XVIII. Encuentro e imprudencia
155 horas para El Renacer.
En la camioneta de la policía, adecuada para los animales de gran tamaño que eran los que la acompañaban, Judy estaba dándoles los últimos repasos a su plan de acción para traer de vuelta a Sadie. Los oficiales a su lado estaban sin expresión alguna en sus rostros, solo con el equipo de operaciones especiales (chaleco, armas y recursos varios) y la vista al frente; poco a poco se acercaban a destino. La jefa de la ZPD, minúscula ante sus dos compañeros (un tigre blanco y un león), se repetía lo que harían: llegar, entrar, capturar a quien pudiesen y dar de baja lo menos posible, para último sacar a Sadie de allí; algo fácil, en teoría. Claro, si la dirección que les dieron era correcta.
Alzó la mirada y vio que la escarcha del ecosistema invernal acariciaba las ventanas del vehículo, empezando a quitarle visibilidad; al frente, Orwell, un mapache, encendió los limpiaparabrisas. Sabía que eran pocos, muy pocos para una intervención de la que no tenía conocimiento, y no le gustaba aquello, porque desconocía qué tanto harían o cuántos les harían frente; solo eran cuatro, consigo misma. Avanzarían cubriéndose los unos a los otros en espera de la patrulla que había pedido de refuerzo cuando decidieron ir a Tundra, para poder atacar a fondo.
A su derecha, Lewis, el león, frunció el ceño y se acomodó la semiautomática en el regazo; Aschersbelen, o Archer, como le decían en la jefatura, a su izquierda, dejó escapar aire mientras trataba de ver por la ventanilla cubierta de nieve. Judy sabía, aunque ellos no se lo dijeran o expresaran, que estaban nerviosos; después de todo era su primera misión de tal magnitud, solo esperaba que ellos dieran la talla.
«Lo harán», pensó cuando estacionaron frente a un despacho de psicología en el ártico distrito.
Bajaron de la camioneta los cuatro, Archer y Lewis cubriéndolos con las semiautomáticas y ella y Orwell con las armas reglamentarias, se hubiera traído una semiautomática más pequeña, pero no quería que el peso le jugara en contra. Aunque se lo negara siempre, ser una coneja jugaba en contra algunas veces, más aún siendo policía. Revisó el cartucho de su arma y constató de que las quince balas estuvieran allí; lo estaban.
Inspiró profundo sintiendo el frío en su nariz y observó el edificio. Era pequeño, solo dos pisos, de un marrón cartón y de paredes de hormigón; en el primer piso tenía un ventanal con una cortina que impedía la vista hacia dentro, y las tres de arriba, descorridas, dejaban cavilar de que no había nadie. No descartaba la posibilidad de que hubiera un sótano, pero al menos no había azotea, por lo que no podría saltar al edificio contiguo para huir; ya había pasado por eso una vez. Aunque parecía sencillo, la fachada transmitía una opresión, como si el aire circundante se hiciera mucho más denso y la larga sombra en el suelo que se formaba con los escasos rayos de luz que se colaban por las nubes y atravesaban la cúpula del ecosistema, aumentaba esa sensación.
Sacudió la escarcha de su rostro con un sacudir de su cabeza y se dirigió hacia sus animales, estos le devolvieron una mirada firme.
—No se separen hasta que lleguen los refuerzos, ¿entendido? —les indicó, alzando el arma.
Los tres asintieron al unísono. Judy le hizo una seña a Orwell y el mapache se acercó a la puerta para abrirla. Este levantó una pata y mostró tres dedos. Bajó uno, luego el otro, en una cuenta regresiva. Llevó su pata al pomo y bajó el último al tiempo en que abría la puerta.
Siempre para Judy aquellos momentos antes de entrar a un lugar peligroso parecían eternos, como si el tiempo se detuviera durante un soplo y tomara su curso con impulso feroz. De esa misma forma se sintió esa vez, solo que cuando la realidad pareció volver a seguir, en lugar de escuchar los pasos de sus oficiales hacia el recinto lo que la trajo de vuelta como un golpe al estómago fue el sonido de un disparo, corto y seco, y el cuerpo de Orwell cayendo hacia atrás, con una gracia mortuoria.
Por acto de reflejo tanto ella como Lewis y Archer se cubrieron con las paredes externas del edificio esperando más detonaciones, pero el sonido de la anterior se cernía por el lugar como una neblina con un pitido que iba bajando de tono hasta que desapareció por completo. Orwell en el suelo hacía gesto de tomarse el cuello, a la vez que de su boca hilos de sangre le corrían por las mejillas, cada vez más y más gruesos; segundos después dejó de moverse. Tenía un impacto de bala en el cuello, justo en la garganta.
Aún sin recuperarse del todo de la impresión, siguió adelante, más por sus oficiales que por ella misma, no sería una buena imagen que la jefa se quebrara en un momento así. Al momento de entrar al despacho, teniendo máximo cuidado, Judy se percató de que había un arma en el aire, apuntándola. En el aire como tal no estaba, sino más bien en un mecanismo que le sostenía, apuntándole directamente a la cabeza, articulado de tal forma que habían unos hilos en unas poleas que terminaban en el pomo interno de la puerta, y así al abrirse, disparar. Un método de un solo uso. Y sabía que era por ella, que fue puesto para ella, porque el cañón y la mira del arma apuntaban justo un poco más arriba de sus cejas, lo que explicaba por qué la bala le dio a Orwell en el cuello, ya que los mapaches eran más altos que los conejos.
—Vamos —dijo, con voz grave; mientras más rápido salieran de allí sería mucho mejor para todos.
Entraron, oteando el lugar sin bajar la guardia. Era un despacho típico de oficina, la entrada amplia con un escritorio de recepcionista en el centro, circular, que daba cabida para ver a los demás pacientes; mullidos sofás orejones en las paredes de los extremos para esperas y aquí y allá alguna puerta salpicada; no obstante, lo que llamó su atención fueron las escaleras, una al lado de la otra que llevaban al segundo piso y a un piso subterráneo, respectivamente.
Judy se volvió hacia sus oficiales y les indicó con señas de que se separaran, el tigre hacia el sótano, el león que revisara el piso principal y ella iría al segundo. Sin embargo, un disparo le derrumbó el plan por el suelo: en la baranda del piso superior, un lince los apuntaba y luego de tres disparos dio media vuelta y desapareció tras una puerta.
Tras levantarse de estar a cubierto, el león y el tigre se miraron sorprendidos, Judy, en cambio, hizo acopio de sus fuerzas y ordenó sin flaquear.
—¡¿Qué esperan?! —Apuntó hacia arriba—. ¡Vamos!
Y mientras se encaminaban hacia las escaleras que llevaban al segundo piso, la sirena de la patrulla refuerzo se coló por el despacho. Aquel animal no tenía escapatoria.
154 horas para El Renacer.
Azotó la puerta de su despacho que daba al pequeño balcón hacia el vestíbulo por el que les disparó a los oficiales y cerró a cal y canto la que daba al pasillo de las escaleras. Ya había captado la atención de los policías, ahora debía salir de allí e ir a matar a Neit; aquella bastarda lo había traicionado. ¡Era la única manera de que supieran dónde estaba! ¡Solo ella sabía el lugar donde estaba aquella mocosa!
«¡Debiste matar a esa maldita leopardo!»
«¡Mata a la chica y luego mata a Neit!»
«¡Sí! ¡A ambas! ¡A ambas!»
Se llevó una pata a la sien tratando de calmar aquel bullicio dentro de su cabeza e ignorando las puntadas de dolor que sentía en los ojos, era como si las molestas voces le hicieran presión en el cerebro. Iver Basir sacudió la cabeza y se relamió los labios, tenía que calmarse, no podía perder el control ahora. Escuchó una sirena y, al asomarse por la ventana, uno de los haces de luz azules le dio en los ojos.
—No tengo tiempo —murmuró acercándose a su escritorio, se agachó y con cuidado de no hacer mucho ruido, porque sabía que la jefa de la policía estaba allí, abrió una trampilla bajo este.
La misma daba hacia una escalera de mano que descendía hasta el sótano, y una vez allí podía usar la ventana lateral que daba hacia el callejón contiguo para escapar. Se colocó el arma en la boca y comenzó a bajar, cerrando la trampilla tras de sí. No sabía qué estaba pensando el arquitecto cuando diseñó ese edificio, ni por qué se le dio, o le ordenaron, crear aquella especie de túnel en forma de tubo, pero muy bien que le había servido al lince para escapar de ciertos peligros anteriormente. Y por cómo iban las cosas, podría huirle a la policía también.
«¡Dale un tiro a la chica y huye!»
«¡No, un tiro te delataría! ¡Córtale el cuello!»
«¡Cállense de una jodida vez!», espetó con un bufido. No estaba de humor para aquel circo. Y como si fuera una señal, las voces aumentaron el volumen.
Siguió bajando hasta que divisó la trampilla de salida, esta se encontraba sobre el techo del sótano, solo debía abrirla con los pies y caer sin lastimarse. Antes de salir se relajó lo más que pudo, mitigando el dolor de cabeza y el ritmo cardíaco, tratando de oír algo favorecedor; el eco de aquel espacio era enorme, por lo que era un arma de doble filo, un paso en falso y sabrían que estaba allí.
—¡No puede haberse esfumado! —soltó Hopps—. ¡Estamos tratando con un secuestrador y un asesino, no con un brujo, por amor a la zanahorias!
—Jefa, tal vez hubiera saltado —sugirió una voz.
—¿A dónde, Lewis? ¿Si hubiera saltado por la ventana los demás abajo lo hubieran visto? Y si hubiera sido por el balcón que da al vestíbulo lo habríamos escuchado; ¡yo más que nadie!
—¿Un escondite, tal vez? —comentó otra voz.
De pronto se hizo un silencio de cementerio, Iver maldijo para sus adentros, quien sea que fuera aquel, era astuto; demasiado.
—Podría ser, Archer —convino ella, con un tono renovado—. Dónde Inval fue igual, tal vez aquí...
No se quedó para oír lo demás, sabía que empezarían a buscar y la trampilla no era que estuviera oculta majestuosamente, si se agachan bajo el escritorio la verían. Con cuidado movió uno de sus pies y logró ensartarlo en el aro de la trampilla, jaló hacia arriba y vio que unos rayos de luz se colaban por los bordes. Una vez estuvo abierta por completo, la alógena luz del sótano le dio de lleno en los ojos, causando que los entrecerrara; algo que le produjo curiosidad fue que su presa en el sótano no había hecho ruido. «Tal vez se dio por vencida», pensó mientras por un segundo su cuerpo estaba suspendido en el aire, cayendo al suelo.
Cayó en cuatro patas mirando hacia la escalera y la puerta al final que daban hacia el vestíbulo, solo debía girarse, matar a la chica y salir por la ventana a su espalda. Era un plan perfecto.
Se dio media vuelta y antes de procesar todo lo que ocurrió en esa fracción de segundo, escuchó una detonación que le dejó pitando los oídos. Aturdido, vio que su cautiva, pese a que sangraba profusamente por el ojo izquierdo y estaba débil, sonreía con una mueca de alegría y ganas de verlo muerto. Lo siguiente que pasó fue que escuchó unas órdenes gritadas y como una estampida en el piso del vestíbulo.
Sintió un calor extraño en el estómago, como si se hubiera tomado algo caliente, y la visión se le puso borrosa.
154 horas para El Renacer.
Las patas le temblaban por el miedo y la adrenalina que lo invadían en ese momento, era como si hubiera caído en un pozo de alguna bebida energética, porque percibía cosas que por lo general no podría: el palpitar de su corazón, la cadencia de su respiración; cosas minúsculas.
Había llegado a esa situación de pura suerte, puesto que estuvo a punto de morir en la jefatura por una bala perdida cuando irrumpieron aquellos animales al recinto. Los disparos cruzaban el aire con silbidos e iban a estrellarse o a su destinatario o a alguna pared u objeto. Los animales que fueron tan idiotas como para dar un asalto a la jefatura central de la policía siendo menos de diez, terminaron muertos en el suelo, algunos con charcos de sangre a su alrededor, sin embargo, pese a que a Nico le había rozado una bala en la oreja, lo que le llamó la atención a este fue que, dejando de lado que una gacela había entrado como un demonio a la estación, de uno de los oficiales captó las palabras «Jefa Hopps», «secuestrada» y «locación». Así pues, cuando vio a cinco oficiales, dos lobos, un zorro, un rinoceronte y una tigresa, salir hacia el estacionamiento por entre todo el bullicio, decidió seguirlos.
Afuera, la tigresa estaba dándole órdenes a los demás oficiales para que se subieran a una camioneta adecuada para el tamaño del rinoceronte, y Nico se acercó al lugar, agradeciendo su falta de presencia, y con sigilo se metió en el maletero de la camioneta; si bien era un maletero «abierto», por ser una camioneta, su pelaje se mimetizaba con el negro de los asientos. Cuando los animales entraron, los espaldares le hicieron presión en la espalda, pero con girarse un poco, estuvo bien.
Arrancaron al instante cuando el último se subió.
Durante el acelerado trayecto Nico no dejaba de pensar en Sadie, en parte sabía que ella tenía la culpa porque muy bien se cansó de repetirle que no estaban en un juego, sino tratando con animales peligrosos, pero por otra parte él se sentía culpable por no haberla persuadido por completo, por más imposible que fuese. Se apretó la muñequera que ella le había dado y se la corrió un poco, en su piel, el pelaje de las marcas que le habían quedado cuando fue secuestrado era un poco más pálido que su negro normal, dándole un aspecto de pulsera.
Fue sacado de sus pensamientos cuando la camioneta frenó en seco, la potente voz de la tigresa les indicó a los animales que se bajaran de la patrulla y sirvieran como apoyo a la jefa Hopps que estaba dentro del recinto. Fueron unos segundos ajetreados, mas en máximo quince segundos, el silencio invadió el vehículo. Nico alzó la cabeza por sobre el asiento trasero y vio la espalda de los oficiales. Con flexibilidad se deslizó hacia adelante y empezó a salir por la puerta entreabierta del auto, sin embargo, antes de salir, vio el destello de la culata de una de las armas reglamentarias de repuesto de la patrulla, esta parecía susurrarle que la tomara, y sin pensarlo mucho, lo hizo.
Por Sadie.
El lugar donde fue a terminar era un edificio de dos pisos, marrón y que tenía ese aspecto de lugar de atenciones, sean médicas o psicológicas, en este caso lo segundo, y puesto que los oficiales estaban entrando, se le ocurrió ir por detrás, entrar por alguna ventana o ducto y buscar a Sadie; ¿cómo proceder después?, ya se resolvería.
Rodeó el edificio por el callejón lateral, en busca de alguna entrada, encontrando, a ras de suelo, una ventanilla no muy grande, pero por la que podía entrar. Se arrodilló y con una garra delineó el contorno de la misma, hasta que logró dar con un apoyo para abrirla; lo hizo hacia afuera, aunque no fue difícil entrar gracias a su flexibilidad de zorro.
Llegó a una especie de sótano, oscuro, casi claustrofóbico, con columnas de soporte salpicadas y que en una de las paredes laterales tenía una especie de puerta mullida, como las de los hospitales psiquiátricos para contener a los pacientes; no había luz, por lo que la oscuridad era opresora. No obstante, su visión nocturna se hizo presente y pudo divisar un interruptor a un metro de él. Fue hasta allí y lo encendió, y cuando vio el lugar, contuvo una exclamación.
En la pared donde estaba la ventana (que esta vez estaba en el nexo entre el techo y la pared) estaba Sadie atada con unas cuerdas a una especie de saliente o clavo en la pared. Tenía los brazos extendidos y la cabeza gacha, del rostro al suelo caía intermitentemente una gota de sangre que terminaba en un pequeño charco y varios morados y cardenales se notaban por sobre el pelaje. Con un minúsculo quejido asustado se acercó a ella, trastabillando y se arrodilló a su lado.
—Sadie —murmuró cuidando de no hacer mucho ruido; arriba escuchó la inconfundible voz de su madre gritar algo, pero el impacto que tenía no le dejaban entender las palabras—, Sadie. —Le tomó el rostro en sus patas y lo levantó; el labio inferior le tembló a Nico al ver que la sangre venía de su ojo izquierdo—. Oh, por los dioses, Sadie...
Con cansancio y aturdimiento, ella poco a poco abrió el parpado derecho, donde su ojo, que parecía de un verde suave, se veía opaco, sin ese característico brillo que siempre tenía.
—¿Nico? —Una sonrisa agotada se le formó en los labios. Momentos después abrió el ojo con sorpresa—. ¡Nico! —exclamó por lo bajo—, ¿qué haces aquí?
—¿Qué crees? —respondió con un temblor en la voz, le dolía verla así.
—No deberías estar aquí. —Nico notó que la lince luego de cada palabra soltaba un poco de aire, como jadeando, aunque más pesado—. Deberías...
Y sin dejarla terminar, como pudo, le dio un rápido beso para que se centrara tanto ella como sí mismo. Necesitaba calmarse un poco, y aquel rápido roce de sus labios le trajo una calma extraña, tranquilizándole los latidos acelerados y nerviosos. Cuando se separó le pasó un dedo por la mejilla, cariñosamente.
—Vengo a sacarte de aquí —dijo.
Ella sonrió esta vez un poco mejor, aunque aquel ojo sangrante y cerrado le seguía preocupando al zorro con melanismo.
—¿Y cómo, oh, mi salvador? —bromeó. Nico inspiró profundo con una sonrisa tironeándole los labios, ¿es que ella nunca se tomaba enserio lo que pasaba?
—Primero... —Dejó la frase en el aire, mientras trataba de desamarrar las cuerdas en las muñecas de Sadie, y como los nudos estaban muy ajustados y parecían nudos de marinero, se decantó por utilizar sus colmillos. «A la antigua, entonces.» El olor metálico de la sangre le inundaba las fosas nasales, molestándolo y diciéndole tácitamente que se apurara, quién sabría cuánto sangre había perdido.
Una vez que terminó, las encías las tenía en carne viva, pero al menos Sadie estaba libre, en lo que cabía.
—Intenta levantarte —le pidió.
—Nico —repuso ella, de malas pulgas—, ¿crees de verdad que puedo siquiera ponerme de pie? —Frunció el ceño—. Por favor, si ni siquiera puedo tantearme la cara.
—¿Tan débil estás? —titubeó. ¿Y si estaba al borde de un shock por la pérdida de sangre? ¿O podría desmayarse de la debilidad? ¿Había animales que se morían por eso? No lo sabía, pero no quería averiguarlo de todos modos.
—Ayúdame a levantarme en todo caso y... —Apenas ella se dio cuenta del arma que estaba en el suelo a su lado—. ¿Trajiste un arma?
—La traje de la patrulla —respondió, pasándose uno de los brazos de Sadie por los hombros y luego, con más pericia, logró recostarla contra su espalda. Menos mal que no se había enamorado de una mamífero más grande que él, porque en dado caso tendría problemas en ese momento.
Como pudo, Nico tomó el arma y se puso de pie, pidiéndole a su novia que tratara de apretar su agarre en su cuello, mientras él con la pata libre lidiaba con el peso en su espalda. Dio un paso, tambaleante; dio otro, encontrando la forma de poder caminar sin caerse; un tercero para poder estabilizarse y con el cuarto pudo conseguirlo. No obstante, cuando quiso dar el quinto hacia la escalera que debería llevar al piso del vestíbulo, sintió el pelaje de la lince rozándole la mejilla en forma ascendente y por inercia él también alzó la cabeza: arriba, del techo, como una película de ciencia ficción, una escotilla empezaba a abrirse hacia adentro.
Segundos después un lince cayó de la trampilla y aterrizó de espaldas hacia Nico, seguido de un apretón en el agarre de Sadie en su cuello. Aquello le dio la pista que necesitaba: aquel era el animal que la dejó así. Era lógico. ¿Quién aparecería de ese modo tan furtivo si fuera inocente?
El arma en su pata le tembló al ver lo alto que era, más que un lince normal, y una ira enorme lo invadió, tanta que le hizo temblar la pata con la que tenía la pistola e hizo que el corazón que se había calmado, empezara a retumbar desbocado. Quería hacerlo sufrir de la misma manera que Sadie lo hizo. Quería, como mínimo, herirlo gravemente.
El lince se volvió y fijó la vista en la ventana por la que Nico había entrado, ignorándolo por completo. «Maravillosa falta de presencia», pensó, al tiempo en que deslizaba un dedo hacia el gatillo. Todo su cuerpo le gritaba que lo hiciera, que disparara, y tal vez fue su imaginación, pero sintió como si el destino mismo, con dedos cariñosos, le guiara el dedo para hacerlo.
Disparó. El estruendo fue como un cañonazo que le zumbó en los tímpanos, y fue entonces cuando el lince reparó en él. Bajó la mirada y no lo vio al inicio, sino que la fijó en Sadie, y cuando esos amarillos se toparon con los de Nico, escuchó la voz de su madre y la de la tigresa.
—¡Jefa Hopps!
—¡Lo sé; abajo!
Al mismo tiempo el lince perdió la expresión de sorpresa, componiendo una de enojo, locura y ansias de matarlo por haberlo herido. Se tambaleó un poco cuando se quitó el arma del hocico e hizo ademán de apuntarlo; Nico, sin embargo, disparó una segunda vez, dándole en el tórax, haciendo que se doblara del dolor, dándole tiempo para huir.
La adrenalina le venía de maravilla porque el peso de Sadie parecía ser de una pluma, pero le jugaba en contra porque no podía disparar para defenderse; temblaba mucho. Por ende, se llevó el arma a la boca y corrió como pudo hacia las escaleras, hacia aquella puerta que sería la salvación de ambos.
El lince, con un rugido tomó a Sadie de la camisa y tiró de ella, tratando de derribarla consigo, pero Nico se volvió y le dio un zarpazo tembloroso al estómago. No era ético, ni honorable tampoco, pero era un zorro, su especie no era que tuviera una fuerza sobrenatural, debía valerse de la astucia para salir vivo, y si salir vivo significaba atacar sucio, pues bienvenido sea. El agarre en ella remitió al mismo tiempo en que un gemido ahogado inundaba sus oídos y fue una clara señal de «corre» para su cuerpo.
Subió de dos en dos las escaleras, a punto de que se le reventara una vena de la cien por el latir tan frenético de su corazón, cuando la puerta que lo llevaría a la libertad se abrió y dejó entrar una luz cegadora. Su madre estaba del otro lado con arma en pata; alzó ambas orejas con tal impresión que faltó poco para que no se le desprendieran y quedaran clavadas al techo.
—¿Nico?
Él no respondió, solo siguió derecho hasta que logró tumbar a Sadie en uno de los mullidos sofás que había en el vestíbulo. Una vez lo hizo, vio por el rabillo del ojo que todos los oficiales se dirigían al sótano, y los disparos comenzaron a escucharse.
Se dio media vuelta y se quitó la pistola de la boca.
—¿A dónde vas? —le preguntó ella.
—A matarlo —respondió, respirando agitado; se sentía bien aquella sensación, y si podía acostumbrarse, podría cargarse al lince. Sí, eso sonaba estupendo.
—No. —Como pudo, Sadie lo tomó por la muñeca.
—¿Por qué no? —El intercambio de disparos parecía ser en otro mundo, solo eran ellos dos.
—Porque tu madre se encargará. —Y para darle más vehemencia a sus palabras, le fijó la vista con una intensidad enorme, como retándola a contradecirla. «¡Dulces galletas con queso! Se parece tanto a mamá que da miedo.»
«¡Pero quiero matarlo yo por lo que te hizo!» quiso decir, aunque de su boca no salió palabra alguna; sabía que no tenía sentido replicarle. Se agachó y recostó su frente en el sofá, para después sentir una de las patas de Sadie en su cabeza, acariciándole las orejas. Aquello era tan íntimo, tan de ellos, que le importaba un rábano que hubiera una pequeña balacera tan cerca; se sentía tranquilo.
154 horas para El Renacer.
Por más sorprendida y desconcertada que estuviera porque Nico se encontrara en ese lugar, Judy no podía descuidarse ni por un momento, porque si lo hacía sabía que sería la última vez que lo hiciera; aquel lince estaba herido, pero tenía una puntería certera, tanto así que logró darle a Lewis, cuando este estaba moviéndose de lado a lado para evitar que le dieran.
El león se sujetaba el hombro mientras ella y el tigre blanco lo cubrían para que se pusiera a cubierto; poco después escuchó la voz de Batigne a su espalda, dando órdenes. Batigne, una tigresa de bengala, era una de los oficiales relativamente nuevos que tenían madera innata para dirigir ataques u operaciones. Sería un buen sustituto para cuando decidiera retirarse algún día.
El lince se cubría con las columnas de soporte del sótano, y solo se asomaba para dar disparos que o daban en su objetivo, o fallaban por muy poco, rozando a los blancos.
—Jefa, ¿permiso para matar? —preguntó Batigne.
—Negativo —respondió ella, guardando su arma en la funda, para tomar la pistola eléctrica de su cinturón—. Lo necesito vivo, debo interrogarlo. —Revisó que la calibración estuviera bien—. ¿Cómo? He ahí el inconveniente.
—Déjemelo a mí.
Batigne tenía madera para jefa, sí, pero al igual que Judy, tenía esos impulsos incontrolables de que cuando ella fue novata, porque ni bien terminó de decir aquella frase, se lanzó escaleras abajo hacia el lince, con el arma en alto y sin medir las consecuencias. «¡Impulsiva!» Los disparos llegaron dos segundos después, escuchó el quejido de Batigne cuando le impactaron los proyectiles en su chaleco antibalas y luego el gruñido del lince cuando esta lo apretó en un agarre sin lugar a escapes.
Ella se giró hacia Judy y la expresión en su rostro adolorido fue clara: «¡dispare!». Judy accionó su pistola eléctrica, los dos electrodos surcaron el aire y fueron a parar en la espalda del lince, quien dio un rugido de dolor seguido de espasmos musculares. Batigne lo soltó y este cayó al suelo, con pequeñas convulsiones, mientras la tigresa se erguía con una mueca y sacaba las balas de su chaleco.
—Captu...
—¡La próxima vez que te lances así, Batigne, te suspenderé por dos semanas! —amenazó Judy, colocando la pistola eléctrica en su cinturón.
—Pero jefa, se capturó el objetivo, ¿no? —comentó ella, sin pisca de remordimiento por lo que hizo.
—Casi mueres —respondió la coneja, más calmada, caminando hacia ella y el lince—, y si lo hubieras hecho, no importaría que se hubiera atrapado. Mira a Orwell, por ejemplo, ¿lo viste en la entrada, o no? Muerto, como si nada. No quiero agregar más nombres a la lista de policías que han muerto en mi turno, pero siguen subiendo, y no sé cómo se lo diré a la madre de Orwell. ¿Quieres que algún día yo me presente a tu familia y les diga que moriste en una misión?
—Si ayuda a completarla...
Judy negó con la cabeza, era imposible hacerla razonar. Bien lo sabía ella porque cuando había ingresado a la academia y posteriormente a la ZPD, fue así de impulsiva; y que estuviera con Nick tantos años después, lo recalcaba.
Fue un instante.
Menos que un parpadeo.
Tan rápido que no pudo reaccionar sino cuando sintió el terrible dolor en la cabeza que se le extendió por el cuerpo, como cuchillos calientes que le cortaran los nervios uno por uno; el grito que dio en consecuencia fue tan agudo que parecía un llanto, y estaba segura que el dolor era tan intenso que probablemente unas lágrimas saldrían. Le habían disparado en una zona muy sensible.
El lince había logrado, al recuperarse de la parálisis momentánea del choque eléctrico, tomarle el arma a Batigne y dispararle a Judy en una oreja. Esta estaba hincada en una rodilla tratando de controlar los temblores de su cuerpo y la tormenta de dolor que eran como clavos que le perforaran la cabeza; le daba vueltas y la vista se le nublaba de entretiempos.
Judy alzó la vista y logró atisbar cómo Batigne se lanzaba sobre el animal para retenerlo, pero este, con una sonrisa desquiciada en el rostro que parecía abarcárselo por completo, se llevó al cañón al mentón y disparó. El estruendo fue ahogado y el resultado fue trozos de materia gris esparcidos por el techo; el cuerpo cayó al suelo con un ruido sordo y todo quedó en silencio.
Lince desgraciado, pensó, se mató para que no lo arrestaran y terminara dando información relevante.
Apretándose la cabeza con una pata, tomó la radio con la que tenía libre, abrió el canal de la frecuencia de la ZPD y se comunicó con los demás.
—La tenemos, zona limpia —dijo, refiriendo a que lograron dar con Sadie—. Los demás, ¿qué ha sucedido?
No obtuvo respuesta y no la necesitó; todo lo que veía y oía era a Batigne, Lewis y Archer coreando su nombre en una cacofonía de urgencia, posteriormente escuchó que el tigre blanco pedía una ambulancia. Sin embargo, Judy pese a todo se puso de pie y se encaminó al vestíbulo.
Debía ver a su nuera e hijo.
Y tal vez castigarlo por cometer la locura de venir a ese lugar.
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Hola, gente, ¿qué tal?
¿Qué les pareció el cap?
¿La escenainicial?
¿La de Seth?
¿La de Nico?
¿La final?
¿Preparados para lo que se viene?, porque se acerca una Hora :v
Dejen su review, gente, no olviden dejar su review, así me alientan a continuarlo.
Nos leemos luego.
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