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EXTRA II

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EXTRA II

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MI RELACIÓN CON APOLO SE EXTENDIÓ COMO PÓLVORA.

—Drew se lo está contando a todos en el comedor —dijo Percy cuando me lo crucé a medio camino.

A su lado estaban Nico, Héctor y Annabeth, quienes habían venido a buscarme al escucharla.

Vi rojo. No recuerdo mucho de lo que pasó entre ese segundo y tener a medio campamento intentando quitarme de encima de ella mientras la dejaba pelada con una daga. Solo que habían muchos gritos y Drew acabó llorando en el baño con Silena gritándole.

Luego la obligó a usar los zapatos de la vergüenza por un mes.

Y cuando pensaron que no podía ser peor para ella, al día siguiente se despertó llena de pústulas enormes por toda la cara y la palabra BOCONA escrita en la frente con tinta permanente.

Paso días corriendo de un sátiro enamorado, y cada vez que intentaba hablar, solo le salía el sonido de las vacas.

Apolo y yo podíamos ser muy rencorosos.

Él estaba furioso, sobre todo porque la noche en que sus hijos descubrieron nuestra relación, le tiraron un cubo de basura lleno de fruta podrida a la hoguera en su nombre.

Nadie en la cabaña le dirigía la palabra, no es que a ella le importara, pero nadie la ayudó a arreglar su cabello luego del corte que le hice.

Mientras, a mí la cabaña de Apolo me ignoraban. No estaba segura si todos estaban enojados o solo decepcionados, pero al parecer, estaban más enojados con Apolo que conmigo.

Y las cosas empeoraron la mañana del 26 de julio.

Todo empezó con más visiones invadiendo mis sueños.

Manhattan estaba en caos. El cielo, teñido de un color que oscilaba entre el negro y el rojo, parecía oprimir la ciudad, como si algo monstruoso estuviera a punto de devorarla entera.

Corría por las calles completamente vacías, excepto por los edificios destrozados y los autos volcados, un retumbar profundo que apenas se percibía al fondo de mis pensamientos, como el eco de una tormenta muy lejana. Sabía que era algo peor, algo que se avecinaba y que, de alguna manera, no podía evitar. No había forma de detenerlo.

Mi espalda sangraba, y no podría usar mis alas hasta que me curaran, pero no podía dejar de correr.

Podía ver a lo lejos el puente Williamsburg. Mi mente no dejaba de repetir:

«Ya casi, ya casi, ya casi...»

Las lágrimas me empañaron la vista y mis piernas ardían por el sobreesfuerzo, pero no podía detenerme.

La escena se transformó repentinamente.

La bandera blanca se distinguía a un kilómetro de distancia. Era tan grande como un campo de fútbol y la llevaba un gigante de piel azul y pelo gris helado que debía de medir diez metros.

—Un hiperbóreo —dijo Thalia—. Los gigantes del norte. Es mala señal que se hayan adherido al bando de Cronos. Ellos suelen ser pacíficos.

Con el gigante venían tres mensajeros de estatura humana: un mestizo con armadura, una empusa diabólica con vestido negro y pelo llameante, y un hombre alto con esmoquin. La empusa iba del brazo de este último, de manera que parecían una pareja de camino a Broadway para ver un musical o algo parecido, eso, naturalmente, si dejabas de lado su pelo en llamas y sus colmillos.

El hombre del esmoquin se adelantó. Era más alto que la media de los humanos: mediría unos dos metros diez. Llevaba el pelo oscuro recogido en una coleta y los ojos ocultos tras unas gafas de sol redondas. Pero lo que más me llamó la atención fue su rostro cubierto de arañazos, como si lo hubiese atacado un animalito: un hámster quizá, pero uno muy furioso.

El del esmoquin me tendió la mano.

—Soy Prometeo.

La imagen volvió a cambiar.

Me deje caer con toda mi fuerza sobre él. Ambos caímos por las escaleras, y en canto llegamos al suelo, me levanté como pude, ignorando el dolor, e ignorando los gritos de dolor de Morfeo.

Caminé hacia él, viéndolo retorcerse en el suelo. Pisé su pierna, sacandole un grito de dolor, y sonreí, fascinada con su sufrimiento.

Una bomba deluz explotó y estaba de pie en medio del parque, un estrépito de cañones combinado con el griterío de la multitud en un estadio de fútbol.

La vanguardia enemiga asomó al fin por el extremo norte del estanque: un guerrero de armadura dorada encabezando un batallón de gigantes lestrigones con descomunales hachas de bronce. Detrás, surgieron en tropel centenares de monstruos de distinto pelaje.

—Hiperión —dijo Annabeth, consternada—. El señor de la luz. El titán del este.

—¿Peligroso? —preguntó Percy.

—Junto con Atlas, es el mayor guerrero de los titanes. En los tiempos antiguos había cuatro titanes que controlaban las cuatro esquinas del mundo. Hiperión era el este: el más poderoso. Fue el padre de Helios, el primer dios del sol.

—Yo me encargo de él.

La imagen volvió a cambiar.

—¡Ares! —gritó una chica aquella voz estridente. Puso la lanza en ristre y cargó contra la bestia.

Se me llenó de pánico el cuerpo.

—¡No! —grité corriendo para interponerme—. ¡Espera!

Pero fue demasiado tarde. El monstruo la miró desde lo alto, casi con expresión de desdén, y le escupió veneno directamente en la cara.

Ella se vino abajo con un grito.

Volvió a cambiar una última vez.

El cielo se volvió oscuro y frío. Las sombras se espesaron. Sonó un estridente cuerno de guerra y, mientras los soldados muertos formaban filas, con fusiles, lanzas y espadas, un carro enorme bajó atronando por la Quinta Avenida y se detuvo al lado de Nico. Los caballos eran sombras vivientes, moldeadas de niebla y oscuridad. El carro tenía incrustaciones de oro y obsidiana, y una decoración con escenas de muertes atroces. Las riendas las llevaba el mismísimo Hades, el señor de los muertos, que iba escoltado por Deméter y Perséfone.

Hades llevaba una armadura negra y una capa color sangre. Sobre su lívida cabeza lucía el casco de la oscuridad: una corona que irradiaba terror en estado puro y cambiaba de forma ante tus propios ojos, pasando de una cabeza de dragón a un círculo de llamas negras y luego a una guirnalda de huesos humanos. Pero no era eso lo más espeluznante. Lo peor era que aquel casco tenía la facultad de desatar tus peores pesadillas, tus temores más secretos. En aquel momento deseé meterme en un agujero y esconderme, y los miembros del ejército enemigo se sentían igual. Sólo el poder y la autoridad de Cronos impedían que rompieran filas y corrieran en desbandada.

Hades sonrió con frialdad.

—Hola, padre. Se te ve... joven.

Me desperté de golpe, el corazón me retumbaba en los oídos y las sábanas pegadas a mi cuerpo por el sudor helado. Intenté respirar hondo, pero no me entraba el aire. Las imágenes del sueño seguían en mi cabeza. 

Las manos me temblaban cuando me las llevé al rostro. Cerré los ojos con fuerza, intentando borrar esos recuerdos pero la sensación abrumadora no se iba. Me levanté al sentir los primeros rayos del sol, como una suave caricia en mi mejilla. El suelo estaba helado. Ya no iba a poder volver a dormir, así que decidí que lo mejor era salir. El campamento estaba silencioso a esa hora. Parecía que solo yo estaba despierta, pero esa paz solo hacía peor todo.

Caminé hasta el centro, donde estaba la hoguera. Fue cuando me di cuenta que en realidad no estaba tan sola. A la luz del fuego vi a una niña de unos ocho años, sentada con las piernas cruzadas, atizando las llamas para que no se apagaran.

Llevaba un sencillo vestido marrón y un pañuelo en la cabeza que le daba todo el aire de ser la hija de un colono: como un fantasma de La casa de la Pradera o algo parecido. 

Recordaba haberla visto algunas veces, pero nunca me había detenido a preguntarle cómo se llamaba.

—Hola.

Levantó la vista hacía mí y me dio una sonrisa cálida.

—Hola, Darlene —dijo con un tono que me recordó a mi abuela, un recuerdo tan lejano que pensé que había olvidado hace mucho tiempo—. ¿Quieres desayunar?

Antes de que respondiera, ella agitó una mano y apareció frente a la hoguera un desayuno tradicional inglés. Huevos escalfados, tocino en tiras gruesas, salchichas de cerdo, champiñones, frijoles en salsa de tomate, morcilla, pan tostado, patatas fritas y té. Justo como mi abuela solía prepararlo.

Mi estómago empezó a rugir. No había comido así desde que murió cuando tenía siete años.

Me senté frente a ella.

—Usted es Hestia —susurré.

Y la diosa sonrió.

—Toma un poco de té —me dijo, sirviendo una taza con movimientos suaves. 

Tomé la taza, sintiendo el calor en mis dedos. El aroma del té llenó el aire, e inmediatamente me empecé a sentir mejor.

—La había visto antes.

Hestia dejó de atizar el fuego por un segundo, sus ojos se volvieron tristes.

—La mayoría no me ve porque no tiene tiempo para la familia, pero tú sueles ser muy amorosa con los tuyos. Aún así, nunca te acercaste. 

Bajé la vista, apenada.

—Lo siento.

Hestia negó con la cabeza.

—No importa, de todas maneras siempre me ofreciste ofrenda, y ahora mismo hay otros asuntos más importantes. Anda  bebe.

Asentí, tomando un sorbo del té, y por un momento, todo pareció menos caótico, menos pesado. 

Hestia me observaba en silencio, con una paciencia infinita, como si siempre hubiera estado ahí, esperando a que me dignara a notar su presencia. 

—Tienes más fuerza de la que crees —dijo de repente, en voz baja—. Y aunque el caos te rodee, hay una llama dentro de ti que no puedes permitir que se apague. Los lazos que te atan no son cadenas, sino elecciones que haces, conscientemente o no. Puedes elegir cómo te afectarán.

Hestia extendió una mano y la colocó sobre la mía. Su toque era cálido, reconfortante, como el abrazo de una madre que todo lo comprende sin necesidad de explicaciones.

Ella habría sido una madre magnífica. 

—Siento que últimamente no paro de equivocarme.

—Es parte de ser humano, aprendes con esos errores. ¿Qué aprendiste?

Medité en ello.

En lo que vendría y lo que tendría que hacer.

—Que por más que quiera protegerlos a todos, evitarles el sufrimiento es inevitable. Solo puedo tratar de hacer el mejor esfuerzo, tomar la mejor decisión posible.

Hestia sonrió.

—Aprendes rápido. —Atizó el fuego—. Veo por qué te ama tanto.

—A veces no estoy segura de que lo merezca —admití en voz baja, casi con miedo de que decirlo en voz alta lo hiciera más real.

—Tú sabes bien que el amor no siempre es cuestión de merecerlo. A veces, simplemente es. Y lo único que puedes hacer es decidir qué harás con él.

Miré el fuego danzar frente a nosotras, perdiéndome en las llamas por un momento.

—Y claro que lo mereces —agregó—. No tienes idea lo mucho que ha cambiado desde que entraste en su vida. Es otro dios. Viéndote con él, más que nunca me siento segura de que hice lo correcto cuando lo rechacé, yo nunca podría haberlo hecho feliz como tú lo haces.

Sonreí. 

—Él me hace feliz.

Hestia asintió, su sonrisa se amplió.

—Eso es lo más importante, Darlene. A veces, incluso en medio de la tormenta más oscura, encontrar la luz en otra persona es lo que nos da la fuerza para seguir adelante. 

Levantó la cabeza, mirando hacia la entrada del campamento. 

—Y hablando de una luz en la tormenta, creo que tienes una visita.

Seguí su mirada. ¿Qué estaría viendo?

Pero cuando regresé a ella, ya no estaba.

Me puse de pie y me encaminé a la entrada. Al llegar, me detuve abruptamente y el enojo me invadió.

—Dime por qué no debería matarte.

Alessandra sonrió con burla.

—Porque ambas sabemos que no podrías matarme.

—Podemos probarlo.

—No vine a pelear.

Llevé una mano al bolsillo de mi abrigo, donde podía sentir el filo de mi horquilla.

—Confié en tí, y me vendiste.

—Estaba fingiendo —se defendió—. Podrías tomarlo como que soy una doble agente.

—¿Eh?

—Soy espía de los dioses entre los titanes, y los tinanes me enviaron a fingir que era tu amiga, para llevarte con ellos y mantener controlados a algunos dioses, pero al mismo tiempo te estaba protegiendo. Y vine aquí porque tenía que advertirles, no falta mucho para que la guerra inicie.

Me miró como si realmente creyera que su mentira absurda iba a funcionar conmigo. Sabía que era astuta, siempre lo había sido, pero esto era demasiado.

Sentía el frío metal de la horquilla en mi bolsillo, mis dedos apretándola con fuerza. Podría acabar con todo en un solo movimiento, una jugada rápida. Pero algo dentro de mí me detuvo. El recuerdo de mi conversación con Niké.

—Alessandra, pese a lo que puedas creer, aún es útil a nuestra causa. —La miré confundida—. Sé lo que crees que pasó, pero no te apresures a sacar conclusiones antes de tiempo. A pesar de todo, podemos sacar provecho de ello.

—No comprendo. —Niké ladeó la cabeza, dándome una sonrisa enigmática—. Ella es una aliada —murmuré tanteando.

—Depende de cómo lo veas. En el fondo de su alma, sólo le es leal a Luke.

—Pero Luke ya no existe.

—¿Entonces qué procede? 

Odiaba cuando los dioses se ponían crípticos. 

—Que...¿su lealtad es voluble?

—Podría decirse que sí.

Fruncí los labios.

—No tengo razones para creerte.

Ella ladeó la cabeza, pensativa.

—¿Y si te digo quien es el traidor?

Esas palabras fueron como si se abriera un agujero bajo mis pies. 

No quería pensar en eso, porque debía ser uno de los líderes y no concebia que alguno de ellos fuera el traidor.

Pero sus palabras eran como veneno y ya se habían filtrado en mi mente, clavándose como una astilla bajo la piel. Me empezaron a sudar las manos y apreté los puños con fuerza, tratando de mantenerme firme.

La verdad me destruiría, pero no podía apartarme ahora. No si existía la mínima posibilidad de que alguien a quien yo consideraba aliado nos hubiera traicionado. No después de todo lo que habíamos pasado.

—¿Quién? —pregunté, mi voz apenas fue un susurro.

—Es alguien que jamás sospecharías. Alguien cercano a ti.

El estómago se me revolvió.

—¿Cómo sé que no me estás mintiendo?

—Reúne a los líderes y lo diré frente a todos, a ver si se atreve a negarlo. 

No quería hacerlo. Era más fácil pensar que Alessandra estaba mintiendo, a que fuera alguno de mis compañeros.

Pero la duda era insoportable. Necesitábamos saber.

—Está bien —dije con voz temblorosa, pero firme—. Te escucharé. Reuniré a los líderes.

Oficialmente, terminamos.

Queda un extra pero es una versión extendida de la cita de Apolo y Dari en Venecia, así que cuando pueda lo subo, mientras, ahora volvemos a Caprichos.

¿Qué les pareció este libro?

Y ahora sí, meme time

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