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2.

El piloto automático seguía su curso sin ningún contratiempo, Zonder permanecía absorto en sus más profundos pensamientos.

Cuando no se tenía nada que hacer, lo más seguro para cualquier ser solitario era ponerse a meditar. Escapar de la triste realidad para estancarse en una fantasía inventada era lo mejor (Según para muchos en Brón).

Cerrar los ojos y perderse por un instante de aquella desesperanza era de cierta manera, un alivio para las pobres almas que sobrevivían en las tierras desoladas de la oscuridad.

Zonder sonreía cada vez que en su mente aparecía aquellas hermosas nubes blancas cubriendo un paisaje azul celeste y brillante por un magnífico astro rey que en su vida vería. Le parecía tan real toda la escena que aseguraba entre sí, que era parte de una visión más extraordinaria que cierto ser divino le puso en su mente para que siguiera el camino.

Él estaba seguro de que no era una imagen producto de su mente, aquel espectáculo existía, tenía que. De otro modo, ¿por qué se le venía a la mente? Él nunca había vivió la hermosa época de abundancia en el mundo, nadie le había descrito cómo era todo aquello, nadie se sentó a contarle los maravillosos animales que habitaban por doquier y la hermosura que era ver el rostro de varios niños jugando en un parque con sus padres allí, cuidándolos.

Era una luz en su cabeza, todo lo había visto. No cabía la menor duda, era realidad.

Las horas pasaban y Zonder de vez en cuando abría los ojos y contemplaba el vasto desierto en el que estaba navegando, montañas y piedras por dondequiera, ya Brón no se divisaba y en los puntos cardinales nada se veía.

Estaba solo, sin un alma que lo acompañase, pero él no se sentía así, tenía sus pensamientos y en ellos había esperanza y felicidad. Cerró de nuevo sus ojos, la ilusión era su droga más preciada; así fue que se mantuvo desde niño, y así fue como logró construir su aeronave, a base de una meta.

Sabía que el Gran Oráculo no estaba tan alejado de allí. Era un camino largo, pero, la sola idea de que le dijera que su visión era cierta y que aquel lugar existía en el planeta era más que suficiente para seguir el arduo camino hacia allá.

La luz que descendía del cielo estaba muy lejos, pero esa era su colofón después de ver al ser espiritual. Creía que aquella luminosidad pertenecía a las luces de una ciudad bendita. La metrópolis que tanto había soñado y que el Gran Oráculo le diría que allá era que tenía que ir, estaba completamente seguro de aquello y por eso sonreía y se sentía feliz.

El estómago rugía, Zonder se levantó y buscó algo para comer. En algunos pasajes, necesitaba gritar y a todo pulmón expulsaba lo que le carcomía, amaba el silencio, pero no lo suficiente para soportar horas y horas sin poder pronunciar una palabra.

Tenía la necesidad natural de conversar con otra persona, no estaba solo en el mundo, pero en ese momento no existía otra alma en el desierto.

A veces el eco le resoplaba con tanta fuerza que el navegante sostuvo una discusión consigo mismo. Los insultos eras más estruendosos de parte del viento que azotaba las entrañas del hombre, se quedó en silencio y oyó un ruido. Algo extraño sobrevolaba el cielo templado. Zonder no lo podía creer, se maravilló al contemplar un ave que cantaba por los aires.

Comenzó a gritar y a cantar con sonoridad y espléndida armonía, los que fueron a ver al Gran Oráculo decían que una hermosa criatura de los cielos los anunciaba antes que las enormes puertas rocosas se abrieran en medio del desierto. No había duda, ya estaba cerca, muy cerca.

Siguió contemplando al ave que sobrevolaba el paisaje, ciertamente era quizá la primera especie que había visto en su vida. Solo estaba acostumbrado a ver ciertas variedades marinas y uno que otro animal famélico que deambulaba por los empedrados de Brón.

Todo ser vivo había sufrido los embastes de la Gran Devastación, ni las hormigas pudieron soportar la escasez, arrastraban todo lo que podían comer y llevarse.

Zonder le pareció espléndido el juego de colores, su pico curvado y su cara azul con varios tonos llamativos en el resto de su cuerpo, alas verdes que planeaban con extrema elegancia. Admiró de nuevo la belleza del mundo, extrañó por un instante aquello que nunca en su vida había vivido: la abundancia de una tierra.

Su visión volvió a aparecer en su mente, había luces, paredes y pisos de un color blanco y hermoso, un paisaje a lo lejos, el sonido de un océano y el ruido de unos animales que parecían jugar en la pradera, le era confuso pero maravilloso a la vez. Lo más cercano a la felicidad.

Kakapus estaba perdiendo altura y parecía ser arrastrado por una especie de magnetismo, observó la brújula del timón y se percató que la aguja imantada parecía dar vueltas sin ningún sentido. Golpeó la carcasa para ver si era algún tipo de problema con la misma, pero no era así.

Intentó girar el timón nuevamente, desconectó el piloto automático y quiso maniobrar por su cuenta. Era imposible hacer que la aeronave virase a babor o estribor, no existía forma alguna de evitar el magnetismo que poseía y que lo llevaba a unas rocas de un color rojizo que se vislumbraba al horizonte.

Aquella montaña era extraña y diferente del resto, todas las demás eran grises, sombrías y con uno que otro deslizamiento de rocas que caían al árido terreno del desierto.

En cambio, esta era puntiaguda y enigmática. Se podía escuchar un trueno, un crujir desde lo más profundo de sus entrañas. Zonder intentó una última maniobra, pero el resultado fue el mismo que el de los anteriores. El ave descendió y se posó en lo más alto de la aeronave.

El gorjeo de este se convertía en un trino agradable para los oídos del joven navegante, pero su miedo era terrible y a medida que pensaba que se acercaba a la muerte, el ave con más fuerza cantaba en el mástil de la aeronave.

Aleteaba y de pronto, las enormes rocas comenzaron a abrirse, luego de todo eso, se volvió oscuridad y nada podía ver el muchacho, solo escuchaba el latir de su corazón que se aceleraba con más ímpetu.

—¡No temas! —Se oyó entre las penumbras.

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