
014
LA NOCHE EN EL PALACIO DE MÓNACO ES MÁGICA. Las luces de las lámparas de cristal se reflejan en los mármoles pulidos, creando un ambiente de ensueño, como si el tiempo se hubiese detenido en una pintura antigua.
Los aromas de perfumes caros y flores frescas se entremezclan en el aire junto al murmullo elegante de conversaciones en varios idiomas.
El tintineo de las copas de champán es constante, un eco suave que acompaña las risas y las melodías del cuarteto de cuerdas que toca en un rincón del salón.
Estoy aquí, en medio de este escenario deslumbrante, pero me siento como si estuviera en una burbuja de cristal, separada del mundo, observando todo desde la distancia.
Hay algo en estas noches de gala que me vuelve introspectiva, como si cada brillo externo pusiera en evidencia mi propio desconcierto interno.
Alma está a mi lado, radiante. Su vestido azul noche resalta sus ojos como zafiros iluminados bajo la luz de los candelabros. Su porte es sereno, casi majestuoso, pero su mano en la mía es un ancla, cálida y firme.
—Respira, Alex —me susurra, con esa voz suya que siempre logra calmarme—. Recuerda por qué estamos aquí. Este evento no es solo para celebrar los logros, sino para honrar los caminos recorridos, los obstáculos vencidos. No solo somos atletas... somos mujeres que han abierto puertas para otras.
Asiento, tragando el nudo que amenaza con cerrarme la garganta. Tiene razón, pero es difícil concentrarse. Porque sé que él está aquí. Carlos.
Mi pecho se contrae cuando mis ojos lo encuentran al otro lado de la sala, conversando con un Charles.
Carlos lleva el esmoquin con una naturalidad que siempre le envidié, y su risa, esa risa clara y contagiosa que tantas veces me envolvió, flota hasta mí como un recuerdo traicionero. Lo miro, y durante un segundo, siento que el tiempo se pliega sobre sí mismo.
Veo a aquel Carlos que me tomaba de la mano en los atardeceres del sur, el que recitaba versos de memoria cuando creía que nadie lo escuchaba.
—Mira a tu alrededor, Alex —dice Alma, su tono suave pero insistente, devolviéndome al presente—. Cada persona aquí tiene una historia. Una cicatriz. Un sueño roto y vuelto a construir. No estás sola.
Sigo su mirada. Una mujer menuda con el cabello canoso luce medallas olímpicas mientras explica con pasión una anécdota a un grupo atento.
Más allá, un científico con una bata blanca ligeramente arrugada gesticula con entusiasmo, hablando sobre un descubrimiento reciente. Cada rostro es una historia en sí mismo.
Pero aún así, no puedo evitar sentir que me ahogo.
—Voy a subir un momento —le digo a Alma, intentando sonreír—. Necesito un poco de aire.
—Ve. Te espero aquí —responde, apretándome la mano.
Subo las escaleras de mármol, cada peldaño un eco contra mis pensamientos. El piso superior está más tranquilo, casi silencioso. Los sonidos del salón quedan ahogados por los tapices gruesos y las paredes altas.
Me acerco a una ventana y dejo que mi mirada se pierda en el horizonte. La ciudad de Mónaco brilla bajo el cielo nocturno, como una joya tendida sobre un terciopelo oscuro. Pero ni siquiera esta vista consigue apaciguar el torbellino de emociones dentro de mí.
Camino por el pasillo, con pasos lentos, descalza por capricho o necesidad, y de pronto, tropiezo con alguien.
—¡Oh! Perdón... —murmuro, alzando la vista.
Delante de mí, con una expresión amable y sorprendida, está la princesa Elodie.
Su vestido blanco es etéreo, casi como una nube bordada en perlas, y su cabello dorado cae en suaves ondas, algunas mechas sueltas enmarcando su rostro.
—No pasa nada —dice ella, con una sonrisa cálida—. Estos pasillos tienen su propia voluntad, créeme. Yo también he tropezado con ellos muchas veces.
Me ruborizo, sin saber bien cómo reaccionar. Estoy frente a una figura pública, una mujer admirada por su elegancia y carácter, y sin embargo, hay algo desarmantemente cercano en su mirada.
—Me llamo Alex —logro decir, sintiendo que lo único sensato que puedo hacer es ser yo misma.
—Elodie —responde, estrechando mi mano—. Y aunque no lo parezca, también necesito escapar de vez en cuando. Estos eventos pueden sentirse... demasiado.
Ambas reímos. Algo se afloja dentro de mí.
—Ven, acompáñame —me dice—. Hay un rincón secreto aquí arriba, desde donde puedes ver toda la ciudad. Es mi lugar para respirar.
La sigo. Mientras caminamos, me cuenta pequeñas historias del palacio: cómo, de niña, se escondía en las bibliotecas para leer novelas de aventuras, o cómo organizó en secreto una exposición de arte moderno en una de las salas históricas, provocando un pequeño escándalo.
Me habla de sus sueños frustrados de ser pintora, de sus intentos por equilibrar tradición y modernidad. Y yo, sin notarlo, comienzo también a hablar. De Carlos. De los silencios que siguen a las despedidas.
De las amapolas blancas que crecían junto a mi casa y que ahora simbolizan tanto para mí.
—Las amapolas blancas... son hermosas, pero también frágiles —dice Elodie, pensativa—. Como el amor, sí, pero también como la esperanza.
Le hablo de Alma. De cómo su amistad ha sido el hilo que ha mantenido unida mi historia. De cómo, a veces, me siento una impostora entre tanta grandeza.
—Todos nos sentimos así en algún momento —responde—. Pero es en esos espacios inciertos donde nace lo verdadero. Cuando nos permitimos ser vulnerables, encontramos nuestras alianzas más sinceras.
Nos quedamos un rato en silencio, observando las luces parpadear en la ciudad. Luego, ella me toma de las manos.
—La vida no siempre nos da respuestas, Alex. Pero nos da personas. Y a veces, eso es suficiente. Tú tienes a Alma. Y ahora, si lo permites... también me tienes a mí.
Sus palabras me atraviesan con una ternura inesperada. Asiento, y por primera vez en mucho tiempo, siento que puedo respirar profundamente.
—Gracias, Elodie.
—Vamos, aún hay noche por vivir —dice, guiándome de regreso.
Al bajar, me presenta a varias personas. Me siento menos intimidada ahora, más abierta. Escucho a un científico hablar sobre células madre como si contara un cuento.
Conozco a una artista que dibuja las emociones que no puede nombrar. Descubro historias en cada rostro, y dejo que las mías se entrelacen con ellas.
Cuando bajamos juntas las escaleras, siento que algo dentro de mí ha cambiado. Más ligero. Más claro. Al llegar al salón principal, el bullicio me envuelve de nuevo, pero esta vez no me siento tan fuera de lugar. Camino junto a Elodie con paso más firme.
—Ven —le digo—. Quiero presentarte a alguien.
Busco entre la multitud hasta encontrar a Alma, que conversa animadamente con una mujer de cabello recogido. Cuando me ve, se excusa con una sonrisa y camina hacia nosotras.
—Alma —digo, emocionada—, ella es Elodie.
—¿Elodie? —pregunta Alma, sorprendida por la familiaridad de mi tono.
—La princesa Elodie —aclaro, con una sonrisa tímida.
Elodie ríe suavemente y extiende la mano.
—Solo Elodie, por favor. He oído hablar de ti, Alma. Y si Alex confía en ti, sé que eres especial.
Alma estrecha su mano, visiblemente honrada pero también con ese aplomo que siempre ha tenido.
—El gusto es mío. Cualquiera que ayude a Alex a respirar en esta noche, merece mi gratitud eterna.
Nos reímos las tres, y por primera vez en la noche siento que la conexión entre nosotras no es casualidad, sino destino.
—¿Y ahora qué hacemos? —pregunta Alma, con una chispa traviesa en los ojos.
—De hecho —dice Elodie—, me muero por un buen descubrimiento. ¿A quién más deberíamos conocer?
Como respuesta, Alma nos guía a través de la sala.
—Esta noche hay talento por todas partes. Pero quiero que conozcan a alguien muy especial.
Nos conduce hacia un rincón elegante donde una mujer de piel dorada y mirada profunda conversa con un grupo pequeño. Su voz tiene una musicalidad hipnótica incluso al hablar. Cuando nos acercamos, levanta la vista y sonríe con naturalidad.
—Clara —dice Alma—, te presento a Alex... y a Elodie.
—¿La Elodie? —pregunta Clara, con una ceja en alto, luego guiña un ojo—. Encantada.
Nos saludamos con calidez. Clara no necesita presentación formal. Su nombre ya es conocido, y su voz —esa voz que ha llenado estadios— tiene el don de tocar el alma.
—¿Cómo es que terminamos todas juntas esta noche? —pregunta Clara, tomando su copa.
—Por necesidad —dice Elodie, con una honestidad serena—. Por buscar aire, creo.
—Y por instinto —añado—. A veces el corazón sabe cuándo estás con personas con las que puedes bajar la guardia.
Nos apartamos a un salón contiguo, más tranquilo, con una iluminación tenue y sillones que invitan a quedarse. La conversación fluye con una facilidad casi mágica.
Clara nos cuenta sobre sus giras, sobre escribir desde el desgarro y cantar desde la esperanza. Elodie comparte momentos de infancia escondida entre los corredores del palacio, deseando escapar hacia algo real.
Alma y yo hablamos de nuestras batallas en el deporte, de las heridas que no se ven pero que pesan.
Y de a poco, se va dibujando algo entre nosotras. Un hilo invisible que nos conecta más allá de nuestras profesiones, más allá de los vestidos y el escenario de lujo.
—¿Se dan cuenta? —dice Clara, con una sonrisa inclinada—. Esto no pasa todos los días. Cuatro mujeres completamente distintas, encontrándose como si lo necesitaran.
—Como si ya nos conociéramos de antes —añade Alma.
Elodie asiente.
—Quizás porque lo auténtico reconoce lo auténtico.
Alzamos las copas, sin necesidad de un brindis preparado. Solo el gesto. Solo la mirada compartida. Y en ese instante, sé que algo importante ha comenzado.
No una alianza pública. No una simple amistad. Es una complicidad silenciosa entre mujeres que han sobrevivido a lo suyo, y que ahora se encuentran, no para salvarse, sino para acompañarse.
Carlos sigue en la sala. Todavía no lo he enfrentado. Pero por primera vez en mucho tiempo, no me da miedo.
Porque ahora tengo a Alma, mi roca incansable. Tengo a Elodie, con su gracia y su verdad. Y a Clara, cuya voz canta incluso cuando guarda silencio.
Y eso basta.
Eso lo cambia todo.
La música suave se entrelaza con el murmullo constante de las conversaciones, como un tejido invisible que envuelve el salón con elegancia y falsas sonrisas.
Camino entre los invitados, con una copa a medio llenar en la mano, aún envuelta en la calidez de ese encuentro con Alma, Elodie y Clara. Me siento distinta. Más firme. Más entera. Como si, por fin, algunas piezas hubieran comenzado a encajar dentro de mí.
Pero entonces, lo veo.
Carlos.
Está de pie al otro lado del salón, impecable en su traje oscuro, como salido de una fotografía antigua donde todo es hermoso y lejano. Junto a él, una mujer rubia, alta, de sonrisa perfecta y una postura que parece ensayada frente al espejo mil veces: Rebecca.
Esa Rebecca.
La misma que adorna las portadas de las revistas, que se convierte en trending topic con solo pestañear. La mujer con quien, según el relato oficial, Carlos construye una vida.
El cuento de hadas moderno donde los dos parecen protagonistas impecables, amados por las cámaras y por la gente que solo ve lo que quiere ver.
Ella brilla. Como si la noche hubiera sido diseñada para destacar su luz. Un vestido escarlata que se ajusta como una segunda piel, labios perfectamente delineados, y esa mirada calculada que no deja grietas.
Pero Carlos... Carlos no encaja del todo en esa imagen. Luce perfecto, sí, pero hay algo en su porte que me sacude: una rigidez apenas visible en sus hombros, una tensión que traiciona la sonrisa discreta que intenta mantener. Como si estuviera conteniendo algo más profundo. Algo que sólo yo sabría reconocer.
Y entonces ocurre.
Rebecca le roza el brazo. Carlos no se aparta. Ella se inclina y le susurra algo al oído. Él asiente. Y aunque esta coreografía me es familiar, esta vez arde.
Porque ahora sé lo que hay detrás del telón. Sé lo que se esconde bajo cada gesto.
Carlos me ve.
Nuestros ojos se encuentran, y el tiempo se repliega, se silencia. Por un instante, el mundo entero desaparece. Su mirada no es casual. No es distante. Es la mirada de alguien que está conteniendo un mar entero en el pecho. Agua densa. Inmóvil. Insoportable.
Pero no basta. Porque él está con ella. Aquí. Ahora. Delante de todos. Como si nada hubiera pasado. Como si lo nuestro nunca hubiera existido.
Dejo mi copa sobre una bandeja sin siquiera mirar. Me abro paso entre los invitados sin rumbo claro, con la sensación de que el aire se ha vuelto demasiado denso para respirar.
Cada paso es una traición de mis propias fuerzas. El pecho me arde. Los ojos me escuecen.
Llego al pasillo. Cruzo sin saludar, sin responder a los murmullos ni a los rostros que se giran. Mis pies me llevan, casi por instinto, hasta la puerta del baño.
Entro. Cierro. El sonido del cerrojo al encajarse es un eco frío en el silencio.
El tocador está vacío. Silencioso. Casi irreal. Como si el tiempo hubiera decidido pausar solo para dejarme caer.
Me apoyo contra el lavamanos, clavando los dedos en el mármol como si eso pudiera anclarme a la realidad. Y entonces, las lágrimas.
Primero una.
Luego otra.
Silenciosas. Implacables.
El maquillaje se rinde ante la sal del dolor. En el espejo, mi reflejo es el de una extraña. Una mujer rota que no se parece en nada a la que bajó esas escaleras convencida de que podía con todo. Esa mujer se ha quedado atrás. Yo soy apenas lo que queda.
Y entonces, la puerta se abre.
No necesito girarme.
Carlos.
Puedo sentir su presencia antes de escucharlo. La vibración sutil de su paso. El temblor que me atraviesa la espalda.
Me doy la vuelta. Lo veo. Allí está. Detenido, a medio camino entre la puerta y mi abismo.
—No deberías estar aquí —digo, pero la voz me sale rota, sin fuerza.
—Vi cómo te fuiste —responde, cerrando la puerta con una suavidad que contradice la tormenta en su mirada.
—Y decidiste seguirme. Como si eso pudiera arreglar algo.
Carlos da un paso. Luego otro. Pero se detiene. Mantiene una distancia prudente, como si temiera que un solo movimiento en falso pudiera derrumbarlo todo.
—No puedo seguir fingiendo —dice al fin—. Esta noche, esta fachada, Rebecca... todo esto es una farsa.
—¡Pero estás en ella! —le grito, sin poder contenerlo—. Estás aquí con ella. Jugando a la pareja perfecta mientras yo intento recomponerme con lo poco que dejaste.
Carlos desvía la mirada. Cierra los ojos. Su rostro se crispa como si cada palabra fuera un golpe.
—Es parte de un acuerdo —murmura—. Un contrato. Entre su agencia y Vasseur. Ella necesitaba una relación estable a ojos del público. Yo necesitaba mantener mi imagen limpia. No es real, Alex. Nunca lo fue.
—¿Y eso me lo dices ahora? —mi voz tiembla, pero no cedo—. Después de la carta. Después del silencio. Después de dejarme con mil preguntas y ninguna respuesta.
Se acerca más. Ahora está a menos de un metro. Siento su perfume, ese que conozco de memoria. Siento el aire cambiar.
—Te escribí porque pensé que era lo mejor. Pensé que si me alejaba, si cortaba de raíz... podría protegerte. De Vasseur. De sus amenazas. De lo que significaría para tu carrera que nos vieran juntos.
—No necesitaba que me protegieras. Necesitaba que me eligieras. Que te quedaras. Que lucharás por mí. Por nosotros.
Carlos no responde de inmediato. Lo veo debatirse por dentro, como si cada palabra que no dice lo estuviera consumiendo.
Y entonces me besa.
No hay advertencia. Solo el roce de sus labios, cargado de una urgencia desesperada. Su boca busca la mía con una mezcla de dolor, deseo, culpa y amor.
Sus manos rodean mi cintura y, por un instante, todo el dolor desaparece. Soy la Alex de antes. La que creía que el amor bastaba. La que creía en futuros posibles.
Pero no. No esta vez.
Lo aparto. Suavemente. Con firmeza. El beso se rompe como un cristal arrojado al suelo.
—No puedes hacer esto —digo, y siento que mi voz es apenas un susurro sostenido por la rabia y la dignidad—. No puedes besarme como si todo estuviera bien, cuando tú mismo decidiste que no podía ser.
Carlos cierra los ojos. Dolido. Silencioso.
—Lo dijiste en la carta —continúo—. Dijiste que Vasseur tenía demasiado poder. Que nuestras carreras dependían de su silencio. Y aun así, te presentas aquí con ella como si yo fuera solo un capítulo cerrado.
—Nunca fuiste un capítulo —responde, con voz apenas audible—. Eres toda mi historia.
Siento que me falta el aire.
—Entonces, ¿por qué no luchaste? ¿Por qué firmaste ese contrato? ¿Por qué no viniste antes?
Su silencio es más devastador que cualquier respuesta. Porque en él están todas las razones, todas las cobardías, todas las decisiones que nos rompieron.
Me acerco a la puerta. Mis manos tiemblan, pero no dudo.
—No vuelvas a besarme si no estás dispuesto a quedarte, Carlos. No vuelvas si no vas a pelear por nosotros. Porque yo ya no tengo fuerzas para recoger los pedazos.
Abro la puerta y salgo. Lo dejo atrás, solo, en ese baño silencioso que ahora guarda el eco de todo lo que nunca debió suceder.
Camino por el pasillo sin mirar atrás. Mis pasos son firmes. Decididos. Algo en mí se ha roto, sí. Pero también algo ha empezado a sanar.
Porque a veces, amar también significa aprender a soltar.
Y esta vez, elijo soltarlo a él.
Y elegirme a mí.
¡Bienvenidas Clara y Elodie a la familia
de la saga Together or nothing! 💛
▪︎▪︎▪︎
▪︎▪︎▪︎
¡Pronto podréis encontrar a Clara en el perfil de iamyaizaa (Franco Colapinto) y a Elodie en mi perfil (Charles Leclerc)!
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro