Capítulo III
Me despierto, todo da vueltas como en la mañana siguiente a una noche de farra con abundante licor. No tarda mucho para que mis sentidos regresen de donde quiera que hayan estado. Permanezco tirado boca abajo en la tierra tostada por el sol, con un brazo doblado por debajo del pecho y el otro extendido a un lado. Con cada exhalación que hago, el polvo me salpica parte de la boca y la nariz, y termina adentro de ellas. Siento la lengua escamosa por la sequedad —el polvo que entra en mi cavidad bucal contribuye a esto—; en tanto, el sol me requema inmisericorde. Próximo a mí se levanta una cerca de casi tres metros de alto hecha con malla ciclón. Empiezo a recordar y caigo en la cuenta de que he permanecido aquí desde la tarde de ayer. Entonces, ha como da lugar, muevo la extremidad que yace paralelo al cuerpo y trato de levantarme con él un poco y poder liberar el brazo de abajo. Me levanto con dificultad; los brazos me tiemblan, y repentinamente me flaquean devolviéndome al polvoriento piso. Descanso un rato, no sé cuánto tiempo. Intento por segunda vez; esta vez me sostengo con las rodillas y con el brazo que antes estaba a un lado, pero que después mantuve flexionado junto al tórax. Logro asirme de los alambres de la red metálica y, con su ayuda, me esfuerzo por erguirme. Lentamente y trémulo, escalo la malla, poniéndome de pie por fin. Aguardo unos segundos —o minutos— en esa postura hasta sentirme mejor. Las vueltas de la cabeza cesan de pronto. Miro mi entorno, luego a mí mismo; mi ropa está llena de cortaduras ocasionadas por las navajas del alambre razor.
Recuerdo una mano en llamas. Exploro la mía —con la que toqué el hilo conductor de alto voltaje—, está intacta. No comprendo entonces qué diablos pasó. Tengo en mi mente el fuego quemándola, incinerándola hasta los huesos mismos. Como último recurso ante la despiadada muerte entre las fauces de los cadáveres vivientes, sujeté el cable para deslizarme por arriba del alambre de cortantes cuchillas; en ese segundo, una mortal descarga debió fulminarme —según mis sentidos eso ocurrió—, pero me encuentro al otro lado de la malla. Si fui electrocutado —tal como lo recuerdo—, mi cuerpo carbonizado habría sido lanzado hacia el mismo sitio en donde me encontraba, cayendo sobre los homófagos y siendo devorado por ellos.
A parte de la confusión, mi cuerpo se encuentra bien, es decir, no tengo huesos rotos, carnes rasguñadas, ni nada por el estilo.
Levanto la cabeza y miro más allá, hay árboles cercanos y pienso en dirigirme allí e internarme en busca de otros humanos vivientes, pero antes de eso, me volteo y observo al interior de la malla. Me pregunto en dónde están los cadáveres, qué hacen la mayor parte del tiempo. Estos tíos no son vampiros para que pernocten durante el día y salgan hacer de las suyas en las noches. Me acuerdo de los cinco sujetos de la tarde de ayer; debían venir de algún lugar. Sería bueno ir en su busca —pienso—, porque sospecho que yo solo difícilmente sobreviviré, especialmente si no encuentro comida. Presiento que no he comido y bebido desde no sé cuánto tiempo, y no tengo la menor idea en dónde hallar alimentos. En eso se me ocurre que los supermercados y las tiendas existen por un motivo. En el centro de la ciudad hay algunos de ellos. Entonces emprendo su búsqueda. Rondo el perímetro suburbano, tratando de encontrar una entrada al pueblo. Luego de un largo rato, descubro casas con empalizadas que prefiero no cruzar —no sé qué podría haber del otro lado—; más cercas de malla ciclón y edificios con altos muros de ladrillos. Finalmente localizo campo libre. Si las criaturas homófogas tuvieran un poco de inteligencia, habrían encontrado el camino y yo hubiese sido su banquete la noche anterior. Seguramente —me lo imagino— pasaron en vela gruñendo, gimiendo como animales hambrientos, estirando los brazos a través del tejido de la malla, intentando alcanzarme. Me sorprende, ahora que lo traigo a cuenta, cómo un ejército de decenas o cientos de muertos andantes, no lograron echar abajo la cerca.
Desconozco desde cuándo comenzó esto de los homófagos. Las visiones —que no puedo asegurar que sean recuerdos— vienen a mi mente paulatinamente. Todo es confuso; en algún momento entre lo que recuerdo como mi vida normal y el ahora, sucedió algo terrible.
En un corto informativo de último minuto, la mujer de la televisión dice: «Cosas inexplicables ocurren mientras las autoridades guardan un hermético silencio... A pesar de la estricta vigilancia prestada por la comisaría del condado de Arlington, siguen ocurriendo violaciones de tumbas en los diferentes campos santos sin que nadie ofrezca respuestas claras...»
—Estos cabrones algo se traen entre manos —expreso con ironía mientras termino de secarme con la toalla.
«Lo que al principio solo parecía ser algunos casos de robos de órganos por parte de grupos delictivos, se está convirtiendo en un hecho sin precedente de hurtos masivos, ocurridos bajo las mismas narices del Sheriff Conrad Sherwood, quien no quiso dar declaraciones...» —dice Amber Lee, notoriamente consternada y enfadada, quien había querido sacarle algunas respuestas al evasivo comisario.
Abandono el cuarto de baño. Margaret permanece semi dormida en la cama. Este día lo tiene libre, y yo, acabo de volver del trabajo. Ella se voltea y medio abre los ojos.
—¿Vas a salir...? —pregunta con voz soñolienta—. No te vayas... ven aquí, amor.
Se incorpora usando la almohada como respaldo, y extiende los brazos hacia mí mientras la sábana se corre dejando ver sus frondosos senos a través de la rala tela del camisón. ¿Cómo decir que no a su invitación? La contemplo embelesado, y sin mediar palabras voy donde ella, y me tiro sobre su cuerpo de diosa. Ella me atrapa con energía, no está dispuesta a dejarme ir. Nos abrazamos, besamos y acariciamos, olvidándome completamente de que debía salir. Los dos terminamos cansados por tanta emoción producida por nuestro intenso fuego amoroso.
—Tendré que alistarme otra vez —digo estando en la cama a su lado.
Hace un instante encendí el cigarrillo y lo estoy fumando, echando blanco humo que vuela rápidamente al cielo raso, y es dispersado por las corrientes de aire producidas por el ventilador de techo. Ella lo toma despacio y lo lleva hasta sus labios, dejando expandir también una nube blancuzca.
—¿Vendrás pronto? —interroga, devolviéndome el cigarrillo a los labios.
—No sé —respondo; realmente no me gusta dar explicaciones de mis actos, o de mis planes.
Me levanto de la cama y recojo la camisa del suelo, tirada justo a metro y medio. A punto de ponérmela, me doy cuenta que le faltan tres botones, los últimos tres, los que no alcanzaron a ser sueltos por la intensidad de la pasión. Mientras me la pongo, le hago un ademán a Margaret para que vea el resultado de su fiereza.
—Tendrás que coserle los botones —le digo.
No estoy molesto con ella en absoluto, a pesar de que ya son tres camisas las que han pasado por lo mismo, y no importa también porque me gusta que sea una fierecilla. Margaret sonríe como la niña que ha hecho una travesura y sabe que no será reprendida.
—Perdón, lo haré pronto —dice sin mutar la inflexión de los labios—. Déjala por allí.
Ella se enrolla en la sábana y se acomoda dándome la espalda.
Tras cambiarme la camisa y volverme alistar, me aproximo a Margaret, la veo por unos segundos —ella duerme como un bebé—, le acaricio la sedosa cabellera alborotada y me marcho callado. Esa chica rubia, tan bella, aparenta introversión, pero quien llega a conocerla como yo, se da cuenta que es dinamita pura a la hora de hacer el amor. Pienso que ha sido un golpe de suerte haberla conocido.
De camino a donde me dirijo, en la acera, un viejo loco andrajoso, con su largo cabello alborotado y la barba como un destartalado nido de pájaros, dice:
—La muerte viene sobre nosotros porque hemos osado violar las leyes divinas... —su voz es tenue a pesar de su esfuerzo por gritar, debido a los muchos años que pesan en su anciano cuerpo—. El eterno descanso de los justos ha sido interrumpido. —Mueve el índice a todas partes como acusando a alguien—. ¡Todos pagaremos por nuestros pecados!... Pronto..., todos pagaremos... por nuestros pecados...
Me había detenido para escuchar y verle. El viejo me observa; sus ojos encierran un fuego perturbador. Bajo esa mirada sigo mi camino. A pesar de encontrarme lejos, sus palabras resuenan todavía en mis oídos y su nefasta mirada me persigue.
Llego hasta la puerta de madera pintada de rojo brillante, situada en lo alto de las siete gradas de la entrada. Busco en el marco el botón de un timbre, pero no existe, lo único que hay es una aldaba negra de hierro. La hago sonar con estridencia. Segundos después, por una portezuela, que alguien abre y cuyo rostro asoma, me interroga con áspera voz ¿quién soy y qué quiero?
Yo respondo:
—Vengo de parte de Michael El Frentudo. —Miro con fijeza los ojos de mi interlocutor.
—¿Michael El Frentudo? —repite.
—Sí, el de la calle 33. Vengo por el trabajo..., el que ofrece Rock Jack... —Doy más detalles para ver si el estúpido que me atiende comprende mejor.
—Sí, ya sé... ¡Entre! —replica, y abre la puerta.
El hombre es un enano subido en una silla. Baja de un salto del mueble metálico y cierra la puerta mientras yo le espero.
—¡Venga por aquí! —ordena siempre con voz carrasposa.
Me conduce por una serie de estrechos y mal iluminados corredores del edificio. Subimos por las desvencijadas gradas de madera al tercer piso. El lugar es un sitio sin ventanas y todas las puertas permanecen cerradas. Arriba, en la tercera planta, y al final del pasillo, se encuentra una puerta custodiada por dos hombres fornidos, vestidos con sacos baratos, y con caras de pocos amigos. Charlan en otro idioma, presumo que es polaco o serbio. Dejan de hablar al vernos venir. El enano les ordena algo en esa misma lengua, y uno de ellos, el más barbado de los dos, se aproxima.
—¿Armas? —pregunta, enfatizando la R—. Subir manos —dice moviendo las suyas.
Comprendo que quiere revisarme; coloco las manos atrás de la cabeza, y así dejo que lo haga.
Luego, abre la puerta mientras el otro se hace a un lado permitiéndonos pasar. Pude observar una escuadra 45 en la funda de la sobaquera, debajo de la chaqueta del hombre que me revisó, cuando hizo un movimiento de brazo.
—¡Entre! —me ordena el enano. Él va por delante.
Yo le sigo y detrás de mí viene el corpulento barbudo. En el fondo de la habitación, atrás de un reluciente escritorio caoba, un hombre de unos sesenta años está sentado, hablando por el celular. Reconocí el mismo idioma. Con un ademán nos indica que aguardemos, que pronto terminará. Luego de cinco minutos, volteo el rostro hacia abajo coincidiendo con la mirada del enano barbado que me observa. Él mueve ligeramente los hombros como diciendo: «Hay que esperar». Giro la cabeza en dirección del corpulento que luce en la misma postura de hace un rato, con los dos brazos para abajo, tomándose la muñeca izquierda con la mano derecha. Lleva un reloj de oro que relumbra con la tenue luz de las lámparas, que contrasta con el traje barato. No parece importarle qué tanto debamos permanecer de pie. Después de transcurrir un cuarto de hora, el hombre del escritorio concluye la llamada.
—Perdón por la demora —dice con acento extranjero—. Pero así son los negocios... Y ¿a qué debo su visita? —agrega con tono cordial.
El enano comienza hablar, pero el hombre del escritorio le interrumpe diciéndole que me deje explicar a mí. Me señala con la mano abierta, cediéndome la palabra.
—¿Es usted Rock Jack? —interrogo.
—Depende de quién lo busca —dice con una leve sonrisa.
—Vengo de parte de Michael El Frentudo... —respondo.
—¡Ah, sí!... Y ¿cómo está él?
—La última vez que lo vi estaba bien —respondo.
—Me alegra mucho escuchar eso. ¿Me decía?
—Michael me habló de un trabajo...Vengo por el trabajo —explico.
El hombre me ve detenidamente y en silencio.
—¿Sabe? Michael es un buen amigo y confío mucho en él... Si él lo refirió a mí por el trabajo, es porque confía en usted —explica.
Calla por un momento mientras hala una pequeña caja de madera situada sobre el escritorio, la abre y la levanta. Extiende el brazo hacia mí con la caja en la mano, y dice:
—Tome uno.
Me aproximo lo suficiente para tomar uno de los habanos; él también selecciona uno. Estos ya están despuntados así que lo llevo de una vez a la boca y siento su exquisito sabor. Cierra la caja y la deposita nuevamente en la lustrosa superficie del escritorio. Después coge el encendedor de forma esférica que usa como pisapapeles y, antes de encender el suyo, me ofrece fuego. Me agacho y rodeo con la mano la llama, apresurando la combustión del puro. Vuelvo a erguirme y tiro bocanadas de humo, disfrutando del buen tabaco.
Comprendo que es la manera de Rock Jack de saber si puede confiar en mí.
Cuando llevamos casi un quinto del habano, me pregunta:
—¿Le dijo Michael de qué se trata el trabajo?
—Sí, sobre llevar un cargamento, que usted desea que pase fuera de las miradas de las autoridades.
Él me mira fijamente.
—Y ¿no le interesa saber qué llevará? —interroga con curiosidad.
Medito unos segundos. Saco el puro de los labios, y miro como el grisáceo humo se diluye lentamente.
—Por los veinte grandes que ofrece, puedo llevar cualquier cosa sin hacer preguntas —respondo mordiendo el habano.
Rock Jack se sonríe.
En las afueras del pueblo, se encuentra una pequeña estación de combustible, y junto a ella, una tienda de conveniencias y una cafetería. Todo está abandonado.
Abrigo las esperanzas de hallar alimento. Entro en la tienda. Los mostradores, a primera vista, yacen vacíos, no obstante, hay muchas cosas desperdigadas en el suelo. A medida que avanzo, remuevo con los pies los paquetes y bolsas. Nada es consumible. Me agacho y cojo todo lo que tiene apariencia de comida. Seguramente, hace tiempo, la gente se llevó cuanto pudo.
Me cambio al área de la cafetería, pero a estas alturas ya no tengo fe de encontrar siquiera migajas. Llego al reducido espacio en donde hay mesas y sillas semi despedazadas arrojadas por el suelo. Se trataba de un pequeño comedor, parte del mini súper. Si alguna vez hubo comestibles fue hace bastante. Por lo deteriorado del lugar y las cosas que yacen aquí, lo que haya ocurrido, sucedió años atrás —tengo la visión de las decenas de coches estropeados abandonados en las calzadas—; pudo ser una, o muchas batallas de los no vivos contra los humanos. En aquel entonces, quizá, nadie sabía que destruyéndoles la cabeza las criaturas morían. A lo mejor lo supieron mucho tiempo después, cuando ya era tarde, demasiado tarde para la humanidad. Recojo una de las sillas del piso, una que aún tenía sus cuatro patas, y me siento en ella lentamente, pensativo; trato de reflexionar, y las ideas, o los recuerdos, brotan como agua de un escaso manantial: «El camión...» —murmuro. El agua deja de brotar, no obstante hay algo más escondido en mi cerebro, solo que no quiere salir.
—¡Maldita sea! —gruño enfurecido, sé que hay algo más, pero no logro recordarlo.
Sé que tiene que ver con un camión, un enorme tráiler..., se trata de un furgón, pero cuando intento saber más mi mente se bloquea.
Un ruido repentino, un rasgueo, interrumpe abruptamente mis pensamientos. Muevo el rostro en busca de la fuente, no logro determinarla porque la acústica del lugar la esconde muy bien y parece que llega de cualquier sitio. Doy la vuelta completamente con el arma lista para ser accionada. Escucho el garrapateo proviniendo de atrás de una de las puertas cerradas a un lado de un mostrador. Mi respiración se acelera junto con el pulso. Por un instante quiero largarme por donde vine, aunque mi alma de macho irracional me incita a aventurarme, a correr el riesgo y abrir la puerta. Así, decido enfrentar lo que se encuentre al otro lado. Miento si digo que mi cuerpo no me tiembla. Es pura mierda, todo lo que es del hombre no me atemoriza, pero lo que viene del infierno, sí. ¿Es que el averno se ha suelto? Vuelvo a recordar las palabras de aquel anciano loco, que en definitiva no estaba tan tocado. Aproximo la mano al picaporte, lo tomo y lo giro suavemente..., en silencio. Un ronco chasquido truena en el interior del mecanismo del cerrojo. Medio abro la hoja; solo la topo al marco. El sonido que perturbaba mis nervios cesa de presto. Sin duda, hay algo adentro. Sujeto el colt con las dos manos, listo y dispuesto a descargar mis últimas balas en la cabeza del monstruo. Me pongo en posición, respiro hondo y sostengo el aire. Dejo ir con fuerza una patada en la parte media de la puerta; esta se abre de golpe. Antes de darme cuenta, se abalanza sobre mí. Halo el gatillo; todo es rápido. No sé a dónde le disparo; no sé si le di en el cráneo. Como sea, cae al suelo... El maldito es un viejo trapeador dejado parado con el trapo desaliñado hacia arriba. Cuando empujé la puerta, éste se vino abajo estrepitosamente trayendo consigo un balde y una serie de cosas de aseo depositadas en una repisa.
Bajo el arma humeante aun entre mis dos manos.
—¡Cabronada! Acabo de... —no concluyo la frase; estoy nervioso y furioso porque acabo de malgastar una bala, y sosegado porque no era lo que sospeché.
Inesperadamente algo ladea la puerta y sale corriendo de atrás de ella, empujando y botando algunas cosas adentro del cuarto. La mujer casi se tropieza en los objetos recién caídos. Reacciono instintivamente y me arrojo sobre ella. Sé que no es una muerta andante porque no lo parece en absoluto. Los dos quedamos acostados en el suelo; yo la tengo por la cintura. La chica —que es muy joven— patalea y me golpea con uno de sus codos con fuerza, pero aun así no la libero.
—¡Cálmate! —le digo apretando su cintura contra mi pecho—. ¡Calma, no te haré daño! —trato de convencerla.
En eso, unas pequeñas fauces se clavan en mi pierna derecha a la altura del talón. Miro en dirección del atacante.
—¡Suéltame, maldito animal! —grito furioso mientras retraigo y estiro la pierna enérgicamente para separar al perro.
—¡No, no le haga daño! —me increpa la chica—. ¡Déjelo en paz!... Es mi mascota..., es mi amigo. —Ella deja de patalear y de martillarme la costilla con el codo.
—¡Dile que se quite! —le ordeno, aflojando un poco mis brazos para liberar a la joven.
La chica inspira profundamente, volviendo ligeramente a la calma.
—¡Suéltalo, Snoopy! —dice. Inmediatamente el perrito se queda quieto, poniendo una cara de mascota angelical, en tanto agita rápidamente la cola erguida.
Me pongo de pie; ella permanece en el piso y voltea el cuerpo en mi dirección para mirarme. La contemplo, me late que tiene apenas dieciséis o diecisiete años.
—¿Quién demonios eres? —le pregunto descortésmente guardando la pistola en el mismo lugar, atrás del pantalón—. Pude haberte matado... —Ella no me quita sus ojos negros de encima—. ¿De dónde vienes? —pregunto más calmado.
Extiendo la mano y se la ofrezco para ayudarla a ponerse de pie. La joven la ignora, y se levanta por sí misma. Se sacude el polvo del trasero y luego de los brazos y hombros.
—No, ¿tú, quién demonios eres? —me devuelve la pregunta con un tono irrespetuoso.
La miro fijamente, y para no enfrascarnos en una estéril discusión de identidades, decido responderle:
—Frank.
Ella mira a su mascota que me hace piruetas parado en dos patas, con las manitas dobladas para abajo, y me ladra jugando. La chica levanta los ojos hacia los míos y me dice sorprendida:
—¡Le caes bien a Snoopy, Frank!... Eso no puede ser posible. —Sonríe, y como por arte de magia, su actitud cambia completamente—. Me llamo Karina Amanti —dice de forma menos renuente a congeniar.
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