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Capítulo 4

El trote de los caballos hace que Adalbert abra los ojos de golpe. Observa los campos de cultivo y mueve la cabeza para verificar que va en una carretilla; su cuerpo está cubierto con una manta y, al dar la vuelta, un guardia lo sujeta para que no se mueva.

—Príncipe, está herido. Le pido que se quede quieto.

—¿Dónde estamos? —pregunta Adalbert con voz rasposa.

—A unos cuantos metros del reino. La señorita Kaley no ha podido transportarlo por un portal porque la magia de ese demonio se lo impide.

—¿Demonio?

Adalbert comienza a recordar lo último antes de desmayarse por el terrible dolor: la entrada a la cueva, el enorme árbol, la batalla con los tres hombres demonio, la chica vampiro y Adelaida. Se levanta alterado y cubre su boca de inmediato. ¿Qué es lo que había hecho con ella? La vergüenza llega de golpe, al igual que el dolor.

—Alteza, por favor recuéstese —dice el guardia al tomarlo para recostarlo y que no se haga más daño.

—¿Dónde está ella?

—La chica vampiro fue escoltada al castillo para curar sus heridas y obtener información sobre lo sucedido.

—No, me refiero a la mujer demonio —no es que no le importara la chica que salvó; sabía que sería protegida por su gente, pero saber de Adelaida era primordial porque no recordaba si había terminado el contrato con ella.

—El demonio fue llevado por la señorita Kaley. Pudo hacerla pasar por el portal y ahora debe de estar siendo interrogada por la reina.

—Necesitamos ir más rápido —ordenó Adalbert. El guardia lo escucha y habla con su compañero. Adalbert solo espera que aún no hayan ejecutado a Adelaida. Las visiones que le mostró tras el beso pueden ser una advertencia para todos los reinos.

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Adelaida siente el ardor en la mejilla cuando la reina la abofetea frente a algunos de sus súbditos. Las cadenas que rodean todo su cuerpo están bendecidas por sangre angelical, lo cual evita que pueda moverse o contraatacar.

—¿Cómo te has atrevido a tocar a mi primogénito, un ser despreciable como tú? —exclama con repugnancia Arlet, la furia era evidente en su rostro.

—¡Mi reina! —alza la voz el rey para detenerla y evitar un homicidio.

—Yo solo cumplí con las leyes demoniacas —Adelaida vuelve a reírse.

—Eres una discordia. ¿Crees que saldrás impune por tus actos? El contrato aún no ha terminado. Cuando mi hijo recobre la conciencia, le negaremos tu sangre y en unos días todo esto se desvanecerá.

—¿Está segura? —Adelaida aún preguntaba aquellas palabras cada vez que dudaban del contrato. A la reina le preocupaba. ¿Por qué estaba tan segura de que no sería asesinada o desterrada al infierno?

—Kaley, ¿has encontrado algún registro sobre este demonio? —pregunta el rey.

—Me temo que no. Los demonios que han salido del infierno en estos años tienen registro. Ella parece haber ascendido muchos años atrás. Es por eso que no encuentro nada sobre ella.

—Sigue buscando. Debemos saber por qué estaba en ese árbol.

—Ella dice no recordar nada. Simplemente conoce su nombre y algún que otro don que posee —responde Kaley.

—¿Has buscado en sus recuerdos? —pregunta la reina.

—No he visto nada. Es como una niebla en su interior. Alguien debió arrebatarle sus recuerdos al momento de sellarla en el árbol.

—O ella misma se los ha borrado —le acusa la reina.

—Yo no haría eso. Sería ridículo.

—Cállate, demonio. Seres como tú solo ven por su bien. Guardias, llévenla a los calabozos. La dejaremos ahí hasta que el contrato se desvanezca y después serás ejecutada por querer asesinar al primogénito de Ōkami.

Los guardias toman a Adelaida y de inmediato es escoltada a los calabozos benditos del ángel Gabriel, donde escapar es completamente imposible para los demonios.

Ambos reyes se quedan en silencio. Kaley se inclina para retirarse y seguir investigando. La reina ordena que se retire el resto y que se le comunique de inmediato la llegada del príncipe. Eliot se acerca para consolarla, pero ella le ignora y sale del salón. Solo oye los pasos de su amada alejarse y la puerta que es azotada.

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Adalbert baja de la carretilla antes de que los guardias lo detengan. Las puertas se abren al verlo y es detenido por varios de sus sirvientes que le revisan. Adalbert los aparta para llegar al salón del trono, pero su padre es el primero en verlo y lo abraza antes de que siga su camino.

—Nos tenías preocupados. Tu madre te espera en sus aposentos —Adalbert no logra contestarle a su padre. Es llevado por varios guardias a la siguiente torre. La caminata es corta y cuando están frente a la puerta, Adalbert entra sin tocar. Mira a su madre detrás de su escritorio con una copa de vino a su lado y varias cartas en sobres para ser enviadas. Esta lo mira y suelta la plumilla en la tinta, toma un sorbo del vino y se prepara para ponerle fin a la rebeldía de su hijo.

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