quintus seguía tan fresco; no se le veía ni una gota de sudor, lo cual me pareció algo raro, pero la verdad era que todo en Quintus era raro.
A la hora de la cena, todos los campistas se alinearon por cabañas y desfilaron hacia el pabellón. La mayoría no hizo caso de la fisura que había en el suelo de mármol de la entrada: una grieta dentada de tres metros de longitud que no estaba el verano pasado. La habían tapado, pero aun así me cuidé de no pisarla.
—Vaya grieta —comentó Tyson cuando volvíamos después de cenar—. ¿Un terremoto?
—No. Nada de terremotos —dijo Percy algo reticente, lo miró unos momentos antes de finalmente agregar—. Nico Di Angelo —añadió bajando la voz—. Ese chico mestizo que trajimos al campamento el pasado invierno. Me... me había pedido que vigilara a su hermana durante la búsqueda y le fallé. Ella murió. Y Nico me culpa a mí.
Bajé la vista a mis pies, como si el suelo por donde caminábamos fuera más interesante.
—¿Y por eso abrió una grieta en el suelo? —preguntó Tyson.
—Había unos esqueletos que nos atacaron —explicó—. Nico les dijo que se fueran y la tierra se abrió y se los tragó. Nico... —eché una mirada alrededor para asegurarme de que nadie nos oía— es hijo de Hades.
Tyson asintió, pensativo.
—El dios de los muertos.
—Eso es.
—¿Y el chico Nico desapareció?
—Me temo que sí. Traté de buscarlo en primavera. Y lo mismo hicieron Dari y Annabeth. Pero no tuvimos suerte. —Tragué nerviosa, y me llevé la mano a la boca, mordisqueando las uñas. Me hacía mal ocultarle que sabía sobre Nico...más o menos, porque Percy en serio estaba preocupado por él, pero las pocas veces que intenté convencer a Nico de que era inocente, él se enojaba y después pasaban varias semanas antes de que volviera, no quería saber nada de Percy.
»Todo esto es secreto, Tyson, ¿está bien? Si alguien se entera que es hijo de Hades, correría un gran peligro. Ni siquiera puedes decírselo a Quirón.
—La mala profecía —asintió Tyson—. Los titanes podrían utilizarlo si lo supieran.
Me quedé mirándolo. A veces era fácil olvidar que a pesar de su personalidad infantil, Tyson era muy listo. Él sabía que el siguiente hijo de los Tres Grandes —Zeus, Poseidón o Hades— que cumpliera los dieciséis años estaba destinado, según la profecía, a salvar o destruir el monte Olimpo.
—Exacto —dije—. O sea que...
—Boca cerrada —nos prometió Tyson—. Como esa grieta.
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Esa noche tuve un sueño de semidiós.
Vi la orilla oscura de un río. Había jirones de niebla desplazándose sobre el agua negra. Los márgenes estaban cubiertos de afiladas rocas volcánicas.
Un chico vigilaba en cuclillas una hoguera junto al río. Las llamas ardían con un extraño resplandor azul. Entonces le vi la cara. Era Nico.
Estaba tirando unos trozos de papel al fuego... Los cromos de Mitomagia que formaban parte del juego con que tan obsesionado había estado el pasado invierno.
Tenía el pelo más largo que antes y muy desgreñado, le llegaba casi al hombro. Había intentando cortarle el pelo, pero el muy zaparrastroso, igual que un gato callejero, huía cada vez que me veía con las tijeras.
Sus ojos oscuros brillaban con el reflejo de las llamas. Su piel olivácea se veía más pálida. Llevaba unos téjanos negros desgarrados, la chaqueta de aviador que le había dado del armario de mi abuelo y que le quedaba enorme.
Ahora que lo pensaba, esa chaqueta me era familiar, no de mi casa, sino de haberla visto también en otro lado.
Tenía una expresión lúgubre y la mirada algo enloquecida. Parecía uno de esos chicos que viven en la calle.
Nico echó otro cromo a las llamas azules.
—Inútil —murmuró—. No puedo creer que estas cosas me gustaran.
—Un juego infantil, amo —asintió otra voz. Parecía venir de muy cerca, pero no podía ver quién era.
Estaba confundida, era la primera vez que lo veía fuera de casa desde el invierno, estaba preocupada por su aspecto. Parecía haberse venido abajo en poco tiempo, por más esfuerzos que hubiera puesto en mantenerlo alimentado y bien cuidado.
Nico miró al otro lado del río. La orilla opuesta estaba oscura y cubierta de niebla. Reconocí el lugar: era el inframundo. Había acampado junto al río Estigio.
«Así que ahí era dónde se estaba quedando cuando no aparecía por casa»
—He fracasado —dijo entre dientes—. Ya no hay modo de recuperarla —.La otra voz permaneció en silencio. Nico se volvió hacia ella, indeciso.
»¿O sí lo hay? Habla.
Algo tembló y observé la forma de un hombre: una voluta de humo azul, una sombra. Mirando de frente, no la veías. Pero si mirabas con el rabillo del ojo, identificabas la silueta. Un fantasma.
—Nunca se ha hecho —dijo éste—. Pero tal vez haya un modo.
—Dime cómo —le ordenó Nico. Sus ojos tenían un brillo feroz.
—Un intercambio —dijo el fantasma—. Un alma por otra alma.
—¡Yo me ofrezco!
—La vuestra no. No podéis ofrecerle a vuestro padre un alma que de todos modos acabará siendo suya. Ni creo que esté deseoso de ver muerto a su hijo. Me refiero a un alma que ya debería haber sucumbido. Que ha burlado a la muerte.
El rostro de Nico se ensombreció.
—Otra vez no. Me estás hablando de un asesinato.
—Os hablo de justicia —precisó el fantasma—. De venganza.
—No son lo mismo.
El fantasma soltó una risa irónica.
—Descubriréis otra cosa cuando seáis viejo.
Nico contempló las llamas.
—¿Por qué no puedo al menos convocarla? Quiero hablar con ella. Sé que... que ella me ayudaría.
—Yo os ayudaré —prometió el fantasma—. ¿No os he salvado ya muchas veces? ¿No os he guiado por el laberinto y os he enseñado a utilizar vuestros poderes? ¿Queréis vengar a vuestra hermana, sí o no?
No me gustaba su tono. Me recordaba a Drew cuando usaba su embrujohabla, aprovechando que Silena o yo no la veíamos. La muy despreciable lograba obtener lo que quería a costa de perjudicar a otros y en contra de su voluntad. Siempre manipulando, siempre jugando sucio.
Nico desvió la cara del fuego para que el fantasma no pudiera vérsela. Pero yo sí podía. Una lágrima le caía por la mejilla.
Quise poder ser más corpórea para él, acercarme y darle un abrazo igual como hacíamos en casa cuando se quedaba y no podía dormir por las pesadillas.
—Muy bien. ¿Tienes un plan?
—Claro —dijo el fantasma—. Tenemos muchos caminos oscuros que recorrer. Hemos de empezar...
Me desperté sobresaltada, llorando en silencio.
Nico quería recuperar a su hermana de entre los muertos. Y me aterraba lo que estuviera dispuesto a hacer para lograrlo. A quién pudiera ser capaz de sacrificar para obtener lo que deseaba.
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Eran apenas las tres de la mañana cuando hubo un golpe en la puerta de mi cabaña, por suerte, seguía despierta. Después del sueño de Nico no pude volver a dormir.
Abrí antes de que despertaran a mis compañeros y me encontré con la mirada seria de Michael. Se me atoró la respiración, no sabía qué decir ni por qué estaba allí tan tarde, pero resultó ser algo más de tipo mestizo.
—Localizaron un dragón etíope en la frontera del campamento —dijo sin más. Asentí y me puse la chaqueta, tomé mi arco y carcaj, y nos marchamos de cacería en silencio.
Por el camino, sin decir nada él uno al otro, me tomó suavemente de la mano, y yo no me vi dispuesta a soltarlo. Era un nuevo nivel de comodidad que no me había dado cuenta lo mucho que necesitaba.
Los límites mágicos habían mantenido al monstruo a raya, pero éste siguió merodeando por las colinas intentando encontrar algún punto débil en nuestras defensas y no pareció dispuesto a marcharse hasta que cinco arqueros lo perseguimos varias horas.
Cuando el dragón tuvo una docena de flechas alojadas en las grietas de su armadura, captó el mensaje y se retiró.
—Debe de seguir ahí fuera —advirtió Lee durante los anuncios de la mañana—. Tiene clavadas veinte flechas en el pellejo y lo único que hemos conseguido es enfurecerlo. Es de un color verde intenso y mide nueve metros. Sus ojos... —Se estremeció.
—Buen trabajo, Lee —dijo Quirón, dándole una palmada en el hombro—. Que todo el mundo permanezca alerta, pero sin perder la calma. Esto ya ha sucedido otras veces.
—Así es —intervino Quintus desde la mesa principal—. Y volverá a ocurrir. Cada vez con más frecuencia.
Hubo un murmullo general.
Todos habían oído los rumores: Luke y su ejército de monstruos planeaban invadir el campamento. Muchos de nosotros creíamos que el ataque se produciría aquel verano, pero nadie sabía cómo ni cuándo. Que el número de campistas fuera más bien bajo no ayudaba mucho. Sólo éramos unos ochenta.
Tres años atrás, cuando yo había empezado, había más de cien. Ahora, en cambio, unos habían muerto, otros se habían unido a Luke, algunos habían desaparecido, y otros pocos, se habían marchado en un vano intento de sobrevivir.
—Un buen motivo para practicar nuevos ejercicios de guerra —prosiguió Quintus, con un brillo especial en los ojos—. Esta noche veremos qué tal lo hacen.
—Sí —convino Quirón—. Bueno... ya está bien de anuncios. Vamos a bendecir la mesa y a comer. —Alzó su copa—. ¡Por los dioses!
Todos levantamos nuestras copas y repetimos la bendición.
Llevé mi plato al brasero de bronce y arrojé a las llamas una parte de nuestra comida. Esperaba que a los dioses les gustara el pudin de pasas y los cereales.
—Apolo —dije, bajando la voz lo más que pude. Apenas habían pasado dos días de mi sueño con él, y sabía que debía estar muy ocupado, pero tenía la esperanza de que me escucharía tal como me dijo que haría—, échame una mano con Nico y Luke. Y con el problema de Grover...
Había tanto de qué preocuparse que podría haberme pasado allí la mañana, pero volví a sentarme.
Cuando todos habían empezado a comer, Quirón y Grover se acercaron a la mesa de Percy. Grover tenía cara de sueño y la camisa mal remetida. Deslizó su plato sobre la mesa y se desplomó a su lado. Tyson pareció incómodo, y luego de mascullar algo, se alejó rápidamente.
Noté como Quirón le sonrió a Percy tratando de parecer tranquilo antes de hablar. Le dijo algunas palabras y también se marchó, dejándolo solo con Grover. Me di cuenta que Annabeth se apresuró a acercarse a ellos, y me hizo una seña para que yo también lo hiciera.
Tomé mi tazón de fresas y la imité. Ambas nos sentamos a cada lado de Percy en el banco.
—Quiere que me convenzas —musitó Grover.
—Te diré de qué estamos hablando —dijo ella—. Del laberinto.
—Se supone que no deberían estar aquí —señaló.
—Tenemos que hablar —insistió.
—Pero las normas...
—Las reglas pueden meterselas por el bolsillo trasero —espeté. Annabeth me dio una mirada reprobatoria, pero me encogí de hombros—. Esto es más importante, Percy.
—Mira —dijo Annabeth—, Grover está metido en un buen aprieto. Sólo se nos ocurre un modo de ayudarlo. El laberinto. Eso es lo que Clarisse, Dari y yo hemos estado investigando.
Percy nos miró a ambas algo confundido.
—¿Te refieres al laberinto donde tenían encerrado al Minotauro en los viejos tiempos?
—Exacto.
—O sea... que ya no está debajo del palacio del rey de Creta, sino aquí en Norteamérica, bajo algún edificio.
Annabeth puso los ojos en blanco.
—¿Bajo un edificio? ¡Por favor, Percy! El laberinto es enorme. No cabría debajo de una ciudad, no digamos de un solo edificio.
—Entonces... ¿el laberinto forma parte del inframundo?
—No. —Annabeth frunció el ceño—. Bueno, quizá haya pasadizos que bajen desde el laberinto al inframundo. No estoy segura. Pero el inframundo está muchísimo más abajo. El laberinto está inmediatamente por debajo de la superficie del mundo de los mortales, como si fuera una segunda piel.
—Durante miles de años ha ido creciendo, abriéndose paso bajo las ciudades occidentales y conectando todas sus galerías bajo tierra —agregué tomando una fresa—. Puedes llegar a cualquier parte a través del laberinto.
—Si no te pierdes —apuntó Grover entre dientes—. Ni sufres una muerte horrible.
—Tiene que haber un modo de hacerlo, Grover —dijo Annabeth—. Clarisse salió viva.
—¡Por los pelos! —protestó Grover—. Y el otro tipo...
—Se volvió loco. No murió.
—¡Ah, estupendo! —A Grover le temblaba el labio inferior—. ¡Eso me tranquiliza mucho!
—¡Alto! —dijo Percy—. Rebobinemos. ¿Qué es eso de Clarisse y del tipo que se volvió loco?
Annabeth miró hacia la mesa de Ares. Clarisse nos observaba como si supiera exactamente de qué hablábamos, pero enseguida bajó la vista al plato.
—El año pasado —dije bajando la voz—, Clarisse emprendió una misión que Quirón le había encargado.
—Lo recuerdo —comentó—. Era un secreto.
—Era un secreto —dijo Annabeth—, porque encontró a Chris Rodríguez.
—¿El de la cabaña de Hermes? —Asentí.
—Chris apareció hace varios meses en Phoenix, Arizona, cerca de la casa de la madre de Clarisse —expliqué—. Lo encontró vagando por el desierto, con un calor de cuarenta y ocho grados, equipado con una armadura griega completa y farfullando algo sobre un hilo.
—¿Un hilo? —cuestionó Percy confundido.
—Se ha vuelto loco —agregué mirando a la Casa Grande con pena—. Clarisse lo llevó a casa de su madre para que los mortales no lo internaran en un manicomio, le dio toda clase de cuidados para ver si lograba ayudarlo a recuperarse.
»Cuando eso no pasó, Quirón viajó hasta allá y habló con él, pero tampoco sirvió de mucho. Lo único que le sacaron fue...
—¿Qué? —preguntó Percy. Yo miré a Annabeth, no quería decirlo porque sabía lo que implicaba para ella.
—Que los hombres de Luke habían estado explorando el laberinto —espetó irritada, y luego soltó una serie de maldiciones en griego antiguo. Grover masticó el resto de su tenedor con preocupación, siempre que se ponía nervioso no paraba de comer.
Percy era el único que seguía sin enterarse de nada.
—Bien —dijo—. ¿Y por qué estaban explorando el laberinto?
—No teníamos ni idea —respondió Annabeth—. Por eso Clarisse emprendió esa misión exploratoria. Quirón lo mantuvo en secreto, no quería sembrar el pánico. Y me involucró a mí porque... bueno, el laberinto siempre ha sido uno de mis temas favoritos. Como obra arquitectónica... —Adoptó una expresión soñadora—. Dédalo, el constructor, era un genio. Pero lo más importante es que el laberinto tiene entradas por todas partes. Si Luke averiguara cómo orientarse, podría trasladar a su ejército a una velocidad increíble.
—Pero resulta que es un laberinto, ¿no?
—Lleno de trampas —asintió Grover—. Callejones sin salida. Espejismos. Monstruos psicóticos devoradores de cabras.
—Si tuvieras el hilo de Ariadna, no —adujo Annabeth—. Antiguamente ese hilo guió a Teseo y le permitió salir del laberinto. Era una especie de instrumento de navegación inventado por Dédalo. Chris Rodríguez se refería a ese hilo.
—O sea, que Luke está intentando encontrar el hilo de Ariadna —dedujo Percy—. ¿Para qué? ¿Qué estará tramando?
—No lo sé. Yo creía que quería invadir el campamento a través del laberinto, pero eso no tiene sentido. Las entradas más cercanas que encontró Clarisse están en Manhattan, de modo que no le servirían para atravesar nuestras fronteras. Clarisse exploró un poco por los túneles, pero... resultaba demasiado peligroso. Se salvó de milagro varias veces.
»He estudiado toda la información que he encontrado sobre Dédalo, pero me temo que no me ha servido de mucho. No entiendo qué está planeando Luke. —Annabeth movió la cabeza con inseguridad. Entonces me miró fijamente—. Dari tiene sus propias teorías, aunque no puede revelarlas todas.
Percy también me miró.
—¿Qué es?
Solté un suspiro, era hora de la verdad.
—¿Recuerdas hace unas semanas, cuando tú y Michael fueron a visitarme e insistieron en saber qué me ocurría?
—Sí —respondió frunciendo el ceño.
—Les prometí que en cuanto hablara con Quirón y tuviera su permiso, te contaría todo. —Él asintió—. Bueno, ya lo hice.
—¿Esto tiene que ver con la manera tan loca en la que un día simplemente te fuiste de tu casa dejando solo una nota de que vendrías al campamento?
—Sí —murmuré removiéndome en mi asiento con incomodidad—. Esto es algo mucho más grande que solo el laberinto. El año pasado cuando fuimos a salvar a Artemisa, tuve una pequeña conversación con Apolo antes de irme. Hicimos un trato.
—Lo recuerdo. Dijo que te dejaría en paz a cambio de salvar a Artemisa.
—No fue solo eso, Percy. Me prometió regalarme un don de mi elección.
Percy abrió los ojos incrédulo.
—¿Un don?
—Sí, y cuando volvimos al Olimpo, tuve una conversación con él sobre eso. Me regaló el don de la videncia.
—¿La videncia?
—Es la habilidad de tener visiones que previenen el futuro —dijo Annabeth.
Asentí—. Tardó un poco, pero empecé a tener sueños de cosas que ocurrirían, algunas no las tengo claras aún, y Apolo me advirtió que no debía contarle a nadie su futuro puntualmente, algo sobre que a los dioses no les gustan que los mortales sepan su destino o me tendría que maldecir.
Annabeth se estremeció ante mis palabras. Me había contado que cuando era niña, antes de venir al campamento había conocido a un hijo de Apolo con ese don. Por la descripción que me dio, tenía la sospecha que era el mismo del que Apolo me contó.
—La cuestión es que hace unas semanas tuve una visión, no te diré lo que vi, pero creo que la teoría de Annabeth de que atacarán el campamento es cierta. Y...si no estoy mal, la empusa también te lo dijo.
Annabeth y Percy me miraron como si hubiera dicho la locura más grande de todas.
—¿Cómo...cómo sabes de la empusa y lo que me dijo?
—Digamos que estaba practicando controlar mis visiones y vi tu encontronazo con ella —respondí avergonzada.
—¿Qué...?
—No tengo permiso de revelar nada, Percy —repetí—. Puedo intentar cambiar las cosas si tengo oportunidad, pero no puedo avisar de ello a la persona afectada. Además, lo vi apenas unas horas antes de que pasara, no tenía tiempo para ir a ayudarte, y Quirón tampoco está muy contento con lo que hice.
»Dice que tomé un gran riesgo, Apolo también me lo dijo —murmuré pellizcando una fresa—, las últimas videntes que tuvo pertenecen a la Antigua Grecia, una de ellas fue Cassandra.
—¿La de Troya?
—Otro de sus intentos de romance fallido —dije rodando los ojos—. La cosa es que Apolo me advirtió que era peligroso jugar con el futuro, sé que lo es, pero si puedo ayudar al campamento, lo haré.
—Excepto por la parte donde lo estás haciendo sola —espetó Annabeth—. Como no puedes contarnos, no podemos ayudarte y eso te está afectando —agregó tomando mi mano y extendiéndola hacia la mesa.
Allí, a la vista de los cuatro, quedaba en evidencia la prueba de mi malestar, el lamentable estado en el que se encontraban mis uñas.
Se veían masticadas y pellizcadas, víctimas de la ansiedad y el estrés que me habían consumido durante semanas. Mis dedos temblaban ligeramente, como si fueran incapaces de mantenerse quietos, y un cosquilleo persistente recorría mis palmas.
Percy estaba a punto de decir algo, y por la expresión en su rostro no era bonito. Podía sentir su enojo y tristeza.
—Estaré bien —dije apartando mi mano—. Hay cosas más importantes.
—Dari...
—Por ejemplo —continué interrumpiéndolo—, el laberinto podría ser la clave para resolver el problema de Grover.
Eso lo distrajo lo suficiente. Parpadeó confundido.
—¿Crees que Pan está oculto bajo tierra?
—Eso explicaría por qué ha resultado imposible encontrarlo —agregó Annabeth.
Grover se estremeció.
—Los sátiros no soportan los subterráneos. Ningún buscador se atrevería a bajar a ese sitio. Sin flores. Sin sol. ¡Sin cafeterías!
—El laberinto —prosiguió Annabeth— puede conducirte prácticamente a cualquier parte. Te lee el pensamiento. Fue concebido para despistarte, para engañarte y acabar contigo. Pero si consiguieras que el laberinto trabajara a tu favor...
—Te llevaría hasta el dios salvaje —concluí.
—No puedo hacerlo. —Grover se agarró el estómago—. Sólo de pensarlo me entran ganas de vomitar la cubertería.
—Quizá sea tu última oportunidad, Grover —advirtió Annabeth—. El consejo no hablaba en broma. Una semana más o tendrás que aprender zapateado...
Quintus, en la mesa principal, tosió en señal de advertencia. Me dio la impresión de que no quería armar un escándalo, pero estabamos tensando demasiado la cuerda al permanecer tanto rato en la mesa de Poseidón.
—Luego hablamos —dijo poniéndose de pie. Le dio un apretón más fuerte de la cuenta en el brazo—. Convéncelo, ¿sí?
Regresó a la mesa de Atenea sin hacer caso de todas las miradas fijas en ella.
Me incliné sobre la mesa y miré a Grover con una sonrisa tranquila...o al menos eso intenté.
—Estoy segura que estarás bien —dije—. Todos lo estaremos, me aseguraré de eso.
Me puse de pie y volví a mi mesa para terminar de desayunar. Esa mañana iría a la parte alejada del bosque con Quirón, iba a supervisar mi lección de vuelo.
Desde que había llegado al campamento no había podido practicar tanto, salvo una o dos veces, pero al menos ya podía mantenerme en el aire sin caer como una bolsa de papa.
Esta misión, bajar al laberinto, sería mi primera prueba usándolas. Necesitaba hacerlo perfecto.
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