002.ᴀʙᴏᴜᴛ ᴛʜᴇ ʜᴇᴀʀɪɴɢ ᴏꜰ ᴛʜᴇ ɢᴏᴀᴛꜱ
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ꜱᴏʙʀᴇ ʟᴀ ᴀᴜᴅɪᴇɴᴄɪᴀ ᴅᴇ ʟᴀꜱ ᴄᴀʙʀᴀꜱ
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EL MEDIODÍA LLEGABA MÁS RÁPIDO DE LO QUE ME GUSTARÍA. Me comí las uñas preocupada por no tener noticias de Percy, pero por más que insistí no me dejaban ir, así que decidí concentrarme en lo que sí podía.
Ir a la audiencia de Grover, apoyarlo y amenazar a los tontos Sabios Ungulados si era necesario.
Las ninfas se asomaron desde los árboles para mirarme pasar. Entre la maleza se agitaron sombras enormes: los monstruos que se conservaban allí para poner a prueba a los campistas.
Me adentré en un camino que daba a un túnel de viejos sauces y pasé junto a una cascada hasta llegar a un gran claro alfombrado con flores silvestres.
Había un montón de sátiros sentados en círculo sobre la hierba. Grover permanecía de pie, en el centro, frente a tres sátiros gordos y viejísimos que se habían aposentado en unos tronos confeccionados con rosales recortados.
Grover se retorcía el borde de la camiseta y desplazaba nerviosamente su peso de una pezuña a otra. No había cambiado mucho desde el invierno, pero eso era porque los sátiros envejecen mucho más lento que los humanos.
Clarisse ya estaba ahí, parada afuera del círculo de sátiros, observando todo con mirada analítica. La brisa fresca del mediodía acariciaba mi rostro mientras me paraba junto a ella, sintiendo el nerviosismo revoloteando en mi interior.
Grover había estado muy mal los últimos días, veía esta audiencia como una sentencia de muerte. Me había intentado preguntar si había visto algo, pero no se atrevía del todo, cada vez que lo intentaba acababa balando como cabra y sollozando.
Había logrado pasarme sus nervios, que sumados a los ya presentes que tenía desde que había tenido aquella visión de los caídos del campamento, empezaba a tener una fea costumbre.
Esta es la peor parte de sentir las emociones ajenas. Todo es felicidad cuando hay amor, diversión y excitación, pero cuando lo que hay es tristeza, enojo, nervios, o ansiedad; no es nada bonito sentirlo, porque acabo experimentando lo mismo que mis acompañantes y ni siquiera son mis propias emociones.
Mis manos inquietas se aferraron a mis brazos, mientras mi mirada analítica recorría cada detalle de la escena ante nosotros. Los ojos de Clarisse seguían con atención los movimientos de los sátiros, como si estuviera desentrañando algún misterio oculto en su comportamiento.
Con nerviosismo, me llevé los dedos a la boca, mordiendo con impaciencia el borde de las uñas. El sabor metálico de mi propia sangre me invadió la lengua.
Esperaba que todo saliera bien, pero es que Annabeth tenía la creencia de que quizá Grover podría encontrar a Pan en el laberinto, y él se rehusaba a entrar, con justas razones; pero si había una mínima posibilidad de éxito, debía hacerlo.
En eso llegó Enebro, la ninfa novia de Grover. Me había sorprendido gratamente descubrir eso, se merecían el uno al otro y se veían muy felices. Pero en ese momento, ella estaba mucho peor que yo.
—¿Aún no empiezan? —preguntó sujetando mi brazo.
—No —murmuré entre dientes, al mismo tiempo que mordía una pequeña costra que me arrancó un siseo de dolor.
—Estará bien —dijo Clarisse—. Son solo viejas cabras de mente cuadrada. Grover podrá con ellas.
Inhalé profundamente, tratando de calmar mi respiración agitada. Observé el círculo una vez más, esta vez con determinación. La confianza comenzó a crecer en mi interior, como una pequeña llama que poco a poco se volvía más intensa.
Miré hacia el linde del bosque y me sorprendí al ver a Annabeth llegando sola. Fruncí el ceño, Percy debería estar con ella, y por un instante un pensamiento horrible me embargó.
«¡Ay no, lo hicieron puré de pescado!» pensé angustiada.«¡Sabía que debía insistir más en que me dejaran ir, o en escaparme del campamento!»
Estaba empezando a sentir las lágrimas cuando vi a Quirón trayendo consigo a Percy y solté un suspiro de alivio.
Se acercó a nosotros y estaba a punto de saludarlo cuando Enebro empezó a llorar.
—¡Esto es un desastre! —Sollozó, le di un abrazo por los hombros intentando darle confort.
—No, no —dijo Annabeth, dándole palmaditas en el hombro—. No le pasará nada, Enebro, ya lo verás.
Miré a Percy, que observaba todo confundido y murmuré sin voz "La novia de Grover".
Él pareció atónito y más confundido, quizá porque él tampoco sabía que Grover tenía novia. La miró con más detalle unos segundos, antes de abrir la boca como si recién se diera cuenta que la chica era una ninfa.
—¡Maestro Underwood! —gritó el miembro del consejo que se hallaba a la derecha, cortando a Grover en seco—. ¿De veras espera que creamos eso?
—Pe-pero, Sileno —tartamudeó Grover—, ¡es la verdad!
Sileno se volvió hacia sus colegas y dijo algo entre dientes. Quirón se adelantó trotando y se situó junto a ellos, ocupando su puesto en el Consejo. Los ancianos no causaban una gran impresión. Me recordaban a las cabras de un zoológico infantil, con aquellas panzas enormes, su expresión soñolienta y su mirada vidriosa, que no parecía ver más allá del siguiente puñado de comida.
Sileno se estiró su sweater amarillo para cubrirse la panza y se reacomodó en su trono de rosales.
—Maestro Underwood, durante seis meses, ¡seis!, hemos tenido que oír esas afirmaciones escandalosas según las cuales usted oyó hablar a Pan, el dios salvaje.
—¡Es que lo oí!
—¡Qué insolencia! —protestó el anciano de la izquierda.
—A ver, Marón, un poco de paciencia —intervino Quirón.
—¡Mucha paciencia es lo que hace falta! —replicó Marón—. Ya estoy hasta los mismísimos cuernos de tanto disparate. Como si el dios salvaje fuera a hablar... con ése.
Enebro parecía dispuesta a abalanzarse sobre el anciano y darle una paliza, pero entre Clarisse y yo logramos sujetarla.
—Eso sería un error —murmuró Clarisse—. Espera.
—Durante seis meses —prosiguió Sileno—, le hemos consentido todos sus caprichos, maestro Underwood. Le hemos permitido viajar. Hemos dado nuestra autorización para que conservara su permiso de buscador. Hemos aguardado a que nos trajera pruebas de su absurda afirmación. ¿Y qué ha encontrado?
—Necesito más tiempo —suplicó Grover.
—¡Nada! —lo interrumpió el anciano sentado en medio—. ¡No ha encontrado nada!
—Pero, Leneo...
Sileno alzó la mano. Quirón se inclinó y les dijo algo a los sátiros, que no parecían muy contentos: murmuraban y discutían entre ellos. Pero Quirón añadió algo y Sileno, con un suspiro, asintió a regañadientes.
—Maestro Underwood —anunció—, le daremos otra oportunidad.
Grover se animó.
—¡Gracias!
—Una semana más.
—¿Cómo? Pero ¡señor, es imposible!
—Una semana más, maestro Underwood. Si para entonces no ha podido probar sus afirmaciones, será momento de que inicie otra carrera. Algo que se adapte mejor a su talento dramático. Teatro de marionetas, tal vez. O zapateado.
—Pero, señor...no...no puedo perder mi permiso de buscador. Toda mi vida...
—La reunión del consejo queda aplazada temporalmente —declaró Sileno—. ¡Y ahora vamos a disfrutar de nuestro almuerzo!
Negué con la cabeza, furiosa por la estupidez de aquellos sátiros que se creían superiores. Ellos no habían encontrado a Pan en siglos, y pretendían que Grover lo hiciera en una semana.
Los viejos sátiros dieron unas palmadas y un montón de ninfas se desprendieron de los árboles con grandes bandejas llenas de verdura, fruta, latas y otras exquisiteces para el paladar de una cabra. El círculo se deshizo y todos se abalanzaron sobre la comida. Grover se acercó a nosotros, desanimado. En su camiseta descolorida se veía el dibujo de un sátiro y un rótulo: «¿TIENES PEZUÑAS?»
—Hola, Percy —dijo, tan deprimido que ni siquiera le tendió la mano—. Me ha ido de maravilla, ¿no les parece?
—¡Esas viejas cabras! —masculló Enebro—. ¡Ay, Grover, ellos no tienen ni idea de cuánto te has esforzado!
—Hay una alternativa —intervino Clarisse con aire sombrío.
—No, no. —Enebro movió enérgicamente la cabeza—. No te lo permitiré, Grover.
Él se puso lívido.
—Tengo...que pensarlo. Pero ni siquiera sabemos dónde buscar.
—¿De qué están hablando? —preguntó Percy.
Una caracola sonó a lo lejos.
Annabeth apretó los labios.
—Luego te lo explico, Percy. Ahora será mejor que volvamos a las cabañas. Está empezando la inspección.
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La ventaja de vivir en la cabaña más ordenada y perfecta de todas, es que solo debo preocuparme de mi cama. Mis compañeros saben que soy el desastre de nuestra vivienda, así que ya ni intentan hacerme ordenar porque siempre me olvido. Solo me piden que tienda la cama en cuanto me levanto y ya.
Y como anoche no dormí allí, hoy tenía la mañana libre de la inspección.
Cada tarde, uno de los líderes veteranos se paseaba por las cabañas con una lista escrita en un rollo de papiro.
La mejor cabaña conseguía el primer turno de las duchas, lo cual implicaba agua caliente garantizada. La peor tenía que ocuparse de la cocina después de la cena.
Annabeth se marchó rápidamente a su cabaña para verificar que todo estuviera en orden, y yo acompañé a Percy a su cabaña, porque siendo el único ocupante, uno desastroso, la suya probablemente sería la peor de la lista hoy.
Sobre todo porque hoy le tocaba a Silena ser la encargada de controlarlas.
—¡Ella va a destrozarme! —se quejó cuando se lo dije.
—Vamos, voy a ayudarte.
Corrimos hacia la zona de las cabañas, pasando por delante de los chicos de Deméter que barrían la suya y hacían crecer flores en los tiestos de sus ventanas. Les bastaba con chasquear los dedos para que florecieran madreselvas sobre el dintel de la puerta y para que el tejado quedara cubierto de margaritas.
Los de Hermes corrían despavoridos de acá para allá, tratando de esconder la ropa sucia bajo las camas y acusándose mutuamente de haberse robado las cosas que echaban en falta. Eran bastante dejados, pero tenían la ventaja de ser muchos, lo cual significaba más manos para avanzar más rápido.
Silena acababa de salir de la cabaña de Afrodita y estaba marcando en su rollo de papiro los distintos puntos de la inspección.
—Erre es korakas!
—Vamos —dije tomándolo de la muñeca y corriendo hacia la cabaña de Poseidón, que era la última de la hilera derecha.
Entramos con Percy preguntándome si podríamos meter todo debajo de la cama, cuando nos tropezamos con Tyson barriendo el suelo.
—¡Percy! ¡Dari! —aulló.
Soltó la escoba y corrió a nuestro encuentro. Ser asaltado por un cíclope entusiasta, provisto de un delantal floreado y guantes de goma, es un sistema ultrarrápido para espabilarte.
—¡Eh, grandote! —dijo Percy—. ¡Cuidado con mis costillas!
—Hola, Tyson —saludé devolviendo el abrazo, aunque él me sacó todo el aire.
En cuanto nos soltó, nos miró sonriendo como un poseso y con un brillo de excitación en su único ojo castaño. Tenía los dientes tan retorcidos y amarillentos como siempre y su pelo parecía el nido de una rata. Llevaba unos vaqueros XXXL y una camisa andrajosa de franela bajo el delantal floreado. Pero aun así me alegré de verlo.
Hacía casi un año que no nos encontrábamos, desde que se había ido a trabajar a las fraguas submarinas de los cíclopes.
—¿Están bien? —preguntó—. ¿No los han devorado los monstruos?
—Ni un pedacito. —Le mostramos que aún conservábamos los dos brazos y las dos piernas, y Tyson aplaudió con júbilo.
—¡Yuju! —exclamó—. ¡Ahora podremos comer bocadillos de mantequilla de cacahuete y montar ponis pez! ¡Y luchar con monstruos y ver a Annabeth y hacer BUUUM con los malos!
Confiaba en que no quisiera hacerlo todo a la vez.
—Pero primero —le advertí— hemos de ocuparnos de la inspección. Tendríamos que...
Eché una ojeada alrededor y descubrí que había trabajado de lo lindo. Había barrido el suelo y hecho las literas. Había fregado a fondo la fuente de agua salada del rincón y los corales se veían relucientes. En los alféizares había colocado floreros llenos de agua con anémonas marinas y con unas extrañas plantas del fondo oceánico que resplandecían dando un toque mágico a la cabaña.
—Tyson, la cabaña... ¡Está increíble!
Me dirigió una sonrisa radiante.
—¿Has visto los ponis pez? ¡Los he puesto en el techo!
Había colgado de unos alambres un rebaño en miniatura de hipocampos de bronce. Daban la impresión de nadar por el aire. Era hermoso.
—¡Lo has arreglado! —exclamó Percy señalando el viejo escudo colgado sobre su litera.
El escudo había quedado muy dañado el invierno anterior, cuando luchó con una mantícora, pero ahora se veía perfecto y sin un solo rasguño. Los relieves en bronce de nuestra aventura en el Mar de los Monstruos aparecían pulidos y relucientes.
Miró a Tyson fijamente y parecía que quería decirle algo, pero no le salían las palabras.
—¡Caramba! —dijo Silena entrando en ese momento. Dio una vuelta sobre sí misma y alzó las cejas, con los ojos fijos en Percy—. Bueno, confieso que tenía mis dudas, pero veo que la has dejado preciosa. Lo tendré en cuenta.
Le guiñó un ojo y salió.
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Dejé a Percy y Tyson poniéndose al día, mientras iba a dar una clase de pastelería a los más pequeños del campamento. Quedamos más tarde para vernos en la playa con Annabeth.
Casi me da el patatús cuando Michael apareció con Will, Alex y Matthew para sumarse a la clase.
¿Tienen idea de lo dificil que fue concentrarme de no cortarme otra vez? Estuve a nada de tirarle una sartén a la cabeza cuando volvió a sonreír igual que en la arena.
Sabía que lo estaba haciendo a propósito, y él sabía que estaba logrando dejarme tonta.
Cuando terminamos, me marché a la playa bastante roja. Me encontré con Tyson saludando con otro abrazo de oso a Annabeth, que estaba muy contenta de verlo, pero también muy distraída.
No paraba de mirar hacia el bosque, seguía preocupada por Grover, y no la culpaba. No lo había visto desde la audiencia y ya me había lastimado otra uña de tanto morderla.
Me sentía fatal por él. Encontrar al dios Pan había sido el objetivo de toda su vida. Su padre y su tío habían desaparecido persiguiendo ese mismo sueño. El invierno anterior, Grover había oído una voz en el interior de su cabeza: «Te espero.»
Estaba seguro de que era la voz de Pan, pero al parecer su búsqueda no había dado resultado. Si el consejo le retiraba su permiso de buscador, quedaría destrozado.
—¿Cuál es "la alternativa"? —preguntó Percy—. La que mencionó Clarisse.
Annabeth me miró fijamente, tomó una piedra y la lanzó con destreza para que rebotara por la superficie del lago.
—Una cosa que descubrió ella —dije—. Annabeth y yo la hemos estado ayudando un poco, pero sería muy peligroso. Sobre todo para Grover.
—El niño cabra me da miedo —murmuró Tyson.
Lo miré sin poder creerlo. Tyson se había enfrentado con toros que escupían fuego y con gigantes caníbales.
—¿Por qué te da miedo? —preguntó Percy.
—Pezuñas y cuernos —musitó, nervioso—. Y el pelo de cabra me da picor en la nariz.
Y en eso consistió toda la conversación sobre Grover.
Me había olvidado de decirles que estoy super contenta.
¡Los Caprichos del Sol llegó a 100k de lecturas!
Muchas gracias por su apoyo, no tienen idea de lo feliz que me hace llegar tan lejos, y todo es gracias a ustedes por darme la oportunidad.
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