008.ᴀʟʙᴀʜᴀᴄᴀ
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ᴀʟʙᴀʜᴀᴄᴀ
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━━━ 9 de Marzo
UNO PENSARÍA QUE SER UNA ADOLESCENTE ya tiene muchos cambios corporales que atravesar.
La maldita adolescencia me había comenzado a atacar por completo en algún punto de mitad de año y ya no reconocía del todo mi cuerpo.
Mi madre había dicho que era todo normal y que era lógico que en algún momento pasara.
El tema es que cuando pensé que la pubertad mortal ya no podía darme más sorpresas, mi lado divino decidió que no era suficiente.
Lo peor, es que como no había más hijos semidioses de Eros, no había registros de que esto pudiera pasar, así que me tomó por completo desprevenida.
Creo que hasta mi primer período fue mejor que esto.
Apenas llevaba unas semanas lidiando con el nuevo don que Apolo me regaló cuando tuve el primer sueño que pude recordar.
Era otro diferente al que había estado teniendo sobre mí siendo perseguida. Un poco más nítido en comparación, pero las personas eran sombras sin rostro y sus voces sonaban distorsionadas.
Estaba en el estudio de un artista, había un enorme ventanal de donde se veían montañas rocosas a lo lejos.
Estábamos en lo alto de una cordillera, al menos a mil quinientos metros, y a nuestros pies se extendía un valle con una variopinta colección de colinas, rocas y formaciones de piedra rojiza.
A mi alrededor una pelea se había desatado, había monstruos y gritos y un incendio comenzaba a propagarse.
—¡Tenemos que ayudar a Dédalo!
«¿Dédalo?» pensé confundida «¿Cómo el inventor?»
—No hay tiempo ¡Vienen muchos más!
Una chica pelirroja se había colocado unas alas de bronce y ayudaba un niño de cabello negro con chaqueta de aviador a colocarse unas plateadas.
Otros dos se pusieron las suyas, y un chico me extendió unas.
—¡Ahora tú! —me indicó.
Pero yo las aparté.
—No las necesito —dije acercándome a la ventana.
El fuego griego se había apoderado de las mesas y los muebles, y se extendía también por la escalera de caracol.
—¡¿Qué estás haciendo, Dari?!
Yo también quería gritarme, pero seguí caminando hasta subirme al alféizar.
—¡Ninguno de nosotros sabe cómo volar! —gritó el otro chico.
—Es sencillo —dije—, solo salten.
Sentí los gritos aterrados detrás de mí luego de que salté, pensé en el terror de la muerte y quería patearme por hacer algo tan estúpido, pero no fue eso lo que sentí.
Escuché como los otros saltaron tras de mí, y uno extendió las manos para alcanzarme.
Caímos en picado hacia el valle: directo hacia las rocas rojizas del fondo, y la sensación de plenitud me embargaba. Entonces comprendí la realidad, no era mi primera vez volando, era natural para mí.
—¡Darlene!
—¡Extiendan los brazos! ¡Manténganlos extendidos! —grité.
Me desperté sobresaltada por el ruido como de una bolsa abriéndose estruendosamente al viento y por la sensación de cosquillas en todo mi cuerpo. Había un peso sobre mi espalda, iba desde los omoplatos hasta por debajo de las rodillas.
Me arrastré temerosa para encender la luz de mi mesita de noche y ver qué era lo que me había despertado.
—¡Mierda! —jadeé sorprendida.
A mi alrededor, por el suelo y la cama, había plumas blancas que caían como si hubieran sido arrojadas desde el techo. Plumas que comenzaban a desvanecerse.
Con mucho cuidado me levanté y me paré frente al espejo, quedé atónita por lo que estaba viendo.
Tenía un par de alas enormes en la espalda, todas plumas grandes y pesadas que me hacían cosquillas en la piel.
—Genial, ahora soy mitad pájaro también —murmuré incrédula.
A pesar de todo, no podía apartar la vista de ellas. Eran tan bonitas. Iguales a las de papá.
Las toqué con temor. Eran tibias y podía moverlas como si fueran mis brazos, como un par de miembros extra de los que no me había percatado que poseía.
Algunas plumas eran muy largas y puntiagudas, como espadas afiladas. Otras, más suaves y redondeadas. Tomé una y tiré de ella hasta arrancarla, con lo que sentí un dolor tan grande que me hizo lagrimear.
Contemplé con asombro cómo permaneció en la palma de mi mano por un instante, y luego, lentamente, empezó a disolverse hasta que no quedó nada de ella.
No sabía cómo hacer para que desaparecieran, así que las plegué contra mi espalda todo lo que pude y me senté en el suelo frente al espejo.
La casa estaba en silencio. Tenía una nueva comprensión de mí misma, una más que agregar a la locura divina a la que ya estaba cada vez más acostumbrada. Todos los demás seguían siendo los mismos, y yo había cambiado, otra vez.
Me quedé toda la noche allí sentada, aturdida y asustada, tumbada con este conocimiento que era mucho más grande de lo que mi mente lograba comprender.
Me di cuenta de que no había dormido nada cuando los primeros rayos del sol entraron por mi ventana y acariciaron mi piel.
De repente, sentí un escalofrío que me recorría todo el cuerpo y el aire a mi alrededor se calentó tanto como un día de verano. Cerré los ojos sabiendo quién estaba por aparecer y no estaba segura si sería algo bueno o malo.
Hubo un silencio abismal, como el tipo de silencio que precede a una devastación.
—¿Qué te ha sucedido? —La voz sonó helada, carente de toda emoción.
Supe que sí era algo malo. Me puse de pie, las alas se estiraron hasta rozar el suelo siendo más grandes que mi altura.
Me giré hacia él, y noté su mirada.
Su rostro se endureció en una mueca de disgusto mientras me observaba de arriba abajo, deteniéndose principalmente en mis alas, y por primera vez en mi vida, realmente me sentí incómoda en mi propio cuerpo, como si hubiera algo malo en mí.
—No lo sé —respondí en voz baja.
—Te pareces...
—A mi padre —sentencié tratando de endurecer mi voz pese a que lo único que sentía era una angustia enorme en la garganta.
Aún así, no dejaría que él me hiciera sentir mal con esto. Era hija de Eros y siempre me sentí orgullosa de serlo, no iba empezar a flaquear ahora solo porque a este idiota le molestara.
Pero no pude evitar sentir que todo el avance que habíamos estado haciendo ahora estaba en la basura.
Sobre todo porque no podría cambiar esta nueva faceta de mí, y Apolo, quién durante días me había hecho pensar que él comenzaba a aceptar que yo no era Eros, ahora demostraba que en realidad, seguía viendo en mí al dios que despreciaba.
Sabía que Apolo no era un dios que aceptaba fácilmente los cambios, sobre todo cuando estos afectaban su visión del mundo.
Se acercó y observó las alas con detenimiento. Su expresión se volvió más acentuada, casi como si sintiera asco.
—Justo cuando pensé que podía ignorar tu herencia —murmuró con desprecio—, la vida sigue recordándome de quién eres hija.
Quería llorar porque de verdad estaba logrando hacerme sentir como si fuera un fenómeno. No había escuchado jamás de semidioses con herencias físicas tan divinas, y empezaba a cuestionarme qué dirían los demás cuando las vieran.
Pese a eso, levanté la barbilla mirándolo a los ojos. Después de todo, tal como me dijo mi abuelo: "Nadie debería hacerme sentir mal sin mi consentimiento."
Si a Apolo le molestaban mis alas, bien podía irse por donde vino y dejarme en paz de una vez.
—Quizá ese fue tu problema —espeté casi con la voz rota y sintiendo mis ojos llenarse de lágrimas—, nunca dejaré de ser hija de Eros, te gusté o no.
Apolo me miró a los ojos, y había algo parecido al dolor. Cómo si él mismo supiera que tenía razón, pero sus sentimientos y recuerdos de lo que le hizo mi padre fueran más grandes de lo que él quería admitir.
Se alejó sin decir nada más, hubo una luz brillante que encandiló toda la habitación, me cubrí el rostro para evitar ver su forma divina y evitar ser calcinada por ella.
Cuando la luz se apagó, estaba sola y sintiéndome vulnerable.
Pero también noté en el escritorio una planta de albahaca, con sus flores púrpuras algo marchitas.
Me acerqué a ellas, mirándolas con dolor.
Mi abuelo había hecho un comentario de broma hace unos años atrás, cuando vivíamos en Milán.
Una señora le había regalado a mi mamá un ramito de albahaca como símbolo de bienvenida puesto que acabamos de mudarnos. Ella había sido muy amable, mamá amaba las plantas que se pueden usar en la cocina.
Pero mi abuelo había bromeado sobre que si el regalo nos lo hubieran dado unos cien años antes, deberíamos habernos sentido ofendidos por tal grosería.
—Ahora una planta de albahaca es un buen regalo, es una especie deliciosa en las comidas, pero... —había dicho leyendo el diario—, en la época victoriana era un símbolo de aborrecimiento.
Entendía que Apolo siguiera resentido con mi padre, pero de verdad pensé que estábamos empezando a llevarnos bien.
Me sentí herida por el gesto, y al mismo tiempo, llena de rabia.
Entonces sentí el peso de mis alas desaparecer. No estaba segura de qué las hizo replegarse y en ese momento, no estaba interesada en saberlo tampoco.
Tomé la maceta y salí de mi habitación.
Estaba por hacer caso a la orden de mi padre, y esta en particular, iba a ser ofrenda para Eros en una hoguera.
Apolo dando un paso adelante y tres atrás. Este señor no aprende que tiene que dejar ir el odio hacia Eros.
En su defensa, él ya reconoció anteriormente que aún se sentía de esa manera y lo estaba intentando, pero pues...ver las alitas de Dari lo hizo volver a sentir desprecio.
Pero ya debería haber aprendido que Dari no es Eros.
Con respecto a la flor del capítulo anterior, vi que nadie atinó al significado. Al menos del libro que estoy basandome, la rosa salvaje significa "te seguiré a todas partes".
No sirvió mucho porque ahora Apolo la cagó de nuevo, pero ya veremos como lo arregla.
Meme time:
Ustedes hoy
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