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XIII. Moveré los infiernos

Flectere si nequeo superos, Acheronta Movebo.

La Eneida. Virgilio.


Dolos pagó el boleto de tren de vuelta a Zootopia, tratando de controlar el jadeo; estaba empezando a ver borroso durante entretiempos. No era buena señal. La coneja de la taquilla le preguntó sobre si había logrado encontrar a Tito, a lo que Dolos asintió con una sonrisa llena de gratitud; no podía hablar. La garganta, el pecho y laringe las sentía a punto de incendiársele. Era horrible, como si con cada respiración inhalara gases tóxicos.

Le dio las gracias a la coneja con una voz tan carrasposa que ni siquiera él la reconoció y se subió al tren. Arrancó a los quince minutos.

Dolos estaba nervioso, algo inusual en los ajustes de cuenta que hacía, por lo general mataba al objetivo y se retiraba sin tanto jaleo, a excepción de lo que sucedió con el león, sin embargo, ahora fue distinto. Lo habían visto esos dos. Tenía que hacer algo para retrasarlos. Él no era imbécil, sabía que si no lo persiguieron era porque habían dado con la información de su constitución física e irían a la policía.

Era cuestión de tiempo para que se enteraran en Zootopia.

Tenía que frenarlos lo más que pudiera; hacer todo el tiempo posible.

Estaba en el último vagón del tren, que aunque éste fuera último modelo, el último era como de carga, para ingresar lo necesario en cuanto a alimentos si algún animal de la clase ejecutiva llegase a pedir algo. Una pequeña puerta daba a un espacio de un metro cuadrado con un pequeño barandal, y un conejo que era pasajero estaba fumando un cigarrillo. Caminó hasta él.

El conejo lo miró y se encogió de hombros.

—Adentro no se puede fumar —dijo, como si Dolos estuviera preguntándole.

Dolos asintió y cerró con cuidado la puerta tras de sí, asegurándose de que nadie de dentro lo viera.

El conejo dio una calada al cigarrillo y soltó el humo, que ascendió ensortijándose, para, acto seguido, ser barrido por el viento debido a la velocidad del tren. Dolos se acercó a él, ideando la manera sobre cómo lograría hacer tiempo. Miró de soslayo hacia atrás y se colocó detrás.

Lo empujó por sobre la baranda.

El conejo ladeó el rostro durante el breve instante en que estaba en el aire y sus ojos trataron de procesar qué sucedía, pero no lo suficientemente rápido, porque un segundo después cayó a las vías ferroviarias. Lo siguiente que Dolos oyó fue el golpe del cuerpo en las vías, seguido del chasquido y de los miles de voltios de los rieles recurriéndole el cuerpo, arqueándolo y matándolo en seco.

Dolos suspiró, y se volvió hacia el interior del vagón, llegó a su asiento y se tumbó.

Eso le debería hacer el tiempo suficiente para actuar con relativa tranquilidad.

Sacó su móvil de su bolsillo y unas pastillas del otro; se tomó dos capsulas del tirón y suspiró mientras se enfocaba en escribir un mensaje.

Tiempo era lo que menos tenía.



Luego de la primera frase, el audio la grabación se mantuvo en silencio unos tres minutos, durante los cuales Santiago trataba de mantener la inquietud a raya. Seguía retumbándole que no deberían hacer eso, pero otra parte de él (una que tiraba con más fuerza) lo obligaba a oírlo.

Hubo un suspiro en el audio, seguido de otros más. No era solo Mortati, había más animales.

«—¿Les queda claro que si dicen algo de lo que harán, morirán antes de que anochezca? —Silencio—. Bien —dijo Mortati, se oyeron ruidos de pisadas y luego de papeles—. Tomen, esta es su objetivo.

»—¿Quién es? —preguntó un animal.

»—A la que deben matar —respondió Mortati—. Esta policía me ha estado pisando los talones, muchachos. Al principio pensé que era solo investigaciones que terminarían en el aire, ya saben, mis abogados siempre me cubren la espalda, pero ella...

»—¿Riesgo de error, de que te descubran, de que nos descubran?

»—Gabriel, ¿no? Vale, pues: cero, tres y uno por ciento. ¿Big está enterado de esto?

»—No.

»—Así me gusta. —Una pausa—. Prosigo. Esta policía me ha estado montando un seguimiento demasiado minucioso, y si esto sigue así al menos una semana más dará conmigo y con mi contacto en Italia y terminará derrumbando lo que tengo planeado.

»—¿Cómo hacemos para no llamar la atención? —preguntó otro, este tenía un tono femenino.

»—¿Cómo era que te llamabas? —preguntó Mortati.

»—Celeste.

»—Bien, Celeste. Sencillo. Ustedes ocho usarán las marchas anti y pro parejas inter-especie para cubrirse. Si los datos de Miranda y Buck son ciertos, hoy habrá marchas de ambos movimientos y coincidirán en un lugar. Inicien un pequeño caos, maten un poli. Si la cosa sale bien, se formará algo grande y con eso podrán, unos dos días después para no dejar cabos sueltos, matar a la susodicha en cuestión. ¿Entendido?

»—¿Cuánto ganaremos por esto? —preguntó Gabriel, su voz sonaba firme e inexpresiva.

»—Doscientos mil por adelantado —dijo Mortati, con la importancia que se usaba para hablar de qué color vestiría hoy—, y los otro ocho cuando vea en las noticias la muerte de ella.»

La grabación terminó y la sala quedó en un silencio sepulcral. Albert soltó un suspiro y se pasó la pata repleta de anillos por el rostro, su expresión era preocupada. Santiago tamborileó con sus garras en la mesa, generando un clac, clac, cada que golpeaba.

—¿En qué estamos metidos, Santi? —murmuró con voz grave.

Santiago no respondió, estaba barajeando una hipótesis que pintaba muy mal. Había reconocido tres de los cuatro nombres que se mencionaron en el audio, y eran de los animales muertos que habían salido en las noticias. Mortati había dicho «ustedes ocho» y hasta ahora habían muerto siete animales.

No tenía que ser un genio matemático para darse cuenta de que el que los había matado lo hacía por venganza, los estaba cazando uno a uno. Eso lo puso sobre aviso, ¿el señor Mortati estaría también en su lista de víctimas? Peor aún, ¿cómo se supone que ese animal había obtenido los nombres de cada uno?

Un pensamiento asaltó su mente: ¿el asesino sabía que trabajaba para Mortati?

—En nada —respondió al fin—, no estamos metidos en nada. —Se levantó de la mesa—. Nos vamos de aquí ahora mismo.

—¿Qué? —Albert se quedó viéndolo sin entender, Santiago le dio un rápido resumen de su conclusión, lo que hizo que el jaguar abriera los ojos como platos, comprendiendo.

—Nos vamos. Ahora —sentenció.

—¿A dónde?

—Lejos. —Caminó por la sala, oteando lo que fuera más necesario—. Recoge las cosas importantes, de valor y que contengan información de ambos. No podemos dejar nada al azar.

—¿Cómo?

—Dinero es lo que me sobra, Albert —repuso el zorro—. Mortati me pagó el trabajo de la memoria, de ahí tenemos, no sé, dudo que sea menos de medio millón; y además tengo otras cuentas, ninguna menor a trescientos mil. —Se pasó una pata por el rostro, lo poco que recordaba de su servicio militar hacía casi seis años, era no dejarse llevar por el pánico y tener todo bajo control. Siempre era así. Santiago podía matar a quien fuera sin titubear, pero era a la muerte lo que más lo asustaba. Algo irónico—. Dame la portátil, deja ver si puedo comprar algunos boletos de avión.

Albert se movió como el jaguar que era y entre el caos que eran las pilas de cosas en el apartamento, encontró celulares, memorias, USB, artefactos en donde al zorro jamás se le hubiera ocurrido buscar. Su móvil sonó, con el tono que le indicaba la llegada de un mensaje de Mortati, pero lo ignoró. Mientras Albert entraba a su habitación, salía con un maletín y entraba al nodo futurista que era donde tenía los ordenadores, Santiago verificó su cuenta bancaria falsa, en la que Mortati le depositó el dinero del último trabajo.

«¡¿Dos millones?!»

Sin dejarse llevar por la impresión, empezó a buscar aerolíneas con destinos para hoy mismo.

Albert volvió con el maletín a medio abrir, de reojo Santiago se percató de que había puros discos duros en este.

—¿A dónde iremos? —preguntó Albert, verificando su pasaporte y tendiéndole el suyo.

Santiago esbozó una sonrisa titubeante.

—¿No me habías dicho que querías ir a Hawái?



Vayentha dio un bostezo largo mientras abría perezosamente los ojos. «¿Qué hora es?», pensó, mientras mantenía la vista fija en el techo de hormigón del departamento de Al, y la luz opaca del sol que se abría paso con dificultad por las cortinas en las ventanas, y empezaba a iluminar cada vez más el suelo; pequeñas motitas de polvo danzarinas se movían por el aire.

Oyó ruidos hacia donde estaba la sala. Se inclinó sobre la cama, quedando sentada, y se recostó contra la cabecera de la misma, que tenía una funda suavecita; movió una oreja al oír la vibración de un móvil contra una mesita. Era el móvil de Aloysius. Una sonrisa tiró de la comisura de los labios de la hiena.

Lo primero que la impresionó era la hora. «¿Las dos y cuarenta?» Hacía mucho tiempo que no dormía tanto.

La puerta de la habitación se abrió con un suave chirrido, y dejó ver a un lobo marrón claro y de ojos tan oscuros que eran casi negros, con una bandeja y que en ella tenía un desayuno que humeaba y olía delicioso.

—Hola, Al —saludó ella, y luego dio un bostezo.

—Hola, Vity —sonrió él; el medallón de oro del cuello se movía acompasado con su respiración—. Al fin despiertas.

Ella se encogió de hombros.

—Te traje el desayuno —dijo, colocándole la bandeja sobre el regazo, se inclinó un poco y le dio un pico en la nariz; Vayentha rió.

—Basta... —se quejó, en broma—; no me hagas reír.

—A mí me gusta hacerte reír.

Él se sentó en la cama, que era bastante amplia, y se quedó mirándola como si fuera la más magnifica escultura. Un suave viento movió la cortina por un instante, dejando pasar un haz de luz de sol que chocó contra el anillo de obsidiana de Al, lanzando un rayo reflejo hacia ella. Vayentha se cubrió el rostro con una pata.

—Lo siento —dijo él, quitándose el anillo y colocándolo en la cama.

—¿Y tú brazalete? —preguntó ella, al no vérselo.

—No lo tengo.

Ella rodó los ojos, divertida.

—No me digas —sonrió—. ¿Lo perdiste?

—No. —Movió la cabeza en gesto negativo—. Se lo di a mi padre.

—Ah... —Tomó el móvil de él y se lo tendió—. Te llegó un mensaje hace nada.

Al lo tomó y cuando lo leyó, la expresión tranquila y relajada que tenía en el rostro se volvió de piedra y luego volvió a la normalidad; fue tan rápido que ella creyó que fue una jugarreta de su cerebro a medio despertar. Al se levantó con un movimiento casi mecánico y tomó el anillo.

—¿Sucedió algo? —le preguntó Vayentha.

Al se volvió a verla y sonrió con calidez a la vez que negaba con la cabeza.

—Nada, Vity —respondió—; voy a buscar algo de comer para mí.



Cuando llegaron a Zootopia eran casi las seis de la tarde; el sol de tonos rojizos se empezaba a ocultar, tiñendo el cielo de amarillos, rojos e incluso ligeros violetas.

Ella y Nick habían llegado corriendo a la estación de trenes de BunnyBurrows poco después de que llegaran a la granja y le avisaran a sus padres de que habían llegado tarde, y que Tito había muerto. Sin dejar que Bonnie y Stu pudieran procesar el impacto de la noticia, ambos, zorro y coneja, habían salido disparados hacia la estación de trenes para llegar a Zootopia lo más pronto posible y poner al tanto a Bogo.

La cosa es que cuando llegaron la estación, había retrasos, y cuando Nick le preguntó a una coneja en la taquilla de boletos, ésta luego de mirarlo con desprecio le dijo, con un tono que le hirvió la sangre a Judy, que algún suicida se lanzó del anterior tren, causando que el siguiente que venía arrollara el cadáver y el equipo de limpieza, los bomberos y los forenses, estaban retirando el cuerpo. No tenían tiempo estimado para terminar.

Judy se llevó a Nick a rastras de vuelta a la granja y le pidió la camioneta a su padre, sin explicación alguna, y con una emoción palpable. Se sentía inútil al no poder haber dado antes con Tito.

Stu le lanzó las llaves y cuando ella prácticamente arrojó a Nick dentro como si de un muñeco de trapo se tratase, encendió el motor, que sonó ahogado durante tres intentos, y luego de un golpe al tablero, encendió.

—Ya van dos veces que haces lo mismo, Judy-dudy —le había dicho Stu, cuando ella estaba por arrancar.

Les tomó tres horas el llegar a la ciudad, más especifico, a la ZPD.

Estaba vuelta una fiera, la adrenalina había sustituido el agua de su sangre, recorriéndole los vasos sanguíneos, manteniéndola al tanto de todo. Se bajó del auto, llevando a Nick arrastrado de la camisa e ignorando los «Zanahorias, yo puedo andar solo, no es necesario que me arrastres como trapeador». Entró desbocada en la jefatura con la vista fija en la oficina de Bogo, como un cazador que ha fijado su objetivo. Suspiró, sintiendo cómo las aletas de su pequeña nariz se expandían; ignoró el saludo de Ben y subió de dos en dos las escaleras a la oficina de Bogo. Nick le había dicho en el trayecto de Burrows a la ciudad que habían dos lobos en Distrito Forestal que tenían el arresto el mismo día que los demás.

Una tal Celeste y un tal Geller.

Vio que en el umbral de la oficina de Bogo estaba, además del búfalo, Jack Savage. Eso pareció activar aún más el enojo que brotaba de sus poros y la rodeaba como una neblina, parecía que atacaría a la mínima señal de peligro.

—¡Jefe! —lo llamó. Bogo volvió la mirada hacia ella y arqueó una ceja; Savage, en cambio, frunció el entrecejo—. Tenemos que hablar.

—¿De qué? —gruñó.

—El caso. Mi caso. El asesino atacará en Distrito Forestal, tengo dos posibles víctimas. Margen de error de un quince por ciento.

Savage se cuadró frente a ella, impidiéndole el paso.

—Este caso es mío —dijo, mordaz—. Ustedes lo perdieron, y si tienes información del mismo, más te vale que me la des o puedes ir presa por obstruir una... —No pudo terminar la frase porque Judy, quien no tenía las ganas, la paciencia y el tiempo para discutir con esa serpiente en forma de conejo, le conectó un golpe a la nariz.

Savage se tambaleó y quedó contra la pared, mientras se llevaba ambas patas a donde ella le había dado; varias gotitas rojas cayeron al suelo generando un eco que resonó como si fuera una cueva milenaria.

La coneja alzó la mirada hacia el búfalo, que se erguía como una torre en la puerta, y lo miró con decisión, como diciéndole que no podía opinar. Sabía que él con una simple patada la mandaría a la puerta, pero tenía el cuerpo a mil por hora que se sentía capaz de derrumbar a Bogo.

Savage le lanzó una mirada a Bogo esperando que éste dijera algo, pero él movió una oreja y se hizo el desentendido. Judy sonrió, que le terminó saliendo algo perturbada, y de una mirada le dio a entender a Nick que la siguiera. Entraron. Se sentaron en una silla y Bogo tras el escritorio.

—Díganme que...

No lo dejó terminar, ella soltó todo lo que había pasado. Que sabían lo ocurrido hace veintiún años, causando una genuina sorpresa en Bogo; la cita que hallaron; que el asesino no podría ser Faircross debido a su constitución; el que su hipótesis más fuerte era que el móvil era una venganza.

—Ya barajeaba esa hipótesis, Hopps —la interrumpió Bogo, Judy notó que tenía varios expedientes de oficiales en el escritorio, seis para ser exactos: un león, dos lobos, un hipopótamo, un tigre y un elefante.

—Esos son los que murieron en el disturbio, ¿cierto? —intervino Nick.

—Sí —asintió Bogo, y lo miró con recelo—. ¿Cómo lo sabes? Estos expedientes son clasificados, sólo yo tengo acceso.

—¡Eso no importa! —se hizo notar Judy, salvándole el pellejo tanto a Nick como a Garraza—. Debemos ir por dos lobos en Distrito Forestal antes de que...

La radio de Bogo en su escritorio crepitó con fuerza, como anunciando una catástrofe. Judy la sintió, como si la noticia le recorriera cada milímetro del pelaje y le rodeara la nuca con dedos fríos y delicados, burlones incluso.

—Señor, aquí Torres —dijo uno de los nuevos en la ZPD, si no mal recordaba era un tigre blanco—; estábamos haciendo rondas en Distrito Forestal y hemos encontrado un cuerpo.

Todos inspiraron a la vez. «Maldición, tarde de nuevo.»

—Especie, nombre y forma de muerte —requirió Bogo.

—Una loba, según su identificación (la que pudimos bajar) es Celeste Howlin y bueno, la forma de muerte es... peculiar.

—Explíquese.

—Está en el aire; tiene las patas atadas y las delanteras atadas a la espalda, está colgando de una rama gruesa mediante una liana a modo de horca improvisada. Tiene también una especie de puñalada en el estómago.

Era definitivo; el asesino se les adelantó.

—¿La cita? —susurró Nick—. Dígale si encontraron la cita.

—La cita, oficial —ordenó Bogo. La radio crepitó.

—Estaba a un metro del cuerpo, tiene rastros de sangre, sólo que no sabemos si es de la víctima, aunque parece que no —dijo Torres—. Es mucha para provenir de una puñalada al estómago. —Hizo una pausa—. «La traición nunca prospera; ¿cuál será la razón? / Porque, si prospera, nadie osa llamarla traición». —La radio crepitó—. Y algo raro es que en la esquina superior hay una letra «A» garabateada.

—Gracias, Torres —gruñó Bogo—. Vuelva a la estación con la cita. Cambio y corto. —La radio crepitó una última vez.

Nick no necesitó palabras, apenas la radio había dejado de sonar por la estática salió de la oficina diciendo «Voy a informes» a nadie en específico. Judy se quedó en el despacho con Bogo y suspiró sujetándose la cabeza. El ímpetu y la adrenalina se le habían ido en un abrir y cerrar de ojos.

—Hopps —dijo Bogo—, para la próxima será.

Ella levantó la mirada, impresionada y asustada, ¿Bogo estaba consolándola o es que se había dado un golpe en la cabeza y estaba sufriendo las consecuencias? El búfalo tenía una expresión cansada, bueno, solo un poco, el resto seguía igual de estoico.

—Savage atrapará al Asesino Literario —dijo.

El oír el nombre de esa liebre la hizo enojar. Recordando las palabras que le dijo en la plaza de la Alcaldía, apretó las patas formando puños y la derecha le dolió por el golpe que le hubo dado. Aunque una pequeña sonrisa se le formó en los labios, había tenido ganas de hacerlo desde lo de la plaza, si Nick no se hubiera adelantado ella hubiera sido la que lo habría golpeado esa vez.

—¿El Asesino Literario? —Arqueó una ceja.

—Sí —resopló Bogo, reacomodándose en su asiento—. Así le pusieron los medios al Savage informar el modus operandi del sujeto.

—Literario... —murmuró ella, pasando la vista por los expedientes de los oficiales muertos en el macrodisturbio de hacía veintiún años. Sus ojos fueron a parar a una loba marrón, y con ojos tan oscuros que parecían negros. Leyó el nombre—. Vanessa C. Romanov —musitó para sí. Miró a Bogo—. Voy un momento a Informes, jefe.

Bogo resopló con cansancio, sabiendo que no iba a poder detenerla. Ella salió, miró de soslayo a Savage, que tenía la cabeza hacia arriba sosteniéndose la nariz y evitando que siguiera sangrando. Bajó la escalera y se precipitó como un cohete a informes.

No sabía por qué razón, pero sentía que las letras sueltas en las citas eran importantes. Y si estaban contra un asesino que usaban citas, pues no podían dejarlas pasar por alto. Se repitió mentalmente las letras mientras entraba a informes. «F, S, N, S, A.»

—Zanahorias —exclamó Nick, frente a un ordenador—, tengo la próxima víctima. Un zorro. La frase es de un zorro.

Ella fue hacia donde Nick y le dijo que buscara las siglas: «F», «S», «N», «S» y «A» en la computadora.

—¿Por qué? —se intrigó.

—El asesino está usando pasajes literarios, ¿y si esas letras forman un pasaje que nos lleve a la última víctima?

Nick pareció comprender.

—Puede ser —convino, llevándose un dedo al mentón—. Las últimas dos citas fueron relativamente sencillas: un conejo y una loba. —Se volvió y tecleó las letras—. Veamos. —Nick murmuró unas cuantas palabras al azar que comenzaban con las letras, y luego abrió los ojos como platos.

Judy se inclinó hacia Nick y oteó la pantalla del ordenador.

Había una sola frase que tenía las cinco letras como inicio de palabras.


FLECTERE SI NEQUEO SUPEROS, ACHERONTA MOVEBO.


Y el recuerdo la golpeó como un gancho de boxeador. Faircross. Recordaba que había visto en la fiesta del zorro de mármol en una de las paredes la palabra «Acheronta» grabada tan grande que se perdía la sensación de la palabra.

Les estaba diciendo que el siguiente objetivo era Carlos Faircross.

—Voy a avisarle a Bogo —comunicó Judy, dando media vuelta hacia la puerta; sintió sus energías renovadas—. Hoy lo atrapamos.

Nick la tomó de la muñeca y se levantó de golpe de la silla.

—Zanahorias, debemos mandar dos grupos —dijo.

—¿Por qué? —se extrañó ella.

Nick inspiró, el labio le tembló un poco.

—«Si no puedo llegar al cielo, alzaré los infiernos» —dijo, suspiró y fijó el verde en sus lilas—. Eso es lo que significa «Flectere si nequeo superos, Acheronta movebo», Judy. —Hizo una pausa—. ¿Comprendes?

Judy abrió los ojos como platos.

Sí, comprendía.

Comprendía a la perfección.

«...Lo interpreté como: "Si no puedo lograr algo de una manera, lo intentaré de otra"...»

Era la frase grabada en el brazalete de plata de Aloysius: «Acheronta Movebo».



Nick aún no podía creerse que durante todo este tiempo Al fuera el asesino. No podía creerlo, pero las pruebas estaban allí. Dio un suspiro calmado mientras apretaba la pata de Judy desde un ángulo en el que ninguno de los demás animales en la camioneta de la ZPD (Bogo, Colmillar, Lobato y McCuerno) lo notaran.

Uno de sus dos mejores amigos era un homicida.

Y mientras la camioneta recorría las calles de la ciudad rumbo al departamento de Al como una exhalación, algo no terminaba de cuajarle a Nick.

¿Cómo era posible que Aloysius matara a animales que hicieron algo hace veintiún años cuando él, en ese tiempo, no debería haber tenido más de un año?

Digamos que su madre y hermana eran el móvil, ajá, pero ella murieron hace veinte años de una forma que él no quiso decir, o tal vez no sabía.

Sacudió la cabeza mientras el nombre que le había dado Judy le retumbaba en la mente. La camioneta frenó y todos bajaron, el frío viento de la noche los abrazó a todos. Bogo hizo unas señas con sus pezuñas y, acto seguido, entraron en estampida al edificio donde el lobo vivía. Subieron al departamento y tumbaron la puerta con las armas de asalto en patas.

—¡ZPD qué nadie se mueva! —bramó Bogo.

No había nadie en la sala. Se oyó un grito en la habitación.

El jefe de la policía les hizo una seña con la cabeza para que entraran a la habitación, Colmillar de un golpe con el hombro la abrió. Nick y Judy entraron apuntando a lo que se movía.

La imagen los descolocó un poco: habían interrumpido a Al y Vayentha mientras hacían «ejercicio».

—¡Mierda, Nick! —gritó Al, cubriendo a Vayentha con una sábana y con la otra él—. ¡¿Qué carajo te pasa? ¿Qué demonios es todo esto?!

Los demás oficiales quedaron en el aire también.

—Aloysius Scaledale —dijo Bogo—, quedas bajo arresto por los homicidios de Miranda Swine, Buck...

—¡Un momento! —espetó, levantándose y atándose una sábana como si fuera una toalla—. ¿Cómo que homicidios? ¡Yo no he matado a nadie!

A Nick cada vez le retumbaba más el nombre de la loba oficial en la cabeza, parecía que le gritaba que lo dijera, que le preguntara.

—Al —dijo Nick, capturando la atención del lobo y dejando de lado a Bogo—, hay evidencias que te apuntan como el asesino.

—¿Cuáles? —Los ojos oscuros de él parecían matarlo de mil maneras distintas.

—El brazalete. —Nick notó que él no lo llevaba puesto, tenía su anillo y en la mesa junto a la cama estaba su medallón, pero no el brazalete—. ¿Dónde está?

—¿El brazalete? —Una de las orejas de Al bajó—. Se lo di a mi padre hace poco —respondió—, no quiero tener nada que ver con él, pensé que no me guardaría más secretos luego de... —Se giró el anillo en la pata varias veces— de lo de mi madre y mi hermana, pero...

—Pero, ¿qué? —Nick estaba maquinando una posibilidad, y si era así, estaban cortos de tiempo—. ¿Qué descubriste?

—Papá tiene cáncer, Nick. —Aunque lo decía de forma seca, en sus ojos se notaba que le afectaba un poco—. ¿Recuerdas que me habías llamado para localizarlo? —Nick asintió—. Bueno, ese día pensé que estaba en la universidad, sólo que cuando llamé, me dijeron que estaba en el médico. Yo me extrañé, y luego de casi rogarle a la secretaria, ésta me dijo que estaba en el Oncológico. —Suspiró—. Al día siguiente fui a ver y tiene cáncer de pulmón, está en estado terminal. El doctor me dijo que a lo mucho le quedaba una semana.

Se hizo el silencio en la habitación, Colmillar y Lobato desviaban la mirada respetuosamente de Vayentha, Bogo y McCuerno la tenían fija en Al, Judy estaba alternándola de él hacia Nick.

Vale, Donovah tenía cáncer, eso no indicaba nada.

—Al —dijo, luego de un rato—, ¿sabes cómo murió tu madre?

—No.

—¿Qué oficio tenía?

—Tampoco —dijo, con notorio dolor—. Papá solo me dio ese medallón con los nombres.

Nick bajó el arma y se acercó a él, la sola idea de que Al sea un asesino le parecía absurda; era un fiestero, sí, mujeriego, también (ahora ya no), pero no un asesino. Era imposible. Le colocó una pata en el hombro y buscó sus ojos.

—¿Sabes el nombre completo de tu madre? —preguntó.

Al suspiró.

—Sí —dijo, e hizo una pausa—: Cleophe.

—¿Cleophe, qué? Dame su nombre completo, apellido de soltera y casada.

—Mamá nunca se casó —repuso el lobo—, papá me dijo que ella nunca quiso, que era un animal libre y así le gustaba a él también.

—Dímelo.

—Vanessa Cleophe Romanov. —Irguió las orejas—. ¿Por qué?

Nick miró de reojo a Judy, sintiendo cómo su alma dejaba su cuerpo y volvía, y ella estaba igual. La habían embarrado.

Habían ido con el Scaledale equivocado.

—¡Jefe, cambio de planes! —dijo Judy—. ¡Dígale a los que están en Distrito Nocturno, buscando a Faircross, que Nick y yo vamos para allá! —Dicho esto ella salió corriendo fuera de la habitación y luego del departamento.

Nick hizo ademán de seguirla, pero Bogo le gritó antes.

—¿Qué sucede?

—Nos equivocamos —respondió Nick, saliendo del cuarto.

—¿No es este lobo?

—¡Casi! —gritó Nick, desde la puerta; Bogo, Colmillar, Lobato y McCuerno lo miraban sin entender—. ¡No es este a quien estamos buscando, es a su padre!

Salió del departamento y bajó las escaleras de a saltos hacia vestíbulo; divisó a Judy saliendo por la puerta.

¿Cómo no lo habían notado?

El asesino usaba citas literarias.

Él era un profesor de literatura.

Él tenía un motivo: su pareja e hija.

Era demasiado obvio.

El asesino era Donovah Scaledale.

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