Prólogo.
La mujer de largos cabellos rubios yacía tirada sobre la hojarasca, su cuerpo estaba cubierto por una fina capa de sudor que resplandecía bajo la rojiza luz de luna que se colaba por entre las hojas de los árboles, giró su cabeza para mirar hacia el cielo; la luna estaba teñida de color escarlata, presagiando una noche de infortunio y cambio. Las lunas de sangre siempre traían consigo augurios ominosos, y aquella no sería la excepción.
Escuchó un crujido dentro de sí, un sonido sordo como el quiebre de un hueso. Se mordió el labio inferior con fuerza hasta sentir el metálico sabor de la sangre, reprimiendo el grito que amenazaba con escapar. Nadie debía escucharla, nadie debía saber que estaba dando a luz en medio del bosque oscuro y silencioso.
Se retorció por el dolor agudo que la atravesaba, pero se detuvo al sentir una punzada intensa en el pecho. Confirmó al instante que algo se había roto dentro de ella, quizás una costilla, y el miedo la paralizó. Cada movimiento podía ser fatal; una costilla rota podría perforar su pulmón si no tenía cuidado.
Se obligó a permanecer en silencio y quieta, sintiendo cómo sus dientes amenazaban con desgarrar su labio. El sabor metálico de la sangre llenaba su boca y, entre contracción y contracción, escupía para evitar ahogarse. El dolor se intensificaba con cada instante, mientras el pequeño ser dentro de ella luchaba por salir, destrozando su canal de parto.
En su delirio de dolor y desesperación, percibió pasos cercanos, firmes y decididos. Temió que algún alfa hubiera escuchado su agonía y se acercara para cuestionarla... o algo incluso peor.
Cerró los ojos, resignada a su destino incierto, sosteniendo entre sus brazos su muy abultado vientre en un último instinto maternal de proteger a su cachorro.
Sin embargo, los pasos se detuvieron. Con cautela, abrió los ojos y se encontró con la mirada penetrante de un lobo gris sobre ella. No era ni alfa ni omega, simplemente uno de los muchos lobos a los que la madre luna no les había concedido la evolución.
El bosque a su alrededor parecía contener el aliento, susurros de hojas y el crujir de ramas.
El lobo gris la observaba con ojos penetrantes, pero no mostraba signos de agresión. Era simplemente un espectador en la noche oscura, testigo silencioso de su dolor.
— Por favor... — susurró con voz temblorosa, sintiendo el peso del dolor y la desesperación en cada palabra. Escuchó más pasos acercándose, y cuando pudo enfocar su mirada, se encontró rodeada por una manada de lobos que se sentaron en círculo a su alrededor, observándola con calma y curiosidad.
SungRyung contuvo el aliento, temerosa de que aquellos lobos estuvieran esperando para atacar, tal vez para alimentarse de su primogénito indefenso. Sin la fuerza para transformarse y defender a su hijo, el miedo la inundó por completo, paralizándola por un par de segundos.
Lo sorprendente del lobo no solo radicaba en su presencia vigilante, sino en su comportamiento inusualmente compasivo. Mientras SungRyung luchaba contra las olas de dolor y desesperación, el lobo la rodeó delicadamente, olfateando con cuidado su vientre abultado. Sus movimientos eran suaves, casi como si comprendiera la angustia de la mujer.
Se sentó entre las piernas de SungRyung, apoyando su cabeza sobre el vientre que se agitaba con cada contracción. Con gestos delicados, el lobo parecía alentar al bebé a nacer, dando pequeños golpecitos que no causaban dolor pero que, de alguna manera, parecían estar sincronizados con las contracciones de la mujer.
Aquello duró al menos un par de horas. Ninguno de los lobos se retiró ni mostró signos de cansancio; todos permanecieron en su firme posición de guardianes. De pronto, el bosque se sumió en un silencio absoluto. No se escuchaban los jadeos de SungRyung ni el lloriqueo del lobo; simplemente había silencio.
Este fue roto segundos después por un grito, uno muy agudo e infantil, al que se sumaron todos los lobos presentes. Aullaron al unísono, dirigiendo sus miradas hacia la luna teñida de rojo. SungRyung, con el corazón aun latiendo con fuerza, miró al bebé que ahora tenía entre sus brazos. Era un bonito varón que, a juzgar por su aroma, era un omega completo.
Con lágrimas de alivio y amor, besó la frente de su hijo, apretándolo con fuerza contra su pecho. En ese momento, todo su sufrimiento valió la pena; su hijo, su pequeño omega, estaba vivo y a salvo, bajo la protección de la luna y de aquellos lobos guardianes.
A lo lejos, en la aldea, los habitantes comenzaban a despertarse debido a los incesantes aullidos. SungRyung sabía que debía salir de allí cuanto antes para evitar ser encontrada.
En respuesta a sus plegarias, escuchó a alguien correr en su dirección. Conforme más se acercaba, su nariz captaba un aroma desagradable, una mezcla de vinagre y almizcle.
Un hombre alto y fornido apareció, sosteniendo una antorcha en una mano. Sus ropas estaban descuidadas, al igual que la barba que crecía desordenadamente sobre su rostro. SungRyung entró nuevamente en pánico, temiendo por la vida de su primogénito. Sin embargo, aquel hombre los tomó a ambos en sus brazos de manera protectora y los cubrió con la zalea que llevaba sobre su espalda buscando esconderlos al tiempo que les proporcionaba calor.
—Ellos no pueden encontrarte aquí —dijo con voz baja pero firme—. Debes venir conmigo.
Con un último vistazo a los lobos que seguían aullando bajo la luna de sangre, SungRyung permitió que el hombre los guiara lejos del peligro inmediato, rezando en silencio a la madre luna por la seguridad de su hijo mientras se adentraban en la oscuridad del bosque.
Sin decir una sola palabra más, el hombre se las ingenió para correr hasta su refugio con la mujer y el bebé en brazos. Finalmente llegó a lo que parecía una cueva, pero que estaba acondicionada como una casa por dentro. Una vez allí, se encargó de abrigar correctamente a ambos y reparar los huesos rotos de SungRyung, alimentándola y dejándola descansar.
Él estaba consciente de las muchas cosas escritas en el libro sagrado de la Madre Luna, cientos de profecías que anunciaban las más terribles catástrofes. Había leído el libro sin el consentimiento de un superior y sabía que probablemente se iniciaría una cacería.
Miró a la mujer y al pequeño ser que dormía a su lado, sintiendo un profundo peso en su corazón. Sabía que el nacimiento de ese niño no era un hecho ordinario. La luna de sangre, el destino marcado en las estrellas... todo señalaba que el pequeño estaba destinado a algo mucho mayor y más peligroso de lo que podían comprender.
Con un suspiro, se sentó junto al fuego, pensando en los pasos a seguir. La cacería inevitablemente se desataría, y él debía proteger a SungRyung y a su hijo a toda costa. El hombre se inclinó hacia la luz tenue del fuego y murmuró una oración a la Madre Luna, rogando por guía y protección en los tiempos oscuros que se avecinaban.
—Gracias.
La voz de SungRyung interrumpió sus pensamientos. Él la miró, incapaz de formular las palabras correctas para darle, por lo que simplemente se limitó a asentir con la cabeza como si estuviera restándole importancia a la hazaña que acababa de realizar.
—¿Cómo te llamas?
—SungRyung. ¿Y tú?
—SiWon —se mantuvo en silencio por unos segundos antes de hablar de nuevo—. Será mejor que te quedes conmigo por un tiempo. Puedes vivir cómodamente; mi aroma mantendrá alejada a la gente de la aldea, tengo una cabaña algo más alejada de aquí en donde tú y tu cachorro estarán a salvo.
—Gracias, muchas gracias. En verdad no sé cómo agradecértelo.
—No hace falta —su mirada se posó en el pequeño bebé que dormía en los brazos de su madre. Sonrió con nostalgia y suspiró—. ¿Cómo vas a llamarlo?
—TaeHyung. Kim TaeHyung.
SiWon se levantó de donde estaba y se acercó a ellos. Con suavidad, acarició la cabecita del bebé con uno de sus pulgares y volvió a sonreír.
—Te espera un destino grande, Kim TaeHyung. Pequeño lobo de oro, solo espera y verás.
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