XVII. Pérdida Lunar
155 horas para El Renacer.
Samuel no entendía absolutamente nada de lo que la gerente del museo le estaba traduciendo del pergamino que era el Libro de Amduat, todo sonaba muy místico, muy irreal y a la vez, muy críptico.
—No entiendo eso de las Horas —señaló, apuntando el lugar del pergamino que ella tocaba con una delicadeza mortuoria.
—No tiene mucha complejidad, oficial —dijo la gerente, deslizando una pequeña garra por la superficie del papiro—. El viaje de Ra en su barca solar a través de la Duat o el Inframundo en las doce horas nocturnas. —Llevó su garra a un jeroglífico—. En cada una de las doce horas lo esperaba un desafío diferente, en su mayoría monstruos, que lo debilitaban y mermaban sus energías; al final, en la doceava hora, dejaba su momia y renacía en el amanecer.
Esa era la parte que no entendía por completo: ¿cómo cuadraba ese contenido con lo que estaba transcurriendo? A ver, se dijo, lo más obvio es que la cuenta regresiva que James había logrado obtener concordaba con las doce horas de la travesía, pero no eran doce, eran más de cien. «¿Sería posible que hicieran alusión a días en lugar de horas?» Si consideraba que la cuenta cuando Meloney se la llevó iba por poco menos de doscientas horas entonces sí, era factible.
Bien, un punto claro, ahora estaba el otro. Si cada hora aplicaba a un día, ¿cómo saber en qué momento habría un ataque como el del hospital?
—Eso de las horas —le preguntó— ¿hay unas más peligrosas que otras?
—Efectivamente —asintió ella, con una pequeña sonrisa, parecía feliz de que le preguntaran sobre el tema.
—¿Podría decirme?
—¡Por supuesto! —Sonrió y pasó el dedo casi con cariño por los dibujos—. Cada hora, por decirlo, podría atribuirse también a una casa o portal. En la Duat, según este pergamino, hay doce. No se dan constancia de todas, solo de unas pocas. —Hizo una pausa—. La Primera, la Cuarta, la Séptima, la Octava, la Décima y la Doceava.
»La Primera hora se relata como una infinita oscuridad, un río negro en el cual la barca contrasta y brilla, y los muertos vagan por los bordes, esperando que la parte de su alma que representa el nombre los busque. La Cuarta es un río amarillo con una niebla tóxica, donde Ra lucha y deja parte de su ser. La Séptima es la de los lamentos y juicios, donde se encuentra el Tribunal de Osiris y las almas son juzgadas; dicha hora la guía Anubis y libra a Ra de pelear. La Octava es un río de fuego, donde pierde gran parte de sí contra un monstruo que no se identifica, y sigue avanzando. La Décima es la de la verdad, donde debe desprenderse de su parte manchada. Y la Doceava y última, es donde deja su cuerpo y transmuta en Jepri, para luego volverse de nuevo Ra.
—Es... confuso —reconoció Samuel.
—Un poco, sí —convino la armadillo.
Él se llevó una pata al mentón y analizó lo que la gerente le había dicho. No había mucho de dónde agarrarse, sin embargo, con lo poco que tenía, logró sacar unas conclusiones que no le gustaron para nada. Tomando los modelos de las Horas como referencia y los números con los sucesos ocurridos días atrás, podía sacar varias teorías que no se oían descabelladas, sino que empezaban a cobrar un sentido espeluznante.
La Primera Hora la podía asociar con el suicidio de Inval arrojándose por el acantilado; en teoría coincidía un poco, él se arrojó a un río negro, puesto que era de noche en el Distrito Forestal y el mismo no es que fuera un gurú en iluminación; y había dejado a Vicario y Dan en el borde. En el borde del río, podría decirse. La segunda semejanza y la que más lo inquietaba era la de la Cuarta Hora: «una niebla tóxica», y era eso, precisamente, lo que había asesinado a los pacientes del hospital: un agente tóxico que se esparció por el aire como una niebla. La Séptima... ¡Oh, dioses! Sacando la cuenta con la cuenta regresiva que llevaban y el tiempo en que llevaban en el caso...
Habían pasado cinco días desde lo de Inval, por lo que ahora faltaban siete días para que lo que sea que fuera que pasara en la doceava hora (Osiris, lo más probable), ocurriera. ¡Hoy era la Sétima Hora, la del juicio; y no era coincidencia, no podía serlo, que empezaran a atacar a los allegados de los que trabajaban en el caso!
Se puso de pie y se disculpó con la armadillo por no poder quedarse a ayudarla a guardar de nuevo el pergamino, para luego agradecerle su ayuda; ella declinó el agradecimiento con modestia y agitando una pata, incitándolo en que, si le fue de ayuda para la ZPD, se diera prisa en volver a la jefatura. Samuel le dio una sonrisa de agradecimiento y salió como una flecha hacia la patrulla, entró en la misma y movió la palanca de cambios casi sin pensarlo, asustado.
Aún quedaban la Octava y la Doceava, el fuego y el renacimiento, no sabía cuál de las dos se llevarían a cabo; o si las dos. Pero lo que sí sabía era que había dado con un pilar de aquella investigación y debía comunicárselo a Judy lo más pronto posible.
155 horas para El Renacer.
Apretaba tan fuerte el volante de su auto que sus garras se le clavaban en la superficie, mientras pisaba el acelerador de tal forma que terminaría atravesando el suelo del vehículo, ignorando los cláxones de los demás conductores a los cuales se les adelantaba o los chillidos angustiosos de los animales a los que casi atropellaba al acercarse a la acera, o las sirenas de la policía que se oían a la lejanía y que pronto llegarían con ella.
No le importaba nada... nada más que llegar al Hospital Central y matar con el arma que había en la guantera a ese reno, o mejor aún, con sus propias patas. Lo que pasara primero, se dijo.
Giró en una calle a tal velocidad que los neumáticos chirriaron y se quemaron contra el pavimento, dejando el perfecto rastro de su trayecto, y divisó a unos trescientos metros, el hospital alzándose entre el pequeño bosque de edificios. Aceleró aún más y cuando llegó al lugar tomó el freno de mano y derrapó un poco, aunque logró estacionar.
Tomó el arma y salió como un demonio en busca de un alma que devorar, con el pecho hinchándosele al respirar y sentir su sangre latirle en las sienes. Sus hijos. ¿Cómo se habían atrevido, habían osado siquiera colocarle una garra a sus hijos? Y aunque no pudiera matar al responsable de que sus dos pequeños estuvieran hospitalizados, al menos mataría a uno del grupo. Caminó con calma, toda la que pudo reunir y llegó a la recepción del hospital, guardándose la nueve milímetros en la cintura por debajo de la ropa, se acomodó un poco el pelaje y le habló a la recepcionista.
—¿El doctor Nassar?
—¿Para qué lo busca? —inquirió la recepcionista, con un rostro de bruja del mar, sin expresión alguna; parecía cierto el rumor de que los trabajadores de un hospital terminaban por perder el alma.
—Necesito... preguntarle un asunto sobre un amigo que llegó con una puñalada hacía días; un zorro —mintió, sabía que usando al hijo de Hopps tendría carta blanca para ir sin sospechas—. Es algo respecto a su medicación.
—¿Tiene alguna identificación que lo asocie como familiar o responsable de James Wilde? —preguntó, mirando el monitor de su computador, entrecerrando los ojos tras sus gafas.
—Esto...
No pudo completar la frase porque las sirenas de la policía rompieron el tenso silencio del vestíbulo. La recepcionista giró su cabeza hacia las puertas de vidrio antibalas de la entrada por donde se colaban los destellos rojos y azules, y luego se volvió hacia Jeannette, mostrando por fin una emoción: duda.
—Disculpe, señorita —comenzó a decir, pero se interrumpió. Jeannette había sacado su arma y apuntado a la recepcionista.
—Dejémonos de diplomacia —le dijo, con un tono claramente amenazante, y por supuesto, el arma le daba un toque de persuasión—: ¿dónde está el despacho del reno?
—En el área de traumatología, primer piso —balbuceó ella, sin apartar la mirada del cañón.
—¿Está aquí?
—S-sí.
—Bien —asintió con una sonrisa torva—, ahora quiero que dé media vuelta y se largue antes de que me haga perder la paciencia. Tengo asuntos con ese reno.
La recepcionista salió como si le hubieran inyectado gasolina en las venas, mientras que Jeannette se giraba para tomar elevador que la llevara al primer piso. Las puertas se abrieron con un mutismo, sin el típico sonido, entró y marcó el número, y cuando estas comenzaban a cerrarse, vio que Dan, un panda, un coyote, un oso pardo y Wilde corrían hacia las puertas de la entrada.
Una vez comenzó a ascender el corto tramo hasta su destino, la ligera música que sonaba contrastaba de forma cómica con su estado de ánimo; estaba iracunda, tanto que juraría que le faltaba poco para que su sangre hirviera y entrara en combustión espontánea, mas no lo manifestaba. Aquella calma y serenidad que le parecían lejanas, como si hubieran pasado hacía millones de años, le rememoraron cuando estaba dándole caza a Belona en su tiempo. Cuando era un animal que se protegía con una coraza de hielo. «Sigo siendo la misma.» Y en parte era cierto, solo que, para bien o para mal, aquella coraza no servía con tres animales.
Revisó el cargador del arma al mismo tiempo que sentía el vacío en la boca del estómago causado por el freno hidráulico del elevador, las puertas se abrieron y salió caminando con tranquilidad por los blancos pasillos, girando en una esquina y divisando al fondo del mismo una puerta marrón que rezaba «TRAUMATÓLOGO EN JEFE». Levantó el arma, con el corazón empezando a tomar un ritmo estable, apuntándole al reno con bata blanca que se empezaba a asomar, desconcertado por los estridentes ruidos de las sirenas.
Cuando él giró la vista y la enfocó, pareció perder el color del pelaje de golpe.
—No se mueva, doctor —dijo con firmeza—, y deje que esto termine rápido.
Sin embargo, este reaccionó al haber terminado la frase, se giró como la presa que era y entró a su despacho; poco después Jeannette oyó cómo se cerraba a cal y canto con los pestillos. Suspiró cuando llegó a la puerta, apuntándole al seguro, fácilmente la abriría volando la cerradura de un balazo, ¿si sabía que iba a morir, por qué poner tanta resistencia?
Disparó, volando el seguro, y el estruendo resonó con eco por el desolado pasillo, arrancando exclamaciones ahogadas y aterradas de los pacientes en las habitaciones cercanas. La puerta se entreabrió con solo tocarla, y cuando le dio una patada para abrirla, un bisturí pasó peligrosamente cerca de su rostro, chocando contra la pared posterior y repiqueteando en el suelo.
Jeannette se puso a cubierto tras la pared divisoria entre el pasillo y disparaba asomándose cada tanto, sin lograr atinarle al reno, quien estaba tras su escritorio a cubierto, tratando de apuntarle con unos bisturís. Logró conectarle un tiro en un cuerno, el cual se astilló y del que comenzó a manar sangre.
—¿A qué vienes? —le preguntó; Jeannette se extrañó por su tono, porque a pesar que se enfrentaba a la muerte (e iba a morir sin duda), no temía.
—¡A darle flores! —ironizó—. ¿Rojas o blancas?
—¿Por qué quieres matarme?
—Algo personal —respondió, reemplazando el cargador—. No fue usted quien lastimó a mis hijos, pero nos vamos acercando, ¿y alguien tiene que pagar, no?
—¡Yo no soy culpable por lo que haya hecho Neit! —comentó, ahora sí con un deje vacilante.
—Es parte de ellos —gruñó, volviendo a disparar; él lanzó otro bisturí, aunque de forma errática, que terminó chocando contra la puerta, sin siquiera rozar a la hiena. Sin embargo, lo vio con unahipodérmica en la otra pezuña—. Y fueron ellos los que atacaron el hospital, pero más importante aún, a mis pequeños. No hay excusa que valga.
Ahora que lo pensaba, estaba demasiado habladora, en tiempos anteriores no hubiera ni siquiera considerado hablarle al animal, solo lo hubiera matado y listo, asunto resuelto. En realidad se había ablandado un poco, y eso la molestaba.
Suspiró con lentitud para arremeter dentro de la oficina y matar al animal, no obstante, como si el destino le jugara en contra, Dan y los demás policías salían de las escaleras que estaban a dos metros de ella. Su esposo la miró agitado, respirando con cansancio y su arma reglamentaria en pata. Sus ojos oscuros la buscaron y le preguntaron tácitamente si lo había hecho, si había matado al reno, a lo que ella negó con la cabeza de forma casi imperceptible, solo lo suficiente para que él comprendiera el gesto.
Un fugaz pensamiento sobre lo compenetrados que estaban para que captara sus señales le llegó, mas lo apartó al instante.
—No hagas una locura, di Regno—le dijo Wilde, tratando de calmarla; eso la hizo enojar más: ¿quién era él para decir aquello?
—¿Por qué no? —siseó—. ¿Por qué no puedo matarlo? ¡Casi matan a mis hijos! ¡Mis hijos! ¿Cómo reaccionaste tú cuando Bellwether te secuestró a tus mocosos?
—Eso fue...
—¿Diferente? —Un intento de sonrisa mordaz le tironeó los labios—. ¿Cómo? ¿En qué?
Y sin decir más, se volvió hacia el despacho. Entró y se puso en guardia, apuntando al escritorio, donde sabía el doctor estaba escondido. Solo sería cuestión de que asomara la coronilla y se sembraría una bala que lo dejaría tieso en el sitio, pero en su lugar, solo atisbó la cornamenta. Un cachito de cuerno se asomó al mismo tiempo que veía que un brazo se alzaba del escritorio y arrojaba un vaso de precipitado hacia ella.
El líquido del vaso salpicó el aire y Jeannette se apartó de la trayectoria de este, corriéndose a un lado. El vaso se quebró en el suelo y esparció el líquido, que destiló un aroma fuerte y le salpicó parte del antebrazo donde no tenía el arma. Ardió como el demonio, parecía que hubiera metido el brazo entero en ácido o metal derretido, tanto que estuvo por soltar el arma para sostenerse la extremidad. Era macabro, casi parecía que le disolvía la carne por el dolor.
—¡Solecito! —exclamó Dan, yendo hacia ella.
La mencionada le lanzó una mirada fulminante al zorro, indicándole que no viniera, mas cuando lo vio cruzar el umbral y llegar a su lado, guardando su arma en la funda y tomándola con cuidado por los hombros, se percató del ligero humo que salía allí en el suelo, puerta y alrededores donde aquel líquido salpicó.
—¿Estás bien? —le preguntó, haciendo un gesto para tomarle el brazo que estaba matándola del dolor y ardor. Jeannette no hizo nada para impedírselo, pero quería que esa sensación tan mortificante desapareciera, ¡que le cortaran el brazo si fuera necesario!—. Solecito —dijo, formando una expresión asustada— es una quemadura química.
¿Química? ¿Entonces ese líquido podría ser...? No tuvo tiempo de pensar en algo más, porque su atención y la de Dan quedaron absortas en un chorro de agua que surcó el aire, lento, delgado e inclusive cómico, que salió de la jeringuilla de Nassar. Este al tocar el líquido en el suelo causó una reacción que generó calor y un ligero humo danzante que olía a rayos. Las losas del suelo chisporrotearon, como si les hubieran echado disolvente, y la puerta comenzaba a corroerse con un agujero.
Los demás oficiales, el coyote, el oso, el panda y Wilde, se replegaron contra la pared del fondo y los lados del pasillo que no habían sido tocados por el ácido, al mismo tiempo que Zury Nassar salía despotricado fuera del despacho. Jeannette oyó otro ruido de quiebre y luego el mismo chisporroteo: el reno había lanzado otro frasco de ácido sulfúrico. Sabía muy bien que era dicho ácido porque ella había, en el tiempo en que intentó encontrar la manera de matar a Belona, experimentado con la sustancia, y sabía que solo, únicamente, añadiendo agua al ácido y no al revés, hacía que el punto donde estuviera el ácido y se le añadiera agua elevara la temperatura a una ebullición instantánea y repentina que causaba dichos chisporroteos.
—¿Te tocó? —le preguntó Dan, aterrado, refiriéndose al agua.
—No —consiguió decir luego de unos sonidos erráticos, haciendo acopio de sus fuerzas para superponerse al dolor—. Es... estoy bien, mocoso.
Dan, pese a la situación, sonrió con aquella sonrisa sincera que no dejaba de tener ese deje burlón o bromista que llevaba impreso en su ser. Esa sonrisa. Esa maldita sonrisa que lograba de alguna forma romperle las barreras y que, en primera instancia, logró calarla. Inspiró profundo, le dio una mirada de «ni se te ocurra detenerme» y se irguió. El vulpino, por su parte, alzó las patas captando el mensaje a la vez que la sonrisa le cambiaba a cómplice y le guiñó el ojo como diciéndole que se apurara. Sin saber por qué, ella se la devolvió de refilón.
Aguantó la respiración al pasar por el umbral y dirigirse, por entre los tosidos de los demás oficiales, a las escaleras, donde el ondear de una bata blanca indicaba que Nassar iba hacia arriba.
Punto a favor: las pezuñas de él lo delatarían si decidiera ir a otro piso. Punto en contra: el puñetero edificio estaba construido de tal forma que las escaleras parecían de caracol, rodeando un pilar estructural como centro, por lo que no estaría a tiro mientras estuviera en las mismas.
Siguió subiendo, siendo guiada por el clac, clac de sus pisadas, apretando la mandíbula por el dolor y el ardor, que parecían aumentar con la más ligera brisa; era como si hubiera puesto el brazo en una lijadora industrial.
No supo cuándo o cómo subió los pisos hasta llegar a la azotea, puesto que la mente se le desconectaba de tanto en tanto por el dolor, pero supo que lo tenía donde quería al sentir el golpe del viento en su rostro. Se encerró él solo. Alzó el arma con su pata sana y caminó con lentitud, oteando la azotea y viendo que, cerca de unos ductos de aire, el reno echaba ojeadas dubitativas hacia el precipicio. «!Oh, no; no dejaré que te lances!»
Disparó, dándole en el tobillo, haciéndolo hincarse.
Sus ojos oscuros buscaron sus hielos, como pidiendo clemencia al saber que no tenía oportunidad de sobrevivir. Jeannette ni se inmutó, solo siguió caminando, dando cada paso como si fuera un verdugo que iba a cumplir una sentencia; nada mortal ni divino la haría retroceder. Su rostro adoptó la máscara de hielo que había perdido, levantó el arma y, sin siquiera pestañar, disparó de nuevo, dándole en el muslo de la pierna herida. Volvió a disparar cada vez más cerca repetidas veces: en el hombro izquierdo, en el derecho, en el lado derecho del vientre; zonas específicas para hacerlo sufrir, pero no para matarlo.
Le haría rogar que lo mate.
Y no lo mataría rápido, sino que le dispararía en algún lugar que lo hiciera morir lentamente. Hacerlo sufrir; como sufrieron sus niños. «Al estómago podría ser.»
Le apuntó debajo de la clavícula derecha y disparó, la exclamación ahogada que dio el reno fue como música.
—¿Por... qué? —jadeó.
Como única respuesta le disparó bajo la otra clavícula.
—¡Jenny, detente! —Movió una oreja, Dan sabía perfectamente que le tenía prohibido el decirle Jenny en la calle; solo en casa... y muy poco. Tenía sentimientos encontrados con ese diminutivo, le gustaba y a la vez no porque le hacía acordar a su madre.
Bajó el martillo del arma para disparar de nuevo.
—¡di Regno —le advirtió Wilde—, baja el arma o tendré que disparar!
Que lo intentara, que siquiera se atreviera a dispararle, porque lo mataría también. No dejaría que le quitaran a su presa.
—Nick —replicó Dan—, no dejaré que le dispares a mi esposa.
—¡Él es un importante medio de información! —repuso, con un tono firme; Jeannette ni se dignó en voltear, solo mantenía la mirada fija en los ojos ondulantes del reno, que iban y venían de ella a los oficiales detrás—. ¡Si lo interrogamos podremos saber lo que traman y desmantelarlos!
Disparó, dándole en la otra pierna; esta vez el reno gritó. Ella pudo percibir cómo la tensión en el ambiente se triplicó.
—¡Jeannette di Regno —dijo Nick—, apártate del doctor! ¡No te dejaré matarlo!
Bajó de nuevo el martillo, le deberían de quedar, a tientas, unas cinco balas. Más que suficiente.
—¿Por qué? —quiso saber ella, con un tono inexpresivo—. ¿Por qué salvarlo si sabes bien lo que hizo?
—Porque es una fuente de información.
—Interrógalo ahora. —Apuntó a la cabeza de Zury Nassar—. Interrógalo y luego lo mataré.
—No funciona así.
—¿Pero para ti sí? —Sentía su sangre evaporándose en sus venas, pero logró mantener su impasibilidad—. ¿Tú si pudiste matar a Bellwether cuando secuestró a tus hijos? ¿Si tú pudiste hacerlo, por qué nopuedo hacerlo yo?
Se volvió a verlo por un breve instante, buscando sus ojos verdes, para sonsacarle la respuesta. ¿Qué diría? ¿Sería capaz de decir que no, sabiendo que si lo haría estaría mintiéndose y, de seguro, perdiendo su contacto en el banco que en estos años desde lo de la SPQR tanto le había servido? ¿O diría que sí, reconociendo que no tenía bases para impedírselo y perdiendo la fuente que según él creía que era? ¿Dispararía sin responder y causaría que tanto ella como Dan le dispararan en respuesta, matándolo en el mejor de los casos? ¿O tomaría el cuarto camino, el de retroceso y bajaría el arma?
Vaya, pensó, hacía tiempo que su antigua alias no le venía como anillo al dedo. Lo había puesto en un predicamento.
Sin embargo, no tuvo tiempo de oír la respuesta, en el breve lapso de tiempo en que lo vio, el doctor de alguna forma se había puesto de pie y la tacleó, desequilibrándola. Tuvo la pericia para que sus cuernos le rozaran el brazo con la quemadura química, lo que la inhabilitó por preciosos segundos en los que caminó tambaleante a ponerse en guardia.
Jeannette levantó el arma cuando se enderezó y le apuntó, pero fue una bala de otro cañón la que le dio en el pulmón, bajo el omóplato. ¡¿Quién fue el malnacido que le dio en un punto tan importante?! Se giró y vio que del arma del panda una voluta de humo se elevaba con tranquilidad. Oyó que Nick le gritaba al panda, Tao, mientras que Nassar estaba a punto de caerse, mas lo que laasustó fue lo cerca que estaba del borde de la azotea. «¡No —pensó mientras trastabillaba hacia él—, no puede suicidarse!»
Lo vio inclinarse sobre el borde y precipitarse al vacío, pero tal vez por un golpe del destino, o una suerte muy buena que ella tenía, la bata se le quedó atrapada en uno de los respiraderos de los ductos. Oyó cómo se rasgaba, pero consiguió llegar con él y clavarle las garras en la carne de su pata cuando esta se rompió.
Su corazón estaba con una calma abismal, su palpitar era tranquilo, como si se hubiera acostumbrado a todos los entes externos que lo sobreexigían y acoplado a los mismos. Trató de tirar del animal para subirlo, pero pesaba demasiado, mucho más que ella, y por ende, comenzaba a inclinarse también hacia abajo. Se encontró en un predicamento: dejarlo caer y perder la oportunidad de matarlo o intentar subirlo y terminar cayendo por su peso.
¡No! ¡No podía soltarlo! Debía...
Sintió una pata en su cintura y otra en su brazo, era casi un abrazo cariñoso, solo que la fuerza con la que tiraban de ella le quitaba ese toque; vio de soslayo su brazo sano, donde una pata de pelaje rojizo la tomaba con fuerza.
—¡Suéltalo! —murmuró Dan contra su espalda, como era más bajo que ella, sus labios le hicieron cosquillas por sobre la ropa.
Dio un claro gruñido molesto que sabría él interpretaría como un «jamás».
—Suéltalo —insistió, con un tono más bajo, ahogado, solo para ambos—, o terminaremos cayendo los dos. Jeannette, por favor... —¡No! ¿Cómo podía pedirle aquello? Sí, ambos comenzaban a inclinarse sobre el borde, pero no podía soltarlo. ¡Sería una muerte muy simple!—. Sé que quieres matarlo, Solecito, pero no podrás. Yo quiero verlo muerto también, pero él no es quien le hizo eso a Isa y a Alan.
—No me importa —respondió, perdiendo aquella frialdad—. ¡Quiero que alguien pague, quiero matar a quien sea que estuviera involucrado!
—Daremos con quien los atacó —prometió—. Lo juro. Te lo juro. Había cámaras en el lugar, iban hacia la escuela, ¿lo olvidas? Puedo usar las de tráfico o ya veré, pero encontraremos a quien les hizo eso y tendrás el privilegio de matarlo como mejor prefieras. Te lo juro; pero suéltalo o caeremos los dos.
Jeannette apretó su agarre en la pata del reno y la sangre le manchó las garras, inspiró profundo, sintiendo el borde del muro que la separaba de una muerte segura y miró al reno, este le miraba con una expresión que sabía, había ganado, porque no lo había matado ella pero tampoco logró sonsacarle algo, y eso la hizo enfurecer. La sangre burbujeó en su boca, indicando que la hemorragia en el pulmón ya era más que grave. Ella era Jeannette di Regno, ella seguía siendo Trivia, y no dejaría que ese miserable le ganara. Eran siete pisos de caída, y sabía que era muerte segura (más aún con su estado), pero no lo soltó, sino que empezó a hacerlo oscilar, peligrando ella también, hacia un muro de una residencia cercana que tenía, además del cercado eléctrico, unos pinchos metálicos afilados.
Si iba a morir, que lo hiciera sufriendo.
Esbozó una sonrisa que hizo al reno perder la suya, una sonrisa que estaba segura, le helaría la sangre.
Con un gruñido y quejido soltó al reno que se precipitó hacia el muro. Todo ocurrió en cámara lenta, lo que la hizo deleitarse más de ello. Zury Nassar se precipitó hacia los pinchos y dio un alarido de dolor cuando estos lo empalaron y lo traspasaron; los transeúntes abajo gritaron aterrados al ver la escena, sin embargo, Jeannette solo sonrió, sintiendo, irónicamente, que se quitaba un peso de encima. Dan tiró de ella con fuerza y ambos quedaron sentados en el suelo; su pulso abandonó aquella calma helada que tenía y volvió a acelerarse, el dolor del brazo aumento y la cabeza le palpitaba por la adrenalina.
En el suelo, Dan la miró comprendiendo sus emociones, esbozó una sonrisa y le puso una mano en el hombro. No hubo necesidad de palabras, lo que la hizo sentirse extraña, solo llevaban unos años juntos como para tener aquella compenetración. Se sintió rara, porque por lo general, la única vez que se había vengado, por decirlo de alguna forma, fue con Belona, y se sintió liberada, pero ahora, aunque aquel peso se hubiera ido, seguía insatisfecha, como triste o algo así. Con un vacío. Y él, leyendo sus emociones, solo se acercó y la abrazó con fuerza, algo que agradeció.
—Van der Welk —lo llamó el oso, mientras el coyote, el panda y Wilde estaban evaluando el cadáver del reno por sobre el muro—, debemos irnos.
Sin salírsele del abrazo, tan cerca que sus labios le rozaron las mejillas, Dan respondió con molestia y en susurros.
—Estoy teniendo un momento, Provenza. Un poco de delicadeza, por favor. Fuera, fuera.
Provenza suspiró con fastidio y se fue con pasos pesados hacia Wilde. La radio en su cintura chirrió y escuchó la voz de Hopps:
—La tenemos, zona limpia. —Se oía agotada emocionalmente—. Los demás, ¿qué ha sucedido?
—Quiero ver a los niños —dijo Dan de improvisto, ignorando la pregunta de la coneja.
—Están en el Hospital Militar —repuso ella; él hizo gesto para ponerse de pie, mas ella no lo dejó. Tenía un revoltijo de emociones dentro de sí, entre los que resaltaban el dolor por sus pequeños y aquel extraño vacío; y su esposo, comprendiéndola, solo se quedó allí, en silencio.
Le escocieron los ojos y la voz le titubeó cuando intentó hablar, logrando, en cambio, sonidos y gemidos inconexos.
—Sé que te duelen los niños, Jenny —comentó por lo bajo, solo para ambos. Asintió—. Y sé que, tal vez, estás vuelta un lío por dentro, ¿me equivoco? —Asintió; era insultante y lindo que lo supiera. ¿Cómo demonios algo era insultante y lindo al mismo tiempo?
—No sé por qué me siento rara —susurró—. No me da la misma sensación que con Belona.
—Porque no es Belona, Solecito. —Bajó una pata de su cuello a su cintura y con la otra le rozó la mejilla—. No lo es, ni lo será; es algo más delicado e importante. Son tus hijos, nuestros hijos. ¿Y qué madre no protege a sus hijos con garras y dientes? ¿Qué madre no es capaz de pelar con el diablo a sabiendas que perderá, por sus pequeños? —Hizo una pausa—. Las nuestras lo hicieron.
—Odio ponerme emotiva —musitó.
—Lo sé.
—Me hace sentir débil.
—Lo sé.
—Es ridículo.
—Lo sé —repitió, con un tono entre divertido y cariñoso.
Un silencio cómodo entre ambos; el pulso se le calmaba.
—Esto me recuerda a cuando nosotros... —dijo ella con reticencia— ya sabes, en la azotea esa vez.
—Tienes razón —murmuró rozándole la mejilla con la suya.
—Me molesta estar así, pero a la vez no. Es una locura y un enredo.
—Lo sé.
—¿No sabes decir otra cosa, mocoso?
—Solecito —dijo, y rió con suavidad—, te digo que lo sé porque te entiendo. Además, ¿cómo no entenderte si por nuestros cubitos de hielo es que estamos así? Y si no te entendiera, ¿con qué derecho podría llamarme tu esposo, eh?
—Deberíamos irnos —comentó, luego de un rato.
—No, solo un rato más.
—¿Y Wilde? —preguntó Jeannette intrigada.
—Puede esperar, que le den.
—¿Y los niños?
—Estarán bien; es un Hospital Militar, después de todo.
—¿Por qué un poco más?
—Por ti —respondió con vehemencia—. Cuando nos levantemos quiero que estés recuperada. Y no —añadió cuando ella iba a replicar—, no lo estás. Sigues con ese tornado de emociones, el subir de tu pecho, tu respiración, me lo dice.
—¿Te guías por mi pecho? —¿Qué demonios?—. ¿Eso no es una excusa para sentir mis senos, o sí, mocoso?
—Un poquito de ambas cosas. ¡Ahora —agregó abrazándola más hacia él, reprimiendo un gruñido cuando el brazo con la quemadura le rozó el uniforme—, deja salir las emociones!
Jeannette apoyó su frente en el hombro del vulpino y respiró tranquilizándose. El dolor por sus pequeños estaba allí, pero de alguna forma él lograba que no doliera tanto. Había veces que Dan mostraba la seriedad que se esperaría él tuviera, y ella sabía que la tenía, no obstante, era aún más difícil hacerla salir que el que ella riera en público.
Aunque por alguna razón en su mente no cabía que Dan fuera serio, como ella.
Era imposible.
Y que la abrazara así, en aquel delicado momento, solo para sentirla, era una prueba fehaciente de ello.
Esbozó una sonrisa. Quizá algunas cosas nunca cambian.
-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-
Hola, gente, ¿qué tal?
¿Qué les pareció el cap?
¿La escena con Samuel?
¿La de Jeannette?
Dejen su review, gente, no olviden dejar su review, así me alientan a continuarlo.
Nos leemos luego.
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