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XXI. Octava Hora

124 horas para El Renacer.

El pecho le subía y bajaba acompasadamente a una rápida velocidad, aquel miserable edificio no tenía ascensores, por lo que tuvo que subir los doce pisos por las escaleras. Al llegar arriba tenía el corazón a tope, latiendo por la adrenalina que la explosión en el estadio le causó, como por la del inminente enfrentamiento con aquella leopardo. Soltó aire con lentitud, serenándose lo más posible, y apretó sus cuchillos Sheller.

Abrió la puerta que conectaba el pasillo del último piso con la azotea y entró.

Esquivó por los pelos una daga que pasó muy cerca de su rostro, chocó contra la pared y cayó al suelo con un repiqueteo. Cuando Lourdes volvió la mirada, notó a la leopardo, Natasha Krieg, chistar por no haber acertado.

—¿No habrás creído que me tomarías por sorpresa, verdad? —le preguntó, poniéndose de pie de la posición, con una rodilla hincada, en la que estaba, la cual le debió haber dado más estabilidad para disparar. Se tronó los dedos y soltó las patas, sacudiéndolas, frunciendo el ceño hacia la loba, iracunda—. Soldaditos del tres al cuarto, molestando cuando se está ocupada.

Lourdes no respondió, alzó la guardia y caminó muy despacio hasta estar a una distancia relativamente más corta que antes; las separaban metro medio, quizá dos, lo suficiente para dar la carrerilla y poder usar aquel impulso para golpear, y su consecuente corte, más fuerte.

La miró con cuidado, tratando de no saltar alguna parte o lugar en el que tuviera algo escondido. Era tal como la había visto a través de los videos y en sus seguimientos lejanos: una leopardo de las nieves con un pelaje de un gris más oscuro de lo normal y manchas negras que se fundían con ese gris, con unos ojos verde oscuro que la analizaban. Era más baja que Lourdes, pero la loba bien sabía que ser más grande no siempre era sinónimo de tenerla más fácil; y por último, la leopardo tenía una venda en un antebrazo. «Una posible herida.»

No tenía lugar alguno para ocultar armas o cuchillos, además, recordó, su modo de pelear no era ese, sino con aquella extraña postura de los Spetnaz.

Natasha se puso en guardia, alzó la pata herida colocándola tan cerca de su rostro que a Lourdes le parecía ridículo que esa fuera una postura de pelea; la otra la llevó a su costado, a nivel de la cintura y separó las piernas un poco. Todo en esa forma indicaba ser un maestro de karate, pero lo que desorientaba era la pata arriba, casi sobre la cara.

Cuando una segunda explosión atronó la zona, sacudiendo la noche, ambas se lanzaron contra la otra.

La leopardo aprovechó el impulso extra que cargar con aquella postura le confería, para girar un poco el torso y golpear. Con aquella maniobra, la fuerza no estaría solamente impresa en su pata, sino que la inercia del giro terminaría en su puño y si llegaba a conectar, la loba sabía que le iría mal. Más aún, si recibía más de tres golpes así.

Lo esquivó doblándose un poco hacia la derecha y contraatacó con un derechazo, la hoja de su cuchillo silbó un poco en el aire hasta que de alguna forma ella le tomó la muñeca, un poco más abajo donde la hoja curveada terminaba, y le asestó una patada a las costillas que le sacó el aire.

Con un gruñido, Lourdes golpeó con la izquierda, haciéndole un corte en la mejilla a Natasha y ocasionando que por reflejo ésta alejara la cara y cerrara un poco los ojos. Ahí ella aprovechó para soltar el cuchillo de su pata derecha, la cautiva, y con un gesto que le imprimió dolor en la muñeca, la tomó por el cuello; un golpe con sus patas a los tobillos y logró tumbarla en el suelo. Se iba a sentar a horcajadas sobre ella para lograr inmovilizarla y terminar con eso lo más rápido posible, pero Natasha tanteó el suelo, llegó al cuchillo y se lo clavó con un rápido movimiento en el hombro, sacándole un rayo de dolor tanto al introducirlo como al sacarlo de un tirón.

Ese descuido le costó caro, porque Natasha, aprovechando, le dio un rodillazo en el vientre y la alejó, desembarazándose de ella. Lourdes quedó respirando entrecortado, tratando de mitigar aquel dolor punzante por la falta de aire al respirar; como pudo se recompuso justo para esquivar a la leopardo que se lanzaba sobre ella como la depredador que era, blandiendo su cuchillo.

Con un corte en horizontal la hizo retroceder para no sufrir heridas; tiempo precioso para la loba que usó en ponerse de pie y dar respiraciones rápidas y muy cortas, ahogando las puntadas.

Natasha se pasó el cuchillo de una pata a otra, perdiendo aquella postura, adaptándose a la de Lourdes.

—¿Realmente llegaste a pensar que matarme sería sencillo? —dijo, ocultando un jadeo, mas ella logró percibirlo—. No sé por qué quieres hacerlo, y no te culpo, la verdad, me he ganado muchos enemigos a pulso, pero si quieres hacer lo que nadie ha podido, inténtalo mejor, ¿quieres? —Una mueca que intentó ser una sonrisa se le dibujó en el rostro, irritando a Lourdes y tratando de hacerla enojar.

«No caigas en eso; si te nublas, te mueres.»

Sin dar una respuesta, o inmutarse por su diálogo, ella se lanzó al ataque, y la leopardo la esperó, respondiendo en consecuencia. Fue un vaivén de golpes, donde cada tanto un intento de patada, de derrape o derribo quedaba incompleto, mientras las hojas de ambos cuchillos chocaban entre sí, centellando, evitando que alcanzaran su objetivo, y los golpes normales conectaban en entretiempos.

Lourdes pudo darle ocho golpes satisfactorios, de los cuales dos fueron a su rostro y los demás al plexo solar, a las costillas o al vientre; lugares que ella sabía causaban un gran dolor sin mucho esfuerzo. Natasha, por otro lado, y para fortuna de la loba, empezó a dar golpes más erráticamente, debido a que cada vez que interceptaba las estocadas con el cuchillo (que sostenía con la pata cuyo antebrazo tenía herido), hacía una mueca de molestia; de los siete que lanzó, sólo uno pudo conectar, dándole en la mandíbula, sin mucha potencia.

El brazo, ahí donde la leopardo le había clavado el cuchillo y de donde manaba un constante flujo de sangre, le dolía como si le marcaran con un fierro caliente; la respiración ya de por sí agitada, aumentaba su ritmo, sintiendo como si el aire le faltara. «He perdido condiciones.»

Apretó la pata derecha, tensándola, por cuya herida salía más sangre, alzó ambas en guardia y cuando una tercera explosión retumbó, volvió a atacar.



124 horas para El Renacer.

No sabía cuántas normas de tránsito había quebrado en la fugaz carrera que dio desde el recorrido de su casa a Sabana Central, y tampoco le importaba. Con un esposo policía, podía tener el lujo de que algunas cosas pasaran por alto. Ya estaba en cama con Dan, descansando de un pesado día, cuando poco después de haber marcado las ocho de la noche, Encélado le había mandado un mensaje.

Era curioso, razonó en ese momento, porque en todo el tiempo que pasó desde que ambas intercambiaron contactos por si algo pasaba, no se habían comunicado.

Hasta hoy.

Cuando vio aquel mensaje llegar ni siquiera lo leyó, sólo cliqueoel video que venía enlazado a éste, le dio curiosidad porque si en todos esos años nunca se comunicaron, ¿qué la forzaría a hacerlo en ese momento? La sangre se le heló en las venas al ver el contenido del video... Sus pequeños. Un oso y un grupito de animales menores en tamaño, golpeando a sus pequeños y, éste, rompiéndole el cuello a la niñera de ambos. Fue como si su propio corazón empezara a latir cada vez más y más lento, llegando a aquel estado de tranquilidad absoluta en que se sumergía cuando algo grave o potencialmente mortal le ocurría.

Tenía al que dejó a sus pequeños así. Y para mejor, cuando leyó el texto del mensaje, se percató de que venía un nombre de usuario y una clave alfanumérica de más de dieciséis dígitos, que según el mensaje era de un programa que intervenía las cámaras de seguridad vial, por lo que si aquel oso estaba en la ciudad, en la calle, ella podría localizarlo.

Ingresó y no le tomó más de quince minutos dar con el animal. Estaba en las cercanías del estadio de Sabana Central, en el que si recordaba bien se celebraría un concierto de Gazelle, por sus años dorados. Se levantó como un demonio que fuese a cosechar una ansiada alma, con una sonrisa que se le congeló en el rostro y abrió la cómoda, buscando una de las armas que escondía por la casa. Dan muchas veces le dijo que no era seguro esconder armas en la casa, pero ella con su larga experiencia sabía que nunca se estaba seguro... o como mínimo nunca habían suficientes armas.

Cogió unas nueve milímetros y un revolver por si acaso, y cuando Dan parpadeó, agotado por la exhaustiva jornada que tuvo (la cual le contó, fue todo el día en las computadoras de informes haciendo un golpe a un dichoso servidor), enfocándola, se puso de pie como un resorte. La conocía tan bien que sabía que aquel aspecto sólo podía deberse a una sola cosa.

—¿Lo hallaste? —le había preguntado. Jeannette sólo apuntó con los labios su móvil en la cama y el zorro cuando vio su contenido, inspiró muy fuerte y abrió y cerró la pata libre, conteniendo el enojo. Ella le lanzó una nueve milímetros y ambos salieron sin pensar en nada más.

Llegar al lugar en cuestión tomó poco más de diez minutos, gracias al poco tráfico y a la exorbitante velocidad a la que iban, tal era que el zorro rojo se tomó del pasamanos en el techo y clavó las garras de la otra pata en el asiento, cambiante entre el miedo a morir por un choque y las ganas de dar con el oso. Jeannette ni siquiera se inmutó por la velocidad, sabía no iba a morir hoy.

Sería otro el que lo hiciera.

Estacionaron el auto en un callejón, pusieron la alarma y, como la zona era muy grande para cubrir, se separaron, con la advertencia de que si ocurría algo, telefonear al otro o dieran su posición con el GPS y así localizarse sin necesidad de hacer ruido.

La hiena se internó por una calle relativamente poblada, varios animales salían de los bares cercanos, otros entraban a los edificios volviendo de su trabajo, y otros, parejas risueñas, paseaban sin miedo a nada, en su propio mundo. Anduvo varios minutos sin resultado alguno, hasta que por fin atisbó al oso; éste caminaba muy tranquilo hacia ella.

Se relajó tanto que pensó que el corazón le dejaría de latir, abrazando aquella calma donde el miedo estaba latente, pero controlado; pasó a su lado y contuvo las ganas de sacar el revólver y dispararle. Esperó unos segundos, y cuándo el oso estaba a unos tres metros lejos, lo siguió sin mucho apuro. Sabía que si él se daba cuenta que le seguía, podría huir.

Entonces un disparo cortó el aire. Seco, fuerte, con un eco muriente. Todos los animales de las cercanías alzaron las miradas al sonido del mismo, mas no Jeannette; ella logró controlarse. Y para su sorpresa, el oso también, por lo que dedujo que sabía del mismo. Y luego vino la explosión. Potente, estruendosa, dando la sensación de sacudir un poco el suelo con la misma... y los gritos de sorpresa no se dieron a esperar.

Miró de soslayo hacia donde los demás animales apuntaba y notó que dicho lugar era el estadio donde se estaba presentando Gazelle. «Ya veo, atacan un lugar concurrido como la última vez.» Volvió la mirada a donde el oso y no lo encontró.

—No puede ser —masculló para sí, trotando hacia el callejón que se abría más adelante, entre dos edificios.

Cuando llegó, se llevó una pata al bolsillo, presionando su móvil y dando su ubicación a Dan; «Si ese oso bastardo está cerca, no la contará.» Se adentró más y más, mirando por sobre su hombro cada tanto, había una extraña sensación que no le gustaba al pasar por callejones tan estrechos, más aún siendo intersecciones que dividían dos edificios.

Se sacó el revólver y apuntó a la nada, caminando hacia la salida del pasillo, lento, confirmando los basureros, las columnas y ductos residuales por donde podía haberse escondido su objetivo. Nada. Vacío. Salió por el otro lado sin encontrarlo, suspiró molesta sin soltar el arma...

Entonces sintió el frío de un cañón afincándosele en la sien izquierda. Instantáneamente ladeó la mirada hacia quien le apuntaba, encontrando los ojos y el ceño fruncido del oso.

—¿Por qué me seguías? —gruñó, como si le molestara hablar.

Jeannette pensó con rapidez si le daría el tiempo suficiente como para volverse y dispararle sin tener que forzosamente recibir ella un disparo mortal; podía soportar uno en su hombro, tal vez en el pecho, lo valdría si pudiera matarlo.

El oso pareció presentir su querer porque le afincó la pistola.

—Baja el arma —le ordenó. Ella estaba reacia a hacerlo—. Bájala o lo que quede de ti será una masa viscosa en el piso.

Dejando escapar aire con lentitud, pensando cómo salir de ese embrollo, acató. «Demonios, Dan, aparece de una buena vez.» Escuchó el martillo del arma bajar y la bala colocarse en la recámara; se volvió, frunciendo el ceño, como retándolo a que disparara.

—Muy valiente al ver a la muerte a la cara, ¿no? —dijo. Una sonrisa le tironeó los labios a la hiena al ver que el zorro rojo aparecía calle abajo, desconcertado, mirando su móvil, y cuando los ojos de ambos se encontraron, éste los abrió con sorpresa para luego sacar la nueve milímetros.

—Muy valiente tú, ¿verdad?, atacando niños que nada tenían que ver —le replicó con voz queda.

El oso frunció un poco más el ceño, confuso por un momento, para luego alzar las cejas en una señal de comprensión y una sonrisa forzada formársele en el rostro.

—¡Oh, ¿tú eres la madre de aquellos mocosos?! —Ladeó un poco la cabeza—. ¿Cómo siguen?

—Mejor de lo que tu estarás —le contestó, con la amenaza impresa en la voz. Dan se acercaba más y más; sólo necesitaba más tiempo para distraerlo para que él llegara y dejaría en jaque al oso.

El animal rió con dificultad, como garras arañando madera.

—No estás en posición de decirlo, ¿no lo ves?

Dan estaba a punto de llegar.

—¿Y tú lo estás? —preguntó Jeannette, con sorna.

—No deberías hablarle así a quien te tiene una pistola en la cabeza.

—Opino lo mismo —intervino Dan, quien llegó y le apoyó la nueve milímetros en la espalda al oso—. Gracias por el tiempo, solecito. Ahora, malnacido, te diré lo que vas a hacer: vas a bajar el arma y arrojarla lejos, para así poder matarte a placer.

La expresión del oso, Jeannette pudo notar, no cambió en nada; seguía con su sonrisa soldada al rostro, como si aquella escena le divirtiese. Jeannette alzó poco a poco la pata con el revólver.

—¿Quieres hacer un doble suicidio, hiena? —le preguntó, al ver que ella, sin miedo, lo apuntaba.

—Tal vez —dijo.

La tensión era enorme. Jeannette sabía que con el menor movimiento, todos dispararían, y sabía que tal vez, sólo tal vez, pudiera ella morir en el lugar. Mas no estaba dispuesta a hacerlo, no iba a morir hoy.

Fue cuando una tercera explosión en el estadio retumbó, que los tres dispararon.

Pudo notar la sorpresa inicial de la explosión en ambos machos, Dan alzó las orejas y el oso ladeó por un instante la vista, momento el cual Jeannette aprovechó para agacharse antes de que el oso disparara. Fueron tan rápido los dos disparos que sonaron como uno solo; la bala del oso le rozó la coronilla y se estrelló en un auto cercano, mientras que la de Dan, que el oso esquivó también, fue a dar contra una pared.

Su disparo fue torpe, causado por el reflejo de oír ambas detonaciones, la bala rebotó en el pavimento y se perdió de vista. El corazón parecía habérsele ralentizado, tanto que parecía sentir que sus acciones pasaban entre un latido y otro. Vio al oso girar el cuerpo y dar un mamporro a Dan en la mandíbula y haciéndolo tirar el arma, después se volteó por completo y levantó su arma.

Podría atribuirle su reacción a un simple reflejo, uno tan profundo e intenso que le hizo atacar de esa forma tan burda. Un gruñido que ascendió por su garganta y brotó de sus labios, que sonó como una carcajada enojada, flexionó las piernas y saltó sobre el oso. Las hienas tenían una de las mordidas ms fuerte entre los mamíferos y el oso lo experimentó de primera mano cuando Jeannette le clavó sus dos hileras de incisivos en la robusta piel del cuello.

Éste rugió con fuerza, molesto y adolorido, pero cuando intentó quitársela de encima, Dan le disparó en los brazos, tomando su atención. Sin soltarlo, Jeannette apretó su revólver, y empezó a mover la punta del cañón por sobre la ropa de este. Bang. Sintió la humedad de la sangre en sus patas, por sobre la ropa, acompañado de un bufido de dolor del oso. Bang. Sintió cómo el cuello se tensaba bajo sus fauces. Bang. Con el tercer disparo el oso la tomó por el cuello y la azotó contra el suelo, dejándola un poco aturdida; lo vio cernirse sobre ella, pero Dan lo frenó con un tiro al pectoral derecho.

Alzó la mirada, en el suelo, hacia arriba, viendo a Dan sosteniendo el arma que emitía un delgado y débil hilo de humo. Jeannette alzó el revólver y disparó la quinta bala que le quedaba a la pierna del oso, justo en la rodilla; el grito de dolor, casi como un gemido agudo, le sonó como la mejor de las canciones. Le quedaba una bala, mas no la utilizó, esa sería la de gracia.

Sacó su nueve milímetros y junto a su esposo le descargaron los cartuchos en lugares que no lo fueran a matar rápidamente. Los brazos, las piernas, el estómago, determinados lugares del pecho. Cuando los cargadores de ambos sonaron con su clank, clank, vacíos, el animal cayó de espaldas al suelo.

Jeannette se levantó, apretó el revólver con fuerza, tanta que casi fundía su pata con el metal del mismo y caminó hasta que llegó con el oso, se agachó a su lado, afincando los codos en sus rodillas y le dio unas palmadas en las mejillas. Le tomó las mejillas apretándolas con sus garras y le hizo verla.

Aquellos ojos estaban al borde de la inconsciencia, curvándose hacia arriba. Ella le dio una cachetada para que la enfocara.

—Mírame, maldito. —Le apretó más, haciendo que pareciera un pez dando bocados en el aire—. ¿Te duele? —Lo soltó y le clavó las garras en un tiro que tenía en el brazo, arrancándole un gemido—. No es así como quería matarte, pero no tenía muchas opciones —reconoció, y era verdad. Si dependiera de la hiena, lo hubiera torturado como los marroquíes, pero con un animal así no se podía hacer mucho.

Inspiró y soltó al aire muy despacio cuando levantó el revólver y bajó el gatillo; el tambor del arma giró despacio y la bala se colocó en posición.

—Esta va por Alan e Isa.

Disparó. El estallido de su disparo fue tragado por una tercera explosión proveniente del estadio, sin embargo, Jeannette se sentía liberada al ver cómo por el agujero en el rostro, la sangre del oso empezaba a brotar.

Se levantó y fue con Dan, quien la recibió con los brazos abiertos. Como él era un poco más bajo que ella, sólo pudo recostarle la frente en el hombro, pudiendo encontrar así una cómoda tranquilidad.



124 horas para El Renacer.

Samuel supo que todo andaba mal cuando la luminosidad anaranjada del fuego tras el escenario no se apagó en el momento en que Gazelle terminó su canción. Por lo general, y eso lo sabía porque durante algunas de sus citas en los primeros meses con Benjamín o iban a un concierto en algún lugar de Zootopia, o veían uno retransmitido en su penthouse, Gazelle terminaba los efectos visuales al culminar un número para iniciar el siguiente con fuerza.

Al principio le pareció genial el hecho de que el suelo vibrase con el efecto y el fuego ascendiera en una especie de hongo hacia el cielo, cuya fanaticada vitoreó; luego pensó que era un poco exagerado que una llamarada tomara dicha forma, y cuando uno de los que se encargaban tras bambalinas salió haciendo gestos con las patas, comprendió que aquello no era planeado.

—¿Qué sucede? —le preguntó Ben, gritando para sobreponerse al bullicio sorprendido, confundido y molesto de la multitud por haberse interrumpido el número.

—Algo malo —le respondió Samuel, asiéndolo por el hombro—. Debemos irnos, Ben.

—Sam, no creo que... —Enmudeció al instante por una explosión, una que esta vez se sintió con toda su fuerza. El lobo sintió un temor irracional subirle por la espalda y anudársele en el cuello, como finos dedos que lo fueran a matar.

Sus ojos buscaron los de Ben, que estaban viendo la nada, en sus pensamientos; él parpadeó volviendo en sí y se mostró asustado.

—Debemos irnos —apremió, y el guepardo asintió.

Los animales junto a ellos en aquella amorfa masa cambiante de cientos y cientos, tomaron consciencia de lo que ocurría y entre gritos y empujones se descabritaron hacia las salidas del estadio. De soslayo pudo percatarse cómo los tigres jóvenes que estaban con la gacela, la protegían como unos guardaespaldas y se perdían en sentido opuesto a la multitud.

Samuel le tomó la pata a Ben y sintió cómo él se la apretaba, en una tácita forma de comunicarle que lo seguía. Abrió los labios y respiró pausadamente, en un vago intento de calmar su ascendente ritmo cardíaco por la adrenalina que enfrentarse a una situación posiblemente mortal le causaba, mientras movía los ojos de un lado a otro, buscando un hueco o vacío en la multitud para poder huir. No era aconsejable irse a las salidas en las que más se aglomeraban, porque tardarían más, pero no sabía si las demás estaban obstruidas o no.

Tal vez los estuvieran llevando a las salidas apropósito, para matarlos una vez salieran; tal vez no, puede que aquellas explosiones sean por dispositivos potentes, ¿explosivos? ¿Propano? ¿C4? No daba nada por sentado, sabía que en esos momentos hacerlo le costaría muy caro.

Atisbó a los mismos tigres encaminándose hacia una salida de emergencia delimitada por el letrero verde que el escenario, estratégicamente colocado, ocultaba. Por ahí, dedujo, entraban los artistas o jugadores cuando se hacían eventos deportivos. Apretó un poco la pata de Ben y con un gesto de la cabeza apuntó hacia los animales, a lo que él asintió en respuesta.

Si Samuel estaba con los nervios a tope, y eso que tenía experiencia, no podría imaginar cómo estaría Ben en ese momento. «Ya. Ya. Todo saldrá bien.» El calor comenzó a sentirse cada vez más intenso, aunque la mayoría de los vapores ascendieran y se perdieran hacia el cielo. Se abrieron paso entre la multitud, a empujones, algunos rasguños y uno que otro golpe, hasta que llegaron al callejón.

Dos de los tigres estaban al fondo, sin rastros de la gacela. Ambos se acercaron a los felinos y Samuel les preguntó, entre tosidos.

—¿Y Gazelle?

Uno de ellos, el más bajo, le respondió.

—Ya salió. —Tenía la mirada firme, aunque aquel deje de miedo se dejaba traslucir—. ¿Alguno tiene un móvil?, hay que llamar a la policía.

—Yo soy policía —le aclaró a ambos—, bueno, somos. —Alzó la pata con la que sostenía a Ben para hacerlo notar—. No es necesario que llamen —les aconsejó—, lo más probable es que tanto Emergencias como la misma jefatura estén explotando en llamados sea de quejas o de auxilio, además de que es imposible que tal explosión no alertara a la ZPD.

—¿Qué tan lejos está la salida? —preguntó Ben, jadeando un poco, con el pelaje empezando a humedecérsele; el calor en esa salida era como un horno.

—Unos quince metros —respondió el tigre más alto—, no muy lejos.

—Vamos entonces —apremió el lobo.

Comenzaron a trotar por el largo camino de concreto reforzado, que por un lado ofrecía seguridad, pero por el otro acumulaba el aire dentro, únicamente saliendo por los ductos de ventilación que se repartían por el techo como una larga e infinita serpiente. Era ridículo, si aquel ducto los ventilaba, ¿por qué demonios hacía más calor que antes?

Llegaron a una intersección donde el pasillo se dividía en dos, izquierda y derecha, y un golpe de calor los azotó sin piedad, mareando un poco al lobo. Las respiraciones de todos ya podían escucharse por el esfuerzo que hacían.

—Hace un calor ridículo —comentó uno de los tigres, el bajo.

—Es por el ducto —explicó Ben, señalándolo, parecía que le dolía respirar. A Samuel le dolió mucho verlo así; ya de por sí lo cuidaba casi rozando lo extremo por aquella herida de bala que tuvo en el pulmón hacía tres años, como para que ahora pudiera tener daños por ese miserable aire caliente—. Debe estar absorbiendo el aire caliente de dentro y reconducirlo por las demás redes de comunicación. —Siguió con el dedo hacia la derecha, donde el entramado metálico del ducto se separaba aún más, pareciendo salir de una habitación con puerta roja—. Tal vez de allá.

—¿Qué hay ahí? —les preguntó Samuel a los tigres.

—Creo que la habitación del servicio. Un depósito, tal vez. Lo que sé es que ahí hay un no sé qué sobre una red de tuberías internas de la ciudad, cuando nos contrataron nos pidieron que tuviéramos cuidado en ese lugar. Si era mejor que no entráramos.

—¿Tuberías? —se extrañó Samuel.

Era extraño, porque tenía conocimiento que la red de tuberías internas de la ciudad se manejaban desde sus respectivas cedes. Es decir, las de aguas blancas y negras las administraban el Acueducto de Zootopia, así como las de electricidad por su respectiva empresa. Pero alguna que pudiera administrarse desde fuera... Inspiró profundamente, sintiendo como si en lugar de aire aspirara arena caliente, cuando cayó en cuenta de qué era.

La conexión de gas.

Recordaba vagamente de ello, puesto que lo vio en la Academia, hacía muchos años, pero si su memoria no le fallaba, las de gas tenían puntos estratégicos en la ciudad para controlar su esparcimiento y así evitar una intoxicación y envenenamiento masivo.

Ahora entendía a la perfección el por qué atacaron así: si el fuego se extendía e irradiaba el suficiente calor como para debilitar la estructura de la tubería, podría incendiar en un parpadeo todo el conducto y los daños a la ciudad serían enormes. Sin contar que si llegaba al depósito principal de gas la explosión resultante sería tan potente como para borrar del mapa una manzana entera.

Se volvió hacia Ben y le hizo un rápido resumen de lo que descubrió, para luego pedirle que se fuera y pusiera a salvo.

—Estás loco, ¿lo sabes? —le replicó él, soltándole la pata y llevándose ambas a la cintura—. ¿Cómo piensas que podría dejarte e irme?

—Estaré bien —replicó el lobo, abanicándose con la camiseta—. Tú no. Sal y respira aire... aire frío. —No se le ocurrió otra definición—. Sólo iré a ver si la red de gas está bien, echaré un ojo y me iré.

—Si es nada más un ojo... —Empezó a caminar hacia la puerta roja, tapándose la nariz y boca con el cuello de la camisa— entonces los dos podemos.

Llegó hasta la puerta, tres metros lejos de él, y tomó el picaporte. Samuel trotó hasta él, con un dolor molesto con cada respiración; mientras más cerca de la puerta, más subía el calor.

—No vayas a abrir la...

Llegó con el guepardo cuando este giraba el picaporte y abría; por instinto le pasó una pata por el pecho y lo empujó un poco hacia atrás, quedando él delante. Una posición protectora que por alguna razón siempre hacía con él.

Entonces el calor pareció morderle el rostro.

Sólo fue capaz de ver el destello azulado, rojizo y con tonos naranjas de la bola de fuego que vino hacia él y le lamió la cara. Samuel dio un grito ahogado, llevándose las patas al rostro, dándose golpecitos rápidos.

—¡Sam! —gritó Ben.

—Estoy bien —chilló. No. No lo estaba. Para nada. Pero no podía decir que se había quemado el rostro, que sentía como le estuvieran echando limón en una herida del ardor tan endemoniado que tenía, ni que no podía abrir los ojos porque le dolían—. Sólo... me descuidé.

—¿Qué sucedió? —Escuchó la voz de uno de los tigres. «Mal momento para quedar sin vista.»

—¿Hay fuego dentro? —preguntó Samuel, a la nada.

—Sí —titubeó Ben, con la voz quebrada—; del ducto de ventilación que conecta con el suelo hay una llamarada que está dejando el metal al rojo vivo.

—Fue eso entonces —murmuró, conteniendo un quejido, ¡cómo ardía!—. Al abrir la puerta el oxígeno de este lado entró de golpe, quemándose y aumentando el volumen del fuego, causando esa llamarada. Fui descuidado. —Respiró con un jadeo entrecortado. Agradeció que no aspirara aire con la sorpresa, porque hubiera muerto de una forma horrible. Las patas le empezaron a temblar—. ¿Hay algo peligroso dentro? —Intentó abrir los ojos, pero al hacerlo el aire le picaba y no podía rascarse si no quería empeorar las cosas; veía todo difuminado, como tiza en una pizarra—. Algo cerca de unas tuberías negras. Lo normal sea que las de gas sean negras.

—Un tanque de propano —le respondió Ben.

Así que eso era; muy astuto. Con tanques de propano en el estadio habría explosiones secuenciales y cuando dicho tanque de ese lugar lo hiciera, la onda abollaría o rompería las tuberías que mezcladas con el calor, cederían fácilmente; y el fuego haría el resto. Un plan tan preciso como un reloj suizo.

—¿Pueden —jadeó— traerlo?

—Yo lo hago. —La voz de otro tigre.

Mientras oía al animal pasar a su lado, con sus patas Samuel fue tocando a Ben, contorneándolo hasta que encontró su mentón y acunó su rostro en sus patas.

—Ben, ¿cómo me ves? —le preguntó. El temblor le empezaba a subir por los brazos.

—Quemado.

—No bromees.

—No lo hago —recalcó—; estás quemado. El pelaje de tu rostro se volvió puntitos y la piel está rosa en unos lugares, roja en otra, y en varios puntos hay algo amarillo goteando. —¿Tan grave fue la quemadura que la grasa estaba al aire? No. No era por eso, dedujo, fue porque se llevó las patas al rostro por la impresión; ése fue su error—. Si no hubiera abierto la puerta...

—¡Ben, no! —le reclamó, acariciándole la mejilla con el pulgar; no tenía necesidad de ver, conocía ese rostro a la perfección. Cada mancha y ubicación—. Ni se te ocurra echarte la culpa, ¿bien? Mira el lado bueno: no fuiste tú.

—Pero Sam... —De nuevo aquel titubeo quebrado. En esos momentos un beso habría bastado para calmarlo, pero justo ahora no podía.

Al fondo, en el estadio, una tercera explosión los sacudió.

Un ruido de metal contra metal, como golpes torpes y tentativos, le llegó a sus oídos, seguido de un impacto y el monótono sonido de algo metálico rodando por el suelo. Varios segundos después, oyó el shuish de un extintor.

—Debemos irnos —dijo uno de los tigres. Samuel se volvió, en un reflejo, mas sólo vio negrura.

—¿Y el tanque?

—¿No pretenderás que lo agarremos? Está al rojo vivo. —Una pausa—. Lo tumbamos en el suelo, y lo rodamos hasta el otro extremo de la habitación. Además lo rociamos con el extintor al tanque y al ducto; ya no hay fuego, pero igual hay calor.

Se volvió hacia Ben, sólo un poco más calmado; un peligro menos. Ahora quedaba cómo se recuperaría de la quemadura.

—Ben, necesito que hagas algo muy importante —comentó.

—¿Qué?

Con cuidado, toqueteó su cuello y su pecho hasta que llegó al hombro, luego con un cariño delicado recorrió su brazo por completo hasta llegar a sus dedos. Le tomó la pata, entrelazándola con la suya; el temblor que el lobo tenía en las propias estaba subiendo hasta los hombros. Estaba entrando en shock.

—Guíame —le pidió, tratando de abrir los ojos, como no pudo tenerlos más de un segundo abierto, los cerró, sumiéndose en aquella oscuridad opresora, y que en momentos como esos, atemorizaba un poco—. No puedo ver, así que necesito que nos saques se aquí. Irás al frente y nos sacarás de esto, ¿bien?

No pudo verlo asentir o hacer algo, sólo sintió el tirón que éste le dio al empezar a caminar. Siguiéndolo, Samuel sonrió para sí, doliéndole la comisura de los labios y las mejillas, con una cosa en mente.

Al menos Ben estaba bien.



123 horas para El Renacer.

Con varios cortes en sus brazos, uno relativamente profundo en el costado izquierdo y uno en la mejilla, Lourdes aún seguía en pie contra la leopardo de las nieves. Jadeaba, cansada; con las piernas a duras penas sosteniéndola. Aquella leopardo había dejado de pelear con su extraña postura de los Spetnaz, adoptando así una con la que pudiera defenderse bien de la de boxeo que Lourdes utilizaba.

Era inteligente, de eso no cabía duda.

Pero haber cambiado de postura, adoptando la de Lourdes, fue su error. James la entrenó para poder hacer frente a todo y, particularmente, la de boxeo era en la que mejor se desempeñaba y por ende a la que mejor le sabía los fallos; sería un insulto a su memoria que le ganaran en el mismo estilo en que peleaba.

Por su parte, pese a estar malherida, Natasha Krieg daba buena pelea. Varios cortes en el rostro, los brazos y el vientre la estaban debilitando poco a poco. Se podía ser un animal profesional en cuestión de pelea, pero no existe animal que pudiera soportar una continua pérdida de sangre como la que ella tenía; Lourdes había dado cortes en lugares que no la matarían, pero que sí la hicieran sangrar profusamente. El resultado era la leopardo de las nieves que tenía al frente, a pocos minutos de perder la consciencia.

Y ella lo sabía.

Sonreía con cinismo pese a saber que moriría dentro de poco, una vez se desmayara. Alzó los brazos, en guardia, a nivel del rostro, y atacó.

Lourdes vio que casi caía al tropezarse, aunque ese error en la ex-militar sólo le causara una sonrisa más amplia, al tiempo que lanzaba golpes y estocadas. La pelea entre ambas comenzaba a declinarse a favor de la antigua Gigante.

Natasha dio un recto con la pata que sostenía el cuchillo y Lourdes respondió interponiendo el propio; ambos metales chirriaron al chocar. La loba y la leopardo atacaron de distintas maneras con sus respectivas patas libres, mientras ella le dio un puñetazo a la mandíbula que la mareó un poco, Lourdes le conectó uno a las costillas que, por primera vez, la hizo gemir.

Eso le subió el entusiasmo, apartó su pata de su rostro y con la pata que sostenía el cuchillo le dio en el otro costado, causándole un corte. Otro quejido. Bien, aquello la alentaba a seguir. Con la otra pata la tomó de la nuca y la inclinó, para luego darle un rodillazo en la nariz, apretó su agarre y con la otra empezó a darle golpes en el estómago.

El primero causó un corte.

El segundo lo agrandó.

El tercero rebanó profundo en la carne.

El cuarto y el quinto ya le empaparon la pata de sangre, pero Lourdes no se detenía.

Sólo le bastaba recordar cómo quedó Rachel para tomar impulso para un nuevo golpe.

Cargó un poco hacia ella, su quijada se recostó sobre su hombro y con cada golpe, Lourdes sentía en su pelaje el suspiro de dolor que salía de los labios de la leopardo. La vio tratar de levantar los brazos, pero con un nuevo impacto, las energías remitían.

No supo a ciencia cierta cuántos les dio, quince, tal vez más. Sólo era consciente de aquel líquido carmesí y caliente en su pata. Entonces el peso de Natasha cayó por completo sobre ella, floja, como un muñeco de trapo.

Cayó de rodillas sin que sus piernas las soportaran a ambas y Lourdes se permitió bajar la guardia, suspirando agotada, cerrando los ojos por un momento... y entonces el corte llegó como un relámpago. Rápido y fuerte. Se llevó una pata al cuello y vio cómo poco a poco el pelaje se oscurecía como si lo metiera en agua.

Natasha, con esfuerzo, se movió y le susurró al oído.

—Vendrás conmigo. —Y la vio caerse de lado contra el suelo; con un hilo de sangre cayéndole por los labios. El cuchillo escapó de su pata y luego de un tintineo, se quedó inmóvil en el suelo.

Maldijo mil veces a la leopardo por no haber muerto en el momento y haberle dado aquel corte en el cuello. Intentó quitarse la pata, pero el sangrado era interminable, se le escurría por el cuello y la mareaba, escapando con ella su vida.

No.

No podía morir allí.

La respiración se le hizo más pausada y el ritmo cardíaco, antes acelerado, se calmaba poco a poco. Se mordió los labios de la frustración; no podía morir, no iba a morir. Intentó gruñir y ponerse de pie pero su cuerpo no le respondía, sólo había una orden en ella, relajarse y dormir.

Sueño.

La visión empezó a difuminársele por los lados, como los bordes quemados de una fotografía, y supo que por más que lo quisiera, de esa no saldría viva. De soslayo se percató del borrón que era su sangre bajando por su antebrazo y goteando en el suelo. Maldita sea. ¿Por qué? ¿Por qué tenía que morir ahora? Los ojos se le humedecieron. ¿Por qué cuando tenía a alguien a quien ver? No quería morir ahora, no sin antes ver el rostro de quien sería su nieto.

Abuela. Esa palabra parecía lejana, extraña; cuando procesó eso el día en que le informaron que Rachel estaba en estado se le hizo horrible, porque aún no entraba en la edad que consideraba una abuela tenía. Pero conforme pasó el tiempo, esa idea tomó lugar en su mente, no se iba, sino que aumentaba, hasta que llegó a tomarle cariño al término. ¿Cómo sería Paul?, se había preguntado varias veces, imaginando un sinfín de combinaciones posibles de lobos; tal vez fuera del color de su hija, o combinado, o tuviera sus ojos. No sabía, y el lanzar predicciones le gustaba.

Ahora no podría.

No era justo.

«¡No es justo, maldita sea!»

Soltó el cuchillo de su pata libre, se lo llevó a uno de los bolsillos y sacó su móvil, lo encendió, marcó el número de Finnick y tecleó llamar.

Siempre le parecieron melodramáticos los animales que justo en su momento de muerte pedían perdón por lo que hicieron, le rogaban al dios en que creyeran les perdonara, o les entraba un sentimentalismo sin sentido; muchas veces cuando James la cuidaba y velaba por ella, se repetía, mientras veía morir a los que eran los esbirros del zorro y sus asociados morir en encargos, que ella no sería así. No tenía un dios al cual pedir perdón, siempre le pareció que aquello era para suavizar el golpe de que después de morir no había nada más, creía en que debía vivir en toda su plenitud, sin arrepentirse ni avergonzarse de nada. Incluso llegó a pensar en que moriría joven, sin nadie a quien hacer peso una vez abandonara el mundo.

Entonces James murió... y le pareció la razón más ridícula del mundo. ¿Por qué quien había hecho de figura paterna para ella decidió morir por un sobrino que se aparecía luego de tantos años? ¿Por qué dar la vida por él? Siempre supo que James era muy sentimentalista en lo que a familia se refería, y ella nunca convino en eso. No lo entendía.

Luego de eso, de perder al único animal por el que ella se preocupaba decidió no volver a sentir nada por nadie, para que ese dolor que sintió por James no se repitiera. Pero comprendió que la vida decide por ti antes de que siquiera pienses en esa posibilidad, porque cuando acompañó al sobrino de James con la coneja al hospital, se topó con aquel minúsculo zorro, serio, huraño y que parecía un animador de fiesta barata con aquel parche en el ojo.

Como sólo Nick y Judy podían ver a su hija, a ella le tocó quedarse fuera, y para no sentirse sola y aburrirse, decidió charlar con el zorro fennec. Al inicio fue un mutismo incómodo, pero de alguna forma empezaron a hablar de banalidades, y Lourdes terminó riendo con un chiste que Finnick le contó, uno tan sucio que rozaba lo ridículo, pero que la hizo reír igualmente.

Mientras más lo conocía más le agradaba Finnick, por aquel exterior rudo y terco, tan terco que a veces le daba un zape de vez en cuando, las veces que se lo merecía, aunque en el fondo tenía emociones. Algo escazas, pero las tenía. Al igual que ella. Tampoco había pensado en el amor, esa cosa era muy dulce, melosa y azucarada para su gusto, mas supo que éste la atrapó en sus zarpas cuando se sorprendió al aceptar una salida con Finnick.

Aquel primer beso que fue más bien a causa del alcohol, o aquella primera vez que fue cuando decidieron «compartir la renta de un apartamento porque como Finnick recién salía del hospital, no podía pasársela en su camioneta», o cuando por fin decidieron contarle a Nick y Judy que eran pareja. Cuando adoptaron a Rachel; sus primeros pasos, cuando la escuchó llamarla «mamá» por primera vez. Y las veces que ella los hizo sentir a ambos, Lourdes y Finnick, orgullosos.

Ahora, esforzándose por respirar, con aquel jadeo cada vez más débil, mientras oía el tono en altavoz de su móvil, pudo entender a James y por qué murió por salvar a Nick. Era su familia, no tenía más ciencia que eso; tan simple como un golpe al mentón. Por la misma razón Hipólito se desvivía con Clitio para lograr dejarle todo lo que tenía a su hijo, que después supo era aquel zorro esposo de Trivia, y que ésta, era la sobrina de Clitio. Interesante hilo de sucesos.

—¿Bueno, Enci? —Era Finnick, y su voz denotaba, tras su grueso tono, preocupación—. ¿Estás bien? En las noticias dicen que hubo una explosión en el estadio de Sabana, y no podía contactarte, ¡¿por qué demonios apagaste el móvil?!

Lourdes sonrió, al tiempo en que, sentada en el suelo, se tambaleaba al borde de la inconsciencia. Unir los labios para decir una simple palabra le parecía un esfuerzo imposible.

«Dile a Rachel que la quiero. Agradécele a Nick lo que hizo por mí; a Judy por aconsejarme sobre cómo cuidar a Rachel. Visita la tumba de James y llévale rosas blancas, sé que le gustaban porque eran las favoritas del animal que amaba. Dile a James que lo mataré si deja que le hagan más daño a Rachel. Pero sobre todo, Fin... »

Jadeó y musitó a la vez que caía hacia adelante, cerrando los ojos.

—Gracias.

No le dolió cuando su rostro tocó el suelo, sólo podía sentirse en calma. No tenía nada por qué arrepentirse.


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Hola, gente, ¿qué tal?

¿Qué les pareció el cap?

¿Encélado vs Neit?

¿Jeannette y Dan vs Malik?

¿La escena Samín?, pobre Samuel :v

¿El final de Lourdes?

Dejen su review, gente, no olviden dejar su review, así me alientan a continuarlo.

Nos leemos luego.

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