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Prólogo

No lo entendían.

Nadie lo entendía.

¿Por qué no se daban cuenta de que solo quería ayudar?

Solo estaba velando por un futuro más próspero.

El viento nocturno de Distrito Forestal era implacable, y traía consigo las gotitas de la fina llovizna que aclimataba el mismo; las hojas de los árboles se movían con fuerza y las gotas parecían agujas que se le clavaran en la piel. Las sombras de los mismos árboles formaban figuras extrañas contra las luces del alumbrado público a la vez que se intercalaban unas de las otras.

Las sirenas de las patrullas se oían lejos, había logrado perderlas hace rato, menos una. Una sola de ellas había notado el atajo entre la espesa maleza que había tomado. Tropezó con una rama y trastabilló, pero no cayó, siguió corriendo apretando el sobre contra su pecho. No podía permitir que se lo quitaran. Todo lo que había hecho estaba en ese sobre: datos, fórmulas, identidades y ubicaciones.

Primero muerto antes de entregarlo.

Sin dejar de correr miró atrás y notó que la patrulla no se detenía, atravesaba maleza, ramas y raíces sin contemplación alguna. Gruñó por lo bajo y empezó a respirar más quedadamente, retenía el aire en sus pulmones más tiempo y lo soltaba más lento. Jadeaba. Estaba cansado. Y esa manera le dejaría más margen para poder correr.

Al frente, a unos cinco metros, divisó una arboleda tupida y de árboles fuertes. Perfecto. Corrió con más impulso y se adentró en ellos, los árboles estaban tan juntos que sería imposible para la patrulla pasar. Tropezó y cayó de rodillas en la tierra que estaba comenzando a volverse lodosa por la lluvia. Se levantó sin soltar el sobre y siguió corriendo. A lo lejos oía las voces de los dos oficiales.

Ilusos.

Jamás tendrían lo que querían.

Primero muerto.

Algunas raíces tenían espinas, que les rasgaban la ropa y lo cortaban mientras más se iba adentrando en la zona virgen del lugar, el barro lo empantanaba, aunque no importaba. Lo que importaba era lo que ya estaba en marcha.

Ineptos.

Imbéciles.

Estúpidos por no darse cuenta de la verdad que él había notado en su último estudio. No era algo tierno de procesar, pero era la verdad. No se podía negar. La ciudad, que seguía en su apogeo y crecimiento exponencial, estaba muriendo. Poco a poco, como un paciente de cáncer que sabe que morirá y que solo trata de retrasar lo inevitable. Era igual. La ciudad, el Ayuntamiento, los mismos habitantes. Todos eran culpables.

La superpoblación que estaba dando lugar en todos los distritos la estaba matando poco a poco. Los recursos estaban empezando a escasear. La natalidad aumentaba de una forma ridícula, de tal manera que cada vez empezaba a notarse que era más complicado encontrar insumos básicos; y aunque la Alcaldía gastara más y más en conseguirlos de forma inmediata, estaba jugando con fuego. El dinero se acaba. Y cuando lo hiciera la ciudad empezaría a perecer.

Todo por ellos.

Por los mismos animales.

Por el exceso de ellos.

Si tan solo la Alcaldía hubiera aceptado su propuesta de volverse autosustentables como los conejos de Burrows, los zorros de Foxville o las marmotas en Meadows, hubiera sido diferente.

No hubiera tenido que llegar a los extremos que llegó.

Le llevó su tiempo, tres largos años, pero lo hizo. Lo logró. Se había dado cuenta de que él no era el único que notaba el lento descenso de la ciudad. Cuatro. Solo cuatro animales lo apoyaban.

Solo ellos cuatro estuvieron a favor de su idea.

Y por ellos cuatro no permitiría que le quitaran esos documentos que llevaba.

Primero muerto.

La lluvia se hizo más fuerte y el sonido de un río empezó a llegar a sus oídos. Siguió corriendo sin rumbo fijo, su único objetivo era escapar de ellos, volver con los suyos y planear esos tres golpes lo antes posible. Escuchó cómo los policías estaban más cerca. «Son rudos. Rudos y molestos». Giró en una esquina y tropezó con una rama, cayendo sobre una piedra que le hizo un profundo corte en la pierna.

Mierda, ahora no.

Ahora no.

Los policías escucharon el quejido de dolor y fueron en su dirección. La sangre y el quejido por cada paso los estaba guiando. Qué importa, se dijo. Aunque cojeara no aminoró su avance, solo siguió hacia adelante, dejando una estela de sangre por allí donde caminaba. Al final llegó a un acantilado, se detuvo en seco y miró hacia abajo: un tiro de unos quince o veinte metros hasta el río en donde se distinguían picudas rocas, y más al fondo, una antigua mansión derrumbada sobre sí misma.

Se llevó una pata al anillo negro que había en su dedo, tan negro que se confundía con su propio pelaje. Jadeó del dolor, del cansancio, del agotamiento de hacer algo por ellos y que lo persigan como un criminal.

—Ellos seguirán —susurró para sí—. Ellos van a seguirlo, esté yo o no.

Los policías aparecieron, él se volvió hacia ellos. Uno era un zorro rojo, de ojos oscuros, expresión seria con un ceño fruncido y una cicatriz en el brazo izquierdo que iba desde el codo hasta la muñeca, en su pata sostenía su arma de fuego, apuntándole. La otra era una loba roja, de pelaje marrón oscuro tirando al cobre rojizo, igual de seria que su compañero y de unos ojos azul oscuro. «Qué lástima que esos ojos no se hereden», pensó, porque si su plan se llevaba a cabo, pocos serían los que quedarían.

—Doctor Alastor Inval —ordenó el zorro, apuntándolo con el arma—: no se mueva, coloque lentamente el folio en el suelo y tiéndase con las patas extendidas.

Alastor sonrió sarcástico y no se movió.

No le quitarían ese folio.

Le costó mucho crearlo como para que lo entregara así tan fácil. «Pronto». En poco tiempo su virus se activaría, si no sería él quien lo hiciera, sería ella, Maat se encargaría. Su virus, que le llevó tres años desarrollar, sería la solución antes de que la ciudad entrara en la espiral de autodestrucción. Era un plan sencillo. Innovador. Había logrado alterar la estructura del ebolavirus para que se trasmitiera por aire y fuera aún más letal; claro está, al alterarlo hizo que no infectara a todos, algunos animales al azar que tengan un código genético específico no sufrirían los síntomas, su propio cuerpo aceptaría el virus y crearía anticuerpos.

De esa forma disminuiría la población, sin causar una extinción global.

Era un plan único.

Era perfecto.

Alastor apretó más el folió contra él, arrugándolo, giró su vista hacia el acantilado y luego a los policías. Tomó el sobre con ambas patas y comenzó a levantarlo con lentitud.

—Eso es —dijo la loba, tenía un tono urgente en la voz—, ahora déjelo en el suelo.

En un rápido movimiento Alastor rompió el folio de un tirón, los rostros del zorro y la loba estaban sorprendidos. Ella le disparó a la pierna del corte, haciendo que cayera de rodillas al suelo dando gemidos ahogados de dolor.

—¡Vicario —reprendió el zorro—, yo no dije que abrieras fuego!

—Van der Welk —se quejó ella—, ¿no ves que iba a terminar de romperlo? Al menos dividido a la mitad podemos restaurarlo. Esos son los planes de su grupo.

Alastor jadeaba con más fuerza, logró ponerse de pie, tambaleante, y sonrió de medio lado, desafiándolos. Ellos no sabían que en ese folio tenía los datos del virus. No lo sabían.

Dio un paso atrás y quedó al borde del abismo, oteó el fondo y volvió a mirarlos a ambos, la lluvia aumentó en fuerza, empapando aún más sus uniformes. Apretaron con nerviosismo sus pistolas.

—No de un paso más, Inval —advirtió el zorro.

—¿O qué? —desafió Alastor, su voz le sonó agotada y débil, nada que ver con su tono grueso de siempre.

—Dispararemos —respondió la loba.

Alastor rió con suavidad, tan suave que el ruido de la lluvia chapoteando en las hojas de los árboles la ahogaba. Apretó el folió contra su pecho y con sus garras lo arrugó y desgarró en pedacitos. Miró a ambos con una sonrisa lastimera.

Osiris será la cura —declaró.

Ambos animales lo vieron extrañado, y el ligero temblor en sus patas le indicaban a Alastor que estaban indecisos en si disparar o no. Pobres, se dijo, los policías y sus decisiones.

—Como en el libro, habrá un renacer; un renacer dado por Osiris —farfulló, ambos oficiales lo vieron como si hubiera perdido la razón. Si tan solo supieran que por un momento de lástima les había dado la que sería su única oportunidad—. No lo olviden, oficiales. —Jadeo—. Cuando la ciudad nazca de nuevo, recuerden que fui yo, Alastor Inval, Anubis, quien les dio la oportunidad.

Dio su último paso atrás y cayó.

El sonido del río estaba cada vez más cerca y el viento tenía un rumor tan fuerte que le tapaba los oídos. Abrió los brazos y dejó ir los trocitos del folio con los documentos.

Ellos cuatro seguirían el plan. Lo activarían y limpiarían la ciudad.

Ellos cuatro.

La policía nunca sabría de su virus.

Nunca sabrían de Osiris.

Nunca podrían detenerlo.

Porque lo único que probaba la existencia de Osiris, además de Maat, era ese folio, esos trocitos de folio que flotaban en el aire como hojas cayendo.

Nunca se los daría.

Primero muerto...



Dan se quedó estupefacto al ver que el lobo había saltado.

Era un objetivo que habían estado persiguiendo desde hacía casi un mes. Escurridizo, pero un desliz en sus cuentas bancarias esa misma tarde les había dado la ubicación. Había trabajado en secreto por tres años en quién sabe qué, sin embargo, fue lo suficientemente descuidado para dejarse detectar.

Todo iba bien. Demasiado bien, la verdad. Habían logrado darle caza durante casi tres horas al lobo negro y cuando lo habían acorralado, este se había lanzado al barranco. ¿Es que era tan difícil entregarse y punto?

Con un suspiro de derrota guardó su arma en la funda y Vicario hizo lo mismo. Lune Vicario fue una de los miembros del grupo que ingresó al poco tiempo de haber resuelto el caso de la SPQR, según le había dicho Judy, porque él estaba recuperándose en el hospital y, después, disfrutando su reposo con Jeannette. Era una loba común, por decirlo de alguna manera, no tenía algún punto fuerte en el que destacara, pero tampoco tenía fallas.

Normal.

Y cómo Dan no era precisamente el policía predilecto por los demás compañeros oficiales ya que luego de que se corriera el que él había estado trabajando con un miembro de la desmantelada SPQR, los demás veían con otros ojos al zorro; pensaban que los podía traicionar. Judy optó por colocarle de compañero a uno de los nuevos, y Lune, pese a que oyó la historia por boca de la misma Judy, no tuvo problema alguno.

Salió de sus pensamientos y caminó hasta el borde del precipicio, al fondo de este, en una piedra del río, se podía ver el cuerpo muerto de Alastor; y un charco de sangre empezaba a extenderse a su alrededor, que el caudal del río alrededor de la roca limpiaba.

—Lobo imbécil —murmuró Lune, pateando la tierra; pequeñas piedritas caían al abismo.

Dan bufó, entendiéndola, y tomó su radio de su cintura. Localizó el canal de la jefatura y luego de la estática, habló:

—Jefa Hopps, aquí Van del Werk. Cambio —avisó, y luego de más ruido de estática ella respondió.

—Aquí Hopps, ¿qué sucedió con el lobo? —preguntó—. Cambio.

Dan suspiró.

—Lo perdimos.

—¿Disculpa? —se sorprendió Judy—. ¿Cómo que lo perdieron?

Más ruido de estática; las gotas de lluvia parecían finas agujas que le atravesaban el traje y el pelaje.

—Murió, jefa. Se suicidó arrojándose del acantilado del río Moongose. —Ese río le traía viejos recuerdos a Dan—. ¿Instrucciones?

Hubo más estática, y luego de un rato de silencio en el que la loba estaba agachada sobre el borde del acantilado, observando el fondo, Judy respondió.

—Retírense. —Dan pudo oír pese a la estática, el suspiro cansado de ella—. Vuelvan a sus casas, ya veré como seguir esto. Ambos deben descansar; y tú volver con tu familia.

—Entendido —dijo y antes de cortar la transmisión, sonrió—. Usted también, jefa. Cambio y fuera.

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