XII. Siglas
Para poner a prueba la realidad es necesario verla sobre la cuerda floja
Cuando las verdades hacen acrobacias, entonces podemos juzgarlas.
El Retrato de Dorian Gray. Oscar Wilde
Nick estaba muy a gusto de la forma que se encontraba, podía sentir la calidez del pelaje de Judy contra el suyo y ya que tenía tanto su cola (que ella apretaba como si fuera un peluche) y patas en su cintura, podía percibir cada respiración; eran tan pausadas que si se concentraba en ellas, volvería a dormirse rápido. Sin embargo, la insistente luz del sol que parecía entrar como lanzas desde la ventana tenía otros planes.
De repente la luz que le taladraba los parpados se detuvo, Nick sonrió un poco mientras apretujaba más a Judy contra sí. Acto seguido oyó un chasquido metálico. Un siseo como si llamaran a alguien y murmullos asombrados. Nick, molesto, abrió lentamente los ojos y se topó frente a un cañón doble de escopeta.
Por acto de reflejo dio un salto hacia atrás, quedando pegado contra la pared, mientras un conejo marrón de aspecto mayor lo apuntaba con una escopeta.
—¡Zanahorias! —chilló Nick—. ¡Judy!
Ella abrió los ojos despacio y cuando vio al zorro contra la pared ladeó la cabeza, extrañada.
—Nick, que... —Entonces vio al conejo y de un brinco se puso delante de Nick, sirviéndole de escudo. Él apreció eso, sólo que no le terminaba de convencer qué haría ella contra una escopeta—. Papá, baja el arma.
¿Papá? ¿Ese conejo era el padre de ella?
Su suegro.
Oh, por las moras, ¡ese conejo era su suegro!
—Za-za-zanahorias —titubeó y luego tragó grueso—, ¿có-cómo que papá?
Ella lo miro con una sonrisa entre apenada, asustada y nerviosa.
—Nick, te presento a mis padres —dijo señalándolos con un gesto de la cabeza—. Stu y Bonnie Hopps.
Él reconoció los nombres, los había oído de vez en cuando las veces que llegaba a oír sus conversaciones telefónicas con sus padres, sólo que no los conocía en físico. La escopeta de Stu temblaba por la adrenalina que de seguro tenía ante la situación.
—Judy-dudy, aléjate de ese zorro —le dijo, con un tono de voz entre firme y tembloroso.
—Papá, baja el arma, por favor —apaciguó, con las palmas de las patas hacia él—. Nick no me hará daño.
Stu bajó un poco la escopeta y miró confundido a Judy.
—¿Nick?
—¿El Nick que es tu compañero? —intervino Bonnie, tras la puerta se estaban empezando a aglomerar decenas de pequeños conejos que los miraban confundidos y asombrados.
—Sí —asintió Judy, la sonrisa se le fijó en el rostro. Nick conocía ese gesto, era cuando estaba tan impactada o avergonzada que no quería que se dejasen ver las demás emociones—. Má, pá, les presento a Nick, mi pareja en la ZPD —dijo y luego le dio una mirada a Nick para que se presentara.
Nick inspiró profundo y dio un paso, dubitativo, hacia ambos conejos. Bonnie le colocó una pata a Stu en el hombro y con una mirada le dio un claro mensaje: baja el arma. El conejo acató, refunfuñando, y dejó la escopeta recostada contra una de las paredes. Nick respiró más calmado y recuperó su actitud resuelta, miró a Judy como diciéndole «¿En verdad tengo que hacerlo?», a lo que ella asintió con vehemencia.
Suspiró y una sonrisa pícara surcó sus labios.
«No lo hagas —dijo una vocecita en su mente.
»¿Hacer qué? —pensó, inocente.
»No me quieras ver la cara, Nick. ¡Sé lo que quieres hacer! ¡Es suicida!»
—Un placer, señor y señora Hopps —dijo Nick, sonriéndole a los conejos—. Soy Nick Wilde, el compañero en la jefatura de policía de su hija.
Por un instante hubo un silencio sepulcral, que era roto por las respiraciones nerviosas de los pequeños que miraban ahora con curiosidad. Bonnie le sonrió con una amabilidad que se notó un poquito forzada y abrió los labios para hablar, solo que Stu se le adelantó.
—¿Un zorro policía? —soltó, como si fuera lo más ilógico que hubiera oído, enarcando una ceja.
«No lo hagas, Nick.»
—No solo soy policía, Stu (¿puedo llamarlo Stú? Sí, lo llamaré Stu), también soy... —dijo e inspiró profundo. «Nick no lo hagas, no te vuelvas loco que con la cara tienes. Seré tu consciencia, pero si te matan, muero yo también.» Ignoró la vocecita y habló— la pareja sentimental de zanahorias. —Sonrió—. Un gusto, suegros.
«¡Hijo de...!»
Y se desató el caos en la pequeña habitación.
Cuando Dolos llegó a Burrows era pasada las diez de la mañana. Bajó del tren que lo llevó de la ciudad al pueblo campestre y se sacudió un poco el polvo del atuendo. Le costaba respirar bien, cada exhalación era como si respirara arena caliente. Sabía que tiempo era lo que menos tenía. En el mejor de los casos dos días; en el peor, no lo sabía.
Dos días.
Dos días y tres objetivos por eliminar.
Caminó por el andén rumbo a la salida de la estación, por donde quiera que miraba habían conejos, de todos los tamaños, colores y edades posibles; y en cantidades ridículamente altas. «¿Es que los conejos sólo saben reproducirse?»
Mientras caminaba palpó el bolsillo de su camiseta y sacó la fotografía del próximo objetivo, se quedó mirándola. Alex Cartalder. Tenía una muerte muy especial para él, una que se le había ocurrido de improvisto mientras estaba en el tren, revisando los objetivos restantes: un conejo, una loba y un zorro.
Apretó el maletín donde llevaba su túnica y las herramientas necesarias (su arma, la cita, el extracto de veneno) y se detuvo en la taquilla de información. Preguntó con amabilidad si alguien en el poblado conocía al conejo, y le enseñó la fotografía. La coneja tras la taquilla se había sorprendido al verlo, ya que después de todo, animales como él no eran muy comunes en Burrows, y cuando vio la foto, lo reconoció.
—Señor —dijo la coneja—, aquí lo conocen como Tito, y tiene un puesto en la feria que hay esta semana.
—¿Podría indicarme hacia dónde queda? —pidió Dolos, sin dejar denotar las ansias de ir a por el conejo, ni el dolor que tenía.
—Por supuesto —asintió la coneja—. En el centro del pueblo se estará llevando a cabo la feria, sólo que es a partir de la una de la tarde; deberá esperar a que abran. Luego solo le bastará con preguntar por Tito y el guía de turistas lo llevará. —Le devolvió la foto—. Que tenga buen día.
Dolos sonrió con gratitud y salió de la estación.
A la una de la tarde, pensó, tenía tiempo de sobra. Usaría ese tiempo para revisar el plan y pulir las fallas que llegase a encontrar.
De hoy no pasaba ese conejo.
Judy no tuvo idea de cómo hizo para controlar a sus padres.
Cuando Nick le había dicho a sus padres que era su pareja (algo cierto) desató el infierno en la pequeña habitación. Bonnie dejó escapar un pequeño gritito que Judy no supo identificar, parecía de miedo, o de alegría, o qué sabía ella, de lo que sí estaba segura era que en ese gritito había sorpresa... y no podía culpara. Stu, sin embargo, se quedó petrificado en el sitio y la nariz parecía que entraría en combustión espontánea o generaría un nuevo método de energía de lo rápido que se movía; cuando se hubo recuperado del impacto se movió como un rayo, pese a la edad que tenía, hacia su escopeta, sólo que Bonnie se le había adelantado y la apartó de él, y con un «Stu, cálmate y óyela» se hizo imponer.
Stu le había rogado con la mirada que se la diera, pero la mirada de su esposa no daba señal de ceder. Él dejó caer las orejas y se volvió hacia Judy.
Ella aprovechó y le contó los hechos que estaban pasando: le contó sobre lo de la investigación que tenían, que perseguían a un asesino en serie, que estaban contrarreloj para encontrar al que sería la próxima víctima y salvarlo, y así también capturar al asesino. Claro está, Judy dejó el tema de su noviazgo con Nick de lado, aprovechando la impresión de sus padres como cortina.
Y funcionó.
Nick quedó en el olvido apenas ella había mencionado «asesino en serie», tanto Bonnie como Stu habían lanzado exclamaciones ahogadas, luego de sorpresa, y luego la bombardearon con preguntas, una sobre otra. Incluso le llegaron a proponer que dejara la policía y se devolviera al campo a vivir con ellos. ¡Ja!, pensó, si ellos llegasen a saber que estaba de baja en la policía la atosigarían hasta que se devolviera con ellos. Apreciaba el gesto de que se preocuparan por ella, pero todo tenía un límite.
Nick, como para disimular, también le entregó un listado con cuatro conejos. No conocía a ninguno. Era en esos momentos en los que se renegaba no haber salido con sus padres a las visitas sociales que les hacían a los vecinos, y sólo haberse quedado estudiando para pasar el examen de la Academia. Usando el listado como base les dijo que saldría a investigar si alguno de los cuatro conejos seguía en Burrows.
Tomó a Nick de la pata y antes de que sus padres pudieran procesar que habían dormido juntos, que tenían una relación tanto profesional como sentimental, y que le preguntaran sobre las maneras en que ella les hablaba sobre Nick y cómo le confiaría la vida si se llegase a dar el caso, salieron. Esto último nunca se lo dijo a Nick, y no quería que él lo supiese por boca de sus padres.
Cerró la puerta de la casa tras de sí y, sin soltarle, caminó a paso veloz hasta que estuvo a unos diez metros de la casa. Se detuvo y se llevó la pata libre al corazón, tratando de controlar su loco palpitar.
—¿Estás loco? —Se volvió hacia él—. ¿Cómo se te ocurre decirles que somos novios? —Se calmó y suspiró—. No lo somos como tal.
Nick soltó una risa relajada, como si todo eso hubiera quedado atrás, sin embargo, Judy muy bien conocía que él actuaba así cuando no quería dejar que vieran cómo estaba. Y debería estar asustado, que te despierten a punta de cañón no es, como quien dice, lo mejor.
—¿Ah, no? —Se agachó a su altura—. ¿Entonces qué debía decirles? —sonrió y se acercó a ella—. Así que no somos nada... —La miró arqueando una ceja—. ¿Te parece que deba pedirte que seas mi novia cuando actuabas como una sin serlo? No creo que duermas con todo el mundo, ¿o sí?
Judy se ruborizó hasta las orejas.
—¡Nick!
—Vale, vale —la calmó, levantando las palmas en señal de rendición—. Zanahorias —carraspeó y se acercó al punto de que sus narices se rozaron—, ¿quieres ser la novia de este sexy, apuesto y sensual zorro? Aprovecha la oferta porque hay miles de hembras que mataran por este apuesto espécimen.
Judy rió y le tomó las mejillas, ¿ese zorro no podía actuar con seriedad? No necesitó respuesta, ella sabía muy bien que no era así; y era por esa misma razón que lo quería tanto.
—Sí, torpe zorro —murmuró—. ¿Estás dispuesto a estar con esta coneja?
—No será sencillo, pero sí —dijo, abrazándola por la cintura.
Judy sonrió, milímetros la separaban de sus labios.
—¿Cómo terminé enamorándome de ti? —Pasó su pulgar por su pelaje rojizo, grabándose sus facciones.
—Mis encantos son a distintos niveles —Se encogió ligeramente de hombros, apretando el agarre en ella—. Sólo que yo no te amo.
—¿Qué? —Judy se quedó estática.
—No te amo —dijo, con voz grave; fijó el jade de sus ojos con los suyos, podía ver que lo que decía lo hacía sin cubrirse con ese muro de emociones. Colocó su frente con la suya—. No te amo, mi Zanahorias, te necesito para vivir. Eso es mucho más que amor.
Judy sonrió aún más.
—Idiota.
Nick sonrió y la besó.
La sensación fue como ayer en la noche, los labios de Nick le causaban una sensación tan indescriptible que se sorprendía por ello, pero eso no le impedía disfrutarla. Por acto de reflejo le pasó los brazos alrededor del cuello y lo acercó más a sí, mientras al tiempo él apretaba el agarre en su cintura, profundizando el beso. Unas corrientes eléctricas tan fuertes que dejarían obsoletas las plantas eléctricas de la ciudad le recorrió el cuerpo cuando Nick puso una pata en su espalda, haciendo que se uniera a él como si se fueran a volver uno solo.
Se detuvieron en seco cuando oyeron como unos conejos a lo lejos le gritaban ofensas. Se separaron entre apenados por el despliegue público de emociones, y tristes por haberse separado. Judy se sintió extraña y por un momento no se reconoció, quería más, quería seguir.
Nick se agachó a su altura y apoyó las patas en sus piernas.
—¿Lista para buscar a esos conejos, Zanahorias? —preguntó, en el tono de la voz se le oía el jadeo del beso.
Ella alzó la mirada.
—Sí —asintió.
El vulpino le tomó la pata y le dio un beso en la frente. Judy se sonrojó tocándose donde la había besado. ¿Qué clase de Nick tierno era este?
—Vamos, entonces —dijo él.
El sol se alzaba imponente en el cielo azulado del campo de Burrows, Dolos miró el reloj en su muñeca: la una y quince de la tarde. Inspiró tranquilo mientras veía cómo los conejos terminaban de organizar la feria y empezaban a abrir sus puertas al público.
Desde hacía veinte minutos estaba esperando, oculto en uno de los pequeños edificios cercanos, una pastelería de un zorro según había visto por el vidrio del aparador, se había colocado su túnica y levantó la capucha, alistó su arma en cuya punta había el concentrado del veneno para paralizar a su objetivo, y en el bolsillo de su ropa estaba la cita que dejaría con el cuerpo.
Todo marchaba bien.
Mientras esperaba en la sombra oblicua que el edificio cercano proyectaba en el suelo, lo vio. El conejo caminaba con confianza y firmeza hacia la feria. «Así habrás caminado cuando lo hiciste, bastardo.» Apretó el arma en su pata y caminó con sigilo, cubriéndose con las sombras de las construcciones cercanas para que los demás animales no se alertaran por su vestimenta.
Llegó a una de las entradas laterales de la feria, se colocó en cuatro patas y entró por un hueco entre dos puestos. Se puso de pie y se tambaleó; dio un único tosido ahogado con su pata, expulsando sangre.
Se agarró el pecho con fuerza y respiró lentamente hasta que disminuyó al punto que era soportable, pero no se iba. Y Dolos sabía que no lo haría.
Sacudió la cabeza y fue hacia donde iba el conejo.
Habían encontrado, interrogado y visitado a tres de los conejos.
Ninguno de los que encontraron era el conejo que buscaban... aunque no tenían idea de qué buscaban. Interrogaron a los tres y les preguntaron el por qué de su arresto durante el disturbio hace veintiún años. Uno de ellos fue porque había saqueado una tienda de suministros tratando de llevar unos a su casa, el segundo obtuvo su arresto porque estaba a favor del grupo liberal que apoyaba las parejas inter-especie, y el tercero fue porque tuvo una pelea con otro conejo que quería quitarle lo que había conseguido, sólo que los policías se enfocaron en él porque no se había cohibido contra ellos y cargó contra los oficiales.
Ninguno de los casos de los conejos le dieron a Nick la pista que lo conectaran al asesino, es decir, estaba buscando algo que tuviera que ver con un muerto, ya que al comentarle la posibilidad de que el asesino esté haciendo todo esto porque perdió a alguien importante en el disturbio a Judy, ésta se mostró contenta, ya que ella había llegado a la misma conclusión.
Sin embargo, ninguno de ellos cumplía con eso.
Pusieron toda su esperanza en el conejo que faltaba: Alex Cartalder, o como le habían dicho que lo conocían en el pueblo, Tito. Según lo que los demás le habían dicho, tenía un puesto en la feria.
Sin esperar mucho y aprovechando que la feria había comenzado hacía poco, se encaminaron a ella. Y mientras iban, Judy nunca le soltó la pata, al contrario, parecía enorgullecerse de ello, pese a las miradas que les llegaban de la mayoría de los animales; eso le causó a Nick una especie de calorcito en el pecho. Sonrió y le acarició con cuidado el dorso de la pata con el pulgar, en señal de agradecimiento; sólo un animal se enorgullecía de él y esa era su madre.
Ahora también era Judy.
Su coneja, irritante, martirizante, pero hermosa y entregada coneja.
La miró mientras ella tiraba suavemente de él, sus curvas, su energía inagotable, sus pasos rebosantes de confianza y optimismo. Una sonrisa bobalicona le surcó el rostro, ¿cómo había llegado a pensar no decirle lo que sentía? ¿Cómo había llegado a pensar en no podría estar con ella?
¿Cómo había pensado que podría vivir sin ella?
De repente sintió que el agarre en su pata se apretó demasiado, tanto que dolía. Quitó la mirada de su cintura y miró que había varios conejos corriendo desbocados de la feria, como si lo hicieran para salvar sus vidas. El amatista de sus ojos de fijó en Nick con una firmeza aplastante. No necesitaron palabras.
Llegaron tarde.
Ella hizo ademán de correr, pero Nick la retuvo.
—Zanahorias —dijo con voz grave—, no te precipites.
—Nick —replicó, frunciendo el ceño—, el asesino está allí. ¡Faircross está allí!
—Por eso mismo te advierto. —Apretó un poco más el agarre—. Pelusa, estamos tratando con un asesino, no te lances sin pensar. —Hizo una pausa—. Te necesito conmigo, ¿puedes confiar en mí?
—¡Hey! —se quejó—. No me apliques lo mismo a mí.
Nick sonrió y se encogió de hombros.
—Es lo justo.
Ella sonrió.
—Bien, vamos juntos.
Nick asintió y ambos entraron corriendo a la feria. Un tsunami de conejos los frenaba, como una marea contra la arena, impidiendo la visualización de algo que no fueran cuerpos grises por cualquier lado. Nick apretó más fuerte la pata de Judy para evitar perderla y estoicamente se enfrentó a la marea.
Los gritos de terror inundaban el aire y el miedo colectivo empezaban a convertir la marea de conejos en una estampida. Se hizo una nota mental de no dejar caer a Zanahorias al suelo, o caer él, podrán no tener el peso de un elefante, pero que cientos, si no es que miles, de conejos le pasasen por encima a alguno de los dos los mandaría al hospital.
—¿Ves algo? —le gritó Judy, tratando de hacerse oír por la marea de conejos.
—Blanco y gris —respondió—; puros conejos.
—¡Álzame! —chilló—. ¡Súbeme a tus hombros, así podré ver algo!
Nick la jaló con fuerza y, equilibrándose como trapecista de circo, logró sentar a Judy en sus hombros, ella cruzó sus patas al cuello y se agarró a sus orejas.
—¡Con cariño, Pelusa, que son sensibles! —se quejó, al sentir el excesivo apretón de ella.
Judy hizo caso omiso a su quejido y se las apretó con más fuerza, pero ya se las cobraría él. Siguió caminando por la marea de conejos que empezaba a reducirse un poco y entonces lo vio.
—¡Allí! —dijo Judy.
Un animal mucho más grande que un zorro, con una capa o túnica con capucha negra y una especie de sable en su pata, estaba dejando un pequeño papelito en un agujero. Al enfocar la vista en donde caía el papel se dio cuenta de que no era un agujero, era un conejo en un agujero. La cabeza de Tito sobresalía del agujero y tierra le caía por la boca.
Nick no necesitó verlo para saber lo que había pasado.
—¡Alto! —gritó Judy, el animal volvió la mirada hacia ellos y Nick sintió cómo se le caía el alma a los pies.
Su deducción fue incorrecta.
No era Faircross.
Faircross tenía los ojos bicolores, uno verde y otro ámbar. Este animal no. No se los pudo diferenciar por lo lejos que estaba, pero le parecieron que sólo eran ámbares.
El animal dio media vuelta y corrió en cuatro patas, perdiéndose entre los demás puestos, moviéndose como una sombra. Nick se detuvo en seco.
—¿Qué sucede, Nick? —soltó Judy, dando un brinco y bajando al suelo—. ¡Vamos por él!
—Zanahorias —dijo—, ese no era Faircross.
—¿Qué? ¿Por qué lo dices?
—Sus ojos, no era él —argumentó—. Faircross tiene heterocromía, este animal tenía los ojos iguales; además de que es muy grande para ser un zorro.
Judy se quedó un momento quieta, como procesando lo que le había dicho, para acto seguido correr hacia el cuerpo donde estaba el conejo. Nick la siguió. El cuerpo de Tito tenía los ojos desorbitados y de un blanco lechoso, el cuello estaba roto en un ángulo extraño y de la boca le caía tierra.
—¿Murió asfixiado o le rompieron el cuello? —murmuró.
El ímpetu de Judy se lo llevó el viento, porque se mostraba titubeante ante el cuerpo. Nick le colocó una pata en el hombro.
—Judy, no deberías...
—No —dijo, y negó con la cabeza para dar más credibilidad a sus palabras—. Estoy bien. No me iré. Debo superar este impacto a los muertos; soy policía, no puedo impresionarme fácilmente.
Nick sonrió.
—Bien, Pelusa. —La abrazó por la cintura con la cola. Judy se agachó y tomó la cita con cuidado de no dejar huellas que la llegaran a implicar; la leyó.
—Esta es más fácil —dijo, tendiéndosela.
Nick la tomó y la leyó.
Esta es la Ley de la Selva, como el cielo vieja y cierta,
y el Lobo que la guarda verá prosperidad.
Más el que la rompe, perecerá.
Como la enredadera del árbol, la Ley va hacia delante y atrás:
Porque la fuerza de la Manada es el Lobo,
y la Manada, la fuerza del Lobo es.
No tenía que pensarlo mucho, era demasiado obvio: el siguiente objetivo sería un lobo en Distrito Forestal. Algo que notó fue que una esquina de la tarjeta de la cita había una «S» garabateada a las prisas. Qué raro, pensó, iban cuatro letras que no tenían anda que ver con las citas: «F», «S», «N» y «S»; no podía ser coincidencia. ¿Significarían algo?
El repentino apretón de Judy en su pata lo sacó de sus pensamientos, bajó la mirada hacia ella y la notó nerviosa, mirando el conejo muerto.
—Deberíamos irnos, Zanahorias —dijo Nick—, sería lo mejor. —Suspiró—. Debemos volver cuanto antes a Zootopia y avisarle a Bogo.
Judy asintió ensimismada. Nick la tomó por los hombros y se la llevó cargada.
—¿Qué haces? —se sorprendió, dando un quejidito de sorpresa.
—Llevándote, lógico.
—¿Por qué cargada? —Miró a los lados con nerviosismo—. Nos pueden ver.
—¿Y qué?
—Bueno...
—Oh, vamos, Zanahorias —dijo—, aprovecha que estoy haciendo esto. Dudo que se repita; me expongo a que piensen que me voy a comer a una coneja (lo que no me molestaría, la verdad. Aunque no necesariamente como presa) y me detengan por eso. —Hizo una pausa y sintió cómo ella reposaba su cabeza en su hombro. Salieron de la feria y caminó rumbo a la granja Hopps—. ¿Mejor?
—Sí —murmuró contra su hombro—. Mucho.
—Así me gusta.
—Gracias. —Oyó Nick que ella susurró, tan bajo que apenas lo captó—. Seis meses.
—¿Seis meses, qué? —quiso saber. Notó como unos conejos los miraban con un morbo extraño, los ignoró.
—Llevamos seis meses siendo compañeros y siempre sabes cómo ayudarme —soltó una risa ahogada contra él—. Después de todo este tiempo siempre sabes qué hacer.
Nick rió, y con cariño frotó su mejilla contra ella.
—Siempre, Zanahorias —dijo—. Siempre sabré qué hacer.
Santiago estaba nervioso en el departamento de Albert, tamborileando sus garras contra el vidrio del comedor.
—Decídete, Santi —urgió Albert.
Santiago estaba tratando de decidirse desde ayer sobre si oír o no el audio en la memoria. El señor Mortati le había mandado un mensaje esta mañana para avisarle que había encontrado el USB y que había cumplido su encargo con éxito, con su respectiva paga depositada en la cuenta bancaria, y cuando le preguntó sobre si quedaron más rastro de ello, él se lo había negado.
Y su indecisión sobre si oírla o no estaba a punto de volverlo loco. Llevaba diez años trabajando limpiamente, sin ocultarle nada al que sea su cliente, y durante los últimos cuatro, que era lo que llevaba trabajando para Mortati, nunca le había ocultado algo. Eso era lo que le había dado su puesto.
Y ahora había hecho lo impensable.
Pasarse de curioso.
—Es que...
—¡Es que nada! —replicó el jaguar, golpeando la mesa con su pata, los anillos repiquetearon en el vidrio—. Quiero saber en qué lío me has metido, Santi.
—Yo también, es solo que... —Se reacomodó en su asiento, incómodo.
—¿Entonces qué esperas? —inquirió apuntando la memoria extraíble que estaba en su teléfono móvil, que a su vez estaba conectado a una laptop en la mesa—. Dame la jodida clave de acceso de la memoria.
Santiago miró los ojos avellana de Albert, buscando algo a qué aferrarse.
—Si él se entera, nos mata —advirtió.
—Eso me lo has dicho como diez veces —repuso el jaguar, rondando los ojos.
—Bien —suspiró y estiró la pata—; dame la pata. —El jaguar se la dio—. Podremos morir por eso...
—Ajá.
—Y...
—¡Dame la puta clave, Santiago! —espetó—. Deja de ser cobarde, puedes matar a tutilimundi, pero ¿no puedes darme un jodido código?
Santiago espiró y se la dio.
—S-A-L-I-G-I-A.
Albert tecleó las siete letras y la computadora dio un pitido. Santiago inspiró con fuerza y apretó el agarre, entonces el audio comenzó a sonar.
—Óiganme bien. —La voz la reconoció al instante, era la del señor Mortati—. Que esto no salga de nosotros...
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