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IV. Secretos

Vivir en un mundo sin percatarse del significado del mismo

es como deambular por una gran biblioteca sin tocar sus libros.

The Secret Teaching of All Ages.


Cuando salieron de Tundratown, Nick y Judy seguían hablando de su próximo destino. La jefatura quedaba descartada ya que si Bogo estaba en ella el regaño, que se ganarían sería enorme; por lo que sólo le quedaban dos destinos: el departamento de Nick o el de ella. Y puesto que Judy no tenía intención alguna de descansar, ambos optaron (o mejor dicho, obligó al zorro) por continuar la investigación en la casa de Nick.

Sin darle derecho a replicas, fueron directo a los suburbios de Sabana Central, donde el zorro vivía. Al cabo de unos quince minutos, arribaron. El departamento se encontraba en un décimo piso, tenía un suelo de azulejos blancos con puntitos negros que lo hacía parecer de mármol, varios muebles orejones y un gran sofá, y una enorme pantalla plana junto a una consola de videojuegos. No importaba cuantas veces ella haya ido a casa del zorro, siempre le impresionaba, y le hacía sentir que su minúsculo departamento era una madriguera.

Nick le indicó antes de entrar a su habitación que usara su portátil e investigara las citas. Judy asintió y, cuando la puerta del cuarto del zorro se cerró, encendió el ordenador. Al aparecer la «nube azul» de Windows, conectó su móvil al portátil y pasó las tres imágenes de las citas. No fue sino al momento de abrirlas en «Mis documentos» que una carpeta le llamó la atención.

Eran pocas las veces que Nick le permitía usar su portátil, tanto así que los contaba con los dedos de una pata, y no había visto mucho; ahora, que tenía acceso sin restricciones, notó cosas misteriosas. Era una única carpeta, con un solo punto de título. La cliqueó y al abrirse, ésta contenía dos carpetas, ambas con una única letra: «T» y «R».

En ese momento las imágenes de las citas pasaron a segundo plano. Esas carpetas podían contener algo del antiguo Nick. «Mi madre solía decir...»; «No recuerdo mucho [...] hubo caos [...] y luego...»; esas frases le retumbaban en la mente a Judy. Suspiró. ¿Sería capaz de ver qué había en ellas? ¿Irrumpiría la privacidad del zorro de esa manera?

No podía...

Pero por otro lado...

«Un pequeño vistazo no le hará daño a nadie», se dijo al mismo tiempo que abría la carpeta con la letra T.

Al principio se confundió, al ver que adentro había varias fotos, muchas. Una de una casa pequeña en un paisaje que se le hacía vagamente familiar, una de una zorra adulta y otras (muchas) con números. Primero pensó que la zorra era la pareja de Nick, lo que le causó una puntadita en el pecho, pero al mirar mejor se dio cuenta de que era mayor que él. «Cincuenta, ¿tal vez?» Sin embargo, le notó un parecido aplastante con su compañero; el más llamativo eran los mismos ojos verdes, entonces cayó en cuenta: era la madre de Nick.

Una extraña emoción la invadió, al fin sabía algo del pasado del zorro, y nada menos que su madre... o al menos, eso parecía. Al pasar la vista por las demás fotos todo encajó. No solo eran números, eran números de cuenta, transacciones, pagos y depósitos. Cliqueó una y pasó las demás con rapidez: envíos de cierta cantidad de dinero todos los meses, pagos de una propiedad y pagos médicos.

La puerta del cuarto de Nick sonó al abrirse. Judy, nerviosa, se memorizó la dirección que aparecía sobre la casa, cerró la carpeta y abrió el navegador para dar la impresión de que estaba investigando.

—¿Tienes hambre, Zanahorias? —preguntó Nick al llegar.

Con el corazón latiéndole como loco por la adrenalina de que la llegasen a descubrir, levantó la mirada de la pantalla hacia el zorro, quien llevaba unos shorts y una camiseta de manga corta con el lema «Sex Symbol», y asintió; una risilla se le escapó al leer la leyenda.

—¿Pizza? —Nick sonrió al notar que ella la leyó.

—La pregunta ofende. Mitad vegetariana.

—Deja la pido. —Él se fue a la cocina.

Mientas Nick fue a ordenar, Judy aprovechó y anotó en su móvil la dirección de la casa en la que posiblemente se encontraba la madre de él. ¿Por qué lo hacía? Ni ella misma lo sabía, pero algo, una extraña necesidad, la obligaba.

Quería saber más de él.

Cualquier cosa.

Luego de unos minutos Nick volvió y con decirle que en unos minutos llegaba la orden, se echó a su lado en el sofá.

—¿Algo interesante? —preguntó, asomando la mirada a la portátil.

—Te estaba esperando para buscar —mintió—, después de todo fuiste tú quien encontró lo de las otras citas.

—Ah...

—¿Cómo hiciste la última vez? —preguntó, rogando que no sonara tan descabellado como parecía y que él no se diera cuenta de su nerviosismo.

—Así. —Se inclinó hacia ella y tecleó la cita en el buscador. Estaba tan cera que Judy sintió el roce de su pelaje contra el suyo—. Solamente teclea la cita tal cual y abre el primer enlace.

Al abrir el primer link, fueron mandados a un perfil de un antiguo escritor: un camello llamado Samuel Taylor. Fue algo de ayuda porque descubrieron que la próxima víctima sería un camello, pero de allí nada de importancia. Sin más información no podían hacer nada. No tenían nombre, ubicación, nada.

Judy suspiró y se dejó caer por completo en el sofá.

El timbre sonó y Nick se levantó.

—Ya vuelvo —dijo, y se fue hacia la puerta.

Volvió con la caja de pizza que emanaba un delicioso aroma. Se sentó a su lado, la abrió y comenzaron a comer. Durante un rato se mantuvieron en silencio y aunque Judy debería estar pensando en el caso, sólo tenía cabeza para lo que vio sobre la supuesta madre de Nick. ¿Qué sucedió con ella? ¿Por qué Nick nunca la mencionaba si estaba viva?

—¿Qué sucede? —preguntó él antes de darle un mordisco a su trozo.

—¿Qué?

—Tienes ese ceño. —Le señaló la frente.

—¿Cuál?

—Ese. El que pones cuando estas pensando mucho en algo.

Judy parpadeó perpleja.

—¿Cómo... cómo dices?

Nick rió.

—Zanahorias, tú tienes... —Se tocó el mentón con un dedo con aires pensativos—, distintas expresiones. Justo ahora estabas con el entrecejo tan fruncido que tus cejas parecían una sola, y tu nariz se movía lento.

«¿Qué rayos?»

—¿Y tú estás pendiente de mis expresiones todo el tiempo?

—No siempre. —Se encogió de hombros—. Pero eres mi compañera. ¿Qué clases de pareja sería si no te conociera?

«¡¿Pareja?!», pensó sobresaltándose. Bueno, técnicamente pareja era sinónimo de compañero así que...

—Yo ni siquiera te conozco —soltó ella de improvisto, recordando la foto de la supuesta madre del zorro.

—Claro que sí, Pelusa.

—No, claro que no —replicó. «¡Detente!»—. Sé que te llamas Nicholas, tu edad, tus amigos y tu profesión. —«¡Cállate!»—. Pero no sé nada del antiguo tú. ¿Quién era antes? ¿Qué pasaste para que te volvieras un estafador? —«No le preguntes»—. Ni siquiera sé quiénes fueron tus padres, si viven o no. Yo te hablé de los míos, pero tu...

—Que yo sepa, no los conozco —repuso Nick, su personalidad bromista se esfumó—, todo porque, según tu, no me tolerarían.

—Igualmente te hablé de ellos. —Miró a Nick; sus ojos verdes parecían de piedra—. ¿Por qué tu no?

No era la primera vez que Judy se preguntaba eso, no sería la última tampoco. Cuando sus padres le preguntaban sobre Nick ella solo respondía lo mismo: «Es un buen compañero» y claro, no decía su especie.

Había veces que pensaba que Nick no confiaba en ella.

Antes se había guardado esas preguntas, sin embargo, ahora que al fin las dijo, obtendría respuestas.

—En la cafetería me dijiste que confiabas en mi, y ahora que te pregunto algo que siempre quise saber... ¿no me respondes?

—Zanahorias, no es fácil.

—¿Qué no es fácil? —se molestó—. Nick, he sido tu compañera por seis meses. ¡Seis! Hay pocas cosas de ti que me sorprendan. Incluso te entendí con lo de los exploradores. —Se llevó la pata a la mejilla por reflejo, tocando la cicatriz que le había hecho Gideon. De repente se sintió mal al exigirle la verdad a él, cuando ella no le había dicho de aquel evento.

Nick soltó un suspiro, y por un momento a Judy le pareció que fue de molestia, pero de improvisto se inclinó hacia ella, la tomó por las mejillas y le hizo mirarla. El enojo que estaba formándose se disipó en el momento que lo vio a los ojos; los muros emocionales se habían caído.

—Judy, mírame. —Recostó la frente contra la suya; sintió que el pecho le dio un pequeño vuelco—. No... —Su voz parecía quebrada, como si le doliera hablar de ello—. No te he hablado de ellos porque... es difícil. No es que no confíe en ti, lo hago; como ya te dije, yo pondría mi vida en tus patas sin pensarlo dos veces. —Suspiró y su aliento le hizo cosquillas sobre los labios—. Sólo que no estoy preparado. Es muy duro para mí. —Se separó de ella y esbozó una sonrisa—. Todos tenemos secretos, Pelusa—. Le movió un poco la pata y consiguió acariciarle la cicatriz de su mejilla; ella sintió un escalofrío—. Y por lo visto, no soy el único.

Nick se levantó del sofá y caminó a su cuarto; la puerta sonó al cerrarse. Judy se quedó estática. Era la primera vez que veía al zorro tan indefenso. Como si toda esa seguridad de siempre fuera una coraza, y de hecho ella sabía que así era. Había llevado al zorro tan lejos que le mostró una faceta tan de él que la hizo sentir mal.

Apagó el portátil y lo dejó sobre el sofá. Se levantó para ir a darle una disculpa a Nick. Sin embargo, cuando llegó al pomo de la puerta se lo pensó dos veces.

No. Debía hacerlo.

Abrió la puerta. De las tres habitaciones que tenía el departamento del zorro, la de Nick era la más espaciosa, seguida por la de Finnick y la de huéspedes, que era donde, a veces, Judy se quedaba. El cuarto de Nick era, obviamente, de color verde; un estante en la pared tenía algunos libros, unos viejos, gastados y amarillentos, y otros nuevos; en la otra pared una gran ventana que daba a los demás edificios. La cama era grande, tamaño oso, supuso Judy; y Nick estaba tendido en ella, con un brazo cubriéndole los ojos.

—¿Sucede algo, Zanahorias? —preguntó sin moverse al sentirla entrar.

—Yo..., pues... —Judy estaba sin palabras.

Nick, con su pata libre, dio varios golpecitos en la cama, junto a él.

—Ven. Siéntate un momento.

Algo dudosa, ella lo hizo.

—No tienes que disculparte, Pelusa —dijo cuando ella se hubo sentado.

—¿Cómo sabías...?

—Te dije que te conocía —repuso, un poquito más alegre.

—Pero...

—Judy —la interrumpió—, la curiosidad no es mala; y siendo policía es hasta sana. —Soltó una suave risa.

Se hizo el silencio entre ellos.

—¿Te vas a quedar o te llevo a tu casa?

Judy lo pensó y optó por quedarse, después de todo, ella tenía un uniforme extra.

—Me quedo.

—Bien.

Cuando iba a decirle que se acostaría en la habitación de huéspedes, la puerta principal sonó.

Un estruendo al cerrarse y risas bobaliconas.

Le tomó unos segundo darse cuenta de quiénes eran, el tono de voz la ayudó a reconocerlos: el grueso y grave de Finnick y el tono alegre de Al; y por lo que parecía, estaban ebrios.

Nick se sentó en la cama, con expresión sorprendida.

—Zanahorias —le susurró—, hazte la dormida.

—¿Qué? —se extrañó ella.

—Hazte la dormida.

—¿Por qué?

—Por Finnick y Al.

—¿Y qué pasa con ellos?

Él se pasó una pata por el rostro, molesto.

—Zanahorias, ambos están tomados. —Y como prueba de su afirmación se oyeron dos gritos coreando el nombre del zorro—. No estarán quietos hasta que se lleven a alguien con ellos. Si no soy yo, serás tú. Mira, no te estoy tirando los tejos (ya quisieras) solo te estoy previniendo.

Judy se quedó en silencio, considerando la propuesta, mientras en la sala se oían los alaridos de ambos. Cuando se escucharon más cerca, Nick la jaló contra él y ambos cayeron en la cama. Ella lanzó un gritillo ahogado cuando el zorro la pegó contra él y le pasó la cola por la cintura.

¿Qué diablos hacía?

Y aunque le molestó su osadía, no negaría que la suavidad de su cola le gustaba.

—No te muevas y hazte la dormida —murmuró Nick con un tono sin derecho a replicas.

Al cabo de unos segundos la puerta de la habitación se abrió con un estrépito, Nick cerró los ojos y Judy le siguió; por cómo el agarre de su cola se tensó, el zorro estaría rogando a que ellos creyeran la farsa.

Silencio.

—Ah, caray —dijo Al.

—Y sabía que, hip, esto pasaría —siguió Finnick, burlón.

«¿Qué se supone que pasaría? ¿Qué quería decir con eso?»

—¿Los despertamos?

—No... —Finnick se quedó un momento en silencio, como pensando—. No. Si yo, hip, fuera él, no quisiera que me, hip, despertaran.

—Más para nosotros —dijo Al, alegremente.

—¿Vamos al bar de aquí?

—No; conozco uno que inauguró hoy.

—¿Sí? —preguntó Finnick—. ¿Dónde?

—A dos calles de Saligia, pero no el de aquí, sino el de Distrito Nocturno. Y como recién abre, están sirviendo gratis.

—¡Vamos, pues!

Ambos se fueron soltando carcajadas sin sentido. Cuando la puerta principal se cerró Nick soltó el aire que estaba reteniendo y Judy se revolvió, riéndose.

—Me haces cosquillas —dijo.

Nick pareció darse cuenta de cómo estaba y la soltó de inmediato, mas ella no se levantó, sólo se giró y se quedó viéndolo.

—Tenías razón —sonrió ella.

Por un momento, todo se detuvo. Él fijó sus ojos con los suyos y Judy se sintió atrapada por esos verdes que resaltaban con su pelaje rojizo, era como jade y fuego.

De repente el corazón le dio un brinco.

«¿Qué rayos? —se sorprendió.

»¡Tu deber es bombear sangre, no emocionarte. Cumple con tu trabajo!»

Y como si el corazón le protestara, empezó a latir más rápido cuando volvió a ver al zorro.

—Bueno, ya se fueron —dijo él, vacilante.

—Sí —convino Judy.

—Ajá.

Silencio. Solo eran ellos dos viéndose.

—Creo... creo que iré al cuarto de huéspedes —dijo ella al fin.

—Quédate —soltó Nick de improvisto; Judy lo miró sorprendida—. Claro, si quieres —añadió para aligerar la tensión—. Digo, quién no querría. Zanahorias este honor no se lo concedo a cualquiera.

Luego de un instante, ella rió.

—Muy bien, torpe zorro.

—Coneja astuta.

Nick se alejó un poco de ella y duraron un rato en silencio; cuando a él ya se le cerraban los ojos por el cansancio, lo llamó.

—Nick, no puedo dormir.

—¿Y qué quieres que haga?

—Algo.

—Oh disculpe, my lady, ¿quiere la señorita un té, o mejor un cuento? —ironizó Nick.

—Lo segundo estaría bien.

—Claro, Zanahorias. Ya mismo.

—Hablo enserio —replicó Judy.

—Yo también. —Se acomodó en su almohada.

—Nick.

No respondió.

Judy frunció el ceño, tomó la almohada y le dio con fuerza al zorro.

—¡Nick —le llamó, dándole otro almohadazo; lo estaba disfrutando—, no me ignores! —Otro almohadazo—. ¡Nick! —Al tercer golpe él aceptó a regañadientes.

—Bueno, bueno —dijo, se giró y ambos quedaron de medio lado, buscando los ojos del otro. De nuevo ese brinquillo en el pecho—. Cierra los ojos.

Judy lo hizo y el comenzó.

—Había una vez un niño...

—¿De qué especie?

—La que prefieras.

—Vale.

—El niño siempre tuvo una familia que lo quiso incondicionalmente —prosiguió con voz incrédula, como si de verdad estaba haciendo eso—. Su madre siempre preparaba cosas deliciosas y su padre le leía mucho. Al niño le gustaba que el padre le leyera, y cuando él aprendió, se propuso a leer todo lo que había en la casa.

»Eran libros complicados y muy gruesos, pero al niño le gustaban. Leyó mucho. Poemas, novelas cortas y largas, odas y mucho más. Un día el niño hizo una lista con las palabras que no entendía y se la mostró a su padre, entre ellas había una frase que le llamaba más la atención y el padre le dijo qué significaba: «ante todo no hacer daño». Y cómo le gustó el significado la aplicó toda su vida. Si lo segregaban, no se enojaba. Si se reían de él, no se enfadaba. Nunca lastimó a nadie.

»Creció siendo bueno y sin causar daños a nadie. Un día animales crueles, muy crueles le hicieron daño y cuando llegó a casa llorando sus padres lo consolaron. Nunca se sintió más querido. Luego días después, animales malos empezaron a causar daños en donde el niño vivía, haciéndolo sentir miedo.

»El padre tuvo que salir para conseguir algo con lo que subsistir, pero sabía que salir era muy arriesgado, y al ver la preocupación en el rostro de su hijo, se agachó y con un abrazo se despidió. Horas después el niño veía por la ventana, esperándolo, con uno de los libros favoritos del padre en su regazo; era viejo y desgastado y el tiempo estaba decolorando a amarillas las páginas. De pronto la puerta sonó y cuando la madre abrió, el mundo del niño se derrumbó.

»El padre trajo muchas cosas, pero tenía una herida en el costado, y un líquido rojo le caía de allí. Logró cerrar la puerta con seguro antes de que las piernas lo traicionaran y cayera al suelo. La madre lloraba tratando de ayudarlo, pero éste negaba con la cabeza. El padre le dio un beso a la madre y un abrazo al pequeño; les dijo que los quería. Sin embargo, cuando abrazó al niño le susurró al oído una de las palabras de la lista, la cual se adecuaba a la situación: sacrificio por el bien común, en este caso, el bien del niño y la madre. —Hizo una pausa—. Fin.

Judy quien durante todo el relato mantuvo los ojos cerrados y con el ceño fruncido según transcurría, abrió los ojos de golpe.

—¿Fin?

—Sí. Fin.

—No puedes dejarlo ahí —se quejó—. Falta el desenlace, ¿qué pasó con el niño? ¿Y qué clase de historia es esa al fin y al cabo?

—Puedo y lo hice —repuso Nick, burlón—. Es mi historia y puedo terminarla como quiera. ¿No querías un cuento? Pues ahí lo tienes. Además —añadió con una sonrisa socarrona—, usa esa martirizante cabecita tuya para saber qué pasó con el niño. Ahora a dormir.

Judy resopló inconforme.

—No puedes dejarme con la duda.

—Será tu deber averiguarlo.

—Pero...

—Zanahorias. —Bostezó—. Duérmete. Necesito mi sueño reparador, Bogo no nos la pondrá fácil mañana.

Fue entonces que todo lo ocurrido hoy la golpeó como el gancho de un boxeador: la extraña posición del cuerpo de Gabriel, la sorpresa, Bogo... Oh, dulces galletas con queso, Bogo; el castigo de mañana no será agradable.

Se abrazó a sí misma para darse fuerza y Nick, como percibiendo sus dudas, le pasó la cola por la cintura, y esta vez no se molestó, solo disfrutó la suave y algo picosa textura. Suspiró. ¿Qué sería de ella sin el vulpino?

Y poco a poco, con el reconfortante calor que Nick emanaba, empezó a quedarse dormida.



Faltaba poco para el medio día y ambos se hallaban en la puerta del departamento del padre de Aloysius, que se encontraba a unas tres calles de la Universidad de Zootopia, que a su vez, se hallaba en el Centro. Nick aún no podía creerse cómo terminaron allí, y sólo le bastaba con repasar los hechos para ver que eso era descabellado.

Se había despertado fresco y con la luz del sol que se colaba por la ventana y traspasaba las delgadas cortinas. Parpadeó confuso por su agraciado despertar, incluso llegó a pensar que era fin de semana. Cuando se levantó, se sorprendió; su cuarto estaba patas para arriba, más específicamente su librero. Se levantó de golpe con el corazón latiéndole desbocado, no por el desorden, ¡ja!, eso no era nada comparado con la habitación de Finnick, sino por un libro en específico. Se arrodilló y buscó su antiguo ejemplar de La Divina Comedia que era de los primeros libros que había leído y le guardaba un enorme cariño. Cuando lo encontró, lo levantó con cuidado y lo colocó de nuevo en la repisa; estaba viejo y amarillento.

Miró la hora del reloj digital del cuarto y tragó grueso, eran las once de la mañana, iba tarde, muy, muy tarde. Oyó el pitido del microondas. Extrañado, salió a la sala, y cuando la vio por poco le pregunta qué hacía allí, pero recodó todo lo que pasó la noche anterior y se abstuvo. Judy estaba inmersa en el portátil, renegando por lo bajo; cuando vio a Nick, sonrió.

—Hola —había saludado.

—Hola —había dicho él, aún confundido por todo—. ¿Qué haces?

—Investigando. —Nick notó que ella tenía un conjunto distinto al de ayer. Ahora llevaba un mono deportivo negro que se ajustaba a sus piernas y una camiseta lila que resaltaba sus ojos—. Cámbiate, que tenemos que salir —avisó.

—¿Salir? ¿A dónde? —Cada vez entendía menos.

—A investigar —aclaró ella—. Cuando llegué hace tres horas de correr y cambiarme llamé a Al con tu móvil para pedir la dirección de su padre. —Señaló el teléfono en la mesa—. Por cierto, creo que deberías poner una clave más difícil que «moras».

¿Qué ella hizo qué? Sacudió la cabeza sin entender aún por qué no se preocupaba por la hora. Por lo general, Judy se ponía a regañarlo sin tregua cuando llevaban cinco o diez minutos tardes, ¿pero cuatro horas? No. Algo andaba mal allí.

—¿Tú fuiste quien dejó mi cuarto como zona de guerra? —preguntó, entrecerrando los ojos—. ¿Sabes que son las once, verdad?

—Sí. —Judy se encogió de hombros—. Y con la hora, pues, si igual nos van a amonestar, mejor que cuando lleguemos lo hagamos con algo que movilice la investigación. ¿No?

Nick sonrió. Cuando creía que nada de ella lo sorprendería le sale con eso.

—¿Quién eres y qué hiciste con Zanahorias? —bromeó.

Judy sonrió.

—Zorro bobo.

Nick le devolvió la sonrisa.

—Me doy cuenta que estas en la faceta rebelde. Quién sabe si mañana llegas toda tatuada y ebria hasta las orejas.

Ambos rieron.

—Cállense —susurró Finnick, enojado, saliendo de la cocina con un trozo de pizza en un plato; se llevó la pata libre a la cabeza—. ¿No ven que tengo ratón?

—¿Qué? —preguntó Judy.

—Resaca —aclaró Nick.

Judy asintió formando una «O» con los labios, Nick se dio cuenta que tenían un ligerísimo brillo morado, tan ligero que no llegaba a labial. Se preguntó si sabría a moras y al instante se reprendió por ello. ¿Qué hacía pensando aquello? Se dio media vuelta y fue a bañarse. Una ducha fría le quitaría esas ideas.

Y de eso hace una hora.

Ahora, a cinco minutos para el mediodía, se hallaban en la puerta del padre de Al. Tocaron el timbre.

La puerta se abrió a los dos minutos y un lobo apareció. Era un lobo gris, tan oscuro que parecía negro, ojos ámbar con motecitos verdes y mirada penetrante, tenía varias manchas blancas: una en alrededor de un ojo, otra que le abarcaba la mitad de una oreja y en ambas patas, las cuales sostenían un bastón negro. Vestía el atuendo típico de un profesor: pantalones informales, jersey de cuello alto y una chaqueta con parches en los codos.

—¿Puedo ayudarlos? —preguntó, su voz, aunque gruesa y grave, sonaba como si susurrara, lo que le daba un aire misterioso.

—Buenas tardes —habló Judy—, soy la oficial Hopps y este es mi compañero, el oficial Wilde. ¿Es usted el padre de Aloysius?

El lobo suspiró.

—¿Qué hizo ahora?

—No, señor, no es por él —aclaró Judy—. Venimos por usted. Verá, señor Scaledale, estamos en una encrucijada. —Le hizo un rápido resumen sobre lo que sucedía, haciendo énfasis en las citas—... y dado que usted es profesor de literatura creímos que podría ayudarnos.

El señor Scaledale se llevó una pata al medallón que le colgaba del cuello, era de oro y tenía una inscripción: «R y C». «Como la de Al», pensó Nick. Sonrió, y al hacerlo sus rasgos serios se perdieron, era igual a Al.

—Pasen adelante. —Hizo una seña para que lo siguieran dentro.

Al pasar, a Nick le pareció que el departamento del profesor era parecido al suyo, aunque más acorde a la edad. Los guió a su estudio y Nick ahogó una expresión de sorpresa. Era una habitación repleta de libros y documentos, había, en dos de las paredes, dos estanterías que llegaban al techo y estaban repletas de libros; en otra pared había reconocimientos de todo tipo, literatura, deportes, premios, e inclusive, de otros países. Y en el centro, un escritorio de madera pulida.

Tomó asiento tras el escritorio.

—Donovah. Donovah Scaledale —se presentó; entrecruzó sus patas sobre el escritorio y Nick notó un anillo de obsidiana con una balanza grabada—. Permítanme ver esas citas.



En un lugar de la ciudad, en un despacho, un animal estaba realizando una llamada por teléfono. El tono sonó varias veces, luego contestaron.

Ufficio de Ignazio Vettra —contestó una voz femenina.

El animal suspiró, molesto, tenía otras cosas en la mente como para hablar con la secretaria de su contacto.

Eugenia, sono Mortati.

Ciao, signor Mortati —dijo la secretaria—. Cosa succede?

Eugenia, devo parlare con Ignazio. Sei con Vettra ora?

. —Hubo una pausa y el sujeto oyó cómo la secretaria le informaba a Ignazio de su llamada—. Mi dispiace, signor Mortati —empezó a decir ella.

¡No —cortó Mortati, sabiendo que ella colgaría—, devo parlare con lui! Eugenia —añadió él con tono amenazante—: io. Ignazio. Ora.

A través de la línea se oyó cómo Eugenia le decía a Ignazio que no podía esperar, y luego respondió él.

Ciao... —dijo dubitativo.

Mortati sonrió, enfadado.

—Espero buenas nuevas.

Mortati, parlare italiano, per favore. Eugenia...

—¡Y una mierda! —espetó Mortati—. Me importa un carajo si ella se entera de quien eres realmente. ¿Avanzaste en algo?

—No. Hemos aumentado la dosis y sólo causamos que quieren la ingieren casi mueran. En pastilla no les afecta. Necesito más tiempo.

Mortati se llevó una pata a la sien.

—Mira, Brunner, más te vale encontrar la manera de que sea plausible. No quiero que mueran, quiero que se hagan adictos.

—Pero Mortati, no es fácil, la última versión los deja como drogados, pero les sobrecarga las terminales nerviosas. —Su socio se oyó más tenso—. Más tiempo, es lo que pido.

—Brunner, si los jodidos indios pueden casi drogarse con eso, tú puedes volverla una droga. Tienes una semana más o más te vale que busques tu octavo nombre. Por cierto, Ignazio es horrible. Yo que tú me hubiera puesto..., no sé, Miguel Angelo. —Y colgó sin dar tiempo a que replicara.

Mortati se frotó el entrecejo y suspiró tratando de calmarse. Abrió un folió de su escritorio y miró su contenido. Presionó un botón de su comunicador y al cabo de unos minutos un zorro de ojos azules, vestido con un traje negro, apareció.

—¿Me llamó, señor? —preguntó.

Mortati sonrió.

—Santiago, necesito que hagas algo por mí. —Se levantó y le entregó la carpeta—. Allí está todo especificado. Y quiero resultados.

—Sí señor —asintió Santiago—. ¿Algo más?

—Sí. —Suspiró—. Ve a recogerla. Debe de haber llegado ya.

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