
013
LA CASA SIGUE ENVUELTA EN ESE SILENCIO que ya no me sorprende, como si los relojes hubieran dejado de contar las horas y el aire pesara un poco más con cada paso que doy. No hay música, no hay voces, solo el crujido leve de mis calcetines sobre el suelo de madera vieja.
Ese sonido parece ser lo único que marca el paso del tiempo, el único vestigio de vida en este lugar que ahora parece haberse detenido, suspendido en una quietud que me aprieta el pecho.
La rutina se convierte en algo borroso; los días se mezclan unos con otros, y yo solo existo, flotando entre espacios demasiado grandes para mi cuerpo cansado.
Mis movimientos son automáticos, como si mi mente estuviera a kilómetros de distancia, sumida en una niebla que no se disipa. Como si todo lo que alguna vez fue familiar hubiera perdido su brillo.
Me pregunto, a veces, si esto es lo que significa estar vivo sin realmente estarlo, simplemente atravesando cada día como si fuera el último, esperando sin esperanza, y al mismo tiempo, no deseando nada.
De repente, el timbre suena sin previo aviso, cortando el aire como una navaja. No me sobresalto. Apenas un parpadeo. El sonido parece venir de un lugar distante, como si no fuera para mí, como si yo ya no formara parte de este mundo que aún sigue funcionando.
Camino hasta la puerta y, al abrirla, lo veo. Un pequeño ramo de amapolas blancas, vibrando suavemente con el viento, como si temblaran por mí, como si aún tuvieran alguna función que cumplir en este espacio tan vacío.
Es curioso cómo algo tan frágil puede parecer tan lleno de vida, tan lleno de propósito, cuando todo lo demás parece haber perdido el suyo.
Al lado, una carta, cuidadosamente atada con un hilo fino, como si quien lo hubiera dejado allí temiera que el papel pudiera deshacerse de tan solo mirarlo.
Todo en ese paquete parece una reliquia, un vestigio de algo perdido, algo que no pertenece a este tiempo.
Como si hubiera viajado desde otra época, una en la que las palabras todavía tenían peso, un tiempo en el que los gestos pequeños, los detalles sutiles, podían significar el mundo entero.
Recojo todo con manos inseguras, casi temiendo que este pequeño milagro se deshaga entre mis dedos. No pienso en las flores, no pienso en su color perfecto, ni en la fragilidad que se intuye en sus pétalos casi transparentes.
Solo las miro, como si su simple existencia fuera una amenaza a la quietud que he abrazado en los últimos meses. Una amenaza a la paz que he construido a base de no esperar nada de nadie.
Cierro la puerta despacio, como si el más leve golpe pudiera romper la magia de este momento. El aire en la casa ha cambiado, ya no está tan denso, pero aún es pesado. Me dejo caer en el sillón, donde el atardecer apenas roza los bordes de la sala, y contemplo la carta.
Sé que es su letra. La reconocería en cualquier parte, incluso ahora, cuando todo parece tan lejos. Incluso ahora, cuando ya no lo escucho y su nombre se ha ido desdibujando lentamente de mi memoria. Pero su letra, esa sí, sigue siendo la misma, una impronta, un vestigio de algo que no se va tan fácilmente.
Aflojo el hilo y abro el papel, y apenas empiezo a leer, las palabras me envuelven, me arrastran, me devuelven a otro tiempo que ya no recordaba que seguía vivo dentro de mí.
A un tiempo cuando las cosas aún tenían peso, cuando las decisiones eran claras y las promesas eran algo más que palabras vacías.
"¿Te acuerdas de nuestro primer café?" empieza, y de pronto la imagen regresa, nítida, dolorosamente clara.
Ese café pequeño, escondido entre calles torcidas, el olor a granos recién molidos, la taza entre mis manos que no dejaba de temblar porque aquel encuentro era todo lo que no había esperado y, al mismo tiempo, todo lo que necesitaba.
La manera en que su voz sonaba baja, como si no quisiera interrumpir el hechizo que habíamos creado en ese pequeño rincón del mundo. La timidez que compartimos, las miradas largas, llenas de algo que no sabíamos cómo llamar, pero que nos unía con una fuerza que no podíamos negar.
Carlos estaba nervioso, aunque lo disimulaba bien, con esa media sonrisa que después sería mi refugio durante tanto tiempo.
Hablamos de muchas cosas, de tonterías, de sueños lejanos, y en algún momento, entre risas torpes y miradas furtivas, dije que me encantaban las amapolas blancas.
No porque fueran perfectas, sino porque parecían más frágiles que el resto de las flores, como si su sola existencia fuera ya un acto de coraje.
Como si no fueran conscientes de su fragilidad, de su corta vida, y por eso, pudieran ser tan hermosas. Como si su belleza radicara en ese ser imperfecto, en ese riesgo de existir.
"Me quedé con eso," continúa la carta, "con tus palabras distraídas, con la manera en que tus ojos se iluminaron un segundo, como si hubieras compartido un secreto sin darte cuenta."
Y entonces, como una oleada que me arrastra sin remedio, recuerdo el primer día en el que oficialmente empezamos a trabajar juntos. Yo, de pie en la puerta del garaje de Ferrari, insegura, sintiendo que me iba a derrumbar si alguien me tocaba siquiera con la mirada.
Pero él estaba allí, esperando, como si supiera exactamente lo que necesitaba, como si él mismo fuera la respuesta que había estado buscando.
Me sonrió, no como quien da la bienvenida a un colega, sino como quien encuentra algo que llevaba toda la vida buscando sin saberlo.
Y me entregó un ramo pequeño de amapolas blancas, sin decir una palabra, pero con esa mirada que sabía que era suficiente.
"No sabía si era apropiado, si estaba yendo demasiado lejos," escribe, "pero no podía dejarlo pasar. No después de cómo me miraste en ese café. No después de sentir que, de alguna manera absurda e inmediata, ya eras parte de todo lo que quería construir."
Miro las flores ahora, las verdaderas, las que han llegado a mi puerta esta tarde como fantasmas hermosos de otro tiempo.
Acaricio los pétalos, tan suaves que parecen disolverse bajo mis dedos, y el corazón me duele de una forma nueva, profunda, como si las costuras de algo muy antiguo se estuvieran rompiendo despacio dentro de mí.
Es un dolor que no esperaba, un dolor que es más un despertar que una pérdida. Un recordatorio de todo lo que fue, y de todo lo que nunca se terminó.
"Sé que no he hecho todo bien," sigue la carta, "sé que he fallado más veces de las que puedo contar. Pero jamás, ni por un segundo, dejé de recordar aquel café, y las amapolas, y la certeza absurda de que ya era tuyo sin que hubieras tenido que pedírmelo."
"Siempre fuiste, siempre serás, la elección más fácil que hice en mi vida."
El nudo en mi garganta no me deja respirar. Aprieto el papel contra mi pecho, cierro los ojos. La casa ya no está vacía. No completamente. Porque en esta carta, en estas flores, en cada palabra que dejó en el papel, Carlos está.
No como un eco lejano, no como un recuerdo que se desvanece, sino como una presencia real, palpitante, que me envuelve, que me devuelve a un lugar que pensaba que había perdido.
Lloro. Pero no es solo tristeza. Es amor. Es gratitud. Es el reconocimiento silencioso de que alguien, una vez, me vio tan claramente que se acordó de algo tan pequeño como unas flores olvidadas en una conversación de café.
Que me amó incluso antes de que yo entendiera todo lo que significaba ser amada. Y en ese amor, en esa memoria, se encuentra la parte de mí que todavía está viva, que todavía cree que hay algo por lo que vale la pena seguir.
Y mientras sostengo las amapolas contra mi rostro, respirando su aroma casi inexistente, me permito pensar que tal vez no todo está perdido. Tal vez, en alguna parte de mí, sigue viva la chica que sonrió al recibir un ramo de flores blancas, sin saber que, en ese instante, alguien ya había apostado todo por ella.
Y aunque el futuro sea incierto, aunque las ausencias pesen, sé que nadie me podrá quitar jamás ese primer instante. El instante en el que, sin saberlo, empezó todo. Ese primer café, esas primeras amapolas, ese primer amor.
Un amor que sigue aquí, aunque no lo vea, aunque no lo toque. Sigue aquí, en cada palabra escrita, en cada pétalo caído, en cada suspiro que aún resuena en los rincones de la casa.
Las flores siguen en mi regazo cuando escucho la puerta abrirse suavemente. Sé que es Alma. Su presencia tiene un peso distinto al resto del mundo. No irrumpe, no invade, simplemente está.
Como si su sola existencia supiera cómo moverse en mis silencios sin hacerlos trizas. Me limito a respirar, si es que a esto se le puede llamar respirar, con los ojos aún fijos en las amapolas.
Ella no pregunta. Ni una palabra. Sus pasos se acercan lentos, casi reverentes, y se sienta a mi lado sin tocarme. Ese espacio breve entre nosotras es como una línea de contención que respeta mi dolor sin abandonarme.
Alma entiende cosas que nadie más entiende. Entiende los momentos donde el contacto puede ser salvación, y también aquellos donde la sola compañía es suficiente.
El primer sollozo escapa de mí sin permiso. Es pequeño, quebrado, casi infantil. Y entonces todo se rompe. La carta resbala de mis dedos, las flores caen al suelo, y mi cuerpo se curva hacia ella como si no pudiera sostenerse más.
Como si cada músculo hubiera decidido rendirse. Y ella me recibe. No vacila. Sus brazos me rodean con la misma firmeza con la que se sostiene una vida que está por deshacerse.
Me abraza fuerte, pero no al punto de asfixiarme. Justo el punto exacto entre contención y ternura.
Lloro. Lloro como no lo había hecho en meses. Un llanto que raspa, que escuece en la garganta, que me saca el aire del cuerpo y me deja vacía. Un llanto que no es sólo por Carlos. Es por todo. Por mí. Por lo que ya no soy. Por lo que no sé si volveré a ser.
Alma no dice nada. No trata de detenerme. No busca respuestas. Su mano sube a mi cabello y lo acaricia despacio, en un vaivén constante que me arrulla. Sus dedos dibujan círculos suaves en mi espalda, como si cada uno pudiera borrar un poco del dolor acumulado.
Y desde ahí entiendo que Alma no es solo mi mejor amiga, es mi hermana del alma. La persona que ha estado conmigo en los momentos más oscuros y en los más luminosos, que ha visto mis debilidades y mis fortalezas, y aún así me ama sin condición.
La que ha sido mi roca, mi refugio y mi guía. La que me ha enseñado el verdadero significado de la amistad y el amor incondicional. La quiero con una intensidad que va más allá de las palabras, y sé que nuestra conexión es algo sagrado que siempre llevaré conmigo.
No necesito explicarle lo de la carta. No necesita saber lo que decía para comprender lo que significa. Ella conoce la historia. Estuvo allí desde el primer día. Desde antes. Desde mucho antes.
Desde que yo aún no sabía cómo ponerle nombre a lo que sentía. Desde que Carlos era una posibilidad remota en una conversación sin importancia. Desde que las amapolas eran solo una flor y no un símbolo.
La casa se siente distinta con ella dentro. Ya no es solo el silencio denso que todo lo cubre. Es un espacio que respira. Que se ablanda. Que, por unos segundos, parece menos hostil.
El atardecer entra por la ventana, tiñendo las paredes de un dorado tenue, y me doy cuenta de que hacía días —quizá semanas— que no notaba la luz. La belleza de algo tan simple como una hora del día.
Es Alma. Siempre es Alma la que me devuelve al mundo, incluso cuando yo no quiero volver.
—Estoy contigo —susurra, y sus palabras me atraviesan con una suavidad que duele. Porque lo está. Siempre lo ha estado. Incluso cuando yo me alejaba, cuando no podía hablar, cuando me escondía detrás de la rutina o del silencio.
Alma ha sabido esperarme. Ha sabido quedarse. Y eso, en esta vida donde todo parece irse, es un milagro.
Me aferro a ella como quien se aferra a un recuerdo cálido en medio de una tormenta. Me dejo cuidar. Me dejo consolar. Por primera vez en mucho tiempo, me permito no ser fuerte. Me permito caer. Y saber que hay alguien ahí para recogerme.
Pasamos largos minutos en silencio. Sólo el ritmo de nuestras respiraciones llenando el espacio. Mis lágrimas van cediendo poco a poco, como si la marea estuviera volviendo a su cauce. No porque ya no duela, sino porque el cuerpo también se cansa de doler.
—¿Quieres que hablemos? —pregunta finalmente, con esa voz baja, íntima, que solo usa cuando sabe que el mundo se me está desmoronando por dentro.
Niego con la cabeza. Todavía no. Todavía no puedo.
Alma no insiste. Solo asiente, me acaricia la mejilla con el dorso de la mano, y recoge las flores del suelo. Las coloca con cuidado sobre la mesa, como si fueran frágiles cristales, como si entendiera que esas amapolas contienen algo más que memoria.
Contienen a Carlos. Contienen mi historia. Contienen todo lo que no sé cómo decir.
Después se levanta y regresa con una manta. Me cubre con ella, se acomoda a mi lado y me rodea otra vez con su brazo. Me dejo hacer. Me dejo envolver. Y, por un momento, me siento a salvo.
—No tienes que estar bien ahora —dice, mirándome a los ojos—. Solo tienes que dejar que te acompañe. Eso es todo lo que quiero hacer. Estar aquí contigo.
Y eso es exactamente lo que necesito.
Nos quedamos así. Ella y yo. Aferradas la una a la otra mientras la noche cae despacio. El silencio ya no es un enemigo. Es un lugar donde puedo descansar. Donde puedo soltar. Donde puedo simplemente ser.
Y en ese momento, entiendo que hay muchas formas de amar. Que el amor no siempre tiene forma de romance ni de promesas rotas. A veces, el amor se parece más a esto: a un abrazo sostenido, a una presencia que no se va, a una mano que no suelta la tuya cuando más lo necesitas.
A veces, el amor se llama Alma.
Este capítulo va para todas esas personas que tienen una Alma en sus vidas.
Esa amiga que no necesita explicaciones, que sabe estar en el silencio y también en el caos.
La que sostiene, escucha, abraza y no se va.
En mi caso, esa persona tiene nombre propio: iamyaizaa
Gracias por ser mi refugio, mi fuerza, y mi casa cuando todo se desmorona.
Este pedazo de historia también es tuyo 💛
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