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050.ᴘᴀꜱꜱɪꜰʟᴏʀᴀ

Alerta de contenido: Este capítulo contiene menciones de abuso.

Tenerlo en cuenta cuando se narre la vida pasada de Darlene.

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ᴘᴀꜱꜱɪꜰʟᴏʀᴀ

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━━━19 de Febrero

APOLO ME CONSIGUIÓ UNA MANSIÓN. 

Bueno, más o menos. Era más bien como una de esas casa estancias antiguas en medio del campo, algo alejada de la ciudad.

Estaba protegida por una enorme cerca, y me dijo que tenía el mismo tipo de protección del campamento. Ningún monstruo podría acercarse.

Estaba boquiabierta observando la imponente fachada, el sol de la mañana pintando tonos dorados sobre las paredes de piedra. Un escalofrío de emoción recorrió mi espina dorsal mientras mis ojos vagaban por los detalles de la arquitectura centenaria. Las enredaderas trepaban por las paredes.

El olor a tierra húmeda y madera antigua llenaba mis sentidos, era de dos pisos con enormes ventanales y balcones. Había una fuente en la entrada y el jardín estaba repleto de flores.

—Vaya. —Mamá y el abuelo estaban igual de asombrados que yo—. Bueno...es más grande de lo que esperaba. 

—Yo les iba a conseguir una —murmuró papá enojado. 

—Llegaste tarde, suegrito —dijo mi novio sonriendo.

Papá había llegado casi en el amanecer, luego de su...charla amistosa con Don Rayitos, para enterarse que Apolo me quería regalar una casa nueva.

Una vez te dije que ese lugar no me parecía muy... poco digno, bueno, ¡Ahora puedo arreglarlo! —dijo cuando nos trajo al medio del campo—. ¡Un hogar digno de mi reina!

Así que ahora aquí estábamos. Viendo la nueva casa. 

—Y no tienen que preocuparse por las cosas que perdieron, ya está lista para usarse —explicó pasando su brazo por mis hombros.

—Yo podría haber…

—Está bien, papá —dije con una sonrisa—. Has hecho mucho.

Eros no se había limitado solamente a vigilar que nadie me hiciera daño.

Hace unos años, mamá me confesó que la última vez que lo vio después de mi primer verano en el campamento, fue la noche en que nací. Él le dijo que no podía quedarse, pero que se ocuparía que nunca me hiciera falta nada.

Toda mi ropa, medicamentos, juguetes, viajes vacacionales, comida y escuela habían venido de esa cuenta. De esa forma, mamá y el abuelo solo tenían que preocuparse de sí mismos.

—¡Ah casi lo olvido! —exclamó Apolo, llevándome al costado de la casa. Los demás nos siguieron.

Detrás de la casa, había un gran escapando campestre. Y me sorprendí de ver como a un kilómetro a lo lejos, un establo enorme, y allí, pastando tranquilamente, estaban…

—¿Esas son…?

—¿Son tus vacas? —preguntamos Nico, Percy y yo al mismo tiempo.

Me quedé paralizada por un momento, observando las vacas pastando en el amplio prado, sus formas silueteadas por la luz del sol que las había bendecido.

Apolo se paraba con aire orgulloso, como si hubiera preparado este espectáculo con especial cuidado para sorprenderme. Sabía lo importante que eran para él y que se había molestado muchísimo cuando se enteró que Gerión las había estado haciendo carne para hamburguesa.

—¿Y por qué están aquí? —preguntó Percy.

—Creé este espacio para ellas cuando se las quité a ese monstruo todo feo que me las cuidaba —explico con gesto desdeñoso—. Los sátiros los cuidan ahora, pero es un espacio altamente protegido así que estarán bien aquí. 

—¿Puedo ponerles nombre? —pregunté emocionada. La última mascota que tuve fue cuando tenía siete años.

—Eso ni siquiera deberías preguntarlo. Esperaba que lo hicieras.

Me arrojé en sus brazos, gritando y él se río.

—El olor es lo mejor —gruñó Nico por lo bajo. 

Pero no me importaba. Ahora tenía vacas.

Entonces, papá empezó a cuestionar la distancia de la ciudad, y aunque mi abuelo estaba encantado con el lugar, tuvo que estar de acuerdo con él. Mamá trabajaba en la ciudad, era difícil moverse hasta allá.

Al menos hasta que Apolo les recordó mi tarjeta y que, si queríamos, podía conseguirnos un auto.

Con eso mi padre llegó al límite.

—¡Deja de intentar comprarlos! —espetó tomándolo de la chaqueta.

—¡Papá, ya basta! —Me interpuse entre ambos, y Apolo solo se reía por haber puesto de los nervios a Eros. Ya estaba cansada de las tonterías de los dos—. Apolo, tú también, basta, deja de provocarlo ¿Podemos, por favor, solo disfrutar de esta relativa paz? —Ambos se miraron, y asintieron de mala gana—. Gracias.

Con eso, la tensión en el aire pareció disiparse un poco, y con toda mi familia nos encaminamos hacia hacia la casa para explorar nuestro nuevo hogar

Mi abuelo, por una cuestión de comodidad, eligió un dormitorio en la planta baja, y declaró la biblioteca como suya. Mamá quedó enamorada de la cocina, era todo lo que soñaba, equipada al máximo con cualquier elemento que se te pudiera ocurrir.

Apolo claramente estaba decidido a ganarse su afecto a base de regalos.

Nico, Percy y yo subimos al segundo piso en busca de nuestras habitaciones; pero a medio camino en el pasillo, Apolo se acercó a mí, sujetándome de la cintura y acercando sus labios a mi oreja.

—Déjeme guiarla, señorita —murmuró haciéndome estremecer, y me reí, apoyándome contra él.

—Entonces, guíeme, señor.

—¡Las manos donde pueda verlas!

Apolo estiró la cabeza hacia atrás, dejando salir un gemido de hastío. 

—¡No estamos haciendo nada!

Me giré entre sus brazos, riéndome por su expresión fastidiada, pasé los brazos por su cuello, estirándome en puntitas de pie.

—Deja que diga lo que quiera, cuando se vaya, nadie nos molestará —murmuré contra sus labios.

—Eso suena bien —respondió besándome.

—¡Escuché eso, Darlene Backer!

Ambos nos reímos contra los labios del otro y decidimos seguir caminando. Apolo me guió hasta el final del pasillo, donde había una pequeña escalera que daba a una puerta.

La habitación era la más espaciosa que hubiera visto, era como dos juntas y se había en serio esmerado porque pareciera que era destinada a una reina. Me quedé con la boca abierta sin poder creer el nivel de extravagancia que había puesto en ella.

—¿Te gusta? —preguntó en mi oído.

Me giré hacia él.

—Era lo mínimo que esperaba —dije con tono burlón y me dio un rápido beso.

—Sí, muy bonita —admitió papá a regañadientes entrando detrás nuestro.

—¿Vas a seguirnos hasta en la sopa? —cuestionó Apolo rodando los ojos.

—Sí.

—Ni sé para qué pregunto.

Mientras ellos se ponían a discutir, me paseé por la habitación, admirando como Apolo había logrado captar mi estilo pese a ser todo nuevo.

Los miré. Ambos tan poderosos, tan peligrosos y tan diferentes. Y ambos me amaban profundamente.

¿Cuántas personas, sobre todo mestizos, podían decir que tenían el amor de dos dioses como ellos? 

Yo tenía esa fortuna. Aún cuando sabía lo peligroso que podía ser, me hacía sentir poderosa. Sólo bastaba una palabra mía para que ambos accedieran. 

Y eso era justo lo que necesitaba ahora.

—¿Puedo pedir algo?

Ambos detuvieron su discusión para escucharme. No estaban acostumbrados a que yo pidiera algo, normalmente me lo daban sin que yo tuviera que decirlo.

—¿De qué se trata? —preguntó Eros frunciendo el ceño.

—Quiero a Hipnos —susurré—. Aquí. Ahora.

Ambos me sostuvieron la mirada unos instantes y luego se miraron entre ellos.

Cerré los ojos cuando se marcharon sin decir nada.

No habían pasado ni cinco minutos cuando Hipnos fue arrojado dentro de la habitación. 

—¡¿Cuál es el motivo de tanta violencia?! —se quejó poniéndose de pie y acomodándose la ropa. 

Mi padre y Apolo se cruzaron de brazos.

—Yo les pedí verte.

Hipnos miró a su alrededor y luego a mí, antes de soltar un gran suspiro.

—¿Qué hizo el bruto de mi hijo ahora?

—Me quemó la casa, casi mato a mi familia y me cortó la cara —respondí con sequedad.

—No pareces tener la cara cortada.

—Agradece que pude curarla —dijo Apolo con voz dura—. Si le hubiera quedado marcas, te estaría dando la cabeza de tu monstruo en las manos. De todas maneras, ahora tiene su propia cara quemada.

Hipnos se pasó las manos por el cabello.

—¿Y por qué me trajeron?

Me acerqué a él lentamente. 

—Durante casi tres meses me has estado dejando ver mi pasado en sueños, pero siguen siendo puras cosas de Michael. Quiero saber qué tiene que ver Klaus.

—Ya lo viste —respondió encogiéndose de hombros.

—Déjame reformular mi petición —susurré—. Quiero saber directamente que relación tuve con Klaus.

Hipnos miró el suelo. Dudando si cumplir mi orden.

—No sé si deberías querer saber. Algunas cosas son mejores dejarlas en el pasado donde no te molesten. Tu vida pasada deseaba que no lo supieras.

Eros y Apolo fruncieron el ceño.

—Amor, quizá…

—Dije que quiero saberlo —espeté con firmeza—. Puedo hacerme la idea de que no fue nada bonito, Klaus me dijo que me hizo sufrir mucho, y viendo como es ahora, imagino que en su vida anterior fue igual de hijo de puta, quizá más. No me importa. Quiero saberlo.

Hipnos miró a los otros dos dioses.

—Hazlo —dijo Eros sin ganas—. O acabará buscando otra manera de saberlo. Mejor que sea aquí, donde podemos contenerla si lo necesita.

Con Afrodita había estado demasiado relajado, quiza porque sabía que ella estaba más interesada en jugar que en ayudarme. Pero aquí, con el temperamento de Apolo y Eros juntos, sabía que no le convenía otra cosa más que ser dócil y obediente.

—Bien. —Miró hacia la cama y apuntó—. Recuéstate y cierra los ojos.

Eros abrió la puerta hacia el pasillo.

—Buscaré a su madre. Va a necesitarla —dijo antes de salir.

Me acerqué a la cama, colocándome boca arriba sin saber qué debía esperar más que sufrimiento.

Apolo se sentó a mi lado, pasando sus dedos por mi rostro con dulzura. 

—¿Estás segura?

—Sí. 

—¿Y si…?

—Apolo. —Me senté, tan cerca suyo que sentía su aliento en mis labios. Lo miré a los ojos—. Sea lo que sea, puedo soportarlo. 

—No creo que sea tan fácil. 

Ladeé la cabeza.

—¿Ya lo sabes? —No respondió. Respiré profundo—. ¿Es muy malo?

—En esa época…no. Ahora… 

Tragué saliva.

Había pocas cosas que se me cruzaban por la mente, que antiguamente, no eran mal vistas y ahora sí.

—¿Por qué no me lo dijiste?

Tardó unos segundos en responder.

—Porque como dijo Hipnos, Gorgo deseaba mantener todo eso en el olvido, Eros y yo estábamos de acuerdo en que era mejor para ti no saberlo. Queríamos hacernos cargo nosotros mismos, pero…hubo complicaciones —siseó con furia.

Pensé en lo que me habían contado sobre porque se había tardado en aparecer anoche, y supe quien era la complicación. 

—Zeus —murmuré rodando los ojos.

Apolo hizo una mueca.

—Te prometo que te contaré todo, pero…no necesitas verlo —suplicó—. Por favor, amor, evitemos esto, no es necesario…

Lo tomé de la mano. 

—Necesito hacerlo.

—Dari…

—Bueno, si quieres, empezamos ya. Tengo cosas que hacer —dijo Hipnos sentándose al otro lado de la cama. Apolo lo miró mal—. Lo siento, por favor, estimada princesa, podría acostarse para que pueda traer a usted sus recuerdos —pidió, rodando los ojos.

—Cuida como le hablas.

—¡Pedí por favor!

—Ya déjalo —murmuré acostándome—. Acabemos de una vez con el misterio.

Cerré los ojos. Menos de unos instantes, mi cuerpo se sintió pesado y la mente como si me estuviera ahogando en un pozo oscuro y espeso.

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La luna estaba en su punto más alto y brillaba con tanta intensidad que no era necesaria la luz de las antorchas. La diosa Artemisa debía estar de buen humor.

Respiré profundo sintiendo el fresco de la noche colarse entre mis cabellos.

Escuché los pasos en la tierra y me preparé mentalmente para lidiar con él.

—Hermosa noche, ¿no? —murmuró a mi lado.

Ladeé la cabeza, sin mucho ánimo para las cortesías.

—Sí, pero no te pedí que vinieras para hablar tonterías.

Caminé hacia el interior del palacio, y me siguió. Observé, curiosa, la decoración que mis siervas habían elegido ese día. Estaba repleto de passifloras.

¿Debía tomarla como un mal presagio?

—Eso lo sé —dijo con tono sobrado—. Jamás me dirige la palabra.

Me acerqué a la mesa, señalando las copas.

—¿Te ofrezco algo? —pregunté—. ¿Una bebida?

—¿Tiene veneno?

—Siento decepcionarte —dije sirviendo la copa y extendiéndola hacia él—. Solo es agua.

Él dudó unos instantes, y sonrió con burla. La tomó y dio un sorbo sin apartar los ojos de los míos.

—Supe que consiguió una audiencia para hablar frente al Consejo —dijo después de unos minutos de silencio.

—Sí —respondí—. Necesito tu apoyo para enviar refuerzos a nuestro rey.

Las palabras en mi boca se sentían como veneno. Odiaba a este hombre, despreciable y asqueroso. Desde hacía décadas que sus ojos me seguían con lujuria y rencor; mucho antes de que siquiera estuviera casada. Él anhelaba mi mano por todo lo que implicaba, el trono y mi vientre para una descendencia con sangre real.

Un mero hijo de un noble político que ansiaba volverse poderoso. 

Me despreciaba, por haberlo rechazado, con el mismo fervor con el que años después, me seguía deseando. Pero nunca fue una opción. 

¿Quién era él ante un príncipe? ¿Qué podía ofrecerle a Esparta? ¿Oro, tierras? Todo eso ya lo poseíamos. Necesitábamos a un rey poderoso, honorable, justo y valiente, uno que, como Leónidas, estuviera dispuesto a morir por nuestra nación. 

Theron nunca daría su vida por el pueblo. Era demasiado cobarde, demasiado traicionero, demasiado egoísta.

Y a pesar de eso, ahora me veía obligada a solicitar su ayuda. 

Pero haría lo que fuera para garantizar la victoria de Esparta, y el regreso de mi amado esposo.

—Sí…ya veo —murmuró—. Quiere que esté con usted en esto. Yo, el político. Usted, la guerrera. Una sola voz. —Ladeó la cabeza, con falso gesto de confusión—. ¿Pero por qué haría algo así?

«Lady Hestia, deme paciencia para no clavarle un puñal».

Respiré profundamente antes de responder.

—Demostraría que te interesa un rey que está peleando por el agua que bebes —espeté con sequedad.

—Cierto —dijo dejando la copa en la mesa—. Pero esto es política. No guerra. Leónidas es un idealista.

Me quedé mirando fijamente a Theron, conteniendo la irritación que siquiera estar cerca suyo me provocaba. Cada palabra que salía de su boca era un insulto directo a la posición de mi esposo y a todo lo que él representaba para Esparta. 

¿Y después se preguntaba el por qué nunca fue una opción para ser mi rey? 

—Conozco a los de tu clase —dije con voz asqueada—. Por su beneficio envían hombres a la guerra.

Theron enderezó su postura, una que procuraba ser intimidante.

—Su esposo, el rey, se llevó 300 de los mejores a la batalla —dijo con firmeza—. Rompió nuestras leyes. Y se fue sin que el consejo consintiera. —Tomó nuevamente la copa, haciendo un gesto de banal—. Solo soy realista —agregó con una media sonrisa y le dio otro trago a su copa.

—O un oportunista.

Rodó los ojos y suspiró con cansancio.

—Es más inocente que Leónidas si cree que hay un hombre sin precio en el mundo. —Cerré los puños con fuerza, sintiendo el pulso latir en mis sienes—. Los hombres no son iguales. En Esparta es el código militar, su alteza —dijo irreverente.

Mi mano reaccionó antes que él siquiera pudiera comprenderlo. El sonido de la bofetada cortó el aire como un látigo, estruendoso en la oscura noche. El silencio se apoderó de la habitación, solo roto por mi respiración agitada.

El golpe le había girado el rostro, oculto tras los mechones de cabello, sus labios se curvaron en una sonrisa burlesca. Se río, un sonido tan despectivo que sentí la bilis en la boca.

—Admiro su pasión —dijo pasando la lengua por los labios. El asco me inundó—. Pero no creo que usted, una mujer, incluso siendo la reina, hable frente al Consejo y cambie la opinión de los hombres. Soy dueño de la cámara —agregó mostrándome sus manos—. Cómo si yo la hubiera construido.

Me empujó con tanta fuerza que sentí como el aire escapaba de mis pulmones al chocar contra la columna. Su mano se cerró como garras sobre mi mandíbula, sus dedos clavándose en mi piel hasta doler. Pero no dejé que viera el miedo que me produjo.

—Podría quitarte la vida en este instante. Hablarás frente al Consejo, pero no servirá de nada —dijo con soberbia. Había dejado caer finalmente la máscara, mostrándose tal cual era. Pese al temor que se instaló en mi estómago, le sostuve la mirada—. Leonidas no recibirá ningún refuerzo. Y si regresa,  sin mi apoyo, irá a la cárcel o algo peor. —Se acercó tanto a mi rostro que podía sentir su aliento sobre mis labios—. ¿Amas a Esparta? 

Tragué saliva. Quería poder defenderme cómo había sido enseñada. Tenía el mismo entrenamiento que un soldado, pero no podía hacer nada.

No cuando lo que decía era verdad. La razón por la que mi voz había sido tan escuchada y valorada durante tantos años, se debía a que mi padre como Leónidas me habían dado ese poder. Ahora, sin ellos aquí, y con mi amado hijo siendo pequeño, solo sería escuchada y nada más. 

Igual que a un niño que se le escucha para que deje de molestar. 

—Sí —espeté entre dientes.

Acercó más su rostro.

—¿Y a tú rey? —preguntó con desprecio.

—¡Claro que sí! 

Apretó la mandíbula, mirándome con furia y me soltó tan bruscamente que me tomó unos segundos recomponerme.

—Tú esposo pelea por su tierra y tu amor. ¿Qué tienes para ofrecer, a cambio de que te apoye con el envío de refuerzos?

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Me adentré en la Honorable Cámara. Estaba llena a rebosar y sabía que ninguno de ellos realmente deseaban estar allí, escuchándome.

Pese al largo baño que había tomado, seguía sintiendo esa sensación de asco que me acompañaba desde la noche anterior. No podía creer lo que había tenido que hacer para poder conseguir el apoyo que mi esposo necesitaba.

“Esto no acabará pronto. No lo gozarás. Jamás seré tu rey.”

No. Nunca lo sería. Jamás se podría comparar siquiera con la sombra de Leónidas. 

Pero no llegaría a más. Este era el último día de Theron en la tierra. Cuando despuntara el nuevo alba, su alma estaría en las profundidades del Inframundo. 

—Le concedo la palabra a la esposa de Leónidas y reina de Esparta —dijo el mayor consejal.

Me paré en medio de la sala, viendo cómo cada uno de ellos murmuraban molestos y me señalaban. Me obligué a sonreír. 

—Concejales, me  presento hoy aquí no solo como su reina —dije en voz alta y firme—, sino también como una madre. Me presento como esposa. Me presento como una espartana. —Levanté la vista hacia una de las gradas más altas, viendo la sonrisa asquerosa de Theron—. Me presento con gran humildad —agregué en un tono más suave, devolviéndole el gesto de manera burlona.

No dejaría que viera lo mucho que sus acciones me habían dañado. Nadie las vería jamás. Nadie necesitaba saber jamás lo que pasó.

Llevaría aquella vergüenza conmigo al Hades, y esperaba que en mi siguiente vida no tuviera que recordar nada de esta noche.

—No he venido en nombre de Leónidas, sus acciones hablan mejor que mis palabras —continué, paseándome con elegancia por la sala, mirando a cada uno de los hombres allí presentes—. He venido por esas voces que nadie puede escuchar: madres, hijas, padres, hijos. Trescientas familias que sufren por nuestros derechos y los principios sobre los que se fundó este gobierno. Estamos en guerra, caballeros. Debemos enviar al ejército completo a ayudar al rey a preservar tanto nuestra vida como la de nuestros hijos.

Contemplé la sonrisa del concejal Georgios, el único que no había dejado de ser leal al trono. Ojalá hubiera sido su apoyo el que tuviera un peso real para que el Consejo aprobará mi solicitud. Georgios asintió levemente con la cabeza, haciéndome saber que mis palabras estaban produciendo algún efecto en los demás. Respiré profundo, comenzando a sentir un poco de alivio.

—Que su valor nos mantenga unidos. Que nos fortifiquen sus acciones. Y que su decisión de hoy, reflejen su valentía.

Los concejales murmuraron entre sí, debatiendo si hacer caso a mi pedido. Y por un instante, tuve la esperanza de que de verdad lo había conseguido al ver a tantos de ellos asentir.

Al menos así fue hasta que escuché el desdeñoso aplauso de Theron, poniéndose de pie en lo alto de la escalinata y atrayendo sobre sí la atención.

«¿Qué está haciendo?» pensé sintiendo un nudo en la boca del estómago.

—Conmovedor —dijo con ironía—. Elocuente. Apasionada. Pero no cambia el hecho de que su esposo nos ha llevado a la guerra. 

Torcí los labios. Furiosa, al darme cuenta que no cumpliría su palabra.

Fui ingenua de pensar que al haber aceptado sus caprichos, él me ayudaría. Ahora veía que nada de lo que hice, valió la pena. Y se sintió como si me atravesaran con una espada el corazón.

—¡Te equivocas! ¡Jerjes fue quién la trajo, y antes de él, su padre, Darío, el Grande! —declaré con fuerza—. Los persas no se detendrán hasta que lo único que nos quede sean escombros y caos.

Theron bajó lentamente la escalinata hasta llegar frente a mí.

—La cámara no necesita lecciones de historia, mi reina.

—¿Y qué lección te gustaría impartir? —cuestioné con burla—. ¿Comienzo a enumerarlas? ¿Honor, deber, gloria?

Se río.

—¿Usted habla de honor, deber y gloria? ¿Qué me dice del adulterio?

Un escalofrío recorrió mi espalda. Mis puños se cerraron con fuerza, conteniendo la ira que amenazaba con consumirme por completo. 

Traté de mantener la compostura e ignorar la mirada juzgadora de los hombres que no dudarían en creerle antes que a mí.

Georgios se puso de pie, apuntándolo con el dedo.

—¡¿Cómo te atreves?! —gritó enojado.

—¿Cómo me atrevo? —preguntó señalándome—. ¡Mirenla! Con atención. Es una embustera y nada más. No confunda a los miembros de esta sagrada cámara, mi reina. Hace unas horas, usted misma se me ofreció —dijo mirándome de arriba abajo, como si yo fuera una prostituta sin valor—. Si yo fuera débil, todavía tendría sobre mí su esencia.

Sentí el cuerpo helado, temblando como una hoja en el viento. 

Había pasado horas en el agua, tallando mi cuerpo, asqueada, intentando quitar su presencia de mi piel. Y él se atrevía a decir que yo me le insinué.

Yo, que pasé la noche mirando el techo, conteniendo las lágrimas, e intentando imaginar que era Leonidas quien estaba ahí conmigo. 

—¡Esto es un insulto! —bramó Georgios acercándose a nosotros.

—Ah, un hipócrita hablando —se burló Theron—. ¿Acaso no recibiste un pago similar al que dije, a cambio de dejarla tener una audiencia con estos nobles hombres?

—Eso no es cierto —siseé entre dientes. 

Theron me miró, riendo.

—¿No? ¿Acaso no lo invitó a pasar a la alcoba del rey? ¿La misma alcoba a la que me invitó para intentar convencerme con tanto vigor? —Miró a la audiencia—. ¿No me creen? Sobornó con carne, caballeros, mientras su esposo promueve la anarquía y la guerra.

La vergüenza y el odio se sentían como una sola. Destruida, así me sentía al darme cuenta que todos ya me juzgaban sin siquiera recordar quién era yo realmente. Sin recordar sus votos de lealtad.

Mis ojos se llenaron de lágrimas de impotencia. 

—Las palabras escapan hasta de una boca astuta, mi reina cualquiera.

Me abalancé contra él, con el puño en alto, lista para romper su rostro a golpes; pero los guardias me detuvieron, haciéndome retroceder. 

Theron se río, así que le escupí.

Se limpió el rostro, mirándome con desprecio.

—Que reina tan fina tenemos —murmuró. Me safé del agarre de los guardias, tratando de controlar mi comportamiento—. Llevensela de la cámara o va a infectarnos aún más con su deshonroso e impío ser.

Mis músculos se tensaron. Sentía el peso del desprecio y la humillación aplastandome con cada paso. Lo único que quería era a mi esposo de regreso, al padre de mi hijo, al único hombre que he amado. A mi alma gemela.

¿Era una traidora por estar dispuesta a hacer lo que hiciera falta para asegurar su vida?

«Sí, le fuiste infiel a aquel que dices amar. Este es tu castigo».

Mi castigo lo cargaba en mi cuerpo. El ardor entre mis piernas que no había cesado a pesar de las horas. Las ganas de vomitar al recordar sus manos en mi piel. Mirarme al espejo y no poder sentir nada más que vergüenza. 

El dolor en mi pecho era abrumador. Sentía como si el corazón se me estuviera rompiendo en mil pedazos, cada uno cortado más pequeño que el anterior. 

La burla en sus ojos por haber por fin obtenido lo que deseaba, era algo que jamás olvidaría.

Y él tampoco me olvidaría. Me aseguraría de eso.

Me dispuse a retirarme de la sala y ellos bajaron la guardia. Entonces, tomé la espada de uno de los dos soldados y me abalancé contra él, enterrándola en su estómago.

Cayó sosteniéndose contra mi cuerpo. Los gritos de los hombres, asombrados por mi actuar no acallaron los gemidos de sufrimiento que me sonaron como música.

—Esto no acabará pronto. No lo gozarás —susurré en su oído, las mismas palabras que él me había dicho unas horas antes—. Jamás seré tu reina —espeté sacando la espada con furia.

Theron cayó de bruces al suelo, el filo cortó el cinturón y una bolsa de monedas de oro esparcidas por todas partes, con la sangre derramando el suelo de la Cámara. 

Georgios tomó una, observándola atentamente y la levantó para que todos la vieran.

Monedas persas.

Comprendí todo. 

Arrojé el arma al suelo, saliendo de la sala con el peso de no saber si llegaría a tiempo para ayudar a Leónidas, escuchando cada vez más lejos, los gritos de los concejales declarando a Theron un traidor.

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APOLO

Eros se paró a mi lado, mientras veíamos a Gillian sentarse al lado de Dari y tomar su mano.

—Cuando lo sepa todo, va a colapsar —murmuró.

Asentí.

Ojalá hubiéramos podido evitarle tener que saberlo.

Cuando me enteré, quise ir en busca de ese semidios. Tenía la intención de arrancarle la piel parte a parte, quemar su cuerpo hasta las cenizas y alimentar con ellas a los monstruos. Había al menos, otras mil ideas bailando en mi mente con la que hacerle pagar cada una de las ofensas que ha cometido contra ella, en esta vida o en la anterior. 

Pero Hipnos se nos adelantó.

Pidió a Zeus un perdón temporal a cambio de su completa lealtad. 

Ni Eros ni yo podríamos hacerle algo a esa pequeña mierda por las cosas que haya hecho en su pasado. 

Y dado que Morfeo, Hécate, Nemesis y otros más se habían cambiado de bando, no podíamos perder más dioses menores.

Zeus lo puso en una balanza. 

Un dios como Hipnos o una semidiosa como Darlene.

Para él era obvio. Ella no valía tanto. 

Aceptó, porque dijo que no veía nada malo en lo que él había hecho, le parecía una niñería nuestra ponernos a castigar por algo que el semidiós había hecho en su vida pasada.

Y luego ocurrió lo del Santuario, y se dio cuenta que quizá, ella sí era más valiosa de lo que pensó.

Pero el trato ya estaba hecho. Debíamos esperar a que Klaus Nightmare cometiera el error de atacar directamente a Dari.

Y por fin había ocurrido. Había cometido el error que le costaría caro.

Él la atacó directamente, ahora teníamos libertad de hacerle pagar.

—Tienes mirada de psicópata.

Sonreí de lado.

—Estaba pensando en que sería mejor. ¿Qué mis cuervos le coman los ojos o arrancarle la piel? También considero provocarle neuralgia del trigémino.

Eros soltó una risa baja.

—Que cruel —se burló.

—Como si tú no hubieras hecho ya de las tuyas —mascullé sonriendo. Creo que es la primera vez en mi existencia que teníamos una conversación decente al punto de bromear—. Ya supe por qué te tardaste en venir. ¿Un cíclope? ¿En serio?

Eros se encogió de hombros.

—Me pareció adecuado. Va a estar un tiempo entretenido, corriendo del amor de esa criatura.

Me reí.

—Espero que ese cíclope lo alcance.

—Yo también.

Permanecimos en silencio, viendo cómo Dari fruncía el ceño, dormida.

—Últimamente tienes un gusto particular por las criaturas del mar —comenté. 

—No sé de qué hablas.

—Supe que Calíope se ha enamorado de un tiburón —dije sonriendo—. Y el resto de mis musas, andan intentando seducir lobos marinos.

—Un sátiro de tu templo me contó lo que pasó —admitió. Asentí, y él bufó—. Lo enviaste a propósito a contarme.

—Creí necesario que el padre de mi novia supiera que alguien más hizo llorar.

Eros frunció el ceño.

—¿Por qué no las castigaste tú mismo?

—Porque para bien o para mal, son las madres de mis hijos, y han sido grandes amigas y compañeras durante milenios. Quise…darles una oportunidad por valor a eso, pero…merecían algo peor que solo un leve exilio. Creí conveniente permitir que te ocuparas de ello.

Eros asintió, conforme con mis palabras.

Darlene comenzó a removerse, su madre se inclinó sobre ella, acariandole el rostro como si intentara alejar las pesadillas.

Al final, despertó en medio de un desgarrador grito que me partió el corazón. 

Me lancé hacia ella, buscando tomarla en mis brazos, pero Eros me detuvo abruptamente. Lo miré,  irritado por su intromisión. 

—No te atrevas a quitarsela a su madre —siseó entre dientes.

Desconcertado, regresé la vista hacia ella. Gillian la arropaba en su regazo, tratando de calmar su llanto desconsolado.

Eros me hizo a un lado, y se sentó junto a ellas, sosteniendo sobre su propio regazo, las piernas de Dari. 

Por primera vez, parecían realmente una familia.

Respiré profundo. No, por más que la amara, ella necesitaba ahora mismo a sus padres. 

Me senté frente a ellos, ignorando el dolor que me producía su llanto sin poder hacer nada más que observar. 

—Bueno, si no me necesitan…

—Siéntate —ordené con dureza a Hipnos.

Refunfuñando, se sentó de mala gana y con los brazos cruzados.

Pasaron horas antes de que lograran calmarla lo suficiente como para acostarla y que durmiera.

—Iré a prepararle un té —dijo Gillian saliendo de la habitación. 

—¿Ya puedo…?

—No.

Me senté a un lado de ella, en el suelo, mientras la veía con la mirada perdida y las mejillas manchadas de lágrimas.

—Todo estará bien, amor.

Ella negó con la cabeza.

—¿Cómo hizo? —preguntó con la voz rota—. ¿Cómo hizo para soportar tanto y seguir fuerte?

—Gorgo era una mujer fuerte —respondí en voz baja—. Y tú también. Haz soportado mucho.

Ella negó con la cabeza.

—Él le hizo cosas horribles esa noche, Apolo; buscaba hacerla suplicar la muerte, sentí su dolor, su miedo…

—Lo sé.

Ella solloza, las palabras apenas salen de sus labios entre cortadas.

—Y no sirvió de nada —se lamentó—. Él la traicionó, y el ejército no llegó a tiempo para salvar a Leónidas. ¿De qué valió su sacrificio?

La pregunta resonó en el aire. Sus ojos buscaban desesperadamente respuestas que quizás nunca encuentre. Suspiré, tratando de encontrar las palabras que podrían aliviarla. Pero nada lo haría.

—Este es mi juramento para tí —susurré—. Ahora que él se atrevió a atacar primero, mis manos ya no están atadas. Tengo derecho a matarlo, y te prometo que te entregaré su cabeza…

—No.

Se sentó lentamente, con el cuerpo temblando y los ojos hinchados de tanto llorar. 

Un aire denso se instaló lentamente en la sala, como el aviso antes de una tormenta. Eros y yo nos miramos, notando como las luces se prendían y apagaban, y como las ventanas parecían sacudirse.

—Dari…

—Esta es mi promesa —dijo con una voz carente de cualquier emoción, sus ojos se habían teñido del color de la sangre—. Klaus Nightmare morirá por mi mano y solo mi mano. 

Nos miró a ambos, y por un instante, no reconocí a la chica frente a mí, ésta no era el amor de mi existencia.

Ésta era el alma de Gorgo que tras siglos, seguía clamando venganza.

—Ninguno de los dos tocará un solo cabello de Klaus —murmuró—. Él es mío. 

Esa noche, nos hizo jurar, en contra de lo que hubiéramos deseado, por el Estigio, que no interferiríamos en su venganza. 

De algo estaba seguro. Darlene Backer haría pagar con sangre y gritos, todo lo que Klaus le había hecho.

Sinceramente, tuve que reescribir varias veces este capítulo porque no sé, sentía que quizá me pasé un poco en la narrativa y no estaba segura de cómo manejaria el comportamiento de Dari de ahora en adelante.

Pero por más que intente atunarlo, me di cuenta que es imposible, no se puede alivianar algo de esta clase.

Lamentablemente, es algo natural en el pasado, aún hoy en día lo es.

Y no podía borrarlo, cuando elegí a Gorgo para ser su vida pasada, decidí basarme en la película 300, ya les había contado que en ese sentido sería onda Crosssover, y pues, esto si pasa en la película.

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