Epílogo
Siete días después de Osiris.
Siete días. Sólo bastaron siete días para que Osiris, el virus resultante de la combinación entre el ebolavirus alterado y el Alphavirus de la vacuna mutable, ambos creados por Alastor Greco Inval, se esparciera a nivel mundial.
Judy, esperando que el nuevo alcalde llegara a la reunión que él mismo organizó, recordó cómo terminó ahí.
Luego de que intentaran con desesperación detener la activación de Osiris, aquel acertijo contra el que batallaron arriesgando sus corazones, exponiéndolos a unos infartos fulminantes por los nervios, en la zona del Centro un edificio fue borrado del mapa con una facilidad aterradora. Las investigaciones realizadas concluyeron que la explosión fue causada por un mecanismo que detonaba una carga explosiva pequeña, pero potente, volando por los aires el edificio y una especie de laboratorio bajo éste.
En el lugar quedó un agujero de cinco metros de ancho por tres de profundidad, tuberías de agua y líneas eléctricas subterráneas quedaron destruidas, lo que causó que una parte del distrito quedara sin agua ni energía. En la investigación del suceso, se hallaron dos cuerpos calcinados e irreconocibles, cuerpos los cuales se identificaron cuando se les hizo la prueba de ADN con la médula espinal. Eran Lune Vicario y Carla Blair.
La prensa se enteró de que varios entes importantes de la ciudad sufrieron ataques informáticos, y a ella le correspondió responder y dar la cara. Otro punto a resaltar fue que en dicho lugar de la explosión había una especie de laboratorio clandestino, aunque elaborado muy al detalle en lo que respectaba al sistema de un tanque de contención de sustancias químicas industriales.
No tuvo que ser una genio, tantos años en la ZPD la curtieron lo suficiente como para atar cabos con rapidez. Ése lugar era el laboratorio de Osiris, ahí se encontraba. Judy se hubiera sentido, al día siguiente de la explosión, cuando lo descubrió, enojada, mal, impotente, sin embargo, tanta agitación por el caso no dio los frutos que esperaba. Estaba agotada física y mentalmente. Era el primer caso a gran escala, como los anteriores, que no pudo ganar.
No obstante, no podía caer.
No por estar triste, un ave dejaba de volar.
Luego llegó el tema preocupante de Osiris. Las horas pasaron. Los días también. Y tres días después, nada ocurría. Osiris había logrado esparcirse, pero nada pasaba, todos seguían vivos. Respirando. Incluso llegó a pensar que el virus se hubo destruido con la explosión.
La verdad le llegó en el quinto día, cuando por primera vez desde que tenía memoria, y estaba segura desde que se fundó BunnyBurrows, pudo observar por una de las copias del diario de las madrigueras que le llegaba diario a casa, para informase de todo, que la población estaba disminuyendo. Sí seguían naciendo conejos, aunque no con la barbárica velocidad de siempre.
Judy en ese momento se quedó pensativa, viendo el encabezado. Era imposible que la población que crecía a ritmos ridículos disminuyera de repente. Así como así. No era normal de ninguna manera, después de todo, los conejos se multiplicaban como... conejos.
Le mostró el periódico a Nick y éste se mostró pensativo, para luego decir en voz alta lo que pensaba. Que no era normal. Aquello le activó de nuevo las alarmas a una Judy que se relajó sólo un poco al no ver los efectos de Osiris, ¿sería que el virus estaba empezando a matar a los conejos?
Salieron de la casa, avisaron a la jefatura que no irían y se dirigieron al laboratorio principal de la ciudad, un enorme edificio blanco hospital, donde se realizaban todo tipo de investigaciones con respecto a enfermedades, virus, y genética. Dentro del edificio, la mayoría de animales iba de un lado a otro, saliendo y entrando de un gran salón. La recepcionista del mismo les pidió que se dirigieran a la sala de espera.
Minutos más tarde, una pequeña comadreja vestida con una bata blanca, con un identificador que rezaba: «M. Zobrist» y con un portapapeles en una pata, cerró la puerta y tomó asiento frente a ellos, con un aspecto tenso.
—Están aquí por el titular, ¿me equivoco? —les preguntó, secándose una gota de sudor. Nick y Judy asintieron—. Yo también me sorprendí por ello, ¡son conejos! Casi que viven para la reproducción. —Ella decidió ignorar el comentario—. Se me ocurrió, al verlo, por decirles a mis animales en Burrows que me trajeran una muestra de sangre de al menos cinco o diez conejos. —Inspiró—. Tengo resultados desconcertantes.
Judy no sabía cómo hacer la pregunta, por lo que fue Nick quien habló.
—¿Qué tipos de resultados?
La comadreja alzó el portapapeles.
—Una especie de virus transmisible por aire, muy contagioso y ridículamente complejo. Verán, oficiales: a diferencia de una bacteria o de un patógeno químico, los virus se transmiten a mucha velocidad, y tienen gran capacidad de penetración en una población. De comportamiento parasitario, los virus entran en los organismos y se adhieren a una célula huésped mediante un proceso llamado adsorción. Entonces inyectan su propio ADN o ARN en la célula para reclutarla y obligarla a reproducir múltiples versiones. Una vez existen suficientes copias, matan la célula y el ciclo se repite.
»Este virus, según lo que hemos logrado investigar desde que tuvimos las muestras, no hace enfermar a los animales, aunque en este momento desconozco qué cause.
—¿No es algo malo? —quiso saber Judy.
El doctor Zobrist se revolvió en su asiento, sin saber cómo hablarles. Suspiró, tal vez pensando que la mejor manera era decirlo de frente.
—No lo sé. Con sólo ver por encima lo que pasa me llega una teoría, pero como especialistas, no podemos suponer. Mi laboratorio necesita un día más para comprobar algunas variables. Como por ejemplo el tiempo de expansión. Han pasado cinco días desde la explosión, y si es un virus, el panorama no es lindo de ver.
—¿Por qué? —inquirió Nick.
—Porque entonces entraría el crecimiento exponencial y ahí el asunto ya sería a nivel estatal, sino es que nacional y mundial. Dense cuenta, el virus se transmite por aire, como ya les dije, ahora consideren esto: animales infectados estornudan y contagian a otros, éstos a su vez contagian a otros hasta que a la larga los turistas y curiosos por el hecho de la explosión se contagien. Los turistas contagiados volverán a sus ciudades y países de origen, ¿cuánto tiempo tomaría para que se hiciera una pandemia mundial? —Suspiró, y la pregunta aleteó como un buitre en el aire—. Oficiales, si han venido a mí, es porque sospechan lo que yo: Osiris es el causante de lo que está pasando en Burrows.
Judy asintió. Nick se mantuvo en silencio, analizando todo. El doctor Zobrist, con la mirada sombría, ante el resultado que los tres ya esperaban, se retiró y les dijo que apenas supiera otra cosa, o confirmara sus sospechas, serían los primeros y tal vez los únicos a los que avisaría.
Al día siguiente, sus peores temores se confirmaron.
Osiris, resultó ser la jugada maestra de Inval.
La jugada final de la partida de ajedrez que el lobo ganó antes de comenzar.
Se realizaron pruebas sanguíneas en los hospitales, con el pretexto de ser algo de rutina, para analizar las muestras. Todos lo tenían. Era una locura. Desde Sabana Central a Distrito Forestal; desde Tundratown a Plaza Sahara; desde el Centro hasta Little Rodentia. Todos y cada uno de los animales lo tenía.
Poseían una copia de Osiris, que era una combinación de un ebolavirus y un Alphavirus.
Logrando que fueran los mosquitos quienes lo propagaran, Inval se aseguró que en varios días, como mínimo, una gran parte de la población de la ciudad, sino es que del mundo, estuviera con el Alphavirus, y una vez lo tuvieran, el ebolavirus modificado haría su debut con su liberación. El truco estaba en que Osiris no funcionaba si los dos no estaban en el mismo cuerpo, y a la larga, por la forma en que se diseminaban (uno por el aire y el otro por mosquitos), Inval garantizó que cada animal tuviera una copia de ambos en su sistema.
La puerta del despacho donde esperaba al nuevo alcalde se abrió y una loba color café capuchino, de ojos grises pero severos, entró, le dio la pata a ella y al doctor Zobrist que estaba sentado a su lado, y tomó asiento en la mesa circular.
—Buenos días —dijo, con voz calmada y un poco nerviosa por su recién adquirido puesto. El alcalde anterior renunció por la presión que los medios ejercieron en él, hostigándolo sobre por qué no pudo prever los hechos que asediaron la ciudad—, mi nombre es Eleanor Fuentes. Alcaldesa designada. Ahora, por favor, póngame al corriente.
Con una breve explicación, la comadreja le dejó los puntos descubiertos. La loba se mantenía con una calma que la hizo recordar a Lourdes.
—¿Me está diciendo que el virus creado por Inval, es un hecho mundial? —preguntó.
—Sería mentir si le digo que no. Hasta qué punto no lo sé, pero no lo dudo —asintió el doctor, y suspiró—. Ya se tiene un pequeño esquema del virus, sólo falta investigar más para desarrollar una posible vacuna, pero en mi entendimiento como genético, es mejor dejar las cosas como están ahora.
—Explíquese.
—Con este virus nadie enferma, nadie sabe que lo porta. Es una enfermedad que, irónicamente, no causa enfermedad alguna. No hay síntomas. Si no fuera por el hecho del índice poblacional y de natalidad de BunnyBurrows que nos alertó, no nos hubiéramos dado cuenta.
—La teoría que manejamos, y la única que tenemos —le siguió Judy—, es que el segundo componente de Osiris, el ebolavirus, se liberó con la explosión. Todos los animales del Centro lo respiraron, se infectaron y se convirtieron en huéspedes sin saberlo. Cómplices que, en su ignorancia, con el pasar de los días fueron transfiriendo la segunda mitad a los demás. Expandiéndose como un incendio forestal.
—¿Y qué nos hace el virus? —quiso saber la alcaldesa.
Ambos, jefa de la policía y especialista, se quedaron un largo rato en silencio.
—Osiris tiene la capacidad de volver el cuerpo infértil. —Zobrist se removió incómodo en la silla—. Alastor Inval creó una plaga que causa infertilidad. La combinación del ebolavirus y el Alphavirus dan como resultado un vector viral capaz de alterar el genoma de quien ataca, de su huésped.
—¿Eso siquiera es posible? —exclamó Eleanor, pasándose una pata por la frente—. Conozco de virus que pueden causar esterilidad, pero un patógeno transmisible por aire altamente contagioso que pueda hacerlo mediante alteración genética me parece algo de otro mundo. —Se quedó callada un rato—. Un momento, si el virus hace a todos infértiles, ¿eso no llevará a una extinción total?
—Inval fue astuto. —Judy tuvo que reconocérselo a Inval—. Usted tiene razón, alcaldesa, sin embargo, su objetivo no era la extinción. Irónicamente, Inval quería salvarnos. Mi hijo, del departamento de criptografía, fue designado a investigar y seguir a Alastor por sus aseveraciones de que haría lo imposible para cambiar el mundo. Puesto que nadie lo tomaba enserio cuando advirtió sobre que si seguíamos así, moriríamos. Y si lo analizamos al detalle, tenía una razón aplastante.
—Inval creó un virus que se activa aleatoriamente —continuó la comadreja—. Busca unos parámetros y si el huésped los cumple, se activa y lo esteriliza alterando su genoma. En otras palabras, todos son portadores, pero sólo causa esterilidad en un porcentaje de la población.
—¿Qué porcentaje? —La tensión que tenía Eleanor se redujo un poco.
—Un tercio de la ciudad, según las investigaciones.
—Inval creó Osiris como un catalizador para la renovación mundial, un renacimiento mundial. Así como la Peste Negra dio el paso al Renacimiento en la antigüedad, Inval será el causante de que un tercio de la población sea infértil. Como la Peste redujo la población en un arco que pudo recuperarse con el pasar de los siglos, Inval creó una solución a largo plazo, permanente.
—¡Eso es terrorismo genético! —se exaltó la alcaldesa—. ¡Cambia lo que somos y hemos sido siempre al nivel más fundamental!
—Quizá él no lo veía así —repuso Judy—. Sólo debemos meditar un poco. Somos unas especies inteligentes que destruyen todo lo que tocan, incluido a nosotros mismos. Podemos hacer cosas increíbles, pero no podemos controlar nuestro número, por más educación que implantemos. Somos por y para el sexo, para la reproducción. Todo a la larga hace daño, y nacimientos sin control, nos llevó a donde estamos ahora. Inval nos ha rediseñado a su antojo para salvarnos, transformándonos en una población menos fértil.
—Lo más aterrador de todo, alcaldesa —prosiguió el doctor, con los hombros caídos—, no es que Osiris cause esterilidad, sino que tenga la capacidad de hacerlo. Un vector viral transmisible por aire es un importante salto cuantitativo, un adelanto de muchos años. Inval estaba varios pasos delante de nosotros, salió de nuestro esquema genético y vislumbró el futuro. Es una clave para salvarnos, pero los dioses nos apiaden, si esa clave cae en manos equivocadas. Aquella tecnología no debió nunca haber sido creada.
La loba parecía cargar en su espalda una tonelada de peso, y Judy lo comprendía. Aquel peso también lo cargaba ella. No sólo por saber aquella información que sacudiría al mundo entero cuando fuera divulgada, si es que se decidía hacerlo, sino porque todo parecía sacado de los sueños más disparatados e inverosímiles.
Judy no era una ingeniera genética como Inval o el doctor Zobrist a su lado, sin embargo, sabía que había lógica en todo ello. Una muy siniestra. Si una ligera copia extra en el cromosoma veintiuno causaba el Down, no podía imaginar qué cambió habría hecho Inval para dejar estéril a un tercio de la población.
—¿No hay manera de revertirlo? —preguntó la alcaldesa.
—Eso puede llevar años —respondió el doctor—. El código genético contiene un laberinto aparentemente infinito de permutaciones químicas. Examinarlo por completo para encontrar la alteración específica de Inval es como buscar una aguja en un pajar sin saber en qué planeta se encuentra.
Judy se puso de pie, no tenía nada que agregar ahí. Ya sería cuestión de la alcaldesa decidir qué hacer.
—¿Se ha dado cuenta alguna organización más? —preguntó la loba.
—No —respondió la comadreja—. Y dudo que lo hagan. Si con la tecnología de mi laboratorio fue complicado darse cuenta, los demás no lo notarán... espero. Aunque la OMS es más susceptible, ella sí lo notará.
Un silencio muy largo.
—Piense bien qué hacer, alcaldesa —comentó Judy, en el umbral de la puerta del despacho. Sólo quería irse a casa y descansar, por hoy no iría a la ZPD—, pero no se aísle de los demás, como hizo Inval.
La loba bajó la mirada un poco y buscó los lilas de ella.
—Nada de lo que sabemos saldrá de aquí —aseveró con firmeza—. La prioridad es la ciudad. Si esto se sabe, el caos se desatará. Y no pienso permitir que otra cosa así suceda en mi mandato.
—Alcaldesa —dijo la coneja con una sonrisa, antes de salir—, no se fie mucho de ello. En Zootopia todos pueden ser lo que quieran, e Inval quiso jugar a ser un dios, ¿qué le impediría a otro animal poner en jaque a la ciudad?
Nueve días después de Osiris.
En el Hospital Militar, Dan irguió la cabeza de golpe cuando escuchó la puerta abrirse. Se encontraba en la unidad donde estaban cuidando de Alan e Isa. Había llegado hacía menos de una hora, y como era demasiado temprano, el sueño le ganó la carrera, quedando dormido sobre el pequeño sofá que había al frente de las dos camillas, pegado a la pared.
Parpadeó para enfocar la vista y encontró a Jeannette, quien entraba con su semblante de hielo, ocultando cualquier emoción que pudiera tener dentro. Con un levantar de cejas le preguntó cómo estaban los pequeños, y Dan respondió alzando un poco los hombros.
No empeoraban, pero seguían igual.
Jeannette caminó hasta el sofá y tomó asiento, con el mismo porte orgulloso de siempre, y una vez estuvo cómoda, Dan pudo ver cómo aquella coraza de hielo se resquebrajaba, dejando ver a una hiena agotada mentalmente. Él no tenía idea de qué debería pasar por su mente, si por su parte levantarse cada mañana era algo muy difícil, para ir al hospital y checar a los pequeños. Varias veces le pasó por la mente que pudo haberlos salvado, si tan sólo los hubiera llevado él.
Ella se recostó y colocó los brazos sobre el espaldar, llevó su cabeza hacia atrás y suspiró con fuerza.
—¿Qué sucede, Mocoso? —preguntó.
—Nada.
—Claro... —Volvió la cabeza, aún reposada en el espaldar—. ¿Me vas decir o tengo que sacártelo?
Dan suspiró, rendido, no podía ocultarle nada.
—Estoy pensando —dijo.
—¿En qué?
—En ellos. —Apuntó con sus labios a sus hijos, conectados a los electrodos que les medían sus ritmos cardíacos—. En que pudimos haber evitado eso.
—Pero pasó. —Jeannette se irguió y, sentada, lo miró. Dan podía sentir cómo esos ojos color hielo le calaban dentro—. Eso no lo puedes cambiar. Y créeme que es algo que quiero. Me duele tanto como a ti verlos ahí.
—Jenny —comenzó Dan, y ella movió las orejas. Sólo la llamaba así cuando era importante—, he pensado... ya sabes, con la explosión del centro y el saber que algo tuvo que liberarse, siento que debo estar más con ellos. He pensado en retirarme para...
—No. —Claro y conciso—. ¿Vas a pensar en retirarte sólo por esto? —preguntó frunciendo un poco el seño—. No sabía que eras tan débil. —Lo miró con seriedad, dejando traslucir la molestia que tenía. Dan tragó grueso, si sabía una cosa, era que Jeannette enojada era especialmente peligrosa—. Pensé que estaba casada con alguien capaz de soportar muchas cosas.
—¡Estás hablando de nuestros hijos, Jeannette! —soltó—. ¡Mira cómo quedaron! ¿Crees que es fácil para mí saber que si sigo siendo policía, podrían volver a atacarlos?
—¿Y qué importa? —preguntó, con una frialdad hiriente.
—¡Son nuestros hijos!
—Lo sé, Daniel. —El zorro se quedó en un mutismo sobrenatural, sabía que venía algo que o lo destruiría o lo levantaría—. Son nuestros hijos. Sé que quieres protegerlos, pero no por ello vas a dejar de ser lo que eres.
—¿Y qué soy?
Jeannette le pasó un brazo por los hombros y con la otra pata le apretó las mejillas, haciéndola verle.
—Respóndemelo tú —dijo—. ¿Qué eres?
Pregunta difícil. Si se la hubieran hecho antes de que sus pequeños resultaran heridos, hubiera dicho que un feliz oficial de policía. Ahora, en cambio, sólo se sentía como un fracasado que no pudo ni siquiera proteger a su familia, ni resolver el caso al que fue asignado. No pudo prever a Inval, no pudo detener lo que sea que hiciera Osiris. Uno que tampoco pudo comprender y ayudar a su compañera, que terminó muriendo sin remedio. Aún se sentía mal por ello; nunca le preguntó a Lune cómo se sentía, qué le pasaba, sino sólo daba por sentado que ella estaba bien. Su muerte le afectó incluso más que a la misma jefatura, porque ella era una de los pocos animales que dejaba de lado la especie de traición que le hizo a la ZPD para apoyar a Jeannette, y no lo juzgó por ello. Inspiró profundo cuando fue a responder, sin embargo, la mirada de Jeannette era potente.
«Más te vale decir lo que sabes que quieres decir», parecía decirle.
Suspiró, tratando de recomponerse. Ladeó la mirada, observando a sus pequeños, y volvió a los azules hielo de la hiena. Se apretó la pata en la que tenía la argolla de casado. Entonces lo entendió. ¿Así que así se sentía perder por primera vez? ¿Aspirar a algo alto y caer? Le sostuvo la mirada a Jeannette, preguntándose cuántas veces tuvo que pasar por ello cuando intentó darle caza a Belona por tantos años. ¿Cuántas veces tuvo que caer y comenzar de nuevo?
Comparado con ella, lo que le pasaba no era muy grave. Podría sobreponerse. Podía y debía, más que todo. No sólo por él, sino por Alan e Isa.
Sonrió.
—Tu mocoso —dijo, y ella sonrió.
Ahí estaba de nuevo, aquella sonrisa que lo tenía prendido como una polilla a la luz. Ya iban tres años con ella y no podía dejar de sentirse casi ingrávido al ver aquellas sonrisas que, aunque escasas, eran un rayo de luz.
Jeannette le soltó las mejillas, le apartó el brazo de los hombros y se levantó, dirigiéndose a la puerta. Descolocado, esperando un beso, Dan preguntó:
—¿Y mi beso?
—¿Qué beso? —preguntó, un poco risueña—. Yo no dije nada de un beso. Sólo quería saber si ibas a ser tan débil como para derrumbarte o lo suficientemente fuerte como para reponerte. —Se encogió de hombros—. Fue lo segundo.
—¿Sabes, Solecito? En estos momentos lo más adecuado es un beso. Ya sabes, yo triste, tú alentándome y luego un beso para cerrar el trato. Es lo justo.
—¿Quién dijo que yo soy justa? —Abrió la puerta y salió.
Negando con una sonrisa, Dan se levantó, salió y la arrinconó contra una pared, para luego de que confirmara no había enfermeras a la vista, besarla con ganas.
Doce días después de Osiris.
James no se había apartado del lado de Rachel desde que su madre le contó sobre lo que era Osiris en realidad.
—James Piberius —le había dicho su madre, con un tono sin lugar a réplicas y con la tácita amenaza de que más le valía hacerle caso. Por su bien—, te lo digo por el hecho de que Rachel está embarazada, así que más te vale no revelarlo a otro animal. —Ella había inspirado—. El virus en Rachel está, mas no activo. No perderá a la criatura, pero igual no quiero que la dejes sin vigilancia.
Y eso había hecho. James ese mismo día se llevó una colcha al hospital y gracias a su madre y alguna palabrería que le dijera al hospital, éste le permitió quedarse en el cuarto de Rachel, que había sido traslada a una habitación simple, puesto que estaba mejorando.
Él afrontaba dos problemas graves. Primero, que a Rachel le habían colocado una especie de enjambre metálico en el rostro, como una muy mala ortodoncia, para fijarle la mandíbula y permitir que el hueso suelde, por lo que cuando despertó, no podía hablar. Segundo, y más duro, explicarle la muerte de Lourdes.
Le había pedido a su madre traer una tableta de su casa, dándole las llaves del departamento de ambos e indicándole dónde buscar. Ya se esperaba los comentarios de su padre cuando ambos se recuperaran, sobre el cuarto que ya le tenían a Paul.
Cuando le contó a Rachel sobre que Lourdes murió, pero se cargó a quien la había dejado así, en el hospital, él esperó otra reacción que no fuera esa. Esperó que llorara, que lo negara o que simplemente se enojara y le pidiera un abrazo. Pero no. Su novia terminó siendo un Finnick dos.
Para su extraña suerte.
Rachel suspiró con fuerza, moviendo las aletas de la nariz, y se pasó una pata por el rostro, hasta donde el amasijo metálico se lo permitió. Cuando él le preguntó por qué no lloraba, ella simplemente, con un intento de sonrisa, escribió en la tableta.
Porque era mamá, después de todo.
—No entiendo —le dijo.
Mamá no era un animal de quedarse viendo, James, escribió ella en la tableta, con una sonrisa un poco pesada y que le costaba formar. ¿Recuerdas cuando me ayudaste a volver a Zootopia?
Asintió.
—¿Cómo olvidarlo?
Bueno, por eso mismo. Ella decidió no presentar pelea al grupo que nos secuestró y que la retuvo contra su voluntad sólo para que no nos hicieran daño. Ella no era un animal de esperar, sino de hacer las cosas por su propia pata. Se tomó un rato antes de seguir; respiró profundo. No me sorprende que haya ido por quien me hizo esto, sino el que hubiera muerto. Eso quiere decir que con quien peleó era lo suficientemente habilidosa como para hacerle frente.
Rachel no escribió más, dejó la tableta sobre la camilla y colocó una pata sobre la otra, apretándoselas. James suspiró como si viera a un cachorro pequeño. Se levantó de la colcha en el suelo y como pudo, se subió en la camilla. Se sentó a horcajadas sobre ella, cuidando de no hacerle presión en la cintura, afincando su peso en sus propias rodillas.
Se inclinó y sin dejarla reaccionar le pasó los brazos por la espalda. La abrazó con suavidad, aunque con una fuerza implícita en sus gestos. El mensaje era claro: no tienes que mentirte.
Podría ser un poco como Finnick, y era comprensible pues es su hija, pero no podía engañarlo. Sus ojos lo decían todo. Aquel brillo lila opaco, adolorido, la delataba. El amasijo metálico que tenía le dificultó abrazarla, no obstante, logró que la frente de Rachel reposara en su hombro.
Y luego la sintió lagrimear. Con un suspiro entre divertido y comprensivo, complacido por saber tocar el punto exacto para evitar que se reservara cómo se sentía, James esperó el tiempo que hiciera falta hasta que ella se detuviera y derramara hasta la última gota.
Trece días después de Osiris.
—No estoy inválido o parapléjico. Lo sabes, ¿cierto?
—Sólo mantente acostado —le respondió—, el doctor nos dijo que deberías evitar toda la luz posible.
—Sigo sin entender qué tiene que ver la luz con que esté todo el día en cama.
—No es necesario que lo entiendas; yo lo entiendo, es lo que importa.
—Eso es una dictadura —refunfuñó, harto de estar ya más de trece días en cama.
Benjamín sonrió y salió de la habitación, que parecía más bien una cueva de algún vampiro en conversión. El ventanal de la habitación de ambos estaba cubierto con una gruesa manta de las que usaban para su cama, bloqueando así la luz del sol que pudiera entrar por ella. Y como ambos tenían en el cuarto un interruptor graduable para la luz, éste estaba al mínimo, apenas lo suficiente como para ver y no matarse en el proceso de entrar y andar por el lugar.
Samuel se levantó y entró al baño de la habitación principal, fue a prender la luz y ésta no encendió, sólo un seco clack, cuando presionó el interruptor. Alzó la mirada y vio que no había foco.
—Por los dioses, Ben —murmuró para sí—, esto es exagerado. Estoy quemado, no soy un vampiro.
Bufó y abrió el grifo, para lavarse los dientes ahora que podía. Sus ojos pasaron por el espejo un momento y captaron su reflejo, en esos momentos su visión nocturna le venía mal, porque lo dejaban apreciar las especies de cicatrices que tenía. «Al menos puedo verme», pensó. Recordó con irritación todo el proceso para poder curarse. En la sala de Emergencias no fueron muy cuidadosos con él, sino que lo lanzaron a una camilla y lo llevaron con un Cirujano Plástico, nada más para que le dijera lo evidente.
—Es una quemadura de segundo grado.
Algo que, sin ser médico, lo sabía por el ridículo dolor que tenía. Para cereza del pastel, al limpiar la zona, lo hicieron a las prisas, sin tener en cuenta de que era un ser vivo que tenía un sistema nervioso que captaba los estímulos dolorosos. Sólo empezaron a frotarle gasas humedecidas para despegar los pequeños puntitos de pelaje quemado o piel chamuscada que pudiera impedir el crecimiento de nueva piel.
Después le colocaron una especie de parches que tenían un gel o gelatina que según el doctor «le ayudaría a cicatrizar mejor», pero lo único que hizo fue darle un comezón del demonio y hacerlo parecer una momia con los vendajes que le colocaron. Su calvario terminó una semana después, cuando en una nueva ida(visita), se los quitaron y les pusieron unos más finos, y sin vendajes.
Ahora, frente al espejo, de los cinco parches en zonas especificas que le habían puesto, sólo le quedaban dos. Los demás se habían caído solos y dejado una zona de un color rosa melocotón, con puntitos marrones que era del pelaje que estaba creciendo.
Se lavó los dientes y volvió a la cama, envolviéndose cual gusano que va a hacer su transformación en las mantas que lo cubrían. Se sentía extraño no hacer nada. Samuel era un animal de movimiento, de estar siempre haciendo algo, y estar de reposo le sentaba más mal que bien.
Tomó el control, sincronizó la TV y el móvil con Zooflix y empezó a otear la lista a ver qué conseguía. Hasta el mismo televisor estaba con el brillo en mínimo. Terminó dándole una oportunidad a una serie de fantasía moderna.
La puerta se abrió y Ben entró sosteniendo una bandeja con dos platos que tenían dos torretas de seis hotcakes cada uno, y sendos vasos de chocolate caliente humeante; en la misma bandeja había algo que no logró identificar, porque las chiribitas que le causó el brillo de la luz al entrar en la habitación le impidieron enfocar.
El guepardo llegó a su lado y se sentó en la enorme cama, colocando con cuidado la bandeja. Se acostó a su lado, apoyando la espalda contra la cabecera y bostezó.
—¿Qué estás viendo? —le preguntó, apuntando a la TV.
Samuel titubeaba si mirar a Ben o a los hotcakes que le imploraban se los comiera.
—¿Y eso? —logró preguntar.
—¿Esto? —Benjamín señaló la bandeja—. Era el desayuno, pero como pues no estás enfermo, me los comeré yo. Creo que podré con ambas.
Una sonrisa divertida le surcó el rostro al lobo.
—Esto es extorsión, ¿lo sabías? No puedes aparecerte con hotcakes y esperar que no me los coma.
—¿Lo es? —sonrió él. Demonios, no sabía si enfadarse con Ben o sólo reírse del hecho de que lo tuviera en la palma de su pata con sólo comida—. Ya, Sam, obvio que es para ambos. Ahora —añadió, colocando la bandeja entre los dos para comer sin tener que moverse mucho—, ¿qué ves? ¿Esa no es Shadowhunters?
—No lo sé. —Se encogió de hombros, tomó uno y se percató de que estaban rellenos de chocolate. «Si sigo así me dará diabetes.»—. Nada más la puse y ya.
Reparó en que en la bandeja, junto a las tazas humeantes, había un potecito de crema chantillí. La tomó y colocó una generosa cantidad en la porción que comía.
—No la gastes toda, Sam —comentó Ben, antes de darle un mordisco a otro hotcake.
—¿Por qué? —se extrañó el lobo, hablando con la boca llena—. ¿Es para los hotcakes, no?
—No exactamente.
Mientras tragaba, Samuel ladeó la cabeza y bajó una oreja, confundido. Captó una leve sonrisa que se escapaba por entre la taza mientras Ben bebía y entonces comprendió.
Se ahogó y comenzó a toser con fuerza, empeñado en terminar lo más pronto posible.
Quince días luego de Osiris.
Meloney trataba de hacer que Jaune se durmiera, sin éxito alguno. Ya de por sí era muy raro que pocas veces el pequeño llorase, lo que para ambas era un regalo, ni Meloney ni Sabrina sabían cómo aplacar a un pequeño que llorase, pero estaba el hecho de que Jaune no se dormía con facilidad. Aquel pequeño ceño fruncido la miraba y sus ojitos la seguían de un lado a otro, mientras lo dejó en el sofá e iba por Sabrina.
—Por favor, Sissy —le suplicó—, llevo casi un día sin dormir. Quiero tirarme en la cama e hibernar, no sabes cómo envidio a los osos por ello, pero Jaune no me colabora.
Sabrina alzó una pata, mostrando la palma.
—Ya viene tu salvación —sonrió—.Abre bien los ojos y mira cómo se hace.
La vulpina suspiró aliviada, sintiendo en la espalda y nuca el susurro de Morfeo, alentándola a irse a dormir. Y no es que no quisiera, sino qué tipo de madre sería si sólo se fuera a dormir sin constatar que su hijo lo estuviera antes.
Le parecía increíble cómo en tan pocos días el tema de Osiris ya no estaba en su mente, agobiándola. Su ser se había centrado en una sola cosa: su familia. Sabrina y Jaune. Decidió que no se perdería el ver crecer al pequeño tigre o tener que perderse de algún buen momento con ambos por el trabajo, por lo que le pidió a la CIA que la reasignaran, o en su defecto, permitirle trabajar desde casa. Aún no había recibido respuesta.
Sabrina cargó a Jaune, sacándola de sus pensamientos, y el pequeño parecía reacio a querer ayudarlas. Paseaba la vista de la una a la otra. Sabrina se lo pasó un momento.
—Tenlo aquí, ya vuelvo. —Movió la palanquita del controlador del motor de su silla de ruedas eléctrica, que ella insistía en apodar Piernas, y desapareció hacia la cocina.
Poco después, volvió con un biberón.
—No se lo pensarás dar frío, ¿o sí? —le preguntó Meloney.
—Comida es comida. —Sabrina se encogió de hombros—. Ahora dámelo.
—No te lo va a aceptar —le dijo, cuando la tigresa ya lo tenía en brazo.
—Ya verás.
Meloney entrecerró los ojos, convencida de que tenía razón. Sabrina acunó a Jaune en un brazo y con el otro le acercó el biberón. El pequeño tigre aligeró un poco el seño y ambas esperaron. Jaune las mantuvo esperando, hasta que se dignó en estirar las regordetas patas y tomarlo, abrió la boca y lo mordió como si masticara tierra.
Con una sonrisa, Sabrina se volvió a verla.
—¿Qué te dije, eh?
—No me lo creo —respondió con sincera sorpresa—. Pero está frío. ¿Qué no los cachorros se toman el biberón caliente?
—Pues Jaune no es común —rebatió Sabrina. Una vez Jaune acabó, ella se lo reposó en el hombro.
Poco a poco, sin que la expresión se le quitara al pequeño, el sueño fue calándolo. Apretó los puñitos en la camiseta de Sabrina y empezó a cabecear y parpadear esporádicamente, como si estuviera pasado de copas, hasta que cayó rendido.
Ella le hizo una seña a la vulpina indicándole que acostaría a Jaune, Meloney asintió reprimiendo un bostezo y cuando la vio irse, ella fue detrás, desviándose a la habitación de ambas.
Se tumbó en la cama y bostezó hasta casi comerse el cuarto entero, se acurrucó haciéndose bolita y se vino a quedar dormida después de sentir a Sabrina cambiarse de la silla a la cama y abrazarla por la espalda. Ser madre era como manejar un auto con los ojos vendados... y con las patas atadas a la espalda.
Veinte días después de Osiris.
Para Nico, fue mil veces más difícil hacer que Sadie quisiera salir de su casa los primeros días una vez la dieron de alta del hospital, que tener que investigar al grupo que su madre perseguía, cuidándose de que no los atraparan; lo que al final no les dio resultado. Ella los cinco primeros días se la pasó encerrada, y según le dijo quien era su suegra, estaba un poco deprimida.
No hubo día que no la visitara, siempre que se le pudiera escapar a su madre. Ella era otra animal que parecía quererlo tener encerrado por unos días, como si fuera un castigo. Bueno, se había dicho Nico, tal vez sí lo era, porque no podía ver a Sadie y saber cómo estaba.
Sin embargo, a la semana pudo convencerla de salir a ver una película, o como mínimo, a pasar un rato en su casa. Su cuarto siempre tenía espacio para ambos. Pensó que saldría como siempre, irradiando energía o aquel instinto suicida que le gustaba, pero no. Se atavió con unos jeans, una camiseta y un suéter de capucha ancha, para que la misma le cubriera un poco el rostro.
El parche. Aquella cosa del demonio fue un enemigo a vencer. Le costó bastante, mas pudo lograrlo relativamente bien. Sí, de vez en cuando a ella le entraba una pequeña tristeza porque el parche desentonaba con lo que se pusiera, pero Nico estaba allí para repetirle lo mismo que le decía siempre: que no importara cómo luciera, siempre la querría.
Llegó la semana en que Bonnie cumplía años, unos que aunque le preguntara a su abuela, la misma con una risa cariñosa le decía que no le revelaría. Con un simple «a una hembra no puedes preguntarle eso, Nico», se desligaba del tema y lo dejaba en vilo. Tenían que viajar a Burrows para la celebración que se haría, que aunque Bonnie no quería fuese grande como siempre, sí sería algo para pocos animales, unos cincuenta, más o menos.
Los primeros en partir fueron sus padres. Nick y Judy les indicaron a Meloney y Sabrina que se encargaran de los pormenores mientras ellos organizaban todo allá y les decían cuándo podían ir. Tres días después, todos llegaron a la granja Hopps. El día de la fiesta era todo un caos, a Nico se le asemejó mucho, pero que mucho, a la jefatura. O una máquina bien engrasada, o un caos contenido. Conejos de todos los tamaños y que algo, así sea un primo decimonoveno, de parentesco compartían con él.
Para Nico no era muy gratificante estar allí. Muchos animales. Mucho bullicio. Mucha convivencia. Sadie, por otro lado, parecía pez en el agua. El primer día estuvo un poco acongojada por el hecho del parche, sumado a que en teoría conocía a sus abuelos. Bonnie y Stu, por otro lado, la recibieron como a una más, de la misma forma en que estaban acostumbrados a que siempre apareciera un nuevo miembro y la incluyeron sin mayores formalismos.
Aprovechando su falta de presencia, se escabulló hasta que llegó a los límites de la granja, allí donde terminaba la zona de siembra, los cobertizos y comenzaba un pequeño bosquecillo que seguía siendo propiedad de sus abuelos, con un fino riachuelo de no más de cinco pasos de largo que brillaba con la luna. La grama se sentía con una rara comodidad en sus patas, casi haciéndole cosquillas, y al alzar la vista, las estrellas parecían aumentadas con el zoom de una cámara.
Era sorprendente y triste a la vez, que en la ciudad, en su casa, no se pudieran ver con tanta claridad.
Llegó a un árbol y se tumbó en el suelo, que aunque rustico, era confortable. Cerró los ojos. Allí no llegaba el bullicio y la cacofonía de voces de la reunión en la granja, sólo el delicado ulular del viento y los pequeños chillidos de los insectos, un grillo por allí, una cigarra por allá, o el deslizar del agua del río, le causaban una ridícula relajación. El frío contribuía a ello, tan a gusto se sentía que recordó las veces que Sadie le decía que tenía más pinta de zorro ártico que del que realmente era.
Al cabo de unos minutos, no sabía cuántos realmente, escuchó el quebrar de hojas sueltas y la hierba. Olfateó el aire y su olor le embobó. Se relamió los labios y abrió los ojos, encontrando al frente suyo el ojo de Sadie, que parecía tener ahora una tonalidad grisácea. Se extrañó por ello, era la primera vez que le detectaba ese tono.
—Hola —dijo.
—¿Cómo supiste que estaba aquí?
Se tocó la punta de la nariz con la pata libre.
—Ah, claro, con mi olor —sonrió—. ¿A qué huelo yo, por cierto?
Sadie se agachó y se tumbó a su lado, le tomó la mano y soltó un suspiro.
—Ese es el asunto —dijo, con la voz calmada, observando las estrellas—, tú casi no tienes olor. Es tan delicado que apenas se percibe. ¿Sabes a qué huele la lluvia?
—La lluvia es agua, Sadie. No huele.
—No, tonto. —Negó con la cabeza, para luego ladearla y quedarse viéndolo—. El agua en sí no tiene olor. La lluvia tampoco, me refiero al olor que hay en el aire cuando llueve. Supongo ha de tener un nombre.
Asintió, comprendiendo. Sabía que dicho olor de la lluvia, tal vez el de la tierra mojada, tenía un nombre, aunque no sabía cuál era.
Una brisa campestre, fría como el hielo, sopló casi con parsimonia, tranquila y cariñosa, calándole las ropas que tenían. Sadie se acercó un poco más a él y Nico hizo lo mismo. Sintió que Sadie le soltó la pata y sin preguntarlo ni decirlo, lo abrazó contra ella, como si fuera un peluche de tamaño natural.
Él no cuestionó el gesto, decidió disfrutarlo, después de todo Sadie era así: espontánea. Y así mismo la quería. Le rodeó la cintura con un brazo libre y ladeó un poco la mirada, rozándole la mejilla con los labios. Iba a preguntarle sobre qué hacía allí, cuando sintió una enorme sensación deja vu; aquello lo había vivido antes.
Decidió no hacer nada, porque lo más probable era que Sadie hubiera venido para hacerlo volver a la celebración de sus abuelos, tal vez porque estuvieran buscándolo o simplemente porque ya cortarían el pastel. Sin embargo, por ahora, no importaba.
Quería quedarse allí, de esa manera, toda la vida si fuera posible.
Treinta días después de Osiris.
De nada sirvió que la nueva alcaldesa, Judy o el laboratorio mantuvieran silencio ante el diagnostico de Osiris, sobre qué era y cómo funcionaba para evitar una anarquía total, porque en la exacta fecha de un mes luego de la explosión, la Organización Mundial de la Salud dio el anuncio. Fue corto, simple y poco detallado, pero lo suficiente como para causar la histeria durante una semana que fue conocida como Los Días Negros.
Cuando el mundo se enteró de que todos y cada uno de sus habitantes portaba un virus que era una combinación de un ebolavirus y un Alphavirus que daba como resultado un vector que alteraba el genoma ocasionando esterilidad, varios sectores de la ciudad entraron en una depresión. En dicha depresión hubo de todo un poco. Por un lado habían animales que lo creían imposible, alegando que era una jugada del gobierno mundial para tenerlos controlados; otros lo asimilaron de mala manera, llamando a marchas y movilizaciones que comenzaron a tornarse violentas, generando destrozos y saqueos, pidiéndole a los especialistas que encontraran una vacuna. Otros, por el contrario, lo que hacían era rezarle a su respectivo dios porque todo fuera una mentira.
Y otros, como Nick y Judy, lo aceptaron, viendo que a la larga, por más terrorífico que fuera, era por el bien de todos. Nick como el zorro que era, que apreciaba las jugadas astutas y ataques maestros, no podía menos que admirar a Inval. El lobo negro había iniciado una partida que sabía ganaría desde un principio. Todo lo que pasó, toda esa carrera por detenerlo eran jugadas desesperadas, al azar, contra una mente que había vislumbrado no sólo una manera de ganar, sino que tenía más de un plan de emergencia.
Había ganado la guerra sin disparar una sola arma.
La ganó antes de siquiera iniciarla.
Por un lado le daba lástima la muerte del lobo, porque era una mente inteligente; demasiado, de hecho. Una inteligencia que si se hubiera rescatado, ahora podría ser una gran ayuda para la ZPD o alguna otra organización.
Durante aquella semana, la ZPD casi no había dado abasto a la oleada de disturbios, saqueos y ataques por animales que aprovechaban la situación para hacer de las suyas. La jefatura había sufrido bajas; luego de la muerte de Lune, que nunca se supo por qué razón, varios oficiales se retiraron, con otro tipo de visión del mundo. No le veían sentido a seguir luchando si en un futuro no habría a quien dar el testigo.
Nick y Judy se cansaron de repetirles que no era una extinción masiva, que aunque los cachorros que nacieran portarían el virus como un gen recesivo, eso no significaba que dejaran de nacer crías. Sólo que lo harían en un número más pequeño, conservando el equilibrio.
Así como habían animales con ese pensamiento, habían otros que apoyaron la moción de Inval, ocasionando que alentaran a los suyos, con el simple pensamiento de que ya que habría menos descendientes, era su deber entregarles una ciudad libre de crímenes y caos.
Era interesante, pensó Nick, cómo Inval luego de tan poco tiempo terminó siendo catalogado como terrorista por unos, como loco por muchos, y como salvador e innovador por otros pocos. Era bueno y malo a la vez. Era las dos caras de una misma moneda. Nunca le pareció más indicada al vulpino la frase de «el fin justifica los medios». Calzaba perfecto.
Ese día en específico, habían acorralado a una banda que era la causante de encender la mecha e incitar a otros grupos para generar caos en la ciudad. Gracias a James, quien pidió al Departamento de Criptografía un descenso de puesto porque iba a ser padre y su novia necesitaba cuidados constantes, lograron dar con el grupo, gracias a una cuenta de correo electrónico que se logró intervenir.
Nick miró a James, quien les hizo una señal sin apartar la mirada de su computador en la camioneta especializada de la ZPD; se anotó mentalmente preguntarle por Paul y cómo iba el embarazo de Rachel.
—Zanahorias —le dijo Nick a Judy a su lado, ambos estaban en el puesto de mando junto a la camioneta especializada. Ellos eran los jefe y subjefe, respectivamente, no podían entrar a balearse en cualquier ocasión—, cuando James nos diga, das la orden.
—Bien. —Ella miró por sobre el puesto, sosteniendo la radio en su pata. Al fondo estaban Samuel, quien se había recuperado de la quemadura, aunque tenía que usar un pasamontañas para protegerse del sol; Batigne y Archer, quienes habían escalado en la jerarquía de la ZPD con pie veloz; y Meloney, quien seguía esperando respuesta de la CIA, pero les echaba una pata para, según ella, no perder facultades. Todos ataviados con el equipo y unos rifles semiautomáticos—. Aquí Alfa 1 —dijo, por la radio—; Alfa 2, ¿me copian?
A lo lejos, Nick vio que todos alzaban una pata en señal de aprobación. Judy volteó a ver a James y éste les dio el asentimiento.
—¡Procedan! —les ordenó—. ¡La prioridad es traer a todos los que se pueda con vida para interrogar! ¡Está permitido el uso de fuerza letal!
Los cuatro se dieron una mirada y entraron al edificio de dos pisos donde tenían el dato, el grupo se encontraba. Para él, aún no se acostumbraba a ver las cosas desde fuera, todo parecía pasar con una rapidez inusitada, pero bien sabía que dentro, todo pasaba en cámara lenta.
Cinco agónicos minutos después, el primer disparo sonó. Quince segundos más tarde, se inició el intercambio de disparos.
Al cabo de quince minutos, los cuatro salieron del edificio. Meloney llevaba a un león a punta de rifle. Samuel tenía esposado a un jaguar. Batigne, por otro lado, ayudaba a caminar a Archer, quien tenía un impacto de bala en la pantorrilla y que sangraba profusamente.
Ambos, Nick y Judy, se acercaron a ellos no sin antes llamar una ambulancia y darles la dirección del hecho. Una vez con ellos, Archer intentó acomodarse mejor, pero únicamente apoyado en una pata no tenía mucho para maniobrar; Batigne le pasaba la pata por la cintura mientras él, como podía para no soltar el arma, se aferraba a ella por su cuello.
—Lo lamento —dijo el tigre blanco.
—No tienes que lamentarlo —replicó Judy—. Son cosas que pasan.
—Pero es que fue muy idiota —comentó Batigne, con una risa—. La bala que disparó rebotó en la pared y le dio en la pantorrilla. Creo que es la primera vez que pasa eso.
Nick hizo lo posible por no sonreír.
—¡Susan! —chillóArcher—, ¿por qué mejor no le dices que fui yo quien se cargó a cuatro de los ocho que habían?
—Batigne —carraspeó Judy para captar la atención—, lleva a Archersbelen a la unidad médica y esperen a la ambulancia. Trata de contener el sangrado.
—Sí, jefa —asintió la tigresa de bengala, y luego se volvió hacia el tigre blanco—. Vamos, Tiberius, andando.
—No le veo la gracia a que me digas «andando» —refunfuñó éste cuando se empezaron a alejar, ella caminando y él dando pequeños saltos sosteniéndose de ella—. Y como me vuelvas a llamar Tiberuis...
—Ya, pues —rió la felina, dándole un golpe con su cola en toda la herida, sacándole un gemido de dolor al tigre—, deja de quejarte y camina, Ty.
Nick se acercó a Judy y la rodeó con la cola por la cintura.
—¿No te recuerdan a alguien esos dos? —preguntó como quien no quiere la cosa.
Ella alzó la mirada.
—¿Tú crees? —Sonrió.
—Pensé que todo esto te derrumbaría, Pelusa, pero aquí estás.
—No es la primera vez que me pasa esto, Nick, ¿recuerdas los Aulladores? Fue parecido. —Hizo una pausa—. Haya ganado o haya perdido, lo importantes es una cosa... No rendirse. ¿Qué me garantiza que no moriré mañana por alguna razón u hoy mismo? No tengo tiempo ni energías como para sentir pena por mí misma por no haber impedido la activación de Osiris. Hicimos lo que pudimos. —Se encogió de hombros y suspiró—. Sabemos que estamos destinados a morir, Nick; el panorama no se puede cambiar, pero mientras tanto podemos optar por alterar los detalles. Y eso es lo que quiero. Quiero dar todo hasta el final, sea cuando sea.
Nick sonrió y fijó sus verdes en sus lilas.
—¿Sabes que dar todo, todo el tiempo, es imposible, cierto?
Judy sonrió, era toda sonrisa.
—Todo es posible, conseguir lo imposible sólo cuesta un poco más. Y los dos somos claros ejemplos de ello.
-.-.-.-.-.-
Buenas, gente.
He aquí el epílogo y final del fic, espero les haya gustado. No tengo mucho más para decir que no haya dicho en mis entregas anteriores. Sólo gracias una vez más por haberlo leído hasta el final, tanto como si comentaron como si no. Gracias. Esto no significa que sea mi último fic del fandom. No. Tengo algunas ideas pululando en mente, sólo es cuestión de desarrollarlas.
Muchas gracias, nuevamente.
Nos leemos luego.
Leto.
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