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4

¡El pasillo rojo! Allí estaba otra vez con sus pesadas cortinas y su luz, entre rojiza y violeta asomando bajo las telas. No pudo salir del carro, estaba adherido a él como un imán.  El terciopelo los envolvió y fueron lanzados a aquel horrible espacio sin tiempo.

Cuando el remolino se detuvo, solo había oscuridad. Una gélida y pavorosa oscuridad que lo abarcaba todo. Era como estar ciego.

—¿Elvira? —llamó con voz trémula. Nadie respondió. «El ámbar», recordó. «Si es cierto lo que dice esta desequilibrada, necesito el ámbar para traer de nuevo a Rossana. Podemos ser felices con mi herencia y mi casa de Londres. Si tan solo supiera dónde demonios estoy...».

—¿Me llamaste?

Esa voz... ¡La cosa!

—¿¡Qué haces aquí!?

El ente soltó una gutural carcajada que le puso los pelos de punta.

—Te dije que no te desharías de mí con facilidad. Te acompañaré hasta que sepas quién soy.

—¿Eres la..., la muerte?

—Creo que hasta la muerte es más buena que yo. ¡Oh, mira! Viene la luz; por tanto, elige un camino que luego me voy.

—¿Un camino?

—Sí, al frente, a la derecha, a la izquierda. Escoge.

—¿Y qué hay en cada uno?

—¿Qué gracia tendría si te lo cuento? ¡Escoge!

Con cierto temor, levantó la mano y señaló al frente.

—Perfecto, ahora he de retirarme aunque no andaré muy lejos, no lo olvides. Ya puedes bajar de ese aparato. No te desvíes. —Y soltó de nuevo una risa retorcida, espeluznante.

Era cierto, estaba libre. A lo lejos, asomaba una luz que iba creciendo a medida que ascendía. «¡El sol! ¡Gracias al cielo!», suspiró, sorprendiéndose de sus propios pensamientos. No era usual que agradeciera algo. Y mucho menos al cielo, a Dios o a cualquier ente invisible. Se percató entonces de que ya no olía a podredumbre, deslizó los dedos por sus mejillas. ¡Estaba sano! ¡Estaba vivo!

«¡De cuántas cosas me ha hecho dudar este viaje insoportable! ¿Estoy vivo? ¡Pues claro que estoy vivo!»

Convencido de que la feria, el circo, el cementerio y demás eran solo una puesta para convencerlo de... lo que fuera, salió del carro. Ya era de día y, ante él, se abría un prado de un verde inusitado, límpido y vivaz. Comenzó a caminar sintiéndose alegre por primera vez en días, ¿años? ¿Cuánto llevaba con todo aquello? ¿Cuándo había comenzado esa misteriosa y terrible hora oscura que le tocaba vivir? Estaba haciéndose larga, eso seguro. Ansiaba regresar a Londres.

Unas ardillas saltaron a su paso, más allá le pareció ver un unicornio. «¿Existen?». Con todo lo que llevaba visto, por qué dudarlo.

De atrás de unas rocas asomó una bolita de luz que lo observó con ojos cristalinos.

—¿Qué eres? —preguntó agachándose para verla mejor.

—Un hada —respondió el ser con vocecilla musical, y levantó vuelo hasta quedar fuera de alcance.

—¡Un hada! ¡Lo que me faltaba! Supongo que me dirás también que hay gnomos, elfos, y todas esas tonterías de Harry Potter, ¿verdad? ¿Libros que hablan? ¿Escobas voladoras?

La criatura frunció la nariz.

—¿Quién es Harry Potter?

—Un aprendiz de mago.

—¿De verdad? ¡Creí que los magos ya nacían magos!

—¡Es una película, maldita estúpida!

El hada aleteó sus transparentes pestañas y, con una espina, le dio una estocada.

—¡Ay! ¿Qué eres? ¿Un mosquito gigante?

El pequeño ser no se inmutó.

—¿A qué has venido a Tierra Encantada?

—¿Esta es una tierra encantada? ¡Me lleva el diablo! ¿Qué hago yo en una tierra encantada? ¿¡Por qué demonios me traen a estos sitios tan asquerosos!?

—¡No digas la palabra con D! —suplicó el hada.

—¡Lo que faltaba! ¡Que una pequeña mosca luminosa me haga callar! —Detuvo sus pasos nerviosos—. ¿Adónde voy?

—Vayas donde vayas, acabarás en el Bosque de los Robles.

—¿Y qué hay allí?

—Robles.

—Muy graciosa... A propósito... ¿Qué son las hadas? ¿Eres niño o niña?

—Soy un hada.

—Eso ya lo entendí. Pero... bah, no importa. ¿Qué pasa si me detengo acá mismo y no voy al famoso Bosque que, según tú, está en todas partes?

—Los Robles vendrán a ti y la Bruja te encontrará más rápido...

—¡Ah! ¿También hay una bruja? ¡Esto es tremendo! Me pregunto qué demonios tenía mi padre en la cabeza cuando...

—¡No digas la palabra con D!

—¡¡Digo lo que se me ocurre!!

El hada compuso un gesto de hastío y se alejó a gran velocidad dejándolo solo en aquel prado que semejaba un desierto verde.

—¡Tú sí que eres pelmazo, hombre!

Otra vez la cosa.

—Y ahora, ¿qué quieres?

—Ni idea. Tú me invocas a cada momento. Se te dice que no pronuncies la palabra con D y tú dale que dale.

—¿Así que eres un demonio?

—Bueno... Verás. Soy «algo». —Volvió a reír con fuerza—. Pero no es a mí a quien temen las hadas. Es a otro demonio por el que... me juego la cabeza, si la tuviera, que a ti te va a atraer como mosca a la miel. Ella sí que es de temer. Ahí te dejo, amigo. Vuelve a pronunciar la palabra con D y te las verás con ella. Si por esas cosas extrañas, resulta que le gustas, te dará su elixir y te hará sentir la persona más alegre del reino, el más poderoso, el rey del universo. O sea, te olvidarás de quién eres realmente. En cambio, si le caes mal... ¡usará tu cráneo como maceta y te saldrán petunias por las cuencas de tus preciosos ojos!

La cosa se fue, una vez más, riendo como un energúmeno y flotando en el aire. Era la primera vez que lo veía hacer tal cosa. ¿Habría perdido las botas?

Siguió caminando, concentrado en sus objetivos: conseguir todo lo que se había propuesto, el cofre, Rossana, el ámbar. Un caballo alado pasó volando, su único cuerno brillaba como si llevara cientos de cristalitos pegados.

«¡Es una maldita tierra de fantasía, nada es real acá!»

Y entonces, una visión lo detuvo. Una extraordinaria mujer vestida de plata, exuberante y deliciosa, le sonreía desde la copa de un árbol.

—¿Me ayudas a bajar, guapo? —preguntó con voz melosa.

—¡Claro!

El corazón le dio un brinco. Aquella damisela era la persona más bella que hubiera visto en su vida. Sus ojos oscuros brillaban, atrayéndolo como un abismo. Sus largas pestañas aleteaban en gesto de asombro, con los labios carnosos formando una deliciosa «O». A través de los tajos de la falda asomaban dos piernas esbeltas que terminaban en unos pies que, descalzos, que invitaban a la caricia.

—Supongo que puedo agasajarte con un té, en agradecimiento —dijo ella con una sonrisa de ensueño.

—¡Claro!

Se acercaron a una casita de troncos en donde el ambiente era sutil y acogedor. Estaba embelesado, no lograba apartar los ojos de aquella hipnótica mujer que le sonreía mientras bamboleaba sus redondas caderas.

El té sabía exquisito. Pensó con regocijo que, al fin, después de tantas penurias, había sido compensado. Si este era otro de esos mundos alternos por donde había andado fluctuando, quería instalarse en él. No volver a irse jamás. O bueno, sí, irse, pero regresar una vez hallado el cofre. ¡Al diablo Rossana, la gema y la casa de Londres! Estaba seguro de que amaba a esta nueva mujer que el destino cruzaba en su camino.

—Mi nombre es Astrid —pronunció ella—. Te haré poderoso.

¡Era la bruja! ¡Y le había caído en gracia! ¡Oh, qué feliz se sentía por su suerte tan grande!

Entonces sintió un ligero dolorcillo en el costado. Astrid tomó su barbilla entre los afelpados dedos.

—¿Te gustó el té?

Él asintió e intentó sonreír, pero el dolor se propagó hacia el estómago y lo hizo doblarse. Gesticuló una mueca y, otra vez, un retorcijón lo contrajo.

—Así que eres capaz de olvidar a una mujer cuando ves a otra más bella, ¿verdad? Lo hiciste con Elvira, ahora lo haces con Rossana...

—¡Rossana está muerta! —balbuceó en medio de otro espasmo.

—¿¡Y no estabas buscando la gema para devolverla a la vida!? ¡Una bella mujer te llama desde la rama de un árbol y lo olvidas todo! ¿Eh?

Astrid ya no se veía tan bella, su rostro se había agrietado y se marcaban los huesos de la calavera. Los ojos se habían convertido en vacíos oscuros y su dulcísima voz se había vuelto ronca.

Él se doblaba de dolor. Ella se echó a reír a carcajadas. Le recordaba a la cosa.

—¡Insensato! —gritó la bruja—. ¡Has echado a perder tu lamentable e insufrible vida por insensato! Y ¿sabes qué es lo peor? ¡Que no aprendes! ¡Que cometes los mismos errores una y otra vez y no te das cuenta!

Se alejó riendo y lo dejó en el piso, partido de dolor, ahogado en quejidos, llorando a moco tendido. Hasta que su cuerpo no resistió más y se hizo el silencio.

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