XXII. Elegía
123 horas para El Renacer.
Hacía ya tiempo que no veía un caos como aquel. No podía parecerse a los enfrentamientos que había vivido con Zanahorias, porque aquellos no tenían punto de comparación. El golpe a la mansión de los Olímpicos o a Bellwether en aquel edificio eran simples, dos puntos, ellos y sus contrarios. Este suceso era distinto: animales corriendo asustados, refugiándose de las ondas de calor que destilaba el estadio cuyas llamas se lo iban comiendo poco a poco, otros varios con quemaduras leves que eran atendidos por los paramédicos de los distintos centros hospitalarios de la ciudad, o aquellos animales que exclusivamente era atendidos por la Cruz Roja por las heridas tan importantes que tenían. Sólo le podía venir un recuerdo a la mente: cuando ambos, Nick y Judy, pelearon contra Afrodita en Burrows, hacía tantos años.
Sin embargo, en ese tiempo, en aquella riña, no se percibía lo que ahora, ese miedo pululando entre las masas. Aquella neblina del temor y la incertidumbre. No hallaba qué hacer en esos momentos, no era como Judy, quien apenas se bajó de la patrulla desapareció rumbo a los demás animales que salían del estadio, indicándoles hacia dónde dirigirse y gritando pautas que se perdían en el aire y muy pocos escuchaban.
Era realista, en esos momentos lo que menos importabapara los que huyen es dónde está cada cosa. Lo único que hay en la mente es sobrevivir. La siguió e imitó, gritando hasta casi quedarse afónico, atento y tomando por los hombros a Judy y moverla bruscamente cuando ella, en su intento de querer ayudar, no se daba cuenta de algún animal que venía hacia ellos descabritado y asustado.
Un rinoceronte pasó tan cerca de los dos que Nick reaccionó por instinto, apartándola, y cuando la gran forma se apartó de su campo de visión, vio a un guepardo mirando el lugar, ubicándose, siendo seguido por dos tigres y un lobo. Samuel se cubría el rostro con una pata, como si se protegiera de un sol intenso. Sintió cómo Judy se salía de sus patas y corría dando pequeños saltos inconscientemente. La siguió.
Nick inspiró profundo cuando vio el estado de Samuel. El rostro tenía un aspecto extraño, puesto que no tenía pelaje en el mismo; lo que había quedado del pelaje eran puntos negros casi pegados a la piel quemada, unas partes se veían rojas, otras rosas, y en otras, unas extrañas líneas de algo amarillo le brotaban.
—¿Qué sucedió dentro, Samuel? —preguntó Judy, elevando la voz para sobreponerse al griterío de los animales y el estruendo de las sirenas tanto de bomberos como de policía y paramédicos.
El lobo trató de hablar, pero parecía sufrir por sólo intentarlo; Benjamín, parpadeando para volver en sí y poder apartar la vista de su novio, volvió en sí.
—Estábamos en el concierto cuando vimos la primera explosión —relató Ben; la ropa se le pegaba al cuerpo, así como a Samuel y a los tigres que intentaban hacerse pequeños y desaparecer de la vista. Lo intentaron, aunque cuando dieron un paso atrás Judy los señaló en una clara advertencia de que no se movieran, sin siquiera molestarse en apartar la vista de los ojos del guepardo—. Pensamos que era parte del número, pero entonces Gazelle se fue junto con unos cuantos de sus bailarines y... —Mientras más contaba, más rápido hablaba, notó Nick— entonces vino la segunda y nos dimos cuenta de lo que en verdad pasaba. Intentamos huir y... y Sam quedó así.
—Calma, Ben —jadeó entrecortadamente Sam, con los ojos cerrados; se volvió hacia donde estaba Judy. Tal vez, pensó Nick, ubicándose por la voz—. No sé cómo iniciaron la primera explosión, pero lo que sí sé... —Jadeaba mucho, costándole seguir— es que era un plan ideado con detenimiento. Tenían un tanque de propano en las tuberías del gas que se interceptan bajo el estadio; un control de válvula.
—De esa manera —continuó Judy, especulando—, si el tanque explotaba dañaría la tubería y el gas se colaría. Y con el fuego... —Se llevó una pata a los labios.
Nick comprendió su reacción. Si el gas se colaba por la explosión, el fuego se adentraría en la tubería y todo el mapa de conductos hasta llegar a uno de los depósitos centrales de la ciudad, generando una explosión abrumadoramente potente. Fue ahí cuando comprendió lo que Samuel les había dicho referente al Libro de Amduat; la Octava Hora, un río de fuego.
Al fondo, los bomberos conectaban mangueras a los hidrantes en las aceras, más la que el camión tenía anexada al tanque portátil de éstos, intentando aplacar las llamas que se comían entero el estadio sin contemplación. Sin mediar palabra alguna, Judy se dio media vuelta y fue hacia los animales.
Entre tanto, el vulpino le indicó a Benjamín, que sostenía la pata de Samuel sin percatarse de ello, que se dirigiera y lo llevara al módulo de la Cruz Roja, instalado en el sitio, el cual atendía a los heridos de gravedad. Ben asintió y con un tono cariñoso como cuidadoso, le decía a Sam que soportara el aire. Nick había sufrido quemaduras simples en su vida, por lo que sabía que éstas ardían con cualquier cosa, y era muy molesto. Ahora bien, tener una quemadura en todo el rostro debería ser tortuoso.
Se dirigió a los tigres y les indicó que fueran hacia donde estaban las patrullas, porque puesto que habían ayudado a Samuel y Ben y presenciado lo que el lobo relató, debían testificarlo para corroborarlo. Sin muchas ganas, convinieron y se retiraron.
Mientras veía a Judy guiando a los bomberos hacia dónde apuntar los chorros de agua, el móvil en su bolsillo empezó a vibrar. Lo sacó y vio que era Finnick, y que tenía ya tres llamadas perdidas de él. Deslizo el dedo por el patrón táctil y contestó; al hacerlo, el fennec casi sale por la pantalla y lo devoraba vivo del grito que dio, sin embargo, su voz tenía un matiz que le escuchaba por primera vez: miedo.
Fueron unas rápidas palabras, atropelladas; pese a su sorpresa, se concentró en lo esencial. Finnick dijo que había intentado comunicarse con Lourdes, porque ella había intentado localizar desde que se reunió en su despacho y hablaron, a la leopardo de las nieves, que fue ella quien lo llamó después, y que aunque contestó y esperó respuesta, sólo escuchaba el ruido de fondo de la ciudad.
—Nick, óyeme bien, debes encontrarla. —Su respiración agitada casi le quemaba el oído—. Ella es muy arriesgada, no piensa las cosas antes de actuar, sólo lo hace. Algo como tu coneja. Sé que ella estaba mal por Rachel, ambos lo estamos, pero por los dioses, Nick, tienes que encontrármela viva, ¿estamos claros? No la quiero ver en un ataúd, no ahora precisamente.
—Calma, hermano —dijo, sintiendo una impotencia por no poder prometerle algo de lo que no podía estar seguro—, la encontraré, ¿bien? Te lo prometo.
Con una extraña sensación en la nuca, deslizó el dedo y colgó la llamada, guardándose el móvil en uno de los bolsillos de su camisa de policía, cerca de la placa. Inspiró y soltó el aire, despacio, varias veces, tratando de serenarse; por instinto se llevó su pata a su anillo, el anillo de James y que sirvió como anillo de bodas. Tenía un peso emocional enorme. En ese momento el anillo de oro le pesaba como si fuera de plomo, se lo giró varias veces; esa era su propia forma de calmarse cuando los nervios empezaban a ganarle partido. Algo que como policía no podía permitirse.
Tiempo después, Nick no sabía a ciencia cierta cuántos minutos porque su mente estaba en una especie de limbo, a veces se sabía ayudando a animales a recuperarse de la histeria colectiva, o guiando a otros hacia los módulos de ayuda, y a veces dejándose embargar por aquella sensación de que algo inminente iba a pasar, mas no sabía qué; su teléfono le vibró en el pecho. Sacudiendo la cabeza, lo tomó y constató que le había llegado un mensaje, uno de Van der Welk.
«Nick, tenemos al animal que atacó a mis hijos. Dale gracias a tu consuegra que le ayudó a mi Solecito a encontrarlo. Ah, sí, también creo que necesitamos un equipo forense, el cuerpo es muy pesado.»
Suspiró. ¿Qué demonios habían hecho ambos? Bueno, plantearse eso era estúpido, era obvio que tanto di Regno como Van der Welk hubieron matado al animal, sin embargo, sus ojos quedaron cautivos de la segunda oración del mensaje: «Dale gracias a tu consuegra que le ayudó a mi Solecito a encontrarlo», ¿ayudarla cómo?
Y entonces, tan rápido como un dardo, la forma de poder encontrar a Lourdes le vino a la mente. Ella tenía su móvil consigo porque Finnick le dijo que ella fue quien lo llamó; podía rastrearla. No sería muy difícil, nada más tendría que entrar a la base de datos de la ZPD mediante la aplicación que todos los oficiales adquirían una vez entraban al cuerpo, cuyo número y clave de ingreso son la serie grabada en su placa y su código numérico en la policía, ingresar el número de su cuñada en el buscador de la ciudad y esperar a que la señal se emitiera. Simple.
El tiempo de espera se le hizo eterno una vez introdujo todo lo necesario, habían pasado treinta segundos de triangulación y aún seguía buscándola; todo muy avanzado tecnológicamente en algunas áreas, pero el rastreo de llamadas y números seguía igual que hacía veinte años. El celular dio un pitido doble y un punto rojo con la locación apareció en el mapa de la ciudad: estaba en un edificio a tres calles de allí.
Sus pies empezaron a avanzar antes de que su cerebro mandara la orden a los mismos, encaminándose al lugar. No era normal que ella estuviera en ese sitio con una situación tan delicada como la que estaba ocurriendo, por lo que sólo había dos posibilidades.
Y rogó, Nick rogó por Finnick, que ella nada más estuviera inconsciente.
104 horas para El Renacer.
El día parecía burlarse de ambos, porque a diferencia de los anteriores, largos, pesados, sombríos, el de hoy era hermoso en toda su extensión. Un cielo azul, sin nubes, con un sol brillante, pero no demasiado; la temperatura justa, ni mucho frío, ni mucho calor; un aire que se colaba por las ventanas y refrescaba el salón. Un día ajeno a lo que sucedía tras las puertas dobles de madera de aquel salón.
Habían pocos animales en el funeral de Lourdes Howlin: Finnick, Nick, Judy y sus hijos, así como algunos animales de la jefatura que querían presentar los respetos al animal que pudo parar a uno de los que estaba poniendo la jefatura de cabeza. Leo y Luke estaban con sus respectivas parejas, sentados al fondo con cara pétrea, camuflando bien lo que sentían. Jason, por algún motivo, se mantuvo en la puerta del salón, como un guardia, inclusive llevó una de las sillas y se sentó allí, viéndolos con detenimiento; Finnick no comentó nada, pero aquel niño era raro. Esas rarezas que si no se monitorean, se tuercen. Nico vino por poco tiempo, le dio las condolencias, intentó abrazarlo, pero el fennec con una mirada le dejó en claro que ni se atreviera, y después se marchó, argumentando que debía cuidar a la que era su novia, quien estaba en el hospital. Hazel y Annabeth estaban cerca del ataúd, llorando como magdalenas; él sabía que Lourdes tenía tratos con ellas, cosas de hembras.
James no dio signos de aparecerse, y más le valía al zorro no hacerlo, Finnick le dijo que no se le ocurriera dejar sola a Rachel.
—Ahora está inconsciente, mocoso —le gruñó— y ella necesitará a alguien cuando despierte. El golpe será muy fuerte.
Las horas después de que Nick le llamó para avisarle que encontraron el cuerpo de su esposa desangrado con un corte en el cuello, en la azotea de un edificio, fueron caóticas. Extensas como años luz. Finnick estaba agotado física y mentalmente, tanto por el papeleo que tuvo que hacer para que la morgue le diera el cuerpo ya embalsamado, como para que una funeraria le concediera los servicios. Fueron muy pocas las que estaban dispuestas a dar un servicio sin anticipación, pero nada que Nick o Judy no pudieran resolver con sólo mostrar sus placas y aplicar la suficiente presión.
Las patas le picaron cuando recordó lo cerca que estuvo de desahogar la ira retenida con Nick. La coneja horas antes de que fueran al velorio, le comentó la abrumadora similitud que tenía con Nick, porque había pasado por las etapas del duelo demasiado rápido, tanto que no parecía sano. Finnick se acomodó la corbata mal colocada de su traje, mientras uno de los policías de la ZPD, una loba roja acompañada de una gacela de andares masculinos, ingresaban y saludaban a Judycon un asentimiento de la cabeza.
Suspiró profundo, repitiéndose una y otra vez que lo que estaba pasando era real; malditamente real. No era que hubiera pasado las etapas de un solo golpe, tanto él como Nick se habían blindado tanto contra el mundo que llegó el momento en que no pudieron salir, de ahí el por qué pareciera que superó la muerte de Lourdes. Pero sabía a la perfección que los verdaderos golpes vendrían cuando no sintiera aquel calor reconfortante al otro lado de la cama, no oír su acompasado latir o sentir su pelaje contra la mejilla. Aquella compañía, aunque sin mucho diálogo entre ambos, importante, saber que tenía en quién apoyarse.
Ahora, como el humo muriente de una fogata que es disipado por el viento, lo había perdido.
Dolía.
Maldita sea, era como si le hubieran sacado todo, cosido y arrojado, vacío y sin alma, al mundo para que viera cómo se pudría en su soledad.
Se sentía como las estatuas que hay sobre los nichos, inmóviles, sólo para adornar el lugar y darle un ambiente más suave a todo lo que sucedía. Veía a los pocos animales entrar, pasar cerca del ataúd, luego ir con Finnick darle sus respetos, éste le gruñía un aporreado gracias y eso era todo. Cuando ya terminaron los honorarios, con una señal le indicó a Nick que terminaran con todo lo más pronto posible.
Así pues, el zorro rojo y la coneja le indicaron a los empleados del servicio que procedieran a la cremación. Éstos, dos osos, cargaron con el féretro y se encaminaron seguidos de los demás animales hacia una furgoneta negra, con adornos plateados, como barandas sobre la pintura del auto, y lo introdujeron en el mismo.
Finnick los siguió, subiendo a uno de los autos, negros también, que estaban en el contrato de servicio de la sepultura.
Llegaron al cementerio de la ciudad, específicamente donde reposaba el que fue el padre de Lourdes (de crianza, aunque padre de todas formas) y tío de Nick. No bajaron la pequeña cuesta que los llevaba a las tumbas, sino que tomaron una desviación hacia una zona, delimitada por azulejos color caoba; una explanada de poco más de quince metros cuadrados, en cuyo centro se alzaba un horno con fachada de ladrillos rojos e interior industrial, cuya chimenea se alzaba casi dos metros y medio del suelo, decorada con una bóveda agujereada para que el humo ascendiera y saliera.
El calor cuando comenzó era insoportable, tanto que decidió dar una vuelta por el lugar. Se pasó al puesto que estaba en la entrada del enrejado cementerio, era un multiuso, sin embargo, lo que más destacaban a la venta era flores. Flores de todo tipo, color y tamaño, desde rosas a girasoles, de tulipanes a hortensias. Se detuvo un momento, recordando una vez que la acompañó a ese lugar, y vio que Lourdes con mucho empeño había comprado unas rosas blancas y las colocó en la tumba de quien Finnick supuso, era su padre. Nunca se le dio por ir a dicho sitio, sólo verla desde lejos, porque a él, quien no tuvo una familia a quien visitar, no le interesaba inmiscuirse en ello. Además, sabía respetar la intimidad de la loba.
Ladeó la mirada y vio la columna de humo negro que se elevaba en espiral al cielo, y con un gruñido compró unas pocas. Se mantuvo un momento en duda de si comprar o no una cajetilla de cigarros, pero recordó con dolorosa claridad cómo Lourdes, los primeros meses en los que empezaron a salir, le había pedido, de aquella manera tan peculiar que tenía ella, casi como una orden camuflada, que intentara dejarlo. Compró uno, y un encendedor; uno no lo mataría, sólo lo relajaría. No lo mataría más de lo que ya estaba por dentro. Con rosas en pata y cigarro y encendedor en el bolsillo del esmoquin, se dirigió a ver la tumba del padre de Lourdes para hacer tiempo. A pasos rápidos bajó la cuesta y llegó a la tumba, que para su sorpresa, eran tumbas dobles. Se agachó y dejó las flores sin tanta parafernalia, Finnick no era especialmente delicado en esos aspectos. Bueno, tampoco es que tuviera delicadeza después de todo. Miró con curiosidad la inscripción de junto y alzó las cejas por la sorpresa.
«Teresa Wilde y James Wilde.»
Sabía que James era el tío de Nick y padre de Lourdes, ¿pero podría ser que esa Teresa fuera la madre de Nick? Nunca le preguntó, y en definitiva no lo haría ahora. Se anotó tocar el tema después, tenía que saberlo. Con un cuidado nada natural en él, abrió la rejilla del nicho junto al sepulcro de James, donde dejaría las cenizas de su esposa. Con un suspiro pesado se levantó y se quedó inmóvil al oír el suave quebrar de la grama al ser pisada; moviendo una oreja, ladeó la vista, topándose con uno de los hijos de Nick, su sobrino.
La blancura de Jason resaltaba como un espíritu entre las tumbas, unas de mármol, otras como un pequeño mausoleo, otras siendo simples lápidas grises, lo único que lo hacía ver normal eran los motes marrones en las patas y orejas. Tenía la misma cara de siempre, simple y sin emociones identificables, e iba con una especie de libreta en la pata.
—Puedes llorar si quieres —le dijo Jason, como si nada.
—¿Llorar? —Finnick rió con desgana—. No, gracias. Estoy bien.
Jason ladeó un poco la cabeza, mirándolo con interés. Finnick hizo un pequeño mohín, la forma de ser de su sobrino era extraña, y eso que había visto muchos animales en su vida. Era como si lo escaneara con rayos X.
—Es raro que no hayas llorado —le dijo, con tranquilidad—. Los animales cuando pierden a alguien lloran. Es normal.
—Yo no, Jason. —Se llevó la pata al bolsillo de la chaqueta del esmoquin, sacó el cigarrillo y se lo llevó a los labios—. ¿Necesitas algo más?
—La abuela Bonnie dice que llorar está bien —comentó—. La lluvia nunca se equivoca.
—¿Qué tiene que ver lo uno con lo otro?—Dio una calada, la retuvo sintiendo el cosquilleo en el pecho y lo soltó a tiempos lentos.
—No lo sé. —Jason tomó un lápiz de su bolsillo y lo giró tres veces en su pata, una en el sentido de las agujas del reloj y dos en el sentido contrario—. Pero es raro no verte llorar.
—Nadie merece las lágrimas de otro, y quien las merezca, no te hará llorar —se limitó a decir—. Aunque... —agregó luego de otra calada, con una sonrisa retrospectiva, recordando los momentos que vivió con Lourdes, o las risas tontas que le sacaron tanto ella como Rachel cuando la loba era pequeña— supongo, las lágrimas son la última sonrisa del amor.
—¿Cómo puede una lágrima ser una sonrisa? —preguntó su sobrino, y Finnick suspiró un poco de humo. Era un crío aún, no podía entender aquella profundidad.
—Lourdes está muerta, Jason, y nada que haga la hará volver. Llorar no servirá de nada.
El pequeño conejo negó con la cabeza.
—No, no lo está. —Finnick lo miró con curiosidad. «A ver con qué sale ahora», pensó—. Mientras digas su nombre y la recuerdes, seguirá viva. Aunque la estén quemando allí arriba.
Sorprendido, el fennec le dio la última calada al cigarro para tirarlo al suelo y pisarlo con fuerza, apagándolo.
—¿No eres muy joven para decir eso, poeta? —bromeó.
—No soy tan joven, tengo once. Y no soy un poeta.
Se acercó a él, con el pulgar hizo presión en su dedo medio y lo liberó, dándole un pequeño chorlito, un golpecito, en la frente al conejo. Se le había olvidado lo peculiares que son los niños.
Y sin decir más nada, emprendió la subida hacia el crematorio, donde por la densidad del humo que ascendía, faltaban horas para acabar. Jason lo seguía, sumido en su mutismo y ojeando su libreta. Al ver unos garabatos en ella recordó que Nick le contó sobre que Jason, que era como su reencarnación en conejo de cuando era chico, por lo único que mostraba interés era por el arte en general.
Tras todo el dolor, se sorprendió pensando en qué se interesaría su nieto.
Se giró el anillo de casados en su pata izquierda, copiándole el gesto a Nick, sonriendo por dentro. «¿A que tú pensaste lo mismo, Enci?»
Jason tenía razón, aunque no lo dijo de la manera correcta, sin embargo, la idea era la misma: seguirá viva siempre que la recuerde. A Finnick aquello le pareció un poco tonto... ¿cómo podría olvidar a la animal que le cambió la vida?
98 horas para El Renacer.
Con cuidado cerró la puerta del cuarto de Lune, apretando el collar con la llave que cargaba al cuello. No se había separado de ella desde que la sacó. Incluso Carla llegó a sentirse extraña cuando se duchaba y no sentía el frío metal reposando en su esternón. Inspiró profundo, apretando la correa del bolso de medio lado que había tomado de Lune, donde tenía la pistola eléctrica, la de fuego y la tranquilizante, reglamentarias de ella.
Todo se había torcido de una manera que la estaba haciendo dudar. Se suponía que sólo tenía que dejarse capturar para conseguir información, así era el plan de Greco. El giro de los acontecimientos estaba fuera de su control, necesitaba pensar. Sabía que las emociones que nacieron por la loba le nublaban el juicio, pero mientras más lo pensaba, más empezaba a darle igual el plan.
Intentó reprimir esa vocecita en su cerebro de que estaba traicionando la memoria de Alastor, con aquel comportamiento. Ella le dio su palabra de seguir hasta el final, ambos compartían ese pensamiento de que todo necesitaba un cambio, pero la tarde de este día, cuando acompañaba a Lune en aquel crematorio, fue cuando sus demonios internos empezaron a causar estragos.
Se llevó una pezuña al rostro e hizo pinza en su entrecejo, respirando con lentitud para centrarse; no se podía echar para atrás ahora. No después de todo este tiempo.
—¿Por qué murió a quien están incinerando? —le hubo preguntado Carla a Lune, en el cementerio. La había acompañado por el simple hecho de pasar tiempo con ella, de estar ahí a su lado después de la herida que tenía.
—Murió deteniendo a la autora material de la explosión del estadio —le contestó Lune. Carla se había quedado sin responder, dándose cuenta de que nada más quedaba ella de los cinco.
El plan del lobo negro iba lento pero seguro, indetenible. Sólo faltaba ella.
—Lo que logré oír de otros policías es que la mató por vengarse de lo que le hizo a su hija. —Lune había suspirado.
—Es extraño —comentó Carla, viendo las enormes volutas de humo negro ascender.
—¿Por qué? —se interesó la loba, durando más tiempo del normal en sus ojos. La gacela juró que en ese sitio estaba haciendo calor, un calor que nada tenía que ver con la cremación.
—Murió por su hija, sin dudarlo un momento... Es algo que toma su tiempo decidir. No es sencillo marchar a la muerte, cuando sabes que el riesgo de no salir vivo es alto. —Lo sabía por experiencia propia; cuando fue débil y no pudo mover un músculo para salvar a su tía de aquel zorro.
—Porque es una madre, Carla, las madres son altruistas por naturaleza. Velan por sus hijos aún si eso significa morir.
—¿Pero por qué ellos están calmados? No los he visto llorar, o alguna reacción normal de una animal que ha perdido a alguien. Ni la coneja, ni el zorro, ni el fennec. Parecen de piedra.
—Porque... tienen experiencia.
—No comprendo.
—Son fuertes. —Y no dijo más nada, como si aquello fuera palabra sagrada.
Carla no preguntó tampoco, no quería que terminara descubriendo el debate interno que tenía, ni las ideas que le pasaban por la cabeza. No le cabía en la mente eso. Cuando se pierde a un ser querido es normal enojarse, llorar, patalear, negárselo, maldecir al destino por haber arrebatado a ese animal; no estar impertérrito como si estuvieran enterrando a un pez mascota.
Y le parecía estúpida la razón por la que la loba murió. ¿Qué iba a por Neit? ¿Qué importaba aquello? Sabía por Greco que la leopardo de las nieves era obsesiva compulsiva, lo que tarde o temprano le dejaría una grieta por la cual la ZPD podía rastrearla y apresarla, era cuestión de tiempo. Pero estaba el factor personal. La hija de la loba fue herida por Neit; la venganza estaba en su sistema. No podría razonar.
Fue imbécil al haberse lanzado a los brazos de la muerte por decisión propia. Ridículo.
El recuerdo de su tía le inundó la mente, cómo aquella noche en Sabana Central ella casi estuvo rogándole porque se escondiera y no diera muestras de vida si no quería morir, le entregó un arma que en ese tiempo le pesó como una tonelada y con un beso en la mejilla le apremió a esconderse. Ella no consiguió sitio, por lo que a falta de tiempo se escondió en un basurero, por suerte vacío.
Esa memoria estaba grabada a fuego en su alma por la simple razón de que ella hubo muerto para protegerla, le entregó el arma sabiendo que al hacerlo sería presa fácil de sus perseguidores. A través de la trampilla del basurero observó con impotencia y un miedo que le congelaba la sangre paulatinamente, restringiendo sus reacciones, sonidos y movimientos, cuando dos osos polares la redujeron y tomaron por los brazos. Una vez la apalearon hasta que lo vieron propicio, un zorro rojo apareció con una daga que tenía una letra G grabada en el mango y se la enterró en el vientre. Repitió la acción varias veces y con un gesto de la cabeza le dijo a los osos que la soltaran.
Al retirarse y dejarla allí, desangrándose y con una paliza, su tía murió. Treinta minutos después cuando salió y fue a verla, el cuerpo estaba helado contra el pavimento, con un grueso hilo de sangre cayéndole por la barbilla y la sangre de su estómago manchando el suelo, en un charco que iba aumentando su radio.
Carla apretó las pezuñas, tragándose el recuerdo y sacudiendo la cabeza para alejarlo.
—Son fuertes porque velan por los suyos sin dudarlo. —suspiró Lune y vio en sus ojos algo, tal vez pensó que su reacción al recuerdo de su tía se debía a la forma en que la loba murió. Aprovechando eso, Lune le tomó la pata con disimulo—. No dudan si para protegerlos o salvarlos deben volverse igual a quienes deben perseguir y atrapar. No hay rencor u odio más grande, Carla, que el que un familiar siente al saber que otro hirió a alguien importante para sí. Por eso los malos atacan a la familia, porque duele más que a una misma. El golpe o te derriba o te fortalece. Y si te fortalece, ten por seguro que se volverán peor que el demonio que deben cazar.
—El mundo necesita a los malos —comentó Carla, recordando quiénes mataron a su tía y porqué—, para mantener a raya a los más malos.
—Mejor no lo pude haber dicho.
Carla en ese momento le apretó más la pata a la loba roja, sintiéndola cerca. Sintiendo en su piel la calidez que ella emanaba con solo estar ahí, con hablar. Las emociones en su interior eran un caos controlado que amenazaba con desbordarse. ¿Por qué se sentía segura con ella? Esa seguridad que le transmitía una imbatibilidad contra el mundo, que nada la derribaría. Jamás habló con nadie sobre cómo su tía terminó muerta, los tratos que ella hacía, ni las turbias relaciones que mantenía. Sabía que no era un ángel del cielo, mas a Carla eso no le importaba. Ella le acogió y le aceptó sin reparos, como era, y la quiso por ello.
No podía hablar de quién fue su tía.
Greco lo supo muy por encima, contándole que la asesinaron y ella buscaba venganza, pero que Leonzález usó su caso para mejorar su campaña y el animal a quien iba a matar, colaboró con la ZPD en la captura de otro. Para cereza del pastel, aquel zorro murió en esa colaboración.
Había quedado sin objetivo y con un motivo que ya no tenía sentido. No podía vengarse de un muerto. Sin embargo, fue Alastor Greco Inval quien supo encaminar ese motivo a uno más general. Con su plan, su idea y su método. Y le hubo parecido bien. Perfecto.
¿Entonces por qué ahora tenía ese aleteo en el pecho, pausado y en calma, con Lune al recordar aquello? No tenía ese odio o ideal de Inval... sólo era ella. Ella y Lune. ¿Cómo reaccionaría si le contara su historia? ¿Quería estar con ella tanto como para contársela?
¡Demonios, claro que quería! ¡Lo quería tanto que dolía, le quemaba en el pecho!
La quería.
Cuando fue consciente de eso, en el momento en que aquel pensamiento pasó por su mente, supo que era momento de alejarse, despejarse y poner fin a todo de una buena vez.
Ahora, en la sala del departamento de Lune, sintiéndose la peor basura del mundo por abandonarla con la herida tan delicada que tenía, soltó aire y se pasó una pezuña por el rostro. Ya lo había decidido.
Llevó una pata al pomo de la puerta principal cuando escuchó esa voz que le pareció de un ángel; uno que tenía un ala lastimada.
—¿Te marchas? —preguntó.
Carla no se movió, el corazón se le congeló en un bloque en el pecho que intentaba latir. No quería eso, no quería que ella la viera irse. Todo menos eso.
—Sí —respondió, con la voz muy gruesa, gutural. Se forzaba para no verla y que el intento de camuflar su quebrada voz se derrumbara.
—¿Por qué?
—Debo. —Se limitó a responder al rato.
—Eso no es respuesta, Carla. —El tono autoritario de la loba le dejaba en claro que para ella también era duro verla ahí en el portal; sabía que si se iba no tendría permitido volver. Las dos eran muy fuertes como para ceder y mostrar debilidad—. ¿Por qué te marchas?
—Lune, por favor...
Alzó la vista, encontrando a la loba con un pijama muy escaso, un short y un topless. La gacela se mordió el labio, sus ganas de irse estaban en pelea con las de quedarse y arrancarle las prendas a ella en un parpadeo. Respiró lentamente. «No puedes sentir eso por alguien que no siente lo mismo, Carla. Madura. Tienes algo más importante qué hacer.»
La vio cruzar los brazos por sobre el pecho.
—Dime por qué tienes que irte así, como una ladrona. —Ella tuvo el valor de alzar la mirada y encontrar esos azules oscuro, viéndola en un acuerdo tácito. «Dime tu motivo y te dejaré ir sin problemas».
Pasó saliva, tensa.
—Lo siento, Lune —murmuró metiendo la pata en el bolso de lado.
Sacó la pistola eléctrica, apuntó y disparó. Le pareció que con los electrodos que surcaron el aire el metro y medio que las separaba, lo hacía también una parte importante de ella. Aquellas dos joyas azules la miraron con tristeza.
No con reproche, sorpresa, incredulidad u odio.
Sino tristeza.
Carla dio dos zancadas y abrazó a Lune fuertemente, de una forma en que no había abrazado a nadie en muchos años y cargó con su cuerpo. El efecto del voltaje en ella no sería dañino, mucho menos mortal, aunque sí la inhabilitaría al menos por un minuto, dos máximo. Ese era tiempo suficiente. La colocó con delicadeza en el sofá, le quitó los electrodos, guardó el arma en el bolso y se lo alzó al hombro.
Inspiró profundo y espiró sin apartar la mirada de los ojos de Lune, delineándole el rostro y deteniéndose en los labios. Con una pata, le rozó la mejilla.
—Lo siento, de verdad —murmuró, acercándose a ella y reposando su frente con la de Lune—. No puedo decirte el porqué, pero debo irme. Esto es el adiós; gracias por todo lo que hiciste, y lamento no haber sido sincera desde el principio. Nada pasó como lo tenía planeado.
Se separó, le dio un beso rápido en la frente y caminó a la puerta.
—No me busques, por favor; no lograrás encontrarme.
Cerró la puerta tras de sí y bajó las escaleras del edificio al trote, con sus pezuñas resonando con un tap, tap, tap, por los escalones. Una vez llegó a planta baja abrió la puerta y la noche la abrazó como una vieja amiga.
Encaminándose a su destino, se llevó una pata al pecho y apretó la llave que pendía del collar. Esperaba que de verdad Lune no la buscase, porque dentro de poco todo terminaría.
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Hola, gente, ¿qué tal?
¿Qué les pareció el cap?
¿El velorio?
¿El final?
Dejen su review, gente, no olviden dejar su review, así me alientan a continuarlo.
Nos leemos luego.
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