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I. Cuando dan las doce.

I

Cuando dan las doce


291 horas para El Renacer.

Judy se pasó una pata por el rostro, agotada, mientras ojeaba unos documentos sobre el lobo. Suspiró. Alastor había sido un doctor excepcional, había altas expectativas sobre que él iba a ser un pionero en el campo de la genética en cuestiones de salud, sin embargo, las decisiones que tomó fueron, totalmente, en contra a lo que se esperaba del mismo.

El alcalde de turno había comunicado a Judy pocos meses después del caso de la SPQR sobre que un lobo había notado el exponencial aumento de la población de la ciudad, y ella sabía que así era, no podía negarlo, sin embargo, dicho animal había empezado con estudios normales, y poco a poco empezó a profundizarlo. Poco tiempo después, casi en año nuevo, Alastor empezó a proponer proyectos para que la ciudad se volviera autosuficiente y lograra evitar la catástrofe en la que se sumergiría si seguían haciéndose los ciegos con ese asunto. El alcalde en ese tiempo se había negado, y había rechazado todos los proyectos que el lobo presentó.

Según sus informes, Alastor desapareció por tres años, y antes de hacerlo lanzó un ultimátum en la oficina de la alcaldesa, amenazando que iba a crear algo que fuera radical y lograra evitar el futuro oscuro que tenían. La alcaldía al instante había ordenado a la ZPD que iniciara la búsqueda del lobo, pero para desgracia de Judy y la misma jefatura, Inval parecía que se lo hubiera tragado la tierra; desapareció de la ciudad. No hubo movimientos en su cuenta bancaria, no hubo señales de él por ningún lado, ningún animal lo avistaba.

Simplemente había desaparecido.

Así duraron todo este tiempo, persiguiendo pistas que terminaban en callejones sin salida y senderos que no llegaban a nada, hasta que hoy mismo en la mañana, un movimiento en la cuenta bancaria de Inval, una transferencia de todos sus fondos a una cuenta que hizo de intermediario para quien sabe qué, les dio la localidad a seguir, y fue ahí cuando empezó la persecución.

Mandó a Van der Welk y a Vicario porque eran los únicos oficiales que estaban libres, Nick había salido temprano para ir al evento de Jason. Pese a que su hijo toda la vida había sido un Nick en conejo, o incluso más, ya que no le gustaba hacer nada, desarrolló un particular gusto por el arte, y había, por insistencia tanto de Nick como de ella, inscrito una pintura en un concurso, el cual a esta hora debería estar culminando.

La radio sobre su escritorio chirrió y luego de la estática habló una voz. Era Dan.

—Lo perdimos —dijo.

No.

No puede ser.

—¿Disculpa? —se sorprendió—. ¿Cómo que lo perdieron?

—Murió, jefa. Se suicidó arrojándose del acantilado del río Moongose. ¿Instrucciones?

—Retírense. —No le quedaba más opción que esa, el plan que había ideado a las prisas era que apenas capturasen a Inval lo llevarían a la jefatura para interrogarlo y saber qué fue de él en esos tres años en los que se había esfumado... y ahora, ahora no tenían nada. Suspiró agotada—. Vuelvan a sus casas, ya veré como seguir esto. Ambos deben descansar; y tú volver con tu familia.

—Entendido —dijo—. Usted también, jefa. Cambio y fuera. —Y con un chirrido de estática la comunicación se cortó.

Judy cerró los ojos y dejó escapar el aire con lentitud, tenía que encontrar por dónde empezar a moverse, no tenía nada que le dijera los objetivos de Alastor, o bueno, nada claro en cuanto a lo que tenía planeado hacer. Para ella era obvio que él iba a hacer algo para disminuir la población o algo por el estilo, pero no tenía claro de qué manera; la lista era infinita, todas de una manera peor que la otra.

Varios golpes suaves provinieron de su puerta, abrió los ojos y musitó un apagado «adelante». La puerta se abrió y un lobo gris de ojos oscuros entró, levantó la mirada de unas carpetas y caminó hasta ella.

—Jefa —dijo Samuel, colocándolas en el escritorio—, aquí están los informes redactados de los ladrones atrapados hoy, solo fírmelos y... ¿está bien?

Judy asintió, lánguida, frotándose el rostro para recuperarse del enorme cansancio que tenía.

—Sí, sí, Samuel —respondió—; ya los firmo.

Cuando fue a tomar las carpetas, él las apartó. Ella alzó la vista y notó que el lobo la veía de la misma forma que los últimos días, como reprendiéndola sin hacerlo realmente.

—Judy... —Su tono era como siempre en esos casos, parecía un padre o un hermano mayor—... Vete.

—No. —Estiró la pata para que le diera las carpetas—. Ahora dame los informes.

—Judy, vete a casa, son las... —Miró el reloj en su muñeca—... son las nueve de la noche.

—¿Y qué tiene? —replicó—. Tengo que averiguar lo que planeaba Inval, la Alcaldía está sobre mí.

Samuel se colocó las carpetas bajo el brazo, dio media vuelta y comenzó a ir hacia la puerta.

—Samuel...

—De nada nos sirve una jefa cansada, Judy —aseveró el lobo—. Si tú no estás en óptimas condiciones, la jefatura será un reflejo tuyo. Ahora hazte un favor y ve a tu casa, convive con tu familia, ¿no me dijiste que tu hijo el vago pintó un cuadro para un concurso? Ve y celébralo.

Judy formó una sonrisa.

—Jason no es un vago, Samuel —rió—, solo tiene once años. A esa edad es... no problemático. Sí. Eso.

Samuel sonrió y rodó los ojos en broma.

—Ajá, claro. Pero en cualquier caso, ¿no se supone que deberías estar en donde sea que juzguen eso?

—¿Y dejar la jefatura sola?

Él se llevó una pata al pecho, fingiendo indignación.

—Me ofendes, querida. —Hizo una pausa y un gesto vago con la pata—. Ahora, vamos, vete.

—Los folios, Samuel.

—No. —Abrió la puerta—. Deberías agradecerme, yo hago de terapeuta gratis; ¿cuánto te cobraría un profesional?

—¿Puedo suspenderte si no me los das, sabes?

—¡Ja! Yo no caigo en esas, mi estimada. —Sonrió—. No lo logra ni Ben que es mi novio, dudo que tú lo hagas. Ahora, si me permites, dejaré estos informes en, valga la redundancia, informes. —Abrió la puerta y salió.

Judy bufó en el escritorio y todo lo que estaba pensando sobre Alastor parecía muy lejano, sonrió a pesar del panorama que tenía con respecto al caso, Samuel siempre tenía ese extraño efecto en la gente que conocía. Era... era como un segundo Ben. Se encogió de hombros bajándose de la silla. Tal vez es eso mismo, pensó, algo de Ben se le tuvo que haber pegado.

Y mientras salía de su oficina rumbo a su casa se preguntaba si a ella se le habrá pegado algo de la personalidad de Nick.



290 horas para El Renacer.

Su nueva casa era en Sabana Central, al igual que la última, solo que esta era más grande. ¿Y cómo no serlo? Ahora no eran solo dos, eran cuatro.

Todavía recordaba ese día como si fuera ayer. Dos meses después de la ida a Burrows en año nuevo, Jeannette se había decidido al fin (luego de sutiles indirectas que él le mandaba) a adoptar cachorros. Había tantos y de todas las especies que si hubiera sido por él se los hubiera llevado todos, pero obviamente Jeannette no lo iba a dejar, de habérselo permitido hubieran necesitado una mansión o una granja de cientos de hectáreas para vivir todos juntos. El plan era escoger uno cada uno de la especie que quisieran, y Dan no tenía duda alguna que quería una hiena.

Escogió una hiena de dos años que, a ojos de él, era la copia exacta de Jeannette: una hiena rayada de ojos azules, mas no de un azul tan claro como el de ella que parecía hielo, sino un azul cielo, aunque algo más oscuro. Y ella había escogido un zorro ártico de tres años, de ojos lila y que se mostraba algo tímido con él.

—¿Por qué ártico? —le había preguntado a Jeannette, el pequeño estaba tras de ella mirándolo como pensando si debía salir o no, y él tenía a la pequeña hiena en brazos, se había quedado dormida. Le sonrió al pequeño—. Hola, campeón —dijo, y él pequeño se escondió más en Jeannette.

—No lo sé —había respondido ella—, solo me gustó y ya.

—Ya. ¿Cómo se llama?

—Alan.

—Alan, ¿qué?

—La cuidadora dijo que no tienen segundo nombre, de hecho, ninguno de los niños lo tiene; solo el primero.

—¿Qué nombre le colocarías de segundo? Digo, si él quiere. —Inclinó la cabeza y miró al zorro—. ¿Quieres?

Alan se mantuvo apenas asomando un poco la mirada. Dan miró a Jeannette como preguntándole por qué era tan tímido y ella se encogió de hombros; movió la pata y la colocó sobre la cabeza del pequeño, revolviéndole un poco el pelaje.

—Ya lo hablé con él, dice que Jeremias está bien.

—¿Jeremias? ¿Es que quieres que el pobre sea viejo antes de tiempo? —bromeó—. Tienes que elegir un nombre como el segundo que le puse a ella. —Apuntó a la hienita que dormía en su hombro.

Jeannette lo miró inexpresiva, pero en ese azul hielo había un destello de diversión.

—¿Y cómo es?

—Isabel Agatha —respondió hinchando el pecho. Jeannette abrió los ojos de la impresión y se llevó una pata a la boca, ahogando una exclamación. No era para menos, él muy bien sabía que se pondría así cuando oyera el nombre de su madre—. ¿A que no es lo mejor que has oído? Isabel Agatha Van der Welk. Perfecto. —Rió y la pequeña se despertó en su hombro, Dan la miró y le hizo cosquillas; esta rió—. Eso Isa, ríe, así tu madre aprenderá cómo hacerlo.

Jeannette le dio un golpe, medio en broma, medio en serio, en el hombro.

—¿Qué van a pensar los niños, mocoso? —se quejó ella, aunque tenía una semisonrisa en el rostro—. Van a creer que los adoptaron un par de locos.

—No está muy lejos de la realidad, solecito —gorjeó Dan, encogiéndose de hombros.

—Idiota —murmuró ella, tomando de la pata a Alan para irse.

—Pero soy tu idiota... —repuso, y con su pata libre apunto al anillo que tenía en el dedo de la pata con que cargaba a Isa—... ¡por siempre!

La sonrisa que se le formó a Jeannette fue completa.

El sonido de el freno de mano y la palanca de cambios de la patrulla sacó a Dan de sus recuerdos. Lune había frenado frente a su casa y fijó sus ojos azul oscuro en él, sonrió con cansancio y se despidió de él. Dan se bajó, se despidió con un ademán de la pata y entró a la casa.

Su nueva casa no era muy diferente de la anterior, lo único distinto era que tenía en el piso superior, un cuarto extra. Ambos, luego de haber planeado que iban a adoptar a dos, decidieron escoger una casa parecida a la anterior, y esta era perfecta. Dos habitaciones espaciosas para los pequeños, una grande para ambos, un estudio que tanto Jeannette como Dan compartían independientemente de sus oficios, una terraza y una sala espaciosa. Apenas cerró la puerta escuchó unos pasos acelerados bajando por la escalera y en pocos segundos una hienita de cinco años se precipitaba corriendo hacia él.

Dan se agachó y abrió los brazos con una sonrisa. Ella apenas llegó saltó hacia él y lo abrazó con fuerza.

—Hola, Isa —saludó Dan.

—Hola, papá.

Tres años.

Tres años desde que la adoptaron y aún le daba cosita cuando lo llamaba así. Había veces que se preguntaba si su madre habría sentido lo mismo cuando él lo hacía.

—¿Y tu hermano? —preguntó.

Ella se enganchó a él como un broche a una carpeta.

—Con mamá —dijo y alzó la mirada, tenía una sonrisa en el rostro, haciéndole brillas los ojos azules.

—¿Y mamá? —Dan dejó su cinturón con la radio, el arma y el arma de choques eléctricos en el estante junto a la puerta, lo suficientemente alto para que los pequeños no lo alcanzaran.

—En el estudio, esperándote para cenar.

Dan asintió y se subió a Isa a los hombros, ella se agarró a sus orejas y con una risa se sostenía, mientas Dan caminaba hacia el estudio. Una vez frente a la puerta de madera tomó el pomo y abrió, entró agachándose un poco para que Isabela no se golpeara con el borde.

El estudio era un choque, literalmente, entre dos oficios. Administradora y policía. Había un escritorio de madera pulida en el centro del mismo, que marcaba la especie de división, a la derecha, unos estantes repletos de libros de contaduría, administración de empresas, comercio y contabilidad; y a la izquierda, folios, carpetas, libros de criminología, psiquis criminal e investigación de escenas del crimen. Sonrió. Pese a que el estudio era, en cierta medida, un caos; era su caos, de ambos.

Jeannette estaba sentada tras el escritorio, llevaba una blusa negra y unos vaqueros grises, y unas delicadas gafas, mientras firmaba como un rayo varios documentos. Alan estaba a su lado, mirándola con detenimiento, como si eso fuera lo más interesante del mundo, e iba con un short negro y una camiseta azul, que resaltaba aún más su blanco pelaje.

Dan carraspeó.

—Hola —dijo.

Jeannette y Alan alzaron la mirada al mismo tiempo, sacándole una risa a Dan. Ella se quitó las gafas y fijó sus ojos azul hielo en él, mientras que el pequeño se levantó y fue a darle un abrazo. Dan lo correspondió y le frotó el pelaje del cabello con cariño; acto seguido él se lo acomodó. Alan, a sus seis años, no le gustaban mucho las muestras de afecto, sumado a que no era muy dado a darlas, aunque eso no significaba que no los quería. Él era como Jeannette, muy suyo, pero cariñoso en el fondo.

Eran iguales.

Jeannette se levantó y fue con él.

—Hola, Dan —saludó y le dio un rápido pico.

Isa rió y le puso una pata en el ojo a Dan.

—Mamá —sonrió—, frente a nosotros no.

Jeannette sonrió y bajó a Isa de los hombros de Dan, colocándola en el suelo. Una vez en este, le tocó la nariz con cariño.

—Cuando tengas novio, lo entenderás —dijo—. Mira a tu hermano, a él no le molesta.

Alan pasaba la vista de Dan a Jeannette.

—Para nada —dijo, inclinando la cabeza hacia un lado, como un pajarito—, porque no entiendo el sentido de eso.

Dan sonrió y se agachó a su altura.

—Lo mismo va para ti, jovencito. —Le revolvió el pelaje—. Algún día lo entenderás.—Se volvió hacia Isa—. Tu no, Isa, tu seguirás sola. Ningún macho será suficiente para ti.

—¡Dan —exclamó Jeannette—, ¿qué clase de padre eres?!

Él rió.

—Uno muy normal.

Ella hizo un gesto vago con la pata para dejar el asunto de lado.

—Ahora mis criaturitas del mal, vayan a la mesa, cenaremos dentro de poco. —Y acto seguido tanto Isa como Alan salieron del estudio rumbo al comedor.

Dan se irguió y notó que Jeannette se veía cansada y empezaba a notársele algunas ojeras bajo el pelaje. Su sonrisa pasó a una línea preocupada en el rostro, le tomó la pata y con la otra le pasó un pulgar por el rostro a ella.

—¿Qué sucede, solecito? —quiso saber.

Ella lo miró, inexpresiva, como siempre que no quería exteriorizar lo que sentía o tenía. Sin embargo, Dan estaba tan acostumbrado a ella que notaba los pequeños destellos en el brillo de sus ojos y lo que significaban, así como también el imperceptible lenguaje corporal.

—Nada. —Sacudió la cabeza—. No te preocupes. Vamos a comer —dijo y se soltó del agarre de él

—Jenny... —Ella se detuvo en seco y movió una oreja, él reconoció ese gesto: molestia. Le molestaba que la llamara Jenny. Dan la abrazó por la espalda, casi podía llegar a su hombro. «Estúpida diferencia de tamaño que me arruina el momento»—. Sabes que no me puedes mentir; lo noto. ¿Qué pasa? Dime.

Ella suspiró y entrelazó sus patas a nivel de su cintura.

—Problemas en el banco —respondió—, no hay ingresos. La Alcaldía está gastando el presupuesto de la ciudad para lograr abastecerla mientras nosotros nos las arreglamos como podemos. ¿De qué sirve abastecerla de lo básico si no hay dinero para que los animales saquen?

—¿El banco peligra?

—No. Aún no. Pero si esto sigue así un año más nos veremos en quiebra, he podido mantenerlo durante un año con los fondos que teníamos, pero se nos acaba el papel moneda. —Dan apretó el agarre en la cintura de ella—. No quiero perder el banco de mi padre, es... es lo único que tengo de él.

—Ya, solecito, tranquila —la calmó—; ya podrás arreglártelas. Solo... solo no intentes hacerlo todo tu sola. Tienes a los que están a tu cargo, y a mí. —Sonrió—. No te olvides de mí. Yo podría hacer algo para recoger fondos, imagina cuantas hembras matarían por ver un striptease mío —bromeó—. Nos haríamos millonarios.

Ella tomó una pata de su cintura y la apretó, para luego llevarla a sus labios y darle un beso en el dorso.

—¿Qué haría sin ti, mocoso? —musitó—. Gracias.

Dan la soltó y se colocó al frente de ella, sonrió.

—Para eso estoy, solecito. —Alzó un dedo, sin que se le borrara la sonrisa—. Y como bono, yo haré la cena de hoy.

—Que sea comestible esta vez, por favor —sonrió.

—Hiena de poca fe, ¿cuándo he hecho algo que sea malo?

Ella arqueó una ceja como diciendo «¿es enserio?». Dan levantó las patas en señal de rendición.

—Sí, sí, tienes razón, doy asco, pero... —Se volvió hacia la sala y empezó a caminar. Ladeó la cabeza de lado y miró a Jeannette quien estaba parada en el umbral de estudio, se encogió de hombros—... tenemos la pizza. ¿Quién no ama la pizza?



289 horas para El Renacer.

Nick llegó con Jason en hombros y la pintura de este en la pata, seguido de Hazel y Annabeth.

Judy se levantó del sofá y miró a los recién llegados. Nick se percató de que tanto Leo como Luke estaban dormidos en el sofá, quizá esperándolos, y Nico estaba con un libro en sus patas.

—¡No vas a creerlo, zanahorias —exclamó Nick, alegre—; Jason ganó!

Judy sonrió, Nick bajó a Jason al suelo y le entregó el cuadro, el conejo blanco con motes marrones lo tomó y se fue caminando con paso lento hacia su habitación, y antes de entrar en ella dejó la pintura en la entrada del mismo.

Annabeth y Hazel pasaron al lado de Nick y saludaron a Judy con un beso y un abrazo, para despedirse inmediatamente e ir a sus habitaciones a dormir; y no era para menos, eran las once de la noche. Nick fue hasta Judy, se agachó a su altura y le dio un beso.

—¿Sabes que un beso no compensará que hayan llegado a las once, no? —comentó.

Nick sonrió con picardía.

—Podemos aumentar el nivel.

Judy sonrió.

—Zorro astuto. —Negó con la cabeza sin que se le borrara la sonrisa, luego se detuvo y analizó a Nick con la mirada—. Que elegante —dijo—, ¿te vestiste para impresionar?

Él se encogió de hombros con falsa modestia.

—Te responderé eso luego. —Hizo una pausa—. Zanahorias, hubieras visto, el concurso estuvo reñido, y más aún por los jueces.

—¿Por qué? —preguntó ella, el lila de sus ojos parecía brillar como una amatista.

—Primero porque los demás competidores eran igual de buenos que nuestro Jason —enumeró, caminando hacia la habitación, Judy entretanto le dijo a Nico que despertara a Leo y Luke y les dijera que se acostaran—; segundo porque lo veían como menos porque es un conejo, o sea, ¡que seas un conejo no quiere decir que no puedas hacer algo!

—¿Dónde he oído eso? —preguntó Judy, divertida; irguió las orejas—. Ah, claro, de mí misma.

—Es verdad, pelusa, es una de tus frases —reconoció, y luego se llevó un dedo al mentón—. Vaya, ¿quién lo diría? Yo usando tus frases; zanahorias, eres una mala influencia para mí.

—Mira quien vino a hablar —rió ella.

Nick le siguió la risa y entraron a la habitación. Ella se sentó en el borde de la cama, mientras Nick tomaba una percha, se quitaba la chaqueta del smoking y la colgaba en la misma.

—Y tercero —continuó—, el jurado. Veían como por sobre el hombro a Jason, sobre todo ese antílope tan... agh, pero tranquila, pelusa, que cuando Jason ganó, me encargué de restregárselo en el hocico. Ah, sí, y anoté la matrícula de su auto; me encargaré que los de parquímetros le den su peso en multas. —Rió con complicidad y luego de un momento preguntó—: ¿Qué sucedió con Alastor?

La expresión alegre de Judy se disipó en un santiamén, la sonrisa pasó a una línea fina en el rostro y en su frente aparecieron arrugas de preocupación; Nick se detuvo en seco al notarlo, ya sabía lo que venía.

—Lo perdimos —respondió ella, bajando las orejas.

—¿Cómo? —se sorprendió.

—Se suicidó.

—Espera ¿qué? ¿Por qué?

—No lo sé, Nick —suspiró—, y eso es lo que me tiene al borde de una crisis. No sé qué era lo que tenía planeado, qué es lo que iba a hacer; nada. La Alcaldía...

Nick caminó hasta ella, se sentó a su lado en el borde de la cama y le tomó las patas.

—Zanahorias... tranquila —dijo—, hemos estado en peores situaciones que esta: Los Olímpicos, la SPQR. Esto es solo un lobo con complejo de científico loco y ya está. Podremos resolverlo juntos.

Pese a todo, ella logró sonreír.

—Tienes razón, mi torpe zorro. —Tocó con dedos cariñosos el anillo que tenía Nick, de oro, grueso y con una W grabada; él la miró con detenimiento, ese anillo había pasado muchas cosas con ellos: su pérdida, su boda, sus problemas—. Podremos.

—Sí —asintió Nick—, mañana le dices a quienes estuvieron a cargo que te den detalles; por ahora, no pienses en ello, solo relájate.

Nick la besó. No un beso como el de llegada, sino uno con cariño, con amor y plagado de sentimientos, él muy bien sabía que cuando Judy estaba muy inmersa en un caso tendía a pensar mucho las cosas y, a veces, ponerse mal, a tal punto que solo pensaba en resolver ese caso. El de la SPQR fue un gran ejemplo, y aunque lograron resolverlo, en el tortuoso tiempo que duraron sin saber nada sobre sus hijos, Judy estuvo casi sin dormir, sin comer y sin descansar.

No podía darse el lujo de que volviera a repetirse.

Debía apoyarla de cualquier manera.

Debía estar siempre para ella en estas situaciones.

Se separó de ella y sonrió, ella le devolvió la sonrisa.

—¿Recuerdas lo que me preguntaste?

—Sí —respondió Judy.

Nick se acercó aún más, y le pasó una pata por la cintura.

—En eso te equivocaste, zanahorias —le susurró al oído con voz grave—. Yo me desvisto para impresionar.

Ella sonrió y él la volvió a besar.



288 horas para El Renacer.

Un lince de ojos amarillos mantenía la vista fija en un reloj, mientras poco a poco, y con una meticulosidad casi absurda, contaba los segundos faltantes para la media noche.

«Falta poco».

«Ya casi».

«Osiris».

Las voces se oían más fuertes y más seguidas, una sobre otra, como un coro. Era exasperante. Era delirante. Era horrible.

—Cállense —murmuró para sí, molesto—. Cállense de una vez.

«Uno a uno caerán».

«Osiris será la cura».

«Anubis nos salvará».

«Todos son una plaga, y la cura será iniciada».

—¡Cállense! —gritó.

Las voces seguían atormentándolo, hasta el punto que se clavaba sus garras en las muñecas tratando de serenarse, pero el «tic, tac» del reloj en la pared, más el viento de fuera, no contribuían en nada a calmarlo.

Y cuando marcaron las doce, una campana comenzó a sonar.

Las voces ya no se oían una sobre otra. Todas coreaban a la vez un «Sí» tan estruendoso que tuvo que llevarse las patas a los oídos, más aún así, estas no desaparecían. Seguían allí.

Poco a poco se fueron calmando, y él podía sentir como las gotas de sangre de sus muñecas se esparcían por su pelaje o caían al suelo.

Miró el reloj, marcaban las doce y un minuto.

—Comenzó —musitó y luego una risa se escapó de sus labios—. Comenzó la cuenta regresiva...

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