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Eran las tres de la mañana. Los sesenta minutos muertos que causaban, según los folklores locales, desgracias fantasmales y gritos de los más grandes maloras. La Ciudad de México dormía en su mayoría descansando de los típicos días atareados y sufribles. Ella no descansaba, tenía la energía hasta el tope de su cerebro.

Los gatos negros se paseaban por las orillas de las bardas repletas de botellas de vidrio quebradas que servían como un rudimentario sistema de seguridad y le maullaban a una luna manchada, blanca y siniestra.

Los rincones se hacían cada vez más oscuros, las luces lejanas que espantaban los momentos de la noche desastrosa se miraban más retirados. Los grillos se acallaban, las piedras escuchaban, un zorro se paseaba por detrás de un árbol cercano, vigilante y esperando por un día que tardaba en llegar. Aquel amigo de cuatro patas y rabo acobardado era la negligencia vuelta viva pues no media la muralla de peligros que se asomaba por frente a el, en aquella situación oscura y desigual.

Estaba de pie en la ventana de una casa de clase media mirando de forma detallada a un muchacho de no menos de veinte años. Flaco, de cabello largo negro como la oscuridad y piel blanca como una hoja de papel. Arturo, el Méndez más joven entre los viejos y más grande entre los niños. Trabajador, influenciable con los aires pocos de libertad de un siglo XXI que solo miraba, intentando olvidarse de los demás, a esa juventud tecnológica, desastrosa, orgullosa, cambiante, frágil, moldeable e insatisfecha. Lo conocía por su regia actitud. Era de esas personas directas que te dicen las cosas que le molestan sin importar que te enojes o se hieran tus sentimientos. Solía levantar una muralla enorme frente a otras personas para no dejar entrever a un joven alegre, sumamente sentimental y débil en muchas circunstancias.

Para si misma no podía negar su naturaleza malévola y acelerada, pero en esos momentos el gusto por buscar algo que le pertenecía le hacía guardar la paciencia. Solo miraba. Solo aguardaba como aquél animal rojo y negro que la espiaba desde atrás mientras olía el perfume picoso del árbol y seguía esperando, impaciente.

Al final se decidió y traspaso la pared blanca y sucia, y llego hasta el pie de la cama del joven. De cerca pudo sentir el calor de la necrosis natural del durmiente. Tal ves un sueño romántico o un viaje de amigos, hasta podría pensarse que le removería la conciencia el despertarlo de su sueño profundo. Se mentía graciosamente pues bien sabía que le resultaría revitalizante el acabar con algo tan puro como un sueño juvenil. Amaba estar cerca de alguien con esperanzas y sueños, con un largo conjunto de ideales buenos pero vanos y difíciles. Conocía tan bien al chico, como conocía a sus hermanas, a su padrastro y madre, a sus amigos, a sus vecinos de cuadra, a su profesor de Física Elemental y al presidente de su ciudad.

Se acerco al espejo y vio su figura entallada en un vestido rojo brillante como el fuego encendido. Le fascinaba mirar su esbelto cuerpo, sus figuras atrayentes, sus pechos voluminosos y marcados. Aquellas caderas pequeñas y fértiles. Manos largas y flacas, su cara cruelmente hermosa y mortífera, ojos cafés, boca carnosa, nariz respingada y hoyuelos naturales. Su apariencia era igual que su personalidad. Adoraba la bella crueldad y el rico sufrimiento.

Susurro de repente. Una voz baja, inhumanamente baja, imposible de escuchar hasta para un ratón. Similar al momento de caída de un alfiler lanzado a un corto vacío.

-Despierta Arturo.

Los ojos del chico se abrieron de repente, comenzó a sudar y sus latidos a casi escucharse, se le plasmaba el terror en los labios. Le daba miedo siquiera mover sus ojos hacía donde había escuchado la voz, ese sonido que traía las desgracias del mundo, que le impedía ser una persona de bien, que le quitaba las ganas de ser útil, de servir, de solidarizarse con sus prójimos, de sonreír, de ser feliz, que le obligaba a querer hacer daño, de negarse a si mismo a seguir siendo humano. Si, porque él escucho una voz, casi al lado de su oreja, una voz de mujer, suave y peligrosa, no era la de su madre, ni la de ninguna de sus hermanas. Llenaba la semi-oscuridad así como llenaba la madrugada tétrica y llena de demonios. Con la poca valentía que sintió, se sentó en la cama, y un escalofrió le recorrió el cuerpo cuando en plena noche vio a la mujer cuya cara al voltearse estaba cubierta por la luz del farol de la calle. Sabía que era hermosa como ninguna otra criatura en este mundo e igual se entero que como ella, en su maldad innata, propia y burda, no había nadie igual.

-¿Quien eres y que haces en mi habitación?-pregunto Arturo conteniendo las ganas de gritar, las ganas de correr, brincar, huir o llorar. Ciertamente no quería alarmarse, puesto que quien estaba allí era una mujer, y las mujeres no hacían daño, al menos eso creía él. Las damas en su naturaleza de flor causaban más bien que mal. No como creía Arturo de los hombres que eran volubles, inestables, salvajes y peligrosos. El mismo era así y no había modo más que el de aceptarlo.

-Odio tener que presentarme cada ves que vengo a visitar a un humano-dijo la mujer con su voz carente de paz, sensual y perturbada-Pero lastimosamente tengo que hacerlo si no me resultarías más tonto de lo que ya eres. Me nombro a mi misma Zoipa, soy un Ánima y vengo a reclamar tu alma-dijo la mujer, seductora.

-Esto es una broma, ¿verdad?-dijo Arturo fingiendo una risa.

-No lo es, y te lo probaré: se todos tus secretos, se tus deseos más oscuros como ese de querer acabar con la vida de tu padrastro porque piensas que nadie en este mundo es bueno para tomar el lugar de tu padre quien murió por salvarlos en aquél accidente de coche. No lo haces porque sabes que tu madre lo ama. Te llegan todos los días esos pensamientos vergonzosos que te dicen que tu madre esta ciega, que es una tonta estúpida, no tiene idea al tipo que mete todas las noches bajo sus apestosas sabanas. Se con que hombres has tenido sueños húmedos, y se hasta los más tontos pecados que has cometido. Se tus malas acciones, desde aquella ves que robaste dinero de la billetera de tu profesor,y que a nadie en este mundo le has contado, pues tu conciencia es enorme, hasta aquella burla hacía la chica pecosa que tenia un tampón en su mochila y que sufría por primera vez la trágica transformación de niña a mujer. Y para que te quede más claro te diré como me diste tu alma, por si no recuerdas. Tu estas enamorado de este chico llamado Antonio, y si, lo tuyo si es amor, el no es guapo, pero tu no lo quieres por su físico, tu soñabas y sueñas con besarlo, darle regalos no materiales y protegerlo. Lástima que el no te amaba, pues su corazón estaba con alguien más. Así que una noche caminando en el parque cercando a tu trabajo, tu lo creíste, tu lo esperaste, tu lo hiciste realidad con tu fe y dijiste las "palabras mágicas", "doy mi alma para que me ame". A la Deidad Pura no le vendes el alma, ni se la alquilas, Deidad no acepta las almas que se venden, así que el único que las acepta es Leviatán. Y tu viste niño, al día siguiente, pensando que tenias la suerte más grande de este mundo, que el te declaro su amor a la puerta de tu habitación dejando de lado los insultos de tu madre, las amenazas de tu padrastro y las burlas de tus hermanas ¿Pensaste que eso paso por simple casualidad? Yo sé que después recordaste eso que habías dicho en la noche anterior. Habías sido feliz en esos primeros momentos con él, te sentías pleno y dichoso, sonreías y el mundo te parecía más caluroso en sus brazos y te olvidabas de la gente. Pero igual te carcomía la culpa. 

-¿Como usted sabe todo eso?-pregunto Arturo temblando.

-Esa es tu prueba, ahora ya tendrás una idea de lo que pasara después-respondió Zoipa.

El viento soplaba afuera en la calle y se escuchaba su silbido. Llegaba incoherente, fuerte, golpeando la ventana, haciendo vibrar las hojas de los árboles artificiales, levantando nubes blancas del suelo húmedo.

-Pero no debería de esperar a que yo muriera para que yo...no se que estoy diciendo, esto no es real...

    -Me impresionas-interrumpió Zoipa-no eres tan patoso. Si,lo lógico seria pensar que muriendo simple tomaría tu cuerpo y tu alma, tu espíritu y todo tu, y lo llevaría al Mundo Más Oscuro. En ocasiones aquello sque venden su alma hacen algo para intentar renunciar a su deseo, a aquello que pidieron, pocas veces en la historia ha pasado esto: Cleopatra, Hitler, la madre Teresa de Calcuta, Eva Perón, Diego Rivera, tu antigua y hermosa vecina...y otros tantos.

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