X. Maat
184 horas para El Renacer.
—¿Estás seguro que oíste eso, Nico? —preguntó Sadie.
—Podría apostar mi cola por ello —aseveró él, sin apartarle la mirada de esos ojos, que ahora parecían color miel—. Ayer como no podía dormir pensando en qué haríamos, y sabiendo que no te quedarías quieta hasta encontrar algo, caminé por la casa y subí al techo a despejarme. Entonces los vi. Tía Lourdes, Meloney, Samuel, Dan y la que mamá había dicho que era su esposa, Lune, creo que se llamaba la loba roja y Meloney. Todos venían a la casa.
—Pero en concreto —dijo, mirándolo aún con duda; el sol de la mañana le daba un interesante diseño a su pelaje, le hacía parecer que era de un gris casi plateado—, las exactas palabras, ¿eso fue lo que oíste?
—Sí —asintió, sin dejar de caminar al cibercafé del Centro; luego de estar todo el día en la biblioteca y encontrar, al revisar la historia de Egipto, que los faraones eran enterrados en las pirámides y en el mayor de los casos bajo tierra, con joyas y algunos sortilegios para que según su mitología, pudieran realizar el viaje al Inframundo un poco mejor. Que los obeliscos en sí no representaban mucho, aunque en algunos libros se decía que eran un intento de los hombres por llegar a los dioses, y que el símbolo más utilizado en la iconografía de la cultura era el Anj, un jeroglífico que significa vida; ambos habían acordado ir hoy a un cibercafé y buscar todos los edificios de Zootopia que tuvieran dicho símbolo. Siendo sincero, fue idea e insistencia de ella—. Bajé a ver qué pasaba, y según escuché, con la oreja pegada a la puerta cuando ellos entraron, que alguien o algo atacó el hospital...
—Sí, lo oí en las noticias de esta mañana. —Sadie rodó los ojos, algo molesta—. Mamá está algo paranoica con eso.
—Ajá, bueno, y en ese ataque resultó herida Rachel y el ochenta por ciento de los animales en el edificio, murieron. —Cruzaron la calle cuando el semáforo se los indicó y reanudaron su camino—. Sadie, míralo bien, estás... estamos tratando con animales profesionales. Mira cómo dejaron a James, o cómo mataron a esos animales. Y no me digas que no fueron ellos —se apresuró a agregar cuando vio que iba a replicar—; Sadie, los habrá matado lo que sea que los mató, pero no hay que ser un genetista o un microbiólogo para saber que fueron ellos. —Suspiró—. ¿Y si dejamos esto aquí, por tu seguridad? No quiero que te pase nada —agregó dejándose caer de hombros.
Nico sabía que aunque le diera pruebas contundentes, aunque trajera a la muerte y se la presentara a Sadie para demostrarle el peligro que corrían, ella no menguaría, solo apartaría los problemas con una pata y seguiría sin detenerse. Era igual de terca que sus padres, y eso era decir mucho. Le sorprendió sentir cómo ella le rodeaba la muñeca con los dedos y le daba un ligero apretón para luego suavizar el agarre.
—No pasara nada, ¿bien? —dijo con cariño. Nico suspiró.
—Eso espero... Eso espero...
—Ahora —agregó, más animada aún—, hagamos una lista de qué lugares tienen ese símbolo.
—Espero no sean muchos —murmuró con sinceridad, una cosa era buscar cinco obeliscos, ¿pero quién sabe cuántos lugares con el símbolo del Anj. Sería extremo.
—No lo serán, sé positivo. Tendremos suerte, ya verás.
Encaminándose a uno de los muchos centros comerciales del Centro, y con la vista entretenida en un anuncio de un concierto de reaparición que Gazelle realizaría (si recordaba bien era una cantante que le gustaba a sus padres), murmuró algo para sí:
—Espero que no se nos termine acabando...
182 horas para El Renacer.
Maat caminaba por las calles del Centro de Zootopia, con toda la calma que su anónimo estatus le confería, era uno más del montón y eso lo sabía aprovechar. Estaba al tanto de que ya habían descubierto que Alastor tenía asociaciones con los otros animales, a los cuales no conocía, pero trataba, por medio de terceros, con Neit. Sin embargo, nada sabían de sí. Eso lo colocaba en una situación ventajosa.
Pero el problema no era su identidad, era la policía. Alastor había sido muy descuidado al haberse llevado el anillo consigo, ahora la ZPD lo tenía en su poder, aunque por suerte no sabían descifrarlo, y aunque supieran la respuesta del grabado, no sabrían cómo usarlo... O más bien, dónde.
Llegó a una intersección del Centro, dónde los edificio se alzaban de varias formas y colores, perforando el cielo firmemente, y giró en un recodo, adentrándose en el callejón que separaba la sede principal del Banco Central de Zootopia y el bufete de abogados principal. Fue caminando, oteando cada centímetro del callejón, en su búsqueda.
—¿Dónde lo habrá dejado? —murmuró para sí. Cuando estaba llegando al contenedor de basura que recibía los desechos de ambos edificios mediante un ducto, vio algo que le llamó la atención: una pequeña lata metálica con un Anj grabado—. Una lata —refunfuñó abriéndola—. ¿Qué clase de imbécil pone esto en una lata de metal? Sería un milagro si no está dañada.
Sacó de la lata el delgado artefacto y lo pasó entre sus patas: una tarjeta electrónica. Le pareció curioso su diseño, a primera vista parecía una tarjeta de crédito común y corriente, sólo que en lugar de tener un chip de identificación como las demás, en su superficie tenía una especie de relieve, líneas rectas que en ciertos lugares se doblaban y curveaban formando círculos y patrones, con un número cinco en relieve también. «Rara.»
Tomó la lata y la arrojó al contenedor; aunque no pudieran relacionarlos con ellos, era mejor prevenir. Se guardó la tarjeta en el bolsillo de su pantalón y se dirigió al banco. Entro como todo el mundo, con paso relajado y haciendo parecer que tenía la mente en otro sitio, pero se movía estratégicamente donde las cámaras no pudieran grabarle. Maat no había nacido ayer, sabía que los bancos pequeños tenían de tres a siete cámaras y tenían su vigilante, pero los bancos grandes o sedes, no. Contó las cámaras, cincuenta y ocho, demasiadas para un vigilante, lo más probable es que de esas, estén menos de cinco operativas, diez máximo, en puntos claves; puntos que reconocería como un cazador a su presa.
Se movió con la agilidad que su cuerpo tenía, y sin llamar la atención de los ajetreados animales, tanto empleados como clientes, hasta llegar a la escalera que conducía a la zona de bóvedas. Donde un rinoceronte le trancó el paso.
—Solo personal autorizado —dijo, con una voz gruesa, casi como una tuba.
—Tengo acceso —dijo Maat, sacando la tarjeta y mostrándosela—; voy a mi bóveda.
El rinoceronte se le quedó viendo y arqueó una ceja, entre molesto, confundido e intrigado. Maat ya se había acostumbrado a todo tipo de reacciones de los demás animales por su aspecto, después de todo, siempre cambiaba; ahora, además de ir con un maquillaje de cuerpo completo que le ocultaba su verdadera especie, iba con unos jeans ajustados, una camiseta de cuadros y sobre esta una chaqueta con capucha. Cualquiera le confundiría con un ladrón, sino fuera por la tarjeta ya le hubieran echado.
Un minuto más tarde el de seguridad se apartó y la dejó pasar. Bajó las escaleras apurando un poco el paso, escuchando el ruido cada vez que daba un paso. «Estúpidas escaleras metálicas.» Se miró el reloj en su muñeca, las diez de la mañana, debía apurarse, le quedaba poco menos de dos horas. Llegó a una zona subterránea, una única habitación dividida en dos, la mitad derecha con la cámara acorazada donde el banco guardaba su dinero, y la mitad izquierda, con unas rejas para ingresar a la zona de bóvedas, en cuya puerta había una comadreja haciendo guardia. Maat no pudo evitar sonreír por la ironía de que una comadreja sea el de seguridad.
Le mostró la tarjeta y él le permitió pasar. Caminó hasta los pequeños casilleros que había en filas, como una secundaria, solo que estos tenían una pequeña pantalla, una ranura especializada para la tarjeta y un teclado. Se fue al casillero con el número cinco y una vez allí, introdujo la tarjeta, al instante la pantalla oscura del mismo se volvió de color azul, unas palabras en la parte de arriba, como pista, y en la de abajo una línea parpadeante. «INTRODUZCA CLAVE SECRETA: ¿QUIÉN GUIARÁ AL JUEZ?»
Maat negó con la cabeza, divirtiéndole el asunto.
—Nunca cambias, ¿eh, Greco? —murmuró, introduciendo la contraseña de seis letras. Acto seguido podía escuchar como la circuitería quitaba los gruesos cerrojos del casillero y la puerta se abrió un poco, con un ligero sonido de vacío. Maat la abrió por completo y vio un pequeño artefacto en él; era lo único que había—. Quién diría que la llave sería de verdad una llave. —Pasó la pequeña llave por sus patas y, luego de pasarle una cadena por el círculo que tenía en su agarre, se la colgó al cuello, oculta por su camiseta—. Aún falta para Osiris —dijo en voz baja al ver su reloj—, pero si esto sigue así, tocará adelantarlo.
Cerró con cuidado la puerta, esta se selló con un sonido de succión y se giró para irse. Pasó la vista por el techo y las esquinas del lugar; sin cámaras. Perfecto. Metió la pata en el bolsillo de su chaqueta y sacó una jeringa con Benzodiazepina, al menos esto bastaría para dormir a la comadreja y, con suerte, olvide parte de su rostro.
Se acercó con cuidado y en un movimiento le hizo una llave, inyectándole la aguja en el cuello; este se revolvió tratando de zafársele, pero Maat fue lo suficientemente rápido para presionar el embolo e introducirle el químico. El guardia se revolvió pocas veces más hasta que, poco a poco, se rindió. Por un momento le pareció que tal vez fue mucha solución para él, no obstante, se percató de que el pecho subía y bajaba con normalidad.
Se tocó el cuerpo y el cuello, donde colgaba la llave, y una vez que se aseguró de tenerla, así como la tarjeta, empezó a subir las escaleras.
Casi llegando arriba notó que parte de sus antebrazos estaban al descubierto, se le había corrido el maquillaje. Sin preocuparse, se cerró la chaqueta, metió las patas en los bolsillos de la misma y, luego de despedirse del rinoceronte con un asentamiento, salió del banco.
181 horas para el Renacer.
Lune no tenía ganas de levantarse, cuando el reloj marcó las once de la mañana lo único que hizo fue quedarse durante los quince minutos siguientes con la vista fija en el techo de su habitación, si bien la jefa Hopps esta madrugada dijo que iría después del mediodía y tácitamente les indicaba a Dan y ella que también fueran a esa hora, no tenía ganas de ir. Sentía que este caso se estaba alargando más de lo que desde un principio debía.
Anoche cuando había llegado del despacho de Judy se había pasado hasta las seis de la mañana dándole vueltas al asunto, tratando de hallar algún punto que la jefa Hopps se le hubiera pasado por alto, sin éxito alguno. Sin embargo, eso no era lo que, en parte, le quitaba el sueño, lo otro o más bien el otro, era Carla.
Aún no dejaba de pensar en ese beso que le dio de improvisto, y eso la molestaba mucho. Se suponía que era una oficial entrenada para no dejarse llevar por las emociones, tanto en la vida privada como en el trabajo, entonces, ¿qué pasaba? Se colocó un brazo sobre los ojos y suspiró, tratando de ordenar los pensamientos. No podía sentirse rara por todo lo que él hacía. Era estúpido. Que la recibiera con atenciones luego de que se pasara un día entero buscando el cuerpo de Inval en el río Moongose, no significaba nada, a lo mucho una disculpa.
Se apartó el brazo con un gruñido, encaminándose hacia la ducha de su cuarto. Sintiendo cómo el agua fría se llevaba consigo esos pensamientos, pudo espabilarse un poco; se cambió y vistió con el uniforme, y cuando salió a la sala, no encontró a Carla por ningún lado. Agudizó el oído y se percató de un ligero silbido que venía de la cocina, al entrar lo encontró preparando café. «Como si fuera su casa», pensó, aunque no supo si parecerle divertido aquello o molestarse por tomarse tanta confianza.
Bah, total, había animales aún más confianzudos.
—Madrugaste —gruñó, cansada, la verdad era que necesitaba dormir, pero una buena taza de café la reanimaría. Café, qué sería de un policía sin aquel vital líquido.
Él ladeó la mirada de la cafetera en la estufa y le sonrió, la luz natural que iluminaba la cocina le perfiló las facciones, haciendo que el pelaje pareciera de oro y haciéndole más radiante la sonrisa. ¿Estaba más alegre de lo normal o era idea de la loba roja?
—Sí —respondió Carla, se volvió hacia la cafetera que ya estaba humeando, la quitó del fuego y sirvió dos tazas. La miró a los ojos—. ¿Vas a querer?
Lune soltó un bufido que quedó a medio camino de ser divertido.
—La pregunta ofende. —Bostezó, y miró el reloj en la pared: 11:25am, faltaba aún para que el turno de la tarde iniciara—. Sin azúcar, por favor.
Carla arrugó el entrecejo e hizo un mohín.
—¿Sin azúcar?
—Sí.
Luego de un momento él le sirvió la taza y bebió la suya, Lune se percató de que parecía dubitativo en hacer algo, pasaba su pezuña por el borde de la taza y cuando terminó de beber, la giraba poco a poco.
—Lo siento —murmuró.
—¿Qué? —Lune levantó una de sus orejas.
—El beso... —Parecía apenado; qué raro—. Lo pensé y... bueno, sé que estuvo mal. Es decir, siempre me había pasado que los demás animales creían que decía lo de mi asexualidad en burla, o decían que no existía. Al final me harté y decidí hacer eso, ya sabes, el beso.
—¿Besabas a quienes no te creían para probar un punto? —se extrañó, inclinándose hacia ella y apoyándose contra el planchón de la cocina. Extrañamente no estaba molesta por el suceso, si tenía que ser sincera, estaba demasiado agotada por el caso como para enojarse por aquello—. No es algo que haga todo el mundo, ¿lo sabes?
—Sí —asintió, bajando la mirada. Lune arqueó una ceja, ¿qué pasó con la Carla que casi la noqueó de una patada? Ahora se veía más frágil, más débil, incluso.
—Un momento —preguntó, creyendo intuir lo que pasaba—, ¿ahora eres él o ella?
—Ella.
Oh... así que era eso. Qué curioso, pensó Lune, cuando Carla era él se mostraba más rudo y más decidido con sus acciones, el beso era un claro ejemplo de ello, nadie que tuviera dos dedos de frente besaría a otro porque sí; y al pensarlo se volvió a sentir entre enfadada y contrariada; sí, ningún animal lo haría, ¿pero por qué ella no la apartó al momento, sino que se dejó? En cambio, cuando era ella parecía tener ese aspecto emocional más dominante. Sensible, por decirlo de alguna forma.
—En fin —retomó el hilo de la conversación—, no te preocupes por eso. Fue... —Dudó en decirlo, en teoría era fácil, «solo un beso»; sí, pero ¿realmente lo era? ¿Si fuera solo un beso por qué se sintió así tan rara?—... solo un beso —dijo, y esperaba, de verdad esperaba que fuera solo eso. Solo un beso.
Carla levantó la mirada, más alegre, y ahora sí se veía linda.
—Gracias —sonrió.
—¿Por qué? —Lune ladeó un poco la cabeza, intrigada.
—Por esto. —Quitó una pezuña de la taza e hizo un pequeño gesto para referirse al departamento—. Gracias por darme un techo, y por sacarme de la cárcel. Es decir, aún no entiendo la razón por lo que lo hiciste, pero gracias. Me estás dando asilo cuando no deberías.
Vaya... Eso no se lo esperaba, si bien las atenciones que ella tuvo cuando llegó anoche ya de por sí eran una especie de forma de enmendar lo que había hecho, el que le agradeciera por todo la hizo sentir extraña, como si algo calentito se le extendiese por el pecho; podía jurar que sentía cosquillas en las mejillas.
—No hay de que —repuso, aún sorprendida, y para relajar el ambiente, agregó—: ¿Acaso estás diciéndome que te busque otro lugar? —bromeó, colocándose una pata en la cintura.
Carla abrió muchos los ojos.
—¡No, no! —se apresuró a decir—. No estoy diciendo eso, es solo que... —De pronto, Lune estalló en risas, sintiéndose rara, hacía tanto, casi desde que su madre murió, que no se reía así. Sí, con Dan sonreía o reía poco, pero no así. Era curioso.
Carla la miró confundida, para acto seguido sonreír de medio lado.
Lune dejó de reír y miró de nuevo el reloj: 11:30am, debía irse si quería llegar a buena hora a la jefatura. Aunque era extraño que Dan no hubiera pasado ya por ella. Tomó su celular y le mandó un texto al zorro, para al minuto recibir su contestación: «No podré buscarte, estoy... indispuesto. Sí. Nos vemos en la jefatura.»
La loba roja suspiró dejándose caer de hombros, ni modo, tendría que caminar.
—¿Ya te vas? —preguntó Carla, pasando la vista por el reloj de la pared.
—Sí —asintió, salió de la cocina y fue a por las llaves, su arma reglamentaria, las esposas, la radio y la placa. Se detuvo un momento en la puerta, con el pomo en la pata. No estaba acostumbrada a tener compañía en su casa, por lo que la despensa no era algo que estuviera a todo el tope, ella tenía lo esencial. No lo pensó cuando fue a buscar el cuerpo de Inval, pero ahora le entraba la duda de si había suficiente para ambas, o al menos para Carla.
—¿Sucede algo? —preguntó esta, desde el umbral de la cocina.
Lune lo pensó por un momento, luego sonrió sin apartar sus ojos de ese gris ceniza.
—¿Me acompañas?
Momentos más tarde ambas caminaban con normalidad por las calles del centro, una con el uniforme de la ZPD y la otra con su pantalón de chándal y camiseta deportiva. Eso la hizo pensar, esa era la única ropa que tenía, debía hacer algo, pero su talla de ropa era muy ancha para una gacela, además de, al menos, una talla más grande.
Lune aún no se acostumbraba a caminar, mucho menos hablar, con naturalidad con la gacela. Siempre habían discutido por una razón, o tenido esa chispa entre ambas que no les permitía estar tranquilas en un solo lugar; y ahora... ahora parecían amigas. «Prefiero mil veces que sea ella a él», pensó, tomando la plaza del Centro.
No hizo comentario alguno, por lo que miró hacia atrás y vio que Carla se quedó en la plaza, inmóvil, viendo algo. La sombra del obelisco en el centro de la misma causaba un efecto raro en ella, así como el sol en su casa le hacía parecer el pelaje como de oro, con la sombra, parecía como las páginas amarillentas de un libro viejo, uno que guardaba un gran conocimiento.
—Carla —le llamó. Ella no se movió, siguió con la vista fija en lo que sea que veía; visión que le era obstruida a la loba roja por el obelisco. Caminó hasta ella y entonces lo vio: una pantera prácticamente estaba comiéndose al que sería su cachorro a gritos, y el pequeño estaba llorando—. Oh... —Tomó la radio de su cintura para llamar una patrulla y si se ponía rudo, tener vehículo para llevarla arrestada—. Central —comenzó a decir—, aquí Vicario...
Se cortó de repente cuando Carla hizo un ademan de caminar hacia la pantera, pero en un acto casi de reflejo, Lune la tomó por el brazo para detenerla. Ella volvió la mirada y un escalofrío le recorrió la espina a la loba roja, el rostro de Carla parecía de mármol y sus ojos grises, por la sombra y por la expresión de ella, parecían las cenizas oscuras que dejan los cuerpos quemados.
—Suéltame —dijo por lo bajo. Corto y claro, pero con una intensidad abrumadora—. Por tu bien, suéltame.
—Carla, ya van a...
Entonces lo oyeron, un sonido claro y seco: una bofetada. Ambas posaron su atención en la pantera y está aún conservaba la pata en alto y el pequeño se silenció de golpe, sosteniéndose la mejilla, lloroso. Lune se sorprendió por dos cosas, la primera, porque jamás creyó odiar tanto a un animal que ni siquiera conocía, y la segunda, por el golpe que recibió en el costado, suave, aunque lo suficientemente fuerte como sacarle el aire de momento.
Carla se zafó de su agarre y, como la gacela que era, en un parpadeo y a grandes zancadas llegó con la pantera, quien se sorprendió de verla, y más aún cuando Carla, como si flotase en el aire y con un rápido movimiento giró sobre sí misma, apoyó sus pezuñas en el suelo y con impulso pateó a la pantera en la mandíbula. A Lune le recordó las películas de acción tan surrealista donde los protagonistas peleaban como si pisaran el aire o fueran imbatibles, porque luego de aquella patada, Carla dio un amplio giro para tomar impulso y le dio una patada horizontal en el estómago.
La pantera cayó al suelo mientras Lune corría hacia donde Carla para detenerla. Al llegar notó que ella estaba más firme que una piedra, su postura indicaba que no bajaba la guardia y que esperaba que algo pasara; tal vez que la ataquen, supuso. Le colocó una pata en el hombro y ella la miró. Gris y azul oscuro. No se dijeron nada, pero ella entendió el mensaje: déjalo. Carla cerró los ojos y respiró con fuerza, en un intento de calmarse, mientras Lune miraba por sobre el hombro de la gacela a la pantera en el suelo que gemía de dolor.
Tomó el radio, pidió refuerzos, y luego, aún sin apartarle la vista a Carla en su totalidad, se agachó junto al pequeño. No debería tener más de seis o siete años, y la marca de la bofetada se le notaba apenas por sobre el pelaje. Instantes después Carla se acuclilló a su lado, y le pasó una pezuña por la mejilla al cachorro, limpiándole las lágrimas.
—¿Cómo estás, campeón? —preguntó, con tacto. El pequeño no respondió, solo se limpió la nariz y mantuvo la mirada en ella—. ¿Estás bien? —Asintió con la cabeza—. ¿Te duele? —Carla le dio un toquecito en la mejilla, y cuando él negó, ella le sonrió—. Oh, vaya, eres muy fuerte, ¿lo sabías?
—No —dijo, con un susurro tan bajo que Lune casi no lo oye.
—Pues sí, lo eres —lo animó Carla, volteó la mirada y notó las patrullas que estaban llegando—. ¿Puedes hacer algo por mí? —El pequeño asintió—. ¿Ves esas patrullas allá? Quiero que vayas con ellos y les cuentes lo que pasó, ¿bien? —Volvió a asentir—. Vale, ahora ve. —Acto seguido el pequeño se fue.
Lune, sin poder creer que Carla fuera un animal que tuviera ese tacto con los niños, se puso de pie y pensó qué haría. No iba a inmiscuirse con el pequeño, eso se lo dejaría al Departamento de Protección Infantil, sin embargo, estaba el hecho de que si apartaba a la madre del niño, este se quedaría quién sabe cuánto tiempo en las oficinas o tal vez un orfanato, pero tampoco podía devolverlo con ella.
No sabía qué decisión tomar.
Carla se puso de pie y apretó las pezuñas, sin apartar la mirada de la pantera retorciéndose en el suelo.
—Llévatela, por favor —pidió; Lune vio que volvía a tener ese aire opaco en los ojos y en todo el cuerpo, como queriendo lanzarse sobre la pantera.
—¿Por qué te afecta tanto? —preguntó Lune. Vale, a ella también le afectó un poco, es decir, ¿cómo no puede causarte algo ver como maltratan a un pequeño?—. ¿Te ha pasado lo mismo de pequeña?
—No. —Carla bufó lento y con fuerza—. Es solo que me da asco.
—¿Asco?
—Sí; asco. —Su tono no dejaba lugar a dudas—. ¿Cómo es posible que pase eso? ¿Por qué pegarle a su propio hijo? Eso me enferma. —Hizo una pausa—. Por favor, llévatela o...
—¿O qué? —inquirió ella.
Carla frunció el ceño y su aspecto se tornó tan amenazador como un depredador bajo la sombra del obelisco en el centro de la plaza.
—O no me controlaré.
—¿Controlarte? —Por alguna razón le parecía algo extremista el que Carla se sintiera tan tocada por ese incidente. Lune llegó a creer que a ella no le molestaba más de lo moralmente normal por su entrenamiento policíaco—. ¿Qué serías capaz de hacerle? ¡Mira como la dejaste! —exclamó apuntando a la pantera—. ¿Te parece poco?
—Sí, muy poco —repuso Carla, inmutable, con una calma que parecía de otro mundo—. Está podrida por dentro, eso no es una madre. Solo llévatela y ya —añadió dándose media vuelta para irse.
—¿O qué? —preguntó de nuevo, no le gustaba quedarse con una pregunta sin responder. Le tiró las llaves del departamento al vuelo.
Carla las tomó y le lanzó una mirada que casi la parte al medio: fría, firme, sin duda y con algo en el fondo, algo muy oculto.
—O la mataré.
177 horas para El Renacer.
Luego de que durante casi tres horas estuviera razonando con sus ejecutivos, Jeannette por fin reunió las firmas necesarias para poder acceder a la copia de la tarjeta de seguridad de la bóveda de Inval. El banco podrá ser de su propiedad, pero como era una comitiva debían todos estar de acuerdo, o al menos la mayoría, para autorizar cosas importantes.
Llegó a su despacho y se tumbó en la mullida silla tras el escritorio. Luego de tomarse un tiempo para relajarse y dejar salir el estrés que siempre cargaba tras terminar las reuniones para alguna decisión, tomó el teléfono de la oficina y presionó el botón para comunicarse con Hugo, el encargado en el tercer piso de velar por las copias de seguridad.
—Jefa —dijo Hugo cuando contestó—, ¿qué necesita?
—Hola, Hugo —saludó, desajustándose un poco la corbata—, necesito que busques algo: la copia de la tarjeta de seguridad de Alastor Inval. Casillero cinco.
Durante unos minutos se oyó el tarareo de Hugo tras la línea, siendo interrumpido de golpe.
—Vaya —dijo.
—¿Qué sucede? —quiso saber ella.
—Según los Registros —empezó a decir él. Los Registros; aquel documento que se imprimía automáticamente en las máquinas del piso cinco que era enviado de forma certera y segura cada doce horas por el mismo sistema de control de las bóvedas. Se emitían dos hojas por día con la fecha, hora y tiempo que la bóveda duró abierta, uno a las doce de la noche y otro a las doce del mediodía— el Casillero cinco fue abierto hoy a las diez de la mañana, duró abierto menos de cinco minutos y volvieron a cerrarlo.
Oh no, oh no, no, no y no. Esto no podía estar pasando.
—¿No se equivocaron con la clave o usaron una tarjeta falsa? —preguntó, apretando el teléfono en su pata. Al momento supo lo estúpido de su pregunta. No, no podía equivocarse con la clave o hubieran recibido el reporte y no pudieron haber usado una tarjeta falsa, podrían haber copiado el patrón, sí, pero no los micro terminales que poseía la misma, terminales de silicio que conducían la corriente de microamperios necesarias para que el cajero la reconociera y no la soltara hasta que lo que sea que fueran a hacer estuviera hecho. Suspiró para calmarse un poco. Judy le había pedido aquello para agilizar su caso, y Jeannette no era tonta, era un caso grave, su experiencia en la SPQR se lo decía—. ¿A las diez? —dijo luego de un rato.
—Sí, jefa. A las diez y treinta y dos minutos con cuarenta y seis segundos, para ser más precisos.
—¿Las cámaras? —Se aferró a la posibilidad que quien sea que haya pasado a esa hora por las bóvedas, tuviera que haber quedado filmado.
—Deme un momento. —Durante lentos y exasperantes siete minutos, Jeannette estaba girando un bolígrafo entre los dedos de sus patas—. Qué raro —se extrañó él—. Quien sea el animal que entró, se movió por los puntos ciegos de las cámaras, pero la siete y nueve lo captaron. Un animal con jeans y suéter negro con capucha alzada.
—Contacta con Jaime —ordenó, pensando en la comadreja guardia de seguridad de la bóveda.
—Eso estoy haciendo, jefa —le comentó Hugo—, pero no contesta su radio.
—¿Cómo que no lo contesta? —Cada vez estaba constatando que de alguna forma se les adelantaron, y en sus propias narices—. Llama a Galviz, Hugo, él es la primera línea para descender a la bóveda y dile que baje a ver a Jaime y te diga por qué no contesta la radio. ¡Ahora!
Oyó el chasquido del teléfono colgándose y la línea se canceló, ella colgó el teléfono y se acomodó en la silla, soltándose por completo. Suspiró y se frotó el entrecejo tratando de contener todo lo que estaba pasando. La única manera posible de que esto pasase era que Inval, de alguna manera de la que ella no tenía conocimiento, le confió la tarjeta y la clave de seguridad a alguien. ¿Pero a quién?
Sacó su móvil y marcó al número de Judy, luego de tres timbres la coneja contestó, Jeannette solo dijo tres palabras:
—Se nos adelantaron.
-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-
Hola, gente, ¿qué tal?
¿Qué les pareció el cap?
¿La escena con Maat?
¿La escena de Lune y Carla?
¿El cómo se le adelantaron a Jeannette?
Dejen su review, gente, no olviden dejar su review, así me alientan a continuarlo.
Nos leemos luego.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro