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027

El reloj de la sala marca las dos de la madrugada, pero siento que llevo horas atrapada en el mismo segundo, en el mismo momento.

Estoy sentada en el suelo de mi salón, con la espalda apoyada en el borde del sofá y las piernas recogidas contra mi pecho.

La casa está en absoluto silencio, salvo por el leve zumbido del frigorífico. Ni siquiera tengo energía para encender la luz. 

Hace horas que se fue. Carlos. Esa última discusión, esas palabras que nunca podré olvidar, siguen resonando en mi cabeza, como un eco que no me deja respirar. Cerré la puerta tras él y no he sido capaz de moverme desde entonces. 

El móvil está en el suelo junto a mí, pantalla abajo, como si no quisiera enfrentarme a todo lo que podría estar allí. Sin embargo, hace rato, cuando el peso de todo esto era insoportable, hice algo impulsivo. Les escribí. 

Tres mensajes. Tres personas. Charlotte, Max y mi padre. 

Apenas unas palabras: “No puedo más.”

Cuando envié esos mensajes, no pensé en qué pasaría después. Solo necesitaba desahogarme. Sabía que Charlotte estaba en Madrid, pero Max y mi padre estaban lejos, en Mónaco. No pensé que responderían tan rápido, y mucho menos esperaba que hicieran algo más que decirme que todo estaría bien. 

La primera en contestar fue Charlotte. Apenas pasaron unos minutos antes de que llamara, y aunque no le dije mucho más que lo que ya sabía por el mensaje, ella entendió.

“Voy para allá”, me dijo sin dudarlo, y colgó antes de que pudiera protestar. 

Y ahora estoy aquí, esperando, sumida en una especie de vacío que no puedo llenar. Mis lágrimas se han secado, pero el dolor sigue allí, opresivo, constante. 

La puerta principal se abre, y levanto la cabeza. Charlotte aparece en el umbral, con su cabello recogido en un moño deshecho y una chaqueta larga cubriendo su ropa. Sus ojos me encuentran al instante, llenos de preocupación. 

—Alex... —susurra, dejando su bolso sobre una silla antes de cruzar la sala. 

No sé qué decir. Siento un nudo en la garganta mientras ella se arrodilla frente a mí y toma mis manos entre las suyas. 

—Estoy aquí, ¿vale? Estoy aquí. 

Esas palabras son todo lo que necesito para romperme por completo. Las lágrimas que creí agotadas regresan con fuerza, y me aferro a ella como si fuera mi único ancla en un mar de caos.

Charlotte no dice nada. Solo me abraza y deja que me derrumbe en su hombro. 

No sé cuánto tiempo pasa. Finalmente, me ayuda a levantarme y me lleva al sofá, sentándose a mi lado. Sujeta mi mano, como si temiera que pudiera desmoronarme de nuevo si la soltaba. 

—¿Qué pasó? —pregunta en voz baja, su tono suave, sin presionarme. 

—Carlos... se fue —logro decir finalmente. 

Ella asiente, y puedo ver la empatía en sus ojos. No dice nada, simplemente se queda a mi lado, sosteniendo mi mano. Y, por primera vez en horas, siento que no estoy completamente sola. 

Pero entonces, un ruido afuera rompe el silencio: el sonido de un coche aparcando frente a la casa. Me tenso, girando la cabeza hacia la puerta. Charlotte frunce el ceño, pero antes de que pueda decir algo, la puerta principal se abre. 

Mi corazón da un vuelco al ver quién entra. 

Mi padre está allí, de pie en el umbral, con su abrigo oscuro todavía puesto y la expresión más seria que le he visto en mucho tiempo. 

—Papá... —susurro, sorprendida. 

Él no dice nada al principio. Cierra la puerta tras de sí y cruza la sala con pasos firmes. Sus ojos recorren rápidamente la habitación antes de detenerse en mí, examinándome con una mezcla de preocupación y tristeza. 

—Alex —dice finalmente, su voz baja pero cargada de intención—. Cogí el primer vuelo que pude. 

Mis labios se separan, pero no puedo encontrar las palabras. No entiendo cómo ha llegado aquí tan rápido, cómo siquiera sabía que lo necesitaba. 

—Me escribiste. 

Su tono es tan simple, tan directo, que siento un nudo en la garganta. Mis ojos se llenan de lágrimas de nuevo. 

—No tenías que venir... 

—Por supuesto que sí. —Su voz es firme, pero hay una calidez en ella que hace que el peso en mi pecho sea un poco menos insoportable—. Cuando mi hija dice que no puede más, no hay nada más importante. 

Se sienta junto a mí en el sofá, colocando una mano en mi hombro. Es un gesto pequeño, pero suficiente para hacerme sentir algo parecido a seguridad, aunque solo sea por un momento. 

No pasa mucho tiempo antes de que otro ruido afuera me haga levantar la cabeza. Otro coche. Otro portazo.

Charlotte se gira hacia la puerta con una expresión de desconcierto justo antes de que Max entre en la sala, su chaqueta de cuero colgando de su brazo y el cabello despeinado, como si hubiera salido corriendo. 

—Alex. 

Su voz es baja, pero su mirada está fija en mí. Hay una intensidad en sus ojos que me hace sentir como si estuviera siendo analizada, como si estuviera buscando cualquier señal de que estoy peor de lo que aparento. 

—Max... —susurro, sin saber qué decir. 

Él deja su chaqueta sobre una silla y cruza la sala en un par de zancadas, sentándose en una butaca frente a mí. Su postura es tensa, con los brazos apoyados en sus rodillas y las manos entrelazadas. 

—Me escribiste. —Su tono es casi un reproche, pero también hay algo de alivio en él—. No iba a quedarme en Mónaco sabiendo que estabas así. 

—Yo tampoco —interviene Toto, mirando de reojo a Max antes de volver su atención hacia mí—. ¿Qué pasó, Alex? 

Cierro los ojos, incapaz de responder de inmediato. El peso de sus miradas es demasiado, y la idea de revivir todo lo que ocurrió con Carlos me resulta insoportable. 

—Carlos se fue —repito, mi voz quebrada. 

El silencio que sigue es denso. Max baja la cabeza, frotándose el puente de la nariz con los dedos, mientras Toto suspira profundamente. Charlotte, que todavía está a mi lado, aprieta mi mano con más fuerza, como si intentara transmitirme su apoyo sin palabras. 

—¿Qué fue lo que pasó? —pregunta Toto finalmente, su tono suave pero firme. 

—Todo se rompió. —Mi voz es un susurro. No puedo explicar más. No puedo revivir esa discusión, esas palabras que todavía me duelen como si fueran cuchillas. 

Max se levanta de la butaca, cruzando los brazos mientras empieza a caminar por la sala. Sus pasos son lentos, medidos, como si estuviera tratando de contenerse. 

—Él no tenía derecho a dejarte así —dice finalmente, con un tono cargado de frustración. 

—Max... —intenta intervenir Toto, pero Max lo ignora. 

—No importa lo que haya pasado. No importa lo grave que haya sido. No tenía derecho. 

Las lágrimas vuelven a mis ojos, pero esta vez no son solo por Carlos. Es por todo: por la discusión, por la soledad, por el hecho de que estas tres personas dejaron todo lo que estaban haciendo para estar aquí, conmigo. 

—Estoy rota —susurro, las palabras saliendo antes de que pueda detenerlas. 

—No, no lo estás —responde Toto de inmediato. Su tono es firme, pero hay un calor en su voz que me envuelve—. Estás herida, Alex. Y está bien estarlo. 

Max asiente desde donde está, y Charlotte se inclina un poco más hacia mí, apoyando su cabeza contra la mía. 

—No tienes que hacer esto sola —dice ella suavemente. 

No sé qué decir. Por primera vez en horas, siento que puedo respirar un poco mejor. No estoy sola. Aunque todo en mi interior esté hecho pedazos, ellos están aquí. 

Y por ahora, eso es suficiente.

El sonido del timbre me sacude del ensimismamiento en el que me encuentro, el que me ha envuelto durante días. No tengo ganas de recibir a nadie. No tengo ganas de hablar con nadie.

La vida parece haberse detenido, el tiempo se ha vuelto una masa densa y opresiva que me ahoga. No quiero escuchar las palabras vacías de consuelo de los demás. No quiero que nadie me diga que todo va a mejorar, que el tiempo curará las heridas. Porque no sé si lo hará.

El dolor se siente tan profundo, tan real, que me resulta casi imposible imaginar un futuro donde las cosas mejoren.

Me levanto lentamente del sofá, dejando que mis piernas, pesadas como plomo, me lleven hasta la puerta. No sé quién está ahí, pero, por alguna razón, la curiosidad me gana.

Mi cabeza se agita con los recuerdos de los últimos días: la discusión con Carlos, el beso de Christian, la ruptura tan pública y dolorosa. No he dejado de llorar desde entonces, no he dejado de sentirme rota, como si un pedazo de mí se hubiera desvanecido para siempre.

Cuando abro la puerta, ahí está Christian. No sé qué me esperaba, pero no esto. No a él, con esa expresión incómoda, como si no estuviera seguro de si debería estar allí o no.

Sus ojos se cruzan con los míos, y por un momento, el aire se llena de una extraña tensión. No me importa lo que haya hecho, no me importa lo que me haya dicho. Ya no me importa nada de eso. Lo que me consume es el vacío, la soledad, el sentirme abandonada por todos los que alguna vez pensé que estarían allí para mí.

—¿Qué haces aquí? —mi voz suena más cortante de lo que esperaba. No estoy molesta con él, ni mucho menos. Pero estoy cansada de tener que dar explicaciones a todos.

Christian da un paso al frente, como si la simple presencia de su cuerpo en el umbral de la puerta fuera un intento de ofrecerme algo, aunque no sea claro qué. Pero lo que sea que haya venido a hacer, no lo sé. No tengo ganas de saberlo.

—He venido a hablar contigo —dice con una voz que no está segura de sí misma. No parece el mismo Christian arrogante y seguro que solía ser. Su tono es sincero, más suave de lo que jamás lo he escuchado—. Quiero disculparme.

Lo miro en silencio. Mi cabeza está hecha un caos, mis pensamientos corren en todas las direcciones posibles, pero una parte de mí está tan cansada que simplemente no tengo fuerzas para discutir, ni para negarle lo que me está pidiendo.

La verdad es que no sé qué quiero. No sé si quiero que me pida perdón o si prefiero que se quede en silencio y se marche. No tengo ganas de reprocharle nada, no tengo ganas de que me diga que todo fue un error, que lo siente. Esas palabras ya no me sirven, no son suficientes. 

—No tienes que pedirme perdón —digo al fin, sin poder evitar un suspiro cansado. Mis palabras salen con más calma de la que pensaba que tendría. Es curioso cómo el dolor, cuando es tan profundo, tiene la capacidad de hacer que todo lo demás se desvanezca—. Ya no me importa lo que hayas hecho. Ya no me importa lo que pasó entre nosotros, ni lo que sucedió después. 

El silencio que sigue es espeso, denso, como si las palabras fueran demasiado difíciles de pronunciar.

Christian parece confundido, como si no supiera cómo responder a lo que acabo de decir. Al final, se queda en pie, sin moverse, mirándome con una mezcla de desconcierto y frustración. 

—Alex... —dice, con una voz temblorosa, como si intentara buscar las palabras correctas—. Yo... no quería que esto sucediera. No quería que terminaras así, con Carlos o conmigo.

Lo miro en silencio, y una parte de mí siente pena por él. No lo odio. No puedo. Es raro, pero no puedo. Mi corazón sigue cargado de emociones, pero no de odio.

Lo único que siento ahora es cansancio, esa necesidad visceral de dejar de luchar. No quiero seguir peleando con mis propios sentimientos. No quiero seguir buscando respuestas en las personas equivocadas.

—No te preocupes —respondo, bajando la mirada, tratando de encontrar algo en la habitación que me devuelva un poco de paz. Pero nada lo hace. Todo parece estar en desorden, como mi vida. No quiero que se quede aquí, pero tampoco quiero que se vaya—. Ya no me importa lo que pase entre nosotros. Ni lo que pasó entre tú y yo. Ya no me importa nada de eso. Lo que quiero ahora es... —mi voz se quiebra un poco—. Lo que quiero ahora es no estar sola.

Las palabras se salen de mis labios sin que lo pueda evitar, como si necesitara liberarme de algo que llevaba dentro demasiado tiempo.

No se trata de buscar un culpable, no se trata de si fue su culpa o la mía. Se trata de lo que siento ahora: una soledad que me consume, un vacío que me devora y me arrastra, una necesidad desesperada de que alguien esté aquí, sin expectativas, sin juicios.

Christian no dice nada al principio. Se queda quieto, observándome con una seriedad que no me esperaba. Parece que está procesando mis palabras, como si hubiera pasado de la confusión a la comprensión.

Finalmente, da un paso hacia mí, pero no para abrazarme ni para consolarme. Solo se sienta junto a mí, en el borde del sofá. No dice nada más, y por un momento, el silencio entre nosotros se siente cómodo. No es incómodo, no es doloroso. Es simplemente... tranquilidad. Una calma que no he tenido en días.

—Lo siento, Alex —dice después de un largo silencio, su voz más suave—. No lo he hecho bien. No sé si alguna vez lo hice bien. Pero quiero que sepas que lo siento. De verdad.

Lo miro, y por primera vez en días, siento una pequeña chispa de algo que no puedo identificar. No es alivio, no es perdón. Es solo... presencia. Es el hecho de que alguien está aquí, al lado mío, sin exigirme nada.

No necesita que lo perdone, no necesita que lo entienda. Solo está aquí, con sus propios arrepentimientos y sus propios errores, pero aquí. Y eso es lo que más necesito ahora.

—No necesito que me pidas perdón, Christian —le respondo en voz baja, pero esta vez con algo que no había sentido antes: una leve tranquilidad—. No lo necesito. No me importa. Lo que me importa es que no quiero estar sola.

Las palabras caen entre nosotros, y por un momento, me doy cuenta de que ya no busco respuestas. Ya no busco excusas ni justificaciones.

Lo único que quiero es compañía, aunque sea en silencio. Porque, en ese silencio, al menos no tengo que fingir que todo está bien. No tengo que ponerme la máscara de estar en control. Solo tengo que ser yo, sin pretensiones, sin expectativas.

Christian se queda a mi lado, sin decir nada más. No sé si entiende completamente lo que estoy sintiendo, pero sé que no necesito que lo haga. No necesito que me explique, no necesito que me dé consuelo. Solo necesito que esté aquí. Solo eso.

El silencio se alarga, pero esta vez no me molesta. No siento la urgencia de hablar, no siento que debo hacer algo para llenar el vacío entre nosotros. Estoy aquí, él está aquí, y por un breve momento, eso es suficiente.

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