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040.ɴᴏᴍᴇᴏʟᴠɪᴅᴇꜱ

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ɴᴏᴍᴇᴏʟᴠɪᴅᴇꜱ

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━━━12 de Diciembre

EL SANTUARIO ESTUVO DE FIESTA UNA SEMANA ENTERA. 

Pronto nos organizamos para regresar a casa.

—Espero que sea suficiente comida —dijo Calia despidiéndonos

—No se preocupe, es más que suficiente —respondió Clarisse asintiendo.

—Sí, son solo dos días —agregué a su lado—, estaremos bien.

Bruno me puso una mano en el hombro.

—Gracias por todo, Darlene.

—Me alegra haber sido de ayuda.

—Y vaya que lo hiciste —mencionó Julián con una sonrisa—, al parecer, el Consejo Olímpico ha decidido aumentar las líneas de protección, ya ningún visitante indeseado podrá volver a tomar el control del Santuario. Y es todo gracias a tí.

—Por favor, Dari —dijo Calia tomando mis manos—, cuida de mi bebé.

—¡Mamá!

Me reí por la cara de frustración de Héctor. Él y otros chicos vendrían con nosotros a entrenarse en el campamento.

—¿Estás listo?

—Sï —dijo cargando con su bolso. Quirón estaba encantado con la idea de nuevos campistas.

Después de las despedidas, nos pusimos en marcha. A pesar de que había sido una experiencia maravillosa, tenía muchas ganas de volver a casa.

El viaje de regreso fue animado, los de la cinco se llevaron mejor de lo que esperaba con los nuevos.

Lo extraño eran mis sueños.

El calor de las antorchas danzaban en las paredes de mi estancia. El corazón me latía como un colibrí. Retorcí las manos en mi regazo, ansiosa por lo que esa noche acontencería. Mis damas continuaron preparándome, el susurro de la ropa y suspiros de anticipación llenaban la sala mientras las últimas puntadas aseguraban mi vestidura nupcial.

Esa noche, me había permitido el lujo de un atuendo más extravagante: seda morada. Demasiado pretencioso de mi parte quizá, seguro que habría comentarios sobre mi elección de vestido, pero era mi noche de bodas y mi matrimonio era el futuro de Esparta, ahora que mi padre había muerto.

Toqué el collar que me regaló antes de su exilio, aún dolía el pensar la manera tan horrible y deshonrosa de su muerte, pero su mente ya estaba completamente quebrada. Había sido lo mejor.

Podía escuchar desde el patio los ecos de la música y los hombres celebrando, y una sonrisa se me escapó al pensar en mi futuro esposo allí con ellos. Pronto subiría para completar el epíclesis. Ambos pertenecíamos a la misma familia, así que el secuestro solo sería de un ala a la otra del palacio, pero el acto en sí mismo sería lo uncio que importaba.

Me concentré en el reflejo frente a mí, a riesgo de sonar orgullosa, me veía magnifica.

—La diosa Hera la bendecirá en esta unión, princesa —dijo una de mis damas mientras ajustaba con cuidado la corona de laurel en mi cabello oscuro—. Y la diosa Afrodita la dotado de una belleza y encanto que solo usted posee, nuestro señor estará maravillado.

Asentí con gratitud, observando el reflejo de la corona que simbolizaba la pureza y la fertilidad. Mis manos, aún nerviosas, se apretaron ligeramente contra mi vestido.

—La ceremonia será hermosa, mi señora. Fue una estupenda idea recitar los votos al amanecer, el dios Apolo seguro que estará complacido de que sea bajo su presencia que se realice una unión como esta —añadió otra dama, terminando de ajustar el velo que caía delicadamente sobre mi rostro—. Estoy segura que así como ilumina el manto celestial, también iluminará el camino de su felicidad.

Cerré los ojos por un instante.

—Eso espero —murmuré llevando la mano a mi pecho en un vano intento por calmar los latidos acelerados de mi corazón.

Las carcajadas y gritos de guerra se sintieron al otro lado del pasillo. Mis damas chillaron histéricas y ansiosas, me puse de pie, dando una última mirada al reflejo para asegurarme que todo estuviera en orden.

La puerta se abrió con fuerza, revelando la figura imponente de mi prometido. Su rostro, marcado por la seriedad de un guerrero, se iluminó al verme, aunque no lo demostró. Pocos tenían el privilegio de notar esos pequeños cambios en él.

Se acercó, sus ojos fijos en los míos. Podía escuchar los murmullos de mis damas, sus risitas tontas y comentarios como un eco lejano. Detrás suyo apenas podía ver la figura de los soldados, la mayoría ebrios, que lo apresuraban a comenzar el ritual.

—Es hora —murmuró, y fue la única advertencia.

Me sujetó por la cintura y me arrojó sobre su hombro. El impacto me hizo jadear, pero me recompuse rápidamente. La sorpresa momentánea se apoderó de mí antes de que la emoción y la anticipación me invadiera.

La estancia se desvaneció mientras él avanzaba con paso seguro hacia la puerta, dejando atrás la risa y cuchicheos de nuestra audiencia. La seda morada de mi vestido ondeaba con cada paso, y el tintineo de las joyas resonaba en sintonía con el batir de mi corazón.

La algarabía del patio, con la música y los gritos de celebración, se filtraba por la entrada, y supe que la verdadera festividad estaba en pleno apogeo.

Me llevó con paso firme, sin una palabra, como si la solemnidad del momento requiriera el silencio. Los ecos de nuestros pasos se unían al murmullo de la música y los cánticos. Pronto, dejamos atrás el pasillo y nos adentramos en el bullicio del patio.

Los que se habían quedado afuera, aún celebrando con ánimos exaltados, se apartaron al notar nuestra llegada. La multitud abrió un camino para nosotros, soltando gritos de todo tipo.

Nos dirigimos a un ala exterior, donde el banquete ya estaba preparado.

Me depositó con gracia en el suelo, pero su mano permaneció en la cintura. Los sacerdotes, con túnicas sagradas, nos dieron el permiso para sentarnos. Y allí, en la mesa principal, el banquete fue más tranquilo de lo que esperaba, quizá porque esta no era una boda cualquiera y debían mostrar a sus futuros reyes el debido respeto.

La mesa estaba repleta de manjares, desde la carne asada hasta las olivas y el queso, mientras el vino fluía abundantemente. Los sirvientes se apresuraban a atender nuestras necesidades, manteniendo las copas llenas y retirando los platos vacíos. Los ecos de las flautas y tambores se mezclaban con las conversaciones animadas de los invitados.

Mi ahora esposo mantenía una presencia imponente, su mirada vigilante sobre los presentes, mostrando la seriedad que le caracterizaba, pero había sostenido mi mano en todo momento, prodigando suaves caricias a pesar de lo curtido de su piel.

Podía sentir la mirada de los ancianos y sacerdotes sobre nosotros, asentían y conversaban entre ellos, felices por nuestra unión, esperaba. Al acabar la cena, se levantaron, anunciando el momento que más nerviosa me tenía.

Con las bendiciones de los ancianos resonando en mis oídos, nos pusimos de pie. La multitud se abrió paso respetuosamente, permitiéndonos avanzar.

Tomados de la mano, cruzamos el patio iluminado por antorchas. Los músicos continuaban tocando melodías suaves, creando una atmósfera que oscilaba entre la solemnidad y la anticipación. Mientras caminábamos, pude sentir la mirada curiosa y casi pícara de los presentes.

Nos dirigimos hacia la parte más interna del palacio, donde la luz de las antorchas se volvía más tenue y la privacidad se convertía en nuestro único acompañante. Los sirvientes habían preparado el camino con pétalos de flores, creando un sendero fragante y colorido.

Los sacerdotes nos escoltaron hacia la habitación nupcial, recitando oraciones y bendiciones a medida que avanzábamos. Mis emociones fluctuaban entre la emoción y la ansiedad, pero el apretón reconfortante en mi mano me recordaba.

Al llegar a la puerta de la habitación, los sacerdotes se detuvieron y nos miraron con solemnidad. Mis damas, que nos habían seguido discretamente, esperaban a una distancia respetuosa. El silencio pesaba en el aire, solo roto por el suave murmullo de las antorchas y las lejanas notas de la música.

Mi esposo me dedicó una mirada cálida antes de girar la perilla y abrir la puerta.

Hubo un destello de luz, y la imagen cambió completamente. Era casi el amanecer.

Los pies se me hundieron en la tierra rugosa mientras caminaba hacia el altar. El vestido, era bastante sencillo en comparación al que había usado la noche anterior, hecho de lino, rozaba el suelo con cada paso, y la corona de laurel en mi cabeza me recordaba la pequeña victoria que era para mí haber logrado esta unión tan beneficiosa.

Estaba agradecida de haber sido bendecida por los dioses.

El coro entonó cánticos sagrados, llenando el aire con melodías que reverberan en los muros de la poderosa Esparta.

Y en ese momento, camino al altar, el corazón me latía con la misma fuerza que la noche anterior. Aún me temblaban las piernas al pensar en la noche que habíamos pasado juntos.

Frente a mí, de pie con la misma solemnidad que cuando iba a una batalla, mi esposo estiró la mano para ayudarme a subir al atril. Sus músculos marcados resaltaron bajo la túnica escarlata, un recordatorio de la fuerza que garantiza la protección de nuestra patria. No pude haber elegido un candidato mejor para reinar.

Tomé su mano, apenas intercambiando miradas. No era necesario, el solo sentir el calor de su tacto era todo lo que necesitaba. Había tenido suerte, ¿cuántas mujeres podían decir que serían desposadas por su alma gemela?

Después de los votos, intercambiamos pulseras de hilo rojo. Las llamas de las antorchas parpadeaban a nuestro alrededor mientras el sacerdote invocó las bendiciones divinas. El aroma de incienso y el sonido lejano de la ciudad se mezclaron con la brisa cálida que acaricia nuestro rostro.

Bajo el cielo teñido de colores cálidos del amanecer, aquel día de primavera, mis sueños más dulces de amor se concretaron.

Me desperté al sentir el brusco movimiento de un bache. Estábamos aún en la camioneta, pero no sabía dónde estábamos puntualmente.

Me toqué el rostro, lo tenía lleno de lágrimas, pero no me sentía triste. Era más bien una felicidad nostálgica.

La textura rugosa de la tela que me envolvía me recordó al vestido de lino que llevaba en el altar. Mis ojos se posaron en mi mano, aun podía sentir el calor de la suya sujetándome con ternura.

Mis ojos parpadearon lentamente, ajustándose a la penumbra de la camioneta. Aún sentía el eco de la emoción en mi pecho, como si las huellas de ese sueño siguieran resonando en mi realidad. El ruido del motor y las luces de la carretera se filtraban por las rendijas de las ventanas.

Miré por la ventanilla y vi un paisaje que no podía asociar con ninguna época pasada. Edificios modernos, vehículos que circulaban por calles asfaltadas y luces parpadeantes en la distancia. El contraste con mi antigua vida en Esparta era abrumador.

Me recosté contra el asiento, tratando de procesar lo que acababa de vivir en mi sueño. Aunque sabía que era solo eso, un sueño, las emociones no se iban.

«Ok...me casé con Michael» pensé acariciándome la muñeca, como si aún pudiera sentir el hilo de la boda.

En su lugar, sentí algo más. Metal. Levanté la manga y vi la pulsera que Apolo me había regalado la primera vez que volé sola. El sol comenzaba a filtrarse tímidamente a través de las ventanas, arrojando destellos dorados en mi rostro.

Acaricié la pulsera con gesto distraído, la voz de Apolo resonaba en mi mente, su risa y sus ojos; poco a poco, todo él apoderándose del espacio que ahora le correspondía.

Resoplé divertida. Incluso cuando no estaba ahí, el muy intenso y acaparador tenía que ser el centro de todo. Levanté la vista para ver el cielo, sonreí al sentir los rayos del sol acariciándome con ternura.

Me sentí mal por dejar que ese sueño me hiciera olvidar, aunque fuera solo un instante, que ahora él era el amor de mi vida. Cerré los ojos, intentando alejar por completo las imágenes que había visto. El corazón me latía con fuerza, y en la penumbra de mis párpados, no podía evitar seguir viendo aquella boda.

Había sido tan feliz, entonces ¿por qué seguía sintiendo que algo malo pasó? ¿Por qué mi alma seguía llorando, por qué me sentía tan enojada, resentida y triste al pensar en Klaus?

—¿Estás bien, Darlene? —preguntó Héctor desde el asiento delantero, rompiendo el silencio.

Abrí los ojos, encontrándome con la mirada expectante de Clarisse en el espejo retrovisor.

—Sí, estoy bien. Solo fue un sueño extraño —respondí con una sonrisa forzada.

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Llegar al campamento fue como regresar a casa después de una larga travesía. Y también, valió otra celebración.

Nos recibieron con vítores y abrazos.

—Muy bien hecho, Darlene, y qué maravilla tantos nuevos campistas —dijo Quirón con aprobación.

Les dio la bienvenida a todos y se aseguró de darles un lugar en el campamento. Aunque eran segunda generación de semidioses, la mayoría iría a la cabaña de Hermes, sobre todo los que no eran descendientes de los Olímpicos.

—Me enteré de tu nuevo título —comentó Quirón dándome una sonrisa orgullosa—. Muy bien merecido.

Asentí agradecida. Aún se sentía extraño ser felicitada por ser líder de misión, aunque ni siquiera había sido una misión completamente. Me había ido porque sí, sin siquiera consultar al Oráculo.

¿De haberlo hecho? ¿Qué me habría dicho? ¿Me habría advertido del ataque sin necesidad de que hubiera tenido que buscar una visión?

Levanté la vista hacia la ventana del segundo piso de la Casa Grande. Ahora que lo pensaba, yo nunca había visto al Oráculo.

Los niños de la cabaña siete me taclearon en cuanto me vieron. Estallaron en risas y abrazos, que me llenaron el corazón.

—¿Y Michael? —pregunté pasando disimuladamente la mirada entre ellos.

—De misión —respondió Will encogiéndose de hombros.

—Algo sobre papá pidiéndole que encuentre su lira —agregó Kayla—, se lo pidió hace dos días y se marchó junto con los Stoll.

Fruncí el ceño. ¿Apolo le vino a pedir que buscara su lira, su amadísima lira que nunca jamás en la vida, dejaba sin la debida supervisión porque ahora "la había perdido"? ¿Justo cuando yo estaba por llegar al campamento luego de que me devolvieran el vínculo?

Sí, y yo era una rubia modelo de 1,80.

Negué con la cabeza. Le pedía que me dejara resolver esto a mí, y se ponía a evitar que Michael y yo nos viéramos.

Después de la cena, el campamento se sumió en una mezcla de entrenamientos, actividades y risas alrededor de la fogata. Me sentía algo abrumada de repente, el campamento era volver a convivir con el pasado griego en pleno apogeo. Todo a mi alrededor me gritaba a la cara: Esparta.

Me alejé discretamente del bullicio y me dirigí a mi cabaña. Estaba agotada y quería tranquilidad. Me senté en la cama, disfrutando del aroma a perfume y la conocida comodidad de mi acolchado favorito.

No supe en qué momento me quedé dormida.

El aroma a hierbas y aceites llenaba la estancia mientras me aferraba con fuerza a los bordes de la cama. 

El ruido de las voces y los pasos apresurados resonaban en mis oídos, pero mi atención estaba centrada en la agonía que se retorcía en mi vientre. Envuelta en sábanas blancas, con mi larga túnica ceñida al cuerpo por debajo del pecho, trataba de mantener la compostura. 

Me temblaban los labios, pero no podía permitirme mostrar debilidad. 

—Es una mujer espartana, su majestad —me repetía una de las comadronas mientras los dolores aumentaban en intensidad—, usted puede hacerlo.

Entre mis manos, apretaba con fuerza una pequeña estatuilla de Ilitia. Mis rezos se mezclaban con los gemidos que escapaban de mi garganta, y sentía la humedad de mi propio sudor empapando mi frente. 

—¡Empuje, mi reina!

Siguiendo sus indicaciones, dejé que la fuerza de la naturaleza se apoderara de mí, intentando canalizarla hacia el milagro que se gestaba en mi interior.

Los minutos se hicieron eternos, pero finalmente, el llanto agudo de un recién nacido llenó la sala. Un suspiro colectivo de alivio recorrió la estancia, y una sonrisa de triunfo se dibujó en los rostros de las mujeres presentes. Sonreí a pesar del agotamiento, y caí rendida en la cama.

Con cuidado, una de las matronas envolvió al bebé en su primera túnica, un blanco impecable que anunciaba su noble linaje. Sus ojos, aún nublados por la llegada a este mundo, miraron los míos con curiosidad y fragilidad. 

Escuché a las mujeres dejándonos a solas, no les presté atención. Aunque el cansancio pesaba en cada fibra de mi ser, la alegría y el amor que sentía al sostener a mi descendencia eran un bálsamo que aliviaba cualquier dolor. 

El tintineo de las armaduras resonaba en la distancia cuando la puerta se abrió con cautela, revelando la figura imponente de mi esposo. Su mirada intensa se encontró con la mía, y un destello de alivio iluminó sus ojos al verme sana y con nuestro hijo recién nacido en brazos.

La habitación estaba impregnada de una calidez que solo el nacimiento de una nueva vida podía otorgar. Se acercó con paso firme, su capa roja ondeando detrás de él. Sus rasgos, tallados por los rigores de la guerra y la sabiduría, se suavizaron al ver la escena ante él.

—Mi reina, mi amor —susurró, su voz resonando con reverencia, colocó una rodilla en el suelo a un costado de la cama, me tomo de la mano y la besó—. Has llevado a cabo un acto de gran valor, estoy eternamente agradecido por ello.

Mis ojos encontraron los suyos, y en ese momento, el lazo que unía nuestras almas se fortaleció. Observó al bebé con orgullo y se lo entregué. 

—Nuestro hijo será fuerte, valiente y honorable, al igual que sus padres y antepasados —declaró con convicción, acariciando suavemente la mejilla del recién nacido—. En nombre de los dioses, yo te nombro: Plistarco.

La cálida luz del sol se filtraba a través de las cortinas, iluminando la habitación, anunciando la llegada de un nuevo día así como el nacimiento de mi hijo anunciaba una nueva era.

Plistarco, así lo nombró, parecía tranquilo en los fuertes brazos de su padre, ajeno al tumulto de emociones que se desataba a su alrededor.

La habitación vibraba con un silencio solemne, roto solo por el suave susurro de las vestiduras de mi esposo al levantarse. 

—Leónidas —lo llamé y él me miró con tanto amor que me llenó el alma—. Te amo.

Al abrir los ojos no pude evitar llorar.

Un sollozo escapó de mi garganta, y las lágrimas empañaron mis ojos mientras el dolor de la pérdida me envolvía. Todo se desvaneció como un suspiro, dejando solo un vacío penetrante en mi pecho.

Mi corazón latía con una angustia que no podía comprender. La cama, la cabaña, el campamento, todo parecía opaco y despojado de la vitalidad que había experimentado en sueños.

La realidad me azotó como un látigo, y me sentí tan perdida. Completamente vacía.

Había estado casada con el rey Leónidas I de Esparta, había tenido un hijo con él. Habíamos sido tan felices juntos. Pero no me hacía falta seguir soñando para saber el final de esa historia: murió en la batalla de las Termópilas.

Cerré los ojos con fuerza, como si pudiera borrar la brecha entre el sueño y la vigilia, como si pudiera volver a abrazar a Plistarco y revivir la calidez de ese momento fugaz.

Mis manos temblaban buscando algún consuelo, pero nada lograba calmar el dolor que estaba sintiendo. Un sollozo escapó de mi garganta, me volteé de costado, para acallar el llanto con la almohada. Me aferré a la manta, deseando desesperadamente que el sueño no hubiera terminado.

«Necesito...necesito...» mi mente era incapaz de hilar un pensamiento coherente.

Me incorporé lentamente, sintiendo la pesadez en mi pecho. La habitación, ahora iluminada por la luz tenue de la luna, estaba impregnada de un silencio roto solo por mi sollozo ahogado. Me sequé las lágrimas con rabia, frustrada por la intensidad de las emociones que seguían invadiéndome.

«Necesito a Michael».

Me abracé a mí misma, sin poder parar de llorar cada vez más.

—¿Dari? —Levanté la mirada y me encontré a Silena observándome con preocupación—. ¿Qué pasa?

Incapaz de articular palabras, solo la miré con ojos llenos de lágrimas. Sin decir nada, se sentó a mi lado y me envolvió en un abrazo reconfortante.

Su abrazo, aunque no podía llenar el vacío en mi corazón, proporcionó un consuelo momentáneo.

—¿Quieres hablar de eso? —preguntó Silena con dulzura.

Negué con la cabeza. No, no quería hablar de esto con nadie más, solo con Michael. Solo quería verlo a él.

Me sentía tan mal, todos estos sentimientos eran demasiado y solo los había tenido por poco más de una semana, él los tenía hace cuatro años. ¿Había soportado tanto por mí? ¿En silencio?

Este juego de las moiras se sentía como una tortura.

Sentí una sensación caliente en el brazo, levanté la manga para ver la pulsera de Apolo y encontré la fuente de dicho calor: un nuevo dije. Una nomeolvides.

Rompí en un llanto desgarrador. 

No tenía forma de olvidarlo, porque el sentimiento de culpa que me invadía era casi igual de doloroso o incluso más que el dolor de la pérdida.

Solo voy a decir...una canción para presentar:

"Espera, ¿Apolo, el dios del sol, es el que va a entrar?
¡Entonces le partiré la cara a ese dios de mierda!"

Donde viven las personas más poderosas de la historia humana.
Nacidos para luchar y para triunfar en la batalla, al grito de:
¡Esparta! ¡Esparta!
Rendirse no, no, no, jamás.
Sin inclinar la cabeza ante nadie, hace rugir la grada, el rey más poderoso:

¡LEÓNIDAS!

Y del lado de los dioses desaparece la oscuridad,
deslumbrando a todos con una luz celestial.
Adorado por muchos, alguien digno de admirar;
¿o quizás es por su arco con el que pudo matar, a la Pitón? No.
¿O por su melodía con la lira? Pues no, no, no.
Es por su fuerza y belleza, hoy viene con todo:

¡EL DIOS DEL SOL, APOLO!

Y sin más dilación...que comience...

¿Voy a admitir que mi elección de vida pasada estuvo influenciada por la batalla de Apolo y Leónidas en Shuumatsu no Valkyrie?

En realidad, cuando empecé la historia no tenía ninguna intención de adentrarme en lo que fue la vida pasada de Dari y Michael. A medida que fue avanzando, me di cuenta que merecía una mención, pero no sabía qué hacer con ellos. Pensé muchas ideas, pero ninguna encajaba del todo.

Cuando vi la pelea en SNV pensé en que Dari fuera una hija de Leónidas (inventada porque que yo sepa, solo tuvo un hijo), y cuando empecé a investigar, me di cuenta que la personalidad de Dari como la de Michael encajaban en Gorgo y Leónidas.

Creo que solo una personita en comentarios adivinó quienes eran. ¡Felicidades!

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