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002.ᴀʙᴏᴜᴛ ʜᴏᴡ ᴛʜᴇ ʟᴀꜱᴛ ʙᴀᴛᴛʟᴇ ʙᴇɢᴀɴ

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ꜱᴏʙʀᴇ ᴄᴏᴍᴏ ɪɴɪᴄɪᴏ ʟᴀ ᴜʟᴛɪᴍᴀ ʙᴀᴛᴀʟʟᴀ

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PERCY

EL FIN DEL MUNDO DIO COMIENZO CUANDO UN PEGASO ATERRIZÓ EN EL CAPÓ DE MI COCHE.

Hasta ese momento estaba pasando una tarde perfecta. Rachel y yo íbamos en el coche de mi padrastro. Era un caluroso día de agosto. Ella se había recogido su cabello pelirrojo en una coleta y llevaba una blusa blanca sobre el traje de baño. Siempre la había visto con camisetas raídas y vaqueros pintarrajeados, así que tenía un aspecto tan deslumbrante como un millón de dracmas de oro.

—¡Para ahí! —me dijo de pronto.

Lo hice junto a un acantilado que se asomaba al Atlántico.

—Bueno. —Rachel me sonrió—. ¿Qué me dices de la invitación?

—Ah... sí. —Procuré sonar entusiasmado.

La cuestión era que me había invitado a pasar tres días en la casa de verano que su familia tiene en la isla de Saint Thomas. No es que yo reciba muchas invitaciones parecidas. La idea que tenemos en mi casa de unas vacaciones de lujo se reduce a un fin de semana en una cabaña desvencijada de Long Island con unas cuantas películas alquiladas y un par de pizzas congeladas, mientras que los padres de Rachel me estaban proponiendo que fuera con ellos al Caribe, nada menos.

Además, yo necesitaba con urgencia unas vacaciones. Aquel verano había sido el más duro de mi vida, así que la idea de tomarme un respiro, aunque sólo fuera de unos días, resultaba muy tentadora.

Sin embargo, se suponía que iba a pasar algo grande en cualquier momento. Y yo estaba "de guardia" por si había que emprender una misión. Peor aún: sólo faltaba una semana para mi cumpleaños. Y había una profecía que afirmaba que ocurrirían cosas terribles cuando cumpliera los dieciséis.

—Percy, ya sé que es un mal momento. Pero siempre lo es para ti... ¿no?

En eso acertaba.

—Tengo muchas ganas de ir —le aseguré—. Es sólo que...

—¿La guerra?

Asentí. No me gustaba hablar de ello, pero Rachel estaba al corriente.

Me puso la mano en el brazo.

—Tú piénsalo, ¿si? Nos vamos dentro de un par de días. Mi padre... —Le tembló la voz.

—¿Te está apretando las tuercas?

Rachel meneó la cabeza, indignada.

—Intenta ser amable, lo cual casi es peor. Quiere que vaya en otoño a la Academia de Señoritas Clarion.

—Es el colegio al que fue tu madre, ¿no?

—Es un estúpido colegio para señoritas de la alta sociedad. Y está en el quinto pino: en New Hampshire. ¿Tú me ves a mí en una escuela de señoritas?

Reconocí que era bastante absurdo. Rachel estaba metida en proyectos de arte urbano, le gustaba colaborar en los comedores para vagabundos y asistir a manifestaciones del tipo "Salvemos al chupasabias pechiamarillo". Cosas así.

Nunca la había visto con un vestido. Costaba imaginarla aprendiendo modales refinados para moverse en las altas esferas.

Dio un suspiro.

—Piensa que, si me trata bien y me colma de atenciones, me sentiré culpable y acabaré cediendo.

—¿Por eso ha accedido a que vaya con ustedes de vacaciones?

—Sí..., pero escucha, Percy, me harías un gran favor. Sería mucho más divertido si vinieras con nosotros. Además, tengo que hablar contigo de una cosa... —Se calló en seco.

—¿Tienes que hablar conmigo de una cosa? —repetí—. Quiero decir... ¿es tan seria que tendremos que ir a Saint Thomas para hablar de ella?

Rachel frunció los labios.

—Mira, olvídalo ahora. Simulemos que somos una pareja, quiero decir, un par de personas normales que han salido a dar una vuelta. Tenemos el océano delante y es agradable estar juntos.

Algo le preocupaba, pero ella sonreía y le ponía al mal tiempo buena cara. El brillo del sol convertía su pelo en una llamarada.

Habíamos pasado mucho tiempo juntos aquel verano. No es que yo lo hubiera planeado así, pero, cuanto más graves se habían puesto las cosas en el campamento, más ganas tenía de llamarla para tomar distancia y respirar un poco de aire puro. Necesitaba recordarme a mí mismo que seguía existiendo un mundo normal ahí fuera, lejos de aquella pandilla de monstruos que querían usarme como saco de boxeo.

—De acuerdo —asentí—. Una tarde normal y corriente, y un par de personas normales.

Ella asintió.

—Y suponiendo...sólo suponiendo que esas dos personas se gustaran, ¿qué haría falta para que el tonto del chico besara a la chica, eh?

—Pues... —Me sentí de golpe como una de las vacas sagradas de Apolo: lento, bobo y sonrojado—. Hum...

No digo que no hubiera pensado en Rachel. Era difícil no pensar en ella cuando Darlene insistía en querer hablar sobre mi problema "Annabeth+Rachel=Duda Existencial".

Más allá de eso, Rachel era mucho más tratable que... bueno, que otras chicas que conozco. Pero no TAN tratable como Darlene, ella era más que mi mejor amiga, era mi hermana y ahora que habíamos superado todo el tema de su enamoramiento por mí y ahora salía con Apolo, podría decirse que más que nunca estábamos en calma. Con ella no tenía que esforzarme, ni cuidar mis palabras ni devanarme los sesos tratando de adivinar qué estaría pensando.

Y Rachel era así, igual a Darlene. Rachel no ocultaba nada. Te mostraba lo que sentía.

No sé lo que hubiera hecho a continuación, pero estaba tan confuso que ni siquiera vi cómo bajaba del cielo en picado aquella mole oscura hasta que las cuatro pezuñas se estamparon sobre el capó del Prius con un sonoro ¡BRAM- POM-CRAC!

«Eh, jefe —dijo una voz en mi cabeza—. ¡Bonito coche!».

Blackjack era un viejo amigo, así que traté de no enfadarme demasiado por los cráteres que acababa de dejar en el capó. Aunque mi padrastro no iba a tomárselo demasiado bien.

—Blackjack —dije, suspirando—. ¿Qué demonios...?

Entonces vi quién iba montado sobre su lomo y deduje sin más que el día se iba a complicar de verdad.

—¿Qué tal, Percy?

Beckendorf, el líder de la cabaña de Hefesto. Me sacaba dos años y era uno de los mejores forjadores de armas del campamento. Construía artilugios mecánicos muy ingeniosos.

Hacía sólo un mes había colocado una bomba de fuego griego en el lavabo de un autocar que cruzaba el país cargado de monstruos. La explosión se llevó por delante a una legión entera de secuaces de Cronos en cuanto una arpía tiró de la cadena.

Beckendorf iba en uniforme de combate, o sea, con yelmo y coraza de bronce, pantalones de camuflaje y espada al cinturón. La bolsa de explosivos la llevaba colgada del hombro.

—¿Ya? —le pregunté.

Él asintió con aire sombrío.

Se me hizo un nudo en la garganta. Sabía que se acercaba el momento, llevábamos semanas preparándonos, esperando al momento correcto, pero había albergado la esperanza de que no llegara a suceder.

Rachel miró a Beckendorf.

—Hola.

—Ah, hola. Soy Beckendorf. Tú debes de ser Rachel. Percy me ha contado... eh, o sea, me ha hablado de ti.

Ella arqueó una ceja.

—¿De veras? Estupendo. —Le echó un vistazo a Blackjack, que pateaba con sus cascos la plancha del cape—. Bueno, chicos, deduzco que tienen que irse a salvar el mundo.

—Más o menos. —Asintió Beckendorf.

Miré a Rachel con gesto de impotencia.

—¿Le dirás a mi madre...?

—Se lo diré. Seguro que ya está acostumbrada. Y le explicaré a Paul lo del capó.

Asentí, agradecido. Supuse que aquélla sería la última vez que Paul me prestaba su coche.

—Buena suerte. —Rachel me besó antes de que pudiera reaccionar—. Y ahora en marcha, mestizo. Mata a unos cuantos monstruos por mí.

Sentada en el Prius con los brazos cruzados, contempló cómo nos elevábamos a lomos de Blackjack, que iba trazando círculos cada vez más altos en el cielo. Mientras la perdía de vista, me pregunté de qué querría hablar conmigo, y también si viviría lo suficiente para averiguarlo.

—Bueno —comentó Beckendorf—, supongo que no querrás que le cuente a Annabeth la escenita que acabo de presenciar.

—Oh, dioses. Ni se te ocurra.

—Darlene va a decirte "te lo dije".

—Cállate.

Ahogó una risotada mientras nos remontábamos por los aires sobre el Atlántico.

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Casi había oscurecido cuando divisamos nuestro objetivo. El Princesa Andrómeda destellaba en el horizonte con sus lucecitas blancas y amarillas. De lejos podrías haberlo tomado por un simple crucero de vacaciones, y no por el cuartel general del señor de los titanes.

—¿Recuerdas lo que tienes que hacer? —me gritó Beckendorf por encima del fragor del viento.

Asentí. Habíamos ensayado en los astilleros de Nueva Jersey, usando barcos abandonados como blanco. Era consciente del poco tiempo que tendríamos, pero también de que aquella, era la ocasión ideal para acabar con la invasión de Cronos incluso antes de que empezara.

—Déjanos en la cubierta inferior de popa, Blackjack.

«Entendido, jefe —contestó él—. Jo, no soporto ver ese barco».

—No nos esperes —añadí.

«Pero, jefe...».

—Confía en mí. Escaparemos por nuestros propios medios.

Blackjack plegó las alas y se lanzó en picado hacia el barco. El viento silbaba en mis oídos. Había muchos monstruos patrullando por las cubiertas superiores: dracaenae, que son mujeres-reptil, perros del infierno, gigantes, demonios-foca de aspecto humanoide, conocidos como telekhines...en fin, de todo, pero nosotros volábamos a una velocidad tan supersónica que nadie dio la alarma.

Bajamos disparados hacia la popa y Blackjack desplegó las alas para posarse suavemente en la cubierta más baja. Me apeé, algo mareado.

«Buena suerte, jefe —dijo él—. No deje que lo hagan picadillo».

Dicho lo cual, alzó el vuelo y desapareció. Saqué el bolígrafo del bolsillo, le quité el tapón y Contracorriente se desplegó en toda su longitud.

Beckendorf sacó un pedazo de papel del bolsillo. Creí que era un mapa o algo así, pero se trataba de una fotografía. La miró en la penumbra: era la cara sonriente de Silena Beauregard.

—Conseguiremos volver al campamento, seguro —le prometí.

Por un segundo me pareció ver una sombra de preocupación en su mirada. Luego adoptó su habitual sonrisa confiada.

—Pues claro —respondió—. Anda, vamos a partir a Cronos otra vez en un millón de pedazos.

Beckendorf abrió la marcha. Cruzamos un estrecho pasillo que conducía a la escalerilla de servicio, tal como habíamos ensayado.

Descendimos por la escalerilla con sigilo. Finalmente llegamos a una escotilla metálica. Beckendorf dijo moviendo sólo los labios: "Sala de máquinas".

Estaba cerrada, pero él sacó de la bolsa unas tenazas y partió el cerrojo como si fuese de mantequilla.

Dentro, zumbaban y vibraban con estruendo una serie de turbinas amarillas del tamaño de silos de grano. En la pared opuesta se alineaban los indicadores de presión y las terminales informáticas. Había un telekhin inclinado sobre una consola, pero estaba tan absorto en su trabajo que no advirtió nuestra presencia.

Avancé unos pasos y él se irguió bruscamente, tal vez oliéndose que pasaba algo raro. Saltó hacia un gran botón rojo de alarma, pero me adelanté y le cerré el paso. Entonces se abalanzó sobre mí con un silbido. Me bastó con un tajo de Contracorriente para que explotara y se hiciera polvo.

—Uno menos —dijo Beckendorf—. Quedan unos cinco mil.

Me pasó un tarro lleno de un espeso líquido verde: fuego griego, sin duda una de las sustancias mágicas más peligrosas del mundo. Luego me lanzó por el aire otro utensilio esencial de los héroes semidioses: cinta de embalar.

—Fija el tarro encima de la consola —me dijo—. Yo me ocupo de las turbinas.

Pusimos manos a la obra. Hacía calor y humedad y enseguida quedamos empapados de sudor.

El barco avanzaba ronroneando. Al ser hijo de Poseidón, tengo un perfecto sentido de la orientación en el mar. No me preguntes cómo, pero sabía que estábamos a 40,19 grados norte y 71,90 oeste, y que navegábamos a dieciocho nudos, lo cual significaba que llegaríamos al alba al puerto de Nueva York.

—Es la última oportunidad que tienen para impedirlo —había dicho Alessandra.

Acababa de adosar un segundo tarro de fuego griego a los paneles de control cuando oí un estrépito de pasos: varias criaturas bajaban por la escalerilla de metal y se las oía a pesar del ruido de los motores. Mala señal.

Crucé una mirada con Beckendorf.

—¿Queda mucho?

—Demasiado. —Le dio unos golpecitos a su reloj, que era nuestro detonador de control remoto—. Aún tengo que conectar el receptor y preparar las cargas. Diez minutos al menos.

A juzgar por el ruido de pasos, teníamos unos diez segundos.

No quería dejarlo solo. Darlene me había advertido que era imperativo que me asegurara de salir del barco con Beckendorf. Sin que me dijera las palabras, ya sabía lo que significaba.

—Beckendorf....

—Ya lo sé, Percy —dijo mirándome con determinación.

—Pero....

—Dari no me dijo nada, pero no hizo falta. No ha sido exactamente sutil, me imaginé que debió haber visto mi muerte cuando me hizo pasar una hora Silena antes de venir.

—No sé qué decir.

—No digas nada, vine consciente de ello y me ayuda bastante saber que lo he elegido yo y que servirá para salvar a todos. Es mi decisión.

—Se suponía que no sería así —dije furioso.

El plan consistía en entrar y salir sin que nos localizaran.

—La guerra es así. Vete, dejemos todo en manos de Tique, si podemos irnos nos iremos juntos, y sino, entonces vuelve sin mí y dile a Silena que la amo a pesar de todo.

Su voz se rompió cerca del final. Él, Clarise y Darlene eran quienes más habían sufrido cuando Alessandra nos reveló el nombre del traidor.

No era justo, pero sabía que tenía razón. Yo haría lo mismo si estuviera en su lugar.

—Los distraeré. Nos vemos en el punto de encuentro. Deséame suerte.

—Buena suerte.

Salí por una puerta a la cubierta seis y seguí corriendo.

En mi primera visita al Princesa Andrómeda, Luke tenía a bordo para disimular unos cuantos turistas, completamente aturdidos y cegados por la Niebla para que no descubrieran que estaban en un barco infestado de monstruos. Ahora no había rastro de turistas.

Me horrorizó pensar lo que podía haberles sucedido, pero dudaba que les hubieran permitido volver a casa con sus ganancias en el bingo.

En medio del patio había una fuente, y en ella, agazapado, un cangrejo gigante.

No "gigante" como los cangrejos de oferta que venden en los puestos de la playa. No: quiero decir tan gigantesco que apenas cabía en la fuente. El cuerpo le sobresalía tres metros sobre el agua. Tenía el caparazón moteado de azul y verde, y unas pinzas más largas que mi propio cuerpo.

Sus ojillos negros repararon en mí con un destello, y advertí inteligencia en su modo de mirarme. Y odio. Que yo fuera hijo del dios del mar no iba a darme puntos ante el señor Cangrejo.

Silbó, mientras la boca se le llenaba de espumarajos. El olor que exhalaba era como el de un cubo de basura lleno de raspas de pescado expuesto al sol una semana.

Las alarmas habían empezado a aullar. Muy pronto tendría compañía en abundancia, no podía quedarme quieto.

—Eh, cangrejito. —Me deslicé por el borde del patio—. Sólo estoy aquí de paso...

El bicho se revolvió con increíble agilidad. Salió de la fuente y vino hacia mí, abriendo y cerrando las pinzas amenazadoramente.

Pero justo cuando estaba por correr lejos, un látigo negro se enroscó en el cangrejo reteniendolo, y luego una espada enorme lo atravesó.

—Hola, Jackson. Te estaba esperando —dijo Alessandra Olimpia.

Detrás de ella, estaba una multitud de monstruos.

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