II. Aloysius
La vida es corta y la sabiduría lenta de ganar.
Cazadores de Sombras – Renacimiento: Lady Midnight. Cassandra Clare.
Los primeros rayos del sol matutino entraron por la única ventana del departamento de Judy, iluminando poco a poco el lugar y las pequeñas motitas de polvo danzarinas en el aire. Cuando el viento sopló y pasó por la entreabierta ventana y trajo consigo los primeros sonidos de la ciudad despertándose (autos encendiendo, negocios abriendo), la coneja se revolvió un poco. Se sentía cómoda, tenía una mullida manta que la protegía del frío y el aire cálido de la calefacción le hacía cosquillas en el cuello.
Por un momento creyó que estaba acampando con su familia bajo las estrellas del campo, como cuando era niña, con una manta gruesa y de un tamaño gigantesco, y claro, el murmullo de sus otros hermanos.
Pero ella no tenía una manta tan suave y la calefacción estaba dañada desde hacía un mes. Tanteó la zona y su pata tomó algo suavecito, apretó un poco, también era esponjoso y calentito. Apretó con más fuerza y sintió un cosquilleo en la nuca, como una risa. ¿Qué demonios?
Al mismo tiempo que abría los ojos lanzó una patada hacia atrás. Algo cayó de su cama y dio un grito ahogado. Se volteó y vio a Nick en el suelo sujetándose el estómago con una mueca de dolor.
El cruzó mirada con ella y sonrió.
—Buenos días... Zanahorias —dijo, tratando de que no se le notara el dolor, sin éxito—. Amaneciste enérgica, ¿cierto?
¿Nick? ¿Qué diablos hacía Nick allí?
Iba a reclamarle sobre cómo entró y qué hacía con ella durmiendo en la misma cama cuando lo recordó. La llamada de anoche, el que él le trajera algo para comer, cuando le contó sobre lo que descubrió de las citas, cuando ella le pidió que se quedara y el haberle ofrecido dormir con ella. ¿Realmente Nick durmió con ella? Bueno, ya lo habían hecho, aunque esa vez fue en el sofá del zorro; no entendía por qué se sentía escandalizada. Entonces eso suave, ¿era la cola de Nick? Se miró las patas, abriéndolas y cerrándolas, recordando la sensación tan peculiar.
Cuando cayó en cuenta de lo que hacía se ruborizó levemente, más por el hecho de que tuvo suerte en tomarle la cola y no otra cosa. ¿Qué hacía ella pensando en la sensación de la cola de Nick?
—Nick —dijo, y la voz le salió muy aguda, casi un chillido; carraspeó y volvió a hablar—. Nick.
—Dime, Zanahorias. —Logró ponerse de pie, aunque adolorido.
—Lo siento —se disculpó ella—. Fue solo...
—¿La emoción del momento? —preguntó, arqueando una ceja y con una sonrisa naciéndole en los labios.
—Más bien la sorpresa —reconoció Judy; se puso de pie sobre la cama y se llevó las patas a la cintura—. ¿Qué hacías abrazándome con la cola? —Recordó la sensación y se sonrojó un poquito; rogó que el zorro no lo notara.
—Tenías pesadillas —respondió Nick, se estiró con una mueca y la camisa se le levantó un poco. Judy vio un poco del abdomen de él—. Así que te eché la cola. —arqueó una ceja, contrariado—. No. Eso suena mal. Te cubrí con mi cola, sí, mejor; y dejaste de gemir de miedo. ¿Qué soñabas, Zanahorias? Porque como estabas, no era algo placentero.
Judy hizo memoria y recordó. La escena en la jefatura con el carnero se repetía y en lugar de ser sólo un chorro de sangre, era un mar que la engullía, luego Nick la sacaba de ese mar escarlata y la abrazaba como en la estación, protector; y después él la llamaba y desparecía, dejándola caer de nuevo en el mar rojo. Reprimió un estremecimiento sin saber qué debía de significar ese sueño. Aunque reconocía que después durmió como una piedra.
Hizo un movimiento de indiferencia con la pata.
—Nada importante.
Rogó que él se lo creyera y no preguntara, lo menos que quería era relatar el sueño. Al parecer Nick lo percibió porque se encogió de hombros, risueño.
—¿Quieres hacer algo? —preguntó luego de un rato—. Tengo el día libre.
—Tenemos —rectificó ella—. Bogo me dio el día libre a mí, y por consiguiente, como eres mi compañero, a ti también te... ¿por qué te desvistes?
Nick, quien estaba quitándose la camiseta, la miró extrañado.
—Porque voy a ducharme, lógico —dijo, como si fuera lo más normal del mundo.
—¿Y cuando me pediste la ducha? —Judy se llevó las patas a la cintura.
Nick se encogió de hombros
—Vamos, Pelusa, somos amigos. Lo mío es tuyo. Lo tuyo es mío. Compartir es vivir.
Judy negó con la cabeza con una sonrisa tironeándole de los labios. Ese zorro siempre sabía que decir, y cuando Nick vio la sonrisa que se le dibujaba, sonrió también. Tomó una toalla cercana y entró al cuarto de baño. Judy, en cambio, fue a la cocina por un merecido y revitalizante café. Mientras lo preparaba escuchó el sonido del agua corriendo.
A la vez que esperaba que el café estuviera listo y el sonido del agua de la ducha inundaba el silencioso lugar, no dejaba de pensar en los asesinatos y las citas. Algo que había pensado cuando salió de la jefatura fue que ambos cuerpos, además de la cita, compartían algo en común: la puñalada en el estómago. Y, dedujo ella, eso no era para matarlos, era para reducirlos; una herida punzocortante en el estómago produce una muerte lenta... lo que le daba el tiempo suficiente para matarlos de otra manera: la verdadera. Y dependiendo de la manera de morir podían o no dejar un mensaje.
Y para agregar, la similitud con el modo de inhabilitarlos indicaban que el asesino no era común, que actuaban en un arrebato de ira, placer u otra emoción, sino que era calmado. Eran los metódicos los que, según le enseñaron en la Academia, eran más peligrosos. Se tomaban su tiempo para no dejar nada que los ligara a ellos. Eran inteligentes.
También estaba el asunto de las citas. ¿Por qué las dejaba? ¿Eran un indicio, un preludio, o una burla? Pero sobre todo, ¿cuál era el motivo para matarlos; y cuántos más morirán?
—Nick —le llamó—, ¿cuántas víctimas crees que habrán?
—No lo sé, Zanahorias —respondió él, elevando el volumen para sobreponerse al sonido del chorro—, pero por como deja las citas; varias.
—¿Crees... crees que sean ocho o... o nueve?
Ahora que lo pensaba, Miranda no tenía razón aparente para dejar ese número escrito, la única posibilidad era... era que ella supiera cuantos eran, y si era así, sabía quiénes eran.
Los conocía. Se conocían.
Una conexión.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Nick.
Judy no respondió de inmediato. Todo este asunto la inquietaba y ella no pensaba con claridad así. Caminó por la cocina, meditando la posibilidad de que las actuales y próximas víctimas se conocieran.
Quizá fue sin querer. O puede que algo en ella, en un rincón inexplorado de su subconsciente, sabía hacia dónde iba y para qué. Judy no estaba segura. Pero, en cualquier caso, ya era tarde. Acababa de notar que Nick había dejado la puerta del baño entornada y vio por el hueco.
Nick estaba de espaldas, duchándose, desnudo. La indiscreta cortina de baño se había quedado a medio camino, por lo que era perfectamente visible un generoso trozo por el que el agua bajaba hacia donde la espalda pierde su nombre. En cualquier otro momento lo hubiera reñido, pero la bandada de mariposillas en su estómago se lo impidió. Empezó a recordar la textura tan cómoda de la cola de él y, al darse cuenta de lo que hacía, sus mejillas ardieron.
Nick, mientras tanto, seguía hablando, ajeno a todo lo que sucedía, pero para Judy su voz sonaba lejana. De hecho, le costaba entender.
«Palabras, respóndele.»
—Zanahorias, ¿estás ahí?
«No, enserio: ¡RESPÓNDELE! ¡YA!»
—¿Pelusa?
Durante varios segundos que a Judy se le hicieron eternos, lo único que se oyó fue el sonido del agua golpeando el suelo. Luego se detuvo; Nick cerró el grifo.
—Judy, ¿pasó algo? —preguntó preocupado.
—No... estoy bien —respondió al fin, con un tono de voz apenas audible.
Ella volvió en sí al escuchar el pitido de la máquina, buscó dos tazas y sirvió, en un intento de mantener su mente ocupada. Lo menos que quería era que Nick descubriera que lo había estado mirando por error, porque era un error, ¿verdad?
Nick salió del baño ya vestido y con el pelaje aún húmedo. Ella le tendió una taza.
—Bueno, Zanahorias —dijo, tomando la taza—. ¿Te parece si pasamos por la jefatura? —Tomó un sorbo—. Porque veo que tienes el caso en la mente.
—Bi-bien —asintió, y le dio la espalda a Nick; trató de parecer serena aunque su interior fuera un revoltijo de nervios de los cuales ella no sabía su procedencia—. Deja me cambio. Ya-ya vuelvo.
Nick dio otro sorbo, al parecer sin notar nada raro en ella. Al parecer, pero con él nada era seguro.
—Aquí te espero.
Cuando llegaron a la jefatura, Nick la notó con el mismo bullicio y movimiento que normalmente había. Al parecer ya se sabía que el caso de los homicidios era de ellos. Ben saludó a ambos como siempre y luego le preguntó a Judy si estaba bien; ella asintió.
Sin embargo, Nick notaba algo raro. De por sí su... peculiar amanecer, la puso de un raro humor, no fue hasta que él salió de la ducha que ella se mostró rara. Antes de salir del departamento, ella no habló, y durante el recorrido a la estación la pescó varias veces lanzándole miradas furtivas; aunque no le dijo nada, sí era algo fuera de lo normal en ella.
Después comenzó el típico parloteó entre ella y Ben: «¿Viste que Gazelle va a sacar un nuevo disco?»; «Sí; y haré lo que sea para tenerlo. Lo que sea», y ambos se rompieron a reír. Nick solo rodó los ojos y esperó. Pasó la vista de aquí para allá; en un lado los novatos corrían con prisa por el vestíbulo cargando torres de informes en un precario equilibrio y otros huían para que no los escogieran para parquímetros, y Nick los comprendía. En otro lado Delgato llevaba arrestado a un zorro de mármol que trataba de convencerlo: «Yo no le vendí esa hierba de gatos a esos leones. Se las regale porque... era para fines medicinales. Ya me conoces, Delgato. Yo siempre ayudo a la comunidad», y cómo no le prestaba atención comenzó a gritar: «¡Quiero a mi abogado!»; por otra parte, McCuerno y Colmillar iban a salir a patrullar.
Dejó de otear la jefatura y siguió observando a Judy y Ben. Ambos gesticulaban al hablar y de tanto en tanto Judy sonreía. Ella llevaba unos jeans con rasgaduras, una camisa azul oscuro y un suéter negro; parecía una de esas muñecas de porcelana. Algo en ella lo hipnotizaba, obligándolo a memorizarse cada detalle de ella: el cómo cuando estaba feliz o emocionada sus ojos lilas brillaban de tal forma que parecían dos amatistas, la manera en cómo se le formaban hoyuelos al reírse, cómo...
Se detuvo en seco. ¿Qué estaba pensando? ¿Qué hacía él pensando en eso?
¿Por qué de un tiempo para acá lo asaltaban esos pensamientos?
Ben le entregó a Judy una carpeta y ella se volvió hacia Nick, sonriendo.
—Vámonos —dijo—, tengo copia de los expedientes de Miranda y Buck, y de las citas.
—Vámonos, entonces. —Nick se despidió de Ben con un ademán; ambos caminaron hacia la puerta—. ¿Algo interesante? —preguntó, cuando ella revisaba.
Judy asintió y ambos salieron. Nick comenzaba a sentir los inicios de suplicas de su estómago por comida y, aprovechando que Al trabajaba cerca, optó por ir a la cafetería.
Mientras ella seguía concentrada en la carpeta y murmurando cosas ininteligibles, Nick la fue guiando por las calles del centro, cambiándola de dirección con la cola; era algo cómico para el zorro.
Al cabo de girar varias calles y torcer en esquinas llegaron a una cafetería de ladrillos rojos, una de ellas tenía un enorme ventanal que dejaba ver la ciudad, y tenía un techo de tejas doradas superpuestas. Entraron por unas puertas dobles de cristal que tintinearon al abrirse, al chocar con la campanilla. Dentro, el ambiente era acogedor, lo que le recordó a Nick las navidades cuando era pequeño, con su madre trayéndole torta de Selva Negra y chocolate caliente con un malvavisco dentro. Sintió en el pecho una fuerte punzada de dolor y nostalgia.
La guió hasta una de las mesas que daban al ventanal; y ella aún seguía sumergida en el folio.
—Zanahorias, siéntate —le pidió Nick.
Judy alzó la vista y se sorprendió. Miró con cautela el lugar, identificándolo, como sospechando de qué forma se transportaron de la jefatura a ese sitio, y luego miró a Nick.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
Él no pudo hacer menos que reír.
—En una cafetería, Pelusa —respondió sentándose—. Tengo hambre y supongo que tu también.
Judy no discutió, sólo se encogió de hombros y se sentó. Nick buscó con la mirada a Al y, al encontrarlo, dio un asentamiento.
—Bueno, Zanahorias, quiero que me cuentes qué hallaste. —Al le sonrió al fondo y se encaminó hacia ellos con menús en pata—. Pero ahora, quiero que conozcas a alguien.
El animal estaba camino a su próximo objetivo. Sabiéndose complacido y decepcionado; complacido porque su justicia iba como lo tenía planeado, pero decepcionado porque aún no aparecía nada de los otros dos en los medios. Aunque en el fondo suponía el porqué. Los policías de seguro no entendían nada o aún no habían comprendido del todo; y eso que él dejaba las citas. Las citas que dejaba con los cuerpos eran muy obvias: o indicaba el animal que seguía, o el lugar donde moriría, o cómo se sentía. Y aún así, ellos no entendían.
Es mejor así, se dijo.
Se encontrada recostado en un poste de luz que estaba recubierto por una fina escarcha, esperando a su víctima. Por suerte, su ropa hecha a medida para que no se supiera nada de él, lo protegía del frío. Su arma predilecta estaba dentro de su capa (aunque para él era cómo un hábito) y la cita en su bolsillo; no entendía por qué los animales usaban armas de fuego, cuando las blancas tenían su encanto.
En el momento en que su objetivo se separó de un grupo de iguales, procedió a seguirlo. Al girar en una esquina un fuerte dolor lo invadió, era como si le clavaran en el pecho decenas de cuchillos calientes.
«No ahora», pensó.
Se detuvo un momento y respiró con lentitud hasta que el dolor remitió. Se llevó una pata al cuello, donde colgaba su único recuerdo de su pérdida. De la razón de sus acciones. Lo tocó con cariño, le pasó el pulgar con anhelo y cerró los ojos un momento, recordando.
—Pronto —murmuró para sí—. Muy pronto.
Volvió en sí y apretó el paso para no perder de vista a su blanco. Una vez que estuvo casi a punto, metió su pata en la capa y sacó su arma. Se colocó detrás de su objetivo y se aseguró de que no hubiera nadie alrededor de ellos.
—¿Gabriel Bearash? —preguntó.
El mencionado se volteó.
—Sí.
El animal sonrió y se bajó la capucha. En un rápido movimiento le clavó su arma en el estómago. Gabriel se sorprendió y tomó su pistola, pero cuando lo apuntó, el efecto del concentrado hizo efecto. El oso soltó su arma y cayó de rodillas con una mueca de dolor.
El sujeto se agachó y tomó a Gabriel de la barbilla, obligándolo a verle; el destello de un adorno en su dedo cegó a Gabriel.
No hicieron falta palabras, el oso entendió con verlo a los ojos que no saldría vivo.
—Zanahorias, Aloysius. Al, Judy —los presentó Nick.
Judy se quedó mirando a Aloysius. Era un lobo marrón claro de ojos tan oscuros que parecía que el iris se le fundía con la pupila, de aspecto fuerte y mirada traviesa, y por su sonrisa supo que era, al igual que Nick, un bromista nato. Vestía el uniforme de la cafetería, vaqueros grises y camiseta color miel, con el identificador que rezaba: «Aloysius (Al)». Del cuello le colgaba una cadena con un medallón de oro cuya inscripción era: «R y C».
—Judy Hopps. —Ella le estiró la pata.
El la imitó. Judy notó que en la pata derecha tenía, en la muñeca, un brazalete de plata con «Acheronta movebo» grabado, y en su dedo anular un grueso anillo hecho de una piedra negra («¿Obsidiana, tal vez?») con una balanza grabada.
Se la estrechó.
—Aloysius Scaledale —dijo él—, aunque prefiero que me llamen Al. Un placer.
—¿Aloysius?
—No. No. —Sonrió—. Se pronuncia Aliu-sius. No te preocupes, es un error común.
—Oh, bien —asintió Judy.
Al se volvió hacia Nick.
—¿Dónde estabas anoche? —le preguntó, con un deje de reproche, aunque sin perder la sonrisa—. Finnick y yo te fuimos a buscar para ir por unas frías, pero no estabas.
—Estaba con Zanahorias —respondió, señalando a Judy con un gesto de la cabeza.
—¿A la una de la mañana? —replicó Al, arqueando una ceja.
—De hecho —repuso Nick—, nos acostamos a las dos.
Al se interrumpió de repente y pasó la mirada de Nick a Judy y viceversa. Sonrió picarón.
—Ajá.
—No es lo que crees —intervino Judy, conservando la calma—. No fue por eso. Estábamos investigando un caso.
—¿Enserio? —A Al se le iluminaron los ojos—. ¿De qué?
—Lo siento, no podemos...
—Homicidio —interrumpió Nick—. Estábamos descifrando unas citas, aunque sin éxito.
Judy le lanzó una mirada furibunda al zorro, como diciéndole «Qué haces?», pero Nick se encogió de hombros en una clara expresión de «¿Qué tiene?». Ella soltó un suspiro, molesta, y recostó la espalda en la silla. De reojo pudo ver cómo el lobo los miraba, alternándolos; y luego se centró en Nick, sabiendo que Judy no le diría nada.
—Citas... ¿literarias? —le preguntó Al a Nick.
Éste asintió.
—No es por meterme —dijo Al, notando como Judy casi lo cocinaba vivo con la mirada—, pero si necesitan ayuda con eso, mi padre es profesor de literatura en la universidad de Zootopia. Y bien —añadió para cambiar el tema—, ¿qué van a querer?
Judy pidió un trozo de torta de zanahorias, pese a las burlas de Nick, y un café; Nick pidió dos emparedados y un batido.
Mientras comían, ella le contó a Nick lo que encontró en los expedientes. Miranda era desempleada desde hacía un año, pero se mantenía con un fondo bancario que tenía y Buck era guardia de seguridad en uno de los edificios cercanos a la jefatura, he ahí la razón porque viniese a morir en ella. No había nada que los relacionara excepto un arresto hace veintiún años. Ambos fueron detenidos por alteración del orden público. También le contó su teoría sobre el número que dejó Miranda.
—¿Y por eso dijiste que podrían quedar ocho víctimas?, bueno, siete tomando en cuenta que ya murió Buck —dijo Nick—. Tiene sentido.
—Pero es solo una teoría. —Judy bajó las orejas.
—Es lo mejor que tenemos, Pelusa —la alentó Nick—; y tiene fuerza. Miranda y Buck se conocían, o al menos, pudieron. Este arresto es una prueba. —Señaló la carpeta—. Hace dos décadas los arrestaron el mismo día, puede que se conocieran de antes o en la misma cárcel. Es una coincidencia. Y bien sabes, Zanahorias, que en nuestro trabajo las coincidencias no existen, sólo hechos. Tienes razón.
Judy lo miró sorprendida y sus ojos se encontraron. Los de Nick la veían con confianza, aliento y ¿cariño? No supo bien. Sin embargo, ahí estaba él. Cuando ella creía que su idea era una locura, él viene y la apoya.
Entonces recordó cómo se equivocó con el caso de los aulladores, arrestando a Leonzáles en lugar de Bellwether.
—¿Y si me equivoco?
—No lo harás. —Nick le sonrió—. No te vas a equivocar porque eres la mejor policía que conozco. —Le guiñó el ojo—. Y yo conozco a todo el mundo. Y, en dado caso de que pase, yo te cubriré las espaldas. No lo olvides.
Sonrió aún más y Judy lo imitó. Si él creía en ella de esa manera, lo menos que podía hacer era dar todo su esfuerzo. En ese momento los ojos de Nick parecían de jade, brillando con fuerza.
—Gracias, torpe zorro.
—Coneja astuta.
De pronto el móvil le vibró indicándole la llegada de un mensaje. Judy se salió de la mirada de Nick, lo que le ocasionó una puntadita en el pecho, y revisó. Al verlo se sorprendió. Era un mensaje de Bogo, anunciando un nuevo asesinato, esta vez en Tundratown, y era, tal como supuso Nick, un oso polar; un tal Gabriel Bearash. Y anexado al mensaje, la fotografía de la cita:
La maldición de un huérfano arrastra al infierno
Hasta un ángel de lo alto;
Pero ¡más horrible aún es
La maldición en los ojos de un muerto!
Siete días, siete noches, esa maldición vi.
Y ni así pude vivir.
Miró a Nick con expresión sombría.
—Tenías razón —dijo.
—¿Qué? —preguntó él.
—Tenías razón —repitió y le pasó el móvil—. La próxima víctima fue un oso polar.
—No solo fue un oso polar. —Una sonrisa empezó a aparecer en él—. Era uno de sus osos polares, era G. —Miró a Judy con ojos brillantes—. ¿Sabes lo que significa?
Judy sonrió.
—Que vamos a visitar a mi ahijada.
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