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012

LA LUZ ENTRA CON DESGANO POR LA RENDIJA de la persiana, dibujando líneas pálidas sobre las paredes grises de la habitación. El aire es espeso, casi inmóvil, como si ni siquiera el tiempo quisiera atravesar este espacio.

La taza de té frío sigue en la mesita desde anoche. No la toqué. No tenía sentido. Nada tiene mucho sentido últimamente.

La habitación huele a encierro, a ropa sin doblar, a pensamientos no dichos. A ausencias. A él.

Hace días que no abro las redes. Ni siquiera he desbloqueado el teléfono. Está ahí, sobre la cómoda, con la pantalla negra como si supiera que no quiero verlo. Como si tuviera pudor de sí mismo.

Porque sé lo que hay dentro: fotos que no pedí ver, noticias que no quiero leer, imágenes donde él aparece sonriendo como si su mundo no se hubiera detenido.

Como si yo no hubiera sido parte de él. Como si lo nuestro fuera algo que solo existió en mi mente, como si el amor que compartimos se hubiera desvanecido apenas cerró la puerta.

Pero no. No fue una ilusión. Fue real. Tan real como el temblor en mis manos cada vez que recuerdo su voz, o el vacío en mi estómago cuando intento dormir.

La primera noche que se fue, me quedé despierta hasta el amanecer. No dormí. No comí. No lloré. Estaba vacía, como si alguien hubiera arrancado algo esencial dentro de mí.

Como si me hubieran vaciado sin anestesia. No sentí nada. Y después, como si el cuerpo recordara lo que la mente intentaba olvidar, llegó la rabia. Una furia muda, contenida, como lava que no encuentra por dónde salir. Después, el dolor.

Y luego, la caída.

Una de esas caídas sin final. Como un pozo sin fondo donde ni siquiera el eco de tu propio grito vuelve. Me dejé ir. Me dejé caer. Y no porque quisiera morir, sino porque no sabía cómo seguir viva.

Hubo un momento, uno que no quiero volver a recordar, donde el dolor fue tan insoportable que me pareció lógico intentar apagarlo de la única forma que conocía.

Como si herirme pudiera hacer que doliera menos por dentro. Como si abrir la piel hiciera que el corazón dejara de sangrar. Pero no lo logré. No fui capaz. Solo me quedé ahí, sentada en el suelo del baño, temblando, deseando que todo simplemente dejara de doler.

Desde entonces, Alma viene todos los días. Nunca pregunta si quiero verla. Solo llega, golpea con suavidad, entra, y se asegura de que siga entera. Aunque no lo esté. Aunque me esté desmoronando por dentro. Max la acompaña.

Él no habla mucho, pero su presencia también pesa. Me observa en silencio, como si esperara que me desplomara frente a él. Como si ya hubiera visto a otros romperse y supiera que a veces lo único que puedes hacer es estar ahí para sostener los pedazos.

Hoy no es la excepción. El sonido del motor de su auto en la entrada ya me resulta familiar. Es casi parte del paisaje sonoro de esta tristeza. No me muevo. No digo nada. Solo escucho los pasos acercándose.

La puerta se abre.

—¿Alex? —la voz de Alma siempre suena como si estuviera susurrando dentro de un templo sagrado. Lenta, cálida, paciente—. Traje pan de masa madre y jugo de naranja.

Dejo que el silencio responda por mí. Porque no tengo palabras. Porque todas se me quedaron atoradas en el pecho desde que él se fue.

Ella entra de todas formas, con una bandeja en las manos. Max viene detrás, cargando una bolsa con fruta y una caja de cartón que no alcanzo a ver bien.

El sonido de las bolsas sobre la mesa me recuerda que el mundo allá afuera sigue girando. Hay frutas que maduran. Pan que se hornea. Días que comienzan. Personas que siguen.

Yo no. Yo estoy aquí, suspendida.

Alma deja la bandeja sobre la mesita de noche y se sienta a mi lado en la cama. No me toca, no me obliga. Solo está. Y a veces, eso basta. Su cercanía, sin exigencias. Su forma de hacerme sentir que, incluso en mis silencios, merezco compañía.

Max se queda de pie junto a la puerta, con los brazos cruzados. Sus ojos recorren mi rostro sin decir nada, pero en su mandíbula tensa se adivina todo lo que no quiere decir. No sé si es tristeza, preocupación o enojo. Quizá todo a la vez.

—¿Comiste algo ayer? —pregunta Alma en voz baja.

Niego con la cabeza. No miento. No puedo. Me dolería menos mentirle que ver la compasión en sus ojos.

Ella suspira, suave, y sin romper el momento, parte el pan con las manos y lo coloca en un plato. Me lo acerca, junto al jugo.

—Solo un poco —me dice—. Por favor.

Y por ella, por ese "por favor" que no pide nada más que cuidado, lo intento. Una mordida. Un sorbo. Algo.

El pan tiene gusto a cartón, pero Alma sonríe como si hubiera sido un banquete.

—Llegó esto —la voz de Max hace que ambas lo miremos.

Y me extiende un sobre.

No tiene remitente, pero reconozco la letra al instante. Mis ojos se llenan de algo que no alcanzo a definir. Miedo, esperanza, incredulidad.

Me quedo quieta. Muy quieta. Como si moverme fuera a hacer que desaparezca.

—Estaba en el buzón —añade Max, bajando la voz—. Es para ti.

No sé cómo mis manos logran moverse. No sé cómo mis dedos abren el sobre sin romperlo. No sé cómo mi corazón no estalla en el instante en que veo su nombre al final.

Pero lo leo.

Porque claro que lo leo.

Alex:

No sé si esta carta llegará a tus manos. No sé si te atreverás a abrirla, o si la vas a romper en mil pedazos apenas veas que es mía. Si haces eso, lo entenderé.
Pero por si decides leerla, quiero que sepas que esta es la primera de muchas.
Una cada día.
Una por cada amanecer que pase lejos de ti.
Porque esta distancia no me aleja de ti. Solo me parte.

No me dejan escribirte. No me dejan llamarte. No me dejan tenerte.
Pero no pueden quitarme esto: mi voz en papel.
Mi verdad.
Mi amor.

No quiero pedirte perdón.
No quiero que me odies un poco menos con estas palabras.
Solo quiero que sepas que no me fui porque quise.
Me fui porque me obligaron. Porque dijeron que si no seguía las reglas, iba a perder todo por lo que luché.
Y tú sabes lo que eso significa.

Pero Alex...
Ningún contrato vale más que tú.
Ningún show. Ninguna foto. Ningún silencio impuesto.

Te amo.
Te amo como nunca aprendí a decir en voz alta.
Te amo incluso cuando no debería.
Incluso cuando no puedo.

Y te juro, te juro por lo que más me duele... que voy a volver.
Que cuando esto termine, cuando por fin pueda ser yo otra vez...
Voy a buscarte.
Voy a tocar tu puerta.
Y si tú aún estás ahí, aún con la fuerza para odiarme o con el valor para amarme un poco más...
Voy a quedarme.

Prometo escribirte todos los días.
Aunque no respondas.
Aunque no leas.

Porque mi manera de amarte ahora es esta.
Decirte, en pedazos de papel, que no te olvides de mí.
Que sigas respirando.
Que no te vayas.

Que todavía somos algo.
Aunque sea en secreto.
Aunque sea en silencio.

Te ama,
C.S.

No sé cuánto tiempo estuve leyendo la carta. Tal vez minutos. Tal vez horas. El tiempo, como todo lo demás, se volvió irrelevante.

Pero cuando mis ojos se levantan del papel, hay algo distinto en mi pecho.

No se ha ido el dolor. No, todavía está ahí. Pero algo se ha movido. Como si la promesa que escribió se hubiera colado entre mis costillas. Como si una parte de mí, la más rota, hubiera encontrado un respiro.

Una palabra: esperanza.

—¿Quieres que me quede? —pregunta Alma, con esa suavidad que duele bonito.

—Sí —respondo, sin pensar.

Ella asiente. Me acaricia el cabello. No dice nada más.

Solo se queda.

Y por primera vez desde que se fue...
yo también me quedo.

Han pasado días, quizás semanas, desde que las cartas de Carlos comenzaron a llegar. Algunas las leo con avidez, otras las dejo descansar sobre la mesa, tal vez por miedo a que el peso de sus palabras me hunda aún más en la incertidumbre.

Lo cierto es que, aunque el dolor persista, también lo hace una especie de respiro cada vez que veo su nombre al final de esas hojas arrugadas, como si su amor, su promesa, aún se aferrara a mí.

Hoy, sin embargo, no pienso en Carlos. Ni en las cartas. Ni en el teléfono apagado sobre la cómoda. Hoy, Alma me ha pedido que la acompañe a la hípica. No sé por qué he dicho que sí.

Tal vez porque hace tanto que no salgo, o porque el simple hecho de estar con ella, de que me saque un poco de este agujero, me da algo que se acerca a la normalidad.

La hípica está a las afueras de la ciudad. El sol ha comenzado a caer, y el aire tiene ese frescor que anuncia el final del día. Alma habla, como siempre, de cosas que no tienen demasiada importancia, pero que son la mejor forma de llenar el espacio vacío entre nosotros.

Cuando llegamos, me doy cuenta de que el olor a tierra y heno me es extraño, como un recuerdo lejano que no logro identificar del todo.

Alma se pone su casco, su chaqueta de montar, y se acerca a la yegua que la espera en el corral. Yo me quedo al margen, como siempre, sin poder dejar de pensar en lo que ya no tengo.

Hazel.

Me siento en un banco cerca del corral y observo a Alma. Ella monta con una gracia que siempre he admirado, como si el tiempo no la hubiese tocado, como si todo lo que le pasara en su vida fuera absorbido por el viento mientras galopa.

La miro con envidia, no por lo que tiene, sino por la libertad que parece encontrar cada vez que está sobre un caballo. Yo, en cambio, sigo aquí, atada a este peso que no puedo soltar.

Alma me ve desde lejos, frena a la yegua y la dirige hacia mí. El sol empieza a bajar, tiñendo el cielo de naranja y rosa. Se detiene frente a mí y me sonríe, esa sonrisa tranquila, sin prisas. De alguna manera, siempre sabe lo que necesito.

— ¿Te gustaría montar un rato? —me pregunta, como si fuera lo más natural del mundo.

Niego con la cabeza, aunque sé que no es necesario. Alma sabe que no tengo fuerzas para ello, aunque no me lo diga. Sé que lo nota en mis ojos, en la forma en que me siento cada vez más pequeña en este lugar que antes me llenaba de emoción.

— No, gracias —respondo. Y es la verdad. No quiero montar. No quiero recordar lo que se siente, lo que significa montar sin ella.

Alma asiente sin decir nada más, y se queda allí, en silencio, mientras su caballo da un par de pasos hacia atrás. No me hace sentir que estoy decepcionando a nadie. No me pide nada. Solo está ahí, esperando.

Yo, por mi parte, me quedo en el banco, viendo cómo el sol finalmente se esconde detrás de las colinas, como si también se cansara de todo esto, como si el día ya no pudiera seguir.

Mi mente se dispersa en mil pensamientos que se cruzan, pero algo dentro de mí, algo que casi puedo tocar, me dice que quizás este día no esté perdido del todo. Quizás, con el tiempo, podré aprender a soltar el dolor, aunque no tenga a Hazel ni a Carlos para hacerlo.

Alma regresa, se desmonta y camina hacia mí, dejando que el caballo se quede pastando. Se sienta a mi lado en el banco sin decir una palabra. Pero su presencia es suficiente.

No hay más necesidad de hablar. Quizás, al igual que la hípica, nosotros también estemos aprendiendo a sobrellevar lo que se va quedando atrás.

No hay más necesidad de hablar. Quizás, al igual que la hípica, nosotros también estemos aprendiendo a sobrellevar lo que se va quedando atrás.

Pero no he terminado de decir todo lo que necesito. Porque cuando lo veo acercarse, su presencia lo cambia todo. Christian. Como una sombra pesada, que no se disuelve, que no se va.

Su paso es firme, pero en el aire hay una ansiedad palpable que no logro descifrar, una verdad a medias en sus ojos que nunca ha querido admitir.

Y, como siempre, se comporta como si todo lo que hizo, todo lo que destruyó, no hubiera dejado más que polvo que puede barrer con un solo gesto.

Mi cuerpo se tensa. Alma se pone rígida a mi lado. Sé que ella también lo siente. Ese aire denso, sucio, que se cuela cuando él está cerca. Nos miramos brevemente, sin necesidad de palabras. Ya hemos pasado por mucho. Y hoy, no puedo quedarme callada.

— ¿Qué haces aquí? —le pregunto, la ira haciendo vibrar mi voz, aunque trato de que no me salga como un grito. Pero no me importa. Ni siquiera me importa la serenidad con la que él me responde. Porque, a pesar de todo, sigue teniendo la cara de siempre. Esa que se cree intocable.

—Vengo a ver cómo está la situación —responde, sin mirar realmente a nadie. Sus ojos recorren el espacio con esa frialdad distante, como si todo esto fuera solo un trámite. Como si no fuera más que un punto en su agenda que tiene que tachar.

— ¿Cómo está la situación? —repito, casi con burla. Porque no, no está "bien". Nada está bien. Esta hípica, mi vida, las personas que quiero, todas están rotas por su culpa.

Alma no dice nada. Solo lo observa fijamente, su mirada clavada en él como una daga. No tiene que hablar, no tiene que gritar, su silencio ya dice todo lo que necesita decir.

Pero lo que me sorprende es que no solo yo lo miro con desprecio. Ella también. Y eso me llena de algo que no había sentido en mucho tiempo: el alivio de no estar sola en esto.

Christian frunce el ceño. Sus labios se tensan. Sabe que el terreno está resbaladizo, pero no parece dispuesto a salir de ahí. Al contrario, su postura se endurece, como si quisiera poner una barrera entre él y nuestras palabras. Pero no lo voy a dejar.

— ¿De verdad crees que después de todo lo que pasó, puedes presentarte aquí y esperar que todo esté "bien"? —le pregunto. Cada palabra me arde en la garganta, pero ya no me importa. Mi mente es solo una bola de fuego, y él está ahí, justo frente a mí, quemándome con su indiferencia.

Alma da un paso hacia adelante, y yo sigo su movimiento. Es como si una corriente eléctrica nos atravesara a ambas, porque algo en el aire se tensa aún más. Él nos observa, pero no dice nada, no se atreve a desafiarla.

Y yo siento que me quema, que cada segundo que pasa me lleva más cerca de decirle todo lo que guardo. Todo lo que no he dicho.

— ¿Vender a Hazel porque no sabías qué hacer? —continúa Alma, y su voz es un filo afilado, algo en su tono suena casi peligroso—. ¿Dejar a Alex tirada en el suelo después de su accidente, y luego presentarte aquí como si nada hubiera pasado? ¿Eso es necesario?

Lo que Alma dice es la verdad cruda, lo que he callado tanto tiempo, lo que me he negado a admitir para que el dolor no sea aún más fuerte.

Yo también quiero gritarle, quiero decirle que me arruinó la vida, que fue él quien, con una mano fría, vendió a la única amiga que creí tener. Pero sus palabras, de alguna forma, me liberan.

El silencio se vuelve más pesado, como una niebla densa que empieza a envolverse a nuestro alrededor. Christian no se atreve a responder. No hay excusa que pueda salir de sus labios para justificar lo que hizo. No hay palabra que pueda usar para borrar la traición.

Y entonces, en medio de la tensión, aparece William.No dice nada, pero su presencia lo llena todo. Él no es de los que hablan mucho, pero cuando lo hace, es por una razón. Y su razón está clara. Va directo al grano.

— Christian —dice, sin rodeos, su tono firme y sin compasión—. Ya basta. Tú ya no eres parte del equipo. No puedes estar aquí si vas a tratar así a las personas, si vas a tratar así a los caballos. El trato con ellos es lo que nos define. Y tú ya cruzaste una línea que no se puede borrar.

Las palabras caen pesadas, como una losa que aplasta todo lo que había quedado entre nosotros. Christian se queda en silencio, parado ahí como una estatua rota, sin poder moverse. No esperaba esto. No esperaba que William, alguien a quien respeta, lo echara así, con esa seguridad en su voz.

— ¿Qué estás diciendo? —pregunta Christian, su voz agrietada por la sorpresa y la rabia que le da el hecho de ser rechazado. Su orgullo, tan grande siempre, ahora está ante la cruda realidad de que ha perdido su lugar aquí, en este mundo que pensaba suyo.

—Te estoy diciendo que ya no tienes cabida aquí —responde William, sin titubeos—. Lo que hiciste con Hazel, lo que hiciste con Alex, lo que hiciste con todo lo que representamos aquí, no tiene perdón. Y no puedo permitir que alguien como tú siga siendo parte de este equipo.

Esas palabras lo derrumban más que cualquier golpe. Su mirada cambia, ya no es la de un hombre seguro de sí mismo. Es la de alguien que sabe que ha perdido, que ha cruzado una línea de la que no puede regresar. Y no dice nada más. No se atreve. Porque sabe que William tiene razón.

Un silencio espeso cae sobre todos nosotros. Es un silencio de derrota, pero también de victoria. Porque ahora, por fin, el que siempre pensó que podía tenerlo todo, está fuera.

Christian da un paso atrás, y luego otro. Y antes de que lo sepamos, se da la vuelta y se aleja sin decir una sola palabra más.

Y, al verlo irse, siento un nudo en el estómago. Ya no me importa. Ya no me duele. Lo que hizo, lo que destruyó, ya no es mi problema.

Alma me mira, sus ojos llenos de algo que no sé si es alivio o rabia. Tal vez ambas cosas, tal vez todo a la vez. Pero lo que importa es que ahora estábamos juntas en esto. Y por primera vez, en mucho tiempo, no siento que esté sola.

— ¿Estamos bien? —le pregunto, casi susurrando.

Ella no responde de inmediato, pero se acerca y me toma de la mano. Su gesto es tan sencillo, pero significa todo lo que necesitamos decir. Sí, estamos bien. Porque lo que ha pasado no ha podido con nosotras. Y lo que venga, lo enfrentaremos juntas.

En medio de todo este caos, entre tanto dolor y tanto pasado roto, todavía hay algo que podemos salvar. Tal vez no todo. Tal vez no como antes. Pero estamos aquí. Y por ahora, eso es suficiente.

El silencio después de la marcha de Christian es pesado, pero al mismo tiempo, liberador. Como si, al irse, algo que nos pesaba se hubiera arrancado de golpe, dejándonos respirar de nuevo. Alma sigue a mi lado, su presencia constante, como una ancla que me impide volver a hundirme.

William se aleja también, sin hacer ruido, pero su mirada al pasar es como un alivio silencioso, un reconocimiento de lo que hemos logrado.

El peso de todo lo que pasó con Christian y con Hazel parece desvanecerse en el aire, y aunque el dolor sigue ahí, ya no parece tan abrumador. Sabemos que hemos dado un paso, que hemos dicho las palabras necesarias, aunque no siempre sean las que queríamos, aunque no todo sea perfecto.

Pero estamos aquí. Y de alguna manera, eso ya es suficiente.

La hípica sigue viva. Los caballos siguen allí, esperando, moviendo sus grandes cuerpos en el establo, como si nada hubiera cambiado, como si el tiempo fuera solo un susurro entre ellos. Yo los miro desde la distancia, sintiendo el vacío de Hazel en cada uno de sus pasos.

Y aunque no esté con ellos, sé que de alguna manera, los caballos también son parte de mi recuperación. Nos entendemos sin palabras. Porque hay heridas que no necesitan ser nombradas para ser comprendidas.

Porque el silencio entre nosotros, a veces, dice más que cualquier frase que se pueda decir en voz alta.

Y, mientras los observo, siento que hay algo en mí que empieza a sanar, aunque sea en pequeñas dosis. Un respiro en medio de tanto caos.

Y entonces, sin previo aviso, la tensión que habíamos estado conteniendo durante todo este tiempo, toda esa rabia que se había ido acumulando como una tormenta a punto de estallar, comienza a desmoronarse.

Alma toma mi mano con firmeza, y por primera vez en mucho tiempo, siento que el miedo que me había paralizado empieza a desvanecerse. No sé qué depara el futuro.

No sé si alguna vez volveré a estar completamente bien, si el dolor que arrastro se irá algún día o si volverá de nuevo a sacudirme en los momentos más inesperados.

Pero lo que sé, lo que por fin comprendo, es que no estoy sola. Que, aunque las cicatrices sigan ahí, aunque el peso del pasado no desaparezca en un instante, hoy, ahora, lo enfrentamos juntas.

Y eso, por todo lo que hemos perdido y por todo lo que hemos sufrido, es lo único que realmente importa.

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