Capítulo I
Un aturdidor ruido surge súbitamente de la nada e inunda el aire seco de la habitación. Abro los párpados de golpe; al instante, una intensa luz hiere mis pupilas forzándome a cerrar los ojos de nuevo. La brillantez se abre paso con erizados mantos de fuego blanco, traspasando y dando fin a la oscuridad de la habitación; y llega a mí, ardiente y enceguecedora. Entonces, defiendo mi vista de aquel agresivo ataque luminoso interponiendo la mano izquierda, trémula como la de un adicto. Pero, poco a poco, deja de temblar hasta alcanzar cierta firmeza. Parpadeo para humedecer y adaptar los ojos al reflejo solar que se cuela al cuarto. Las rendijas de las persianas van definiéndose mejor entre mis dedos, a medida que la luz se amilana en mis pupilas. El sonido, en cambio, persiste tenaz dentro de mis oídos, dentro de mi cabeza.
Estando ya despierto, me ladeo provocando el sonido mecánico de los resortes de la cama. Apago la alarma del reloj; cesa de inmediato el ruido que ya estaba en su culmen. Son las tres de la tarde, veo en la oscura pantalla del aparato. Aún soñoliento, vuelvo a la posición en la que debí pasar parte de la noche: boca arriba y con las piernas separadas. Pienso en cerrar los ojos nuevamente por cinco minutos, pero sé que de hacerlo me quedaré profundamente dormido y me despertaría una hora después, así que desisto de la idea. Los resortes vuelven a gemir al irme desplazando hasta la orilla.
Me pongo de pie desperezándome, estirando los brazos; estiro los músculos y los tendones del cuerpo hasta hacerlos crujir. Crujen como un montón de ramas secas rompiéndose, especialmente cuando se ha pasado una mala noche y uno está lleno de nudos. Pero un dolor punzante atrae mi atención. Muevo instintivamente la mirada al sitio de dónde proviene. Noto que llevo un pantalón de mezclilla muy destruido y sucio. Irónicamente, solo trato de recordar por qué visto ese pantalón si siempre me quedo en calzoncillos —y en ocasiones sin nada— a la hora de dormir que averiguar por qué está en tan deplorables condiciones.
Una rápida exploración en la zona baja de la pierna izquierda me sirve para descubrir una extensa rasgadura en el tejido del pantalón. Vuelvo a sentarme e inmediatamente arrollo lo que queda del ruedo hasta la rodilla. En cierto punto lo hago con cuidado al agudizarse la molestia ante el roce de la tela y la piel. Siento alivio al no encontrar ninguna herida, pero sí observo un leve enrojecimiento justo debajo del lugar de la tela destrozada. Me apresuro a quitarme el pantalón. Cuando lo hube hecho, descubro que está más sucio y destruido de lo que me pareció a simple vista. Realmente está hecho una piltrafa. No comprendo. No logro traer a la mente alguna situación fuera de lo normal. A pesar de los muchos intentos, no recuerdo absolutamente nada de la noche anterior, aunque eso no es lo terrible, sino comprobar que tampoco tengo memoria de los demás días.
—¿Qué mierda ocurre? —me pregunto estupefacto en voz baja, molesto y con una terrible incertidumbre.
Me desespero al no conseguir remembrar algo transcendental de mi vida pasada. Sé que mi nombre es Frank... Sí, Frank Parcus... Pero ¿qué había ocurrido? ¿Por qué no recuerdo más? Sospecho que quizá he sufrido alguna especie de apoplejía —o como quiera que se llame— mientras dormía.
Sin embargo, sé que no me gusta dormir con la ropa puesta, que siempre he detestado el ruido del maldito colchón, que debo levantarme temprano por la tarde para ir a... alguna parte; probablemente al trabajo. Arrojo a un lado de la cama el pantalón hecho un montón y me dirijo desnudo al cuarto de baño. Por lo menos sé dónde está. Sí, sin duda me acuerdo de muchas cosas triviales, pero no de las importantes. Me miro al espejo preguntándome si alguien vive conmigo, o vivo solo. ¿Quién diablos es Frank Parcus?, me vuelvo a preguntar como si hablara de otra persona. Pospongo el soliloquio al notar más parches rojos en mi pecho. Volteo el cuerpo en busca de otras marcas, y las encuentro en la espalda a la altura del omóplato derecho. Las observo bien, parecen haber sido hechas por una larga exposición al sol, así cuando uno se queda dormido bajo las radiaciones de un sol costero sin la debida protección. Aunque se ven antiguas, las molestias saben a recientes.
Salgo de la ducha con la toalla enrollada al cinto, y me siento en la cama junto a la mesa de noche. Sigo con la pesantez en la cabeza, de esas que me quedan luego de haberme desvelado varias noches seguidas sin haber dormido nada, de las que me llevaron a prometerme que jamás volvería hacer el amor fuera de mis días libres, o cuando paso una larga velada embriagándome sin perdonar copas. Miro una vez más las marcas en el espejo, quizá con la absurda idea de verlas desvanecidas por el agua. Aún permanecen allí. Sentado de vuelta en la cama, recuerdo algo. Deslizo suavemente la gaveta de madera de la cómoda y extraigo el revólver guardado en su interior. Por unos segundos contemplo su pequeño cuerpo regordete de negro metal como si tuviera entre mis manos un objeto raro. Saco el tambor y cuento los seis tiros intactos dentro de sus recámaras. Lo dejo en donde estaba.
Miro el reloj de mesa, este sigue marcando la misma hora de hace rato. Lo levanto de la superficie polvorienta de la mesa, veo que está conectado a la toma corriente, pero los dígitos permanecen estáticos. Halo la cuerda del interruptor de la lámpara de pantalla, no enciende. Llego a la conclusión que no debe haber electricidad. El sonido del despertador solo ha sido, seguramente, un recuerdo, o un sueño nada más.
Un minuto más tarde, vuelvo a tomar el revólver para guardarlo en la parte trasera del pantalón, por debajo de la vieja chamarra, y me dispongo a salir de casa. De pronto me doy cuenta que la cama, y todo en la habitación, está cubierto de un profuso manto de polvo. Pero, por ahora, eso no importa mucho.
Cierro la puerta principal de un porrazo, pues está deformada por la intemperie y ya no encaja bien. Doy un prolongado vistazo a la calle, ésta permanece desolada hasta donde la vista alcanza. Un viento cálido sopla; el verano debía estar próximo. El polvo lo sigue inundando todo, incluso el aire lo trae consigo. Los árboles, amasijos de ramas secas retorcidas, apenas tienen hojas que le den vida. Las que ya cayeron yacen junto a la mucha basura esparcida en el asfalto semi enterrado, presa de los caprichos de los vendavales. Tomo el cigarrillo entre los dedos, alejándolo de los labios. El blanco humo golpea mi rostro y se desvanece rápidamente adsorbido por el vacío. No recuerdo dónde dejé mis lentes oscuros.
—¿Dónde está la maldita gente? —me pregunto. Me subo la capucha del abrigo, cubriéndome la gorra de lana que ya protegía mi cabeza. A pesar del irradiante sol siento frío.
Entonces, mientras desciendo por las gradas de madera, vuelvo el cigarrillo a mis labios y arrojo una nueva bocanada de humo, que el viento me regresa de inmediato. Luego de cerrar la cremallera del grueso abrigo, meto las manos en los bolsillos para mantenerlas calientes.
Observo detenidamente mí alrededor. Las derruidas casas vecinas marcan el abandono en que han estado desde hace mucho tiempo. Aparentemente, demasiado tiempo.
Camino por las calles por varias cuadras, encontrando la misma soledad en todos los rincones. Las calzadas se asemejan a largos lechos erosionados de ríos muertos. Veo marcas de agua en las paredes de los edificios, como las producidas por las inundaciones. Existe un profundo silencio. No hay gente ni vehículos en marcha. Las casas, así como los comercios, lucen vacías... Es un pueblo fantasma. Hay vehículos chocados contra postes derrumbados, o chocados entre ellos. Estos también permanecen atrapados por las correntadas de tierra seca y dura. La maleza y las hierbas colgantes invaden todo cuanto miro. Es un pueblo surrealista, de otra época o de otro mundo.
Una imagen invade mi cabeza: me veo luchando a puño limpio entre las mesas y el mostrador de un bar, con otros sujetos cuyos rostros no dilucido. El fugaz cuadro me aturde momentáneamente, es como un inesperado choque eléctrico que me tambalea. Por un instante, mientras me veo en esa situación, siento miedo. Es un efímero recuerdo golpeando dentro de mi mente. Entonces, sé que debo llegar al bar de Tony. Recuerdo —o creo recordar— que trabajo en ese lugar, tal vez como matón encargado del orden; uno de esos cuya labor consiste en romperle la crisma a quienes, después de pasárseles las copas, entran en bronca con medio mundo.
En las vías hay muchos vehículos abandonados, algunos permanecen con sus puertas desvencijadas abiertas, con cristales rotos o cubiertos de suciedad que se ha vuelto una capa sarrosa, formando vetas que van desde un tono blancuzco a uno amarillento. Se hayan polvorientos y en mal estado, y la corrosión no deja distinguir el color original de sus carrocerías. Dispersos por las calles y avenidas, aparentan enormes insectos muertos. Debía sentirme abrumado ante tal situación, pero contrario a eso continúo caminando como si todo fuera normal, como si fuera parte de mi diario vivir.
A casi media hora de haber salido de casa, me encuentro en las proximidades de un edificio en construcción abandonado en los suburbios del pueblo. No entiendo por qué mis pies me han traído hasta aquí, pues no es parte de la ruta al bar de Tony. Un penetrante olor a carne podrida invade el ambiente; en realidad, la pestilencia comenzó desde el momento en que salí de casa, solo que ahora es mucho más fuerte. El olor agridulce es tan asqueroso que debo taparme la nariz para evitar que se revuelvan mis tripas.
Llevado por la curiosidad por conocer de dónde proviene semejante aroma, opto por dirigirme al terreno baldío. Por la intensidad del olor, debía tratarse de algo más grande que un perro muerto en plena putrefacción. La oxidada cadena del portón solo está puesta, así que procedo a removerla, separando las dos hojas de lámina acanalada. Alguien había olvidado cerrar, pues el candado estaba sin el cerrojo. Me interno en el lugar resbalando en la tierra floja. La erosión causada por lluvias anteriores ha formado grietas tan grandes como trincheras, por donde me dejo caer hasta el fondo llevando conmigo algunos terrones que se desmoronan sobre mis pies. El penetrante hedor se torna intenso, pero debo saber lo que lo provoca.
Confundido entre las risas y vozarrones humanos profiriendo improperios, escucho otro ruido; parece el bramar de un animal herido, o furioso. No lo pienso dos veces: tomo el colt 3.57 y camino sigilosamente. En eso, una porción grande de tierra se desprende de la orilla de la trinchera, por encima mío, obligándome a retroceder violentamente. Caigo sentado en un cúmulo de barro rojizo, pero una rápida maniobra de mi parte evita desplomarme y quedar tendido por completo. Por un segundo pensé que el alud terminaría sepultándome, y que esa hendidura se convertiría en mi tumba. Logro incorporarme ensartando con fuerza los dedos en las paredes de la grieta, y continúo con más cuidado. Escupo el cigarrillo estropeado por la pequeña avalancha que casi me sepulta vivo. Llego al final de la zanja y me arrastro por una pendiente. Estando arriba, al nivel del piso, me asomo un poco y veo a un grupo de cinco sujetos rodeando a alguien. El individuo al que rodean viste andrajos y patalea lentamente tirado sobre su espalda. Por la distancia no distingo si es un hombre o una mujer. Los hombres tienen largos palos y garrotean con uno de los extremos la cabeza del cautivo. Levantan el palo con las dos manos hasta la altura de sus hombros, como quien quiere abrir un agujero en el suelo con una herramienta hecha para tal efecto, y lo dejan caer impactándole el cráneo. Debo hacer algo pronto o aquel morirá por la fuerza de los golpes. Con cada golpe que le dan, sueltan una carcajada o dicen cosas como "muere hija de puta", o "vete al infierno maldita", y otras frases parecidas. Uno de ellos dice al otro: "¿No quieres algo con esta?"
Con el arma empuñada, me pongo de pie y abandono el escondite.
—¡Quietos! —les ordeno, aproximándome lentamente—. ¡Levanten las manos donde pueda verlas!
A esta distancia no fallaría el tiro en caso de ser atacado.
Los sujetos se detienen sin soltar los palos de aproximadamente metro y medio de largo.
Uno de los que me dan la espalda, gira con el garrote aun entre las dos manos.
—¡Ahí está! ¡Miren, tiene una pistola! —grita—. ¡Cójanlo! —ordena, apuntándome con la mano.
Inesperadamente todos se abalanzan sobre mí. En cuestión de pocos segundos recorren los cercanos diez o quince metros que nos separan. El cabecilla del grupo, el primero que me vio y dio la orden de perseguirme, muestra odio en su rostro y una actitud irracional. Los cinco corren amenazadores como locos, con los garrotes dispuestos a utilizarlos. Halo el gatillo una vez, luego otra. El del frente cae abatido por las dos balas que le han atinado directamente en el pecho. Los demás huyen armando un desparpajo en distintas direcciones. Apunto con el arma hacia todas las partes por donde se han fugado, por si acaso alguno intenta volver y atacar. Han desaparecido tan aprisa como un puñado de ratas.
Tengo los nervios hechos trizas. Nunca he matado a nadie y no sé si hoy lo he hecho. Lastimosamente siempre hay una primera vez para todo. Unos segundos después bajo el arma al no dar señales de regresar.
Camino hasta el herido apuntándole con el revólver por las dudas. Creo que definitivamente está muerto. Me arrodillo para verle de cerca y me doy cuenta que no me equivoqué, acabo de matar a un hombre. Miro mí alrededor, maldiciendo en silencio. Sé que nadie creerá que lo maté en defensa propia, y con mayor razón si el asesino es alguien con antecedentes penales. Deslizo el dorso de la mano con la que sujeto el arma por mi boca, secando parte del sudor de mi rostro. Luego de contemplar el cadáver con las dos perforaciones —parece que solo duerme—, me dirijo hacia la víctima de los cinco agresores tendida un poco más allá. Esta se retuerce en el suelo; con manos y pies atados a cuatro estacas por medio de alambres trenzados. Menea la cabeza de un lado a otro sin articular palabras, únicamente emite una serie de gruñidos como los que profiere un loco furibundo atado con una camisa de fuerza.
El hedor es intenso y proviene del sujeto amarrado en el suelo a las estacas.
Llego a un lado y bajo la capucha de la chamarra.
—¡Dios! —exclamo con repugnancia—. ¿Qué diablos es esto?
Aquella cosa no es un ser humano, es un esbirro del infierno. En lugar de los ojos, dos cuencas vacías emanan una sanguaza sanguinolenta que se desliza por los pómulos de una calavera casi desprovista de piel y carne. Algunas partes de su cráneo aún conservan los vestigios de una larga cabellera. Irónicamente, una perpetua sonrisa debido a la falta de labios, deja ver una hilera de feroces dientes corroídos por las abundantes caries. Tiene profundas laceraciones en las ennegrecidas carnes, a través de las cuales se asoman sus amarillentos huesos y otras materias de color verdoso en el área abdominal. Al rededor del cuello y la cabeza, sobre el suelo, yacen los pedazos de materia en descomposición arrancados por los golpes de los agresores.
No sé qué hacer.
Extrañamente, la criatura voltea el rostro y, como si supiera de mi presencia, como si pudiera verme fijamente, con actitud agresiva, trata de lanzar feroces mordidas, pero las ataduras no le permiten levantar la cabeza.
Gruñe cual animal hambriento, y saca la negra lengua deseando alcanzarme con ella para saborearme, o incrustarla en mi rostro como una navaja.
En ese momento, lo único que se me ocurre es apuntar el arma en dirección de su frente y disparar a mansalva. Así lo hago. Su cráneo se desperdiga mientras el resto del cuerpo convulsiona por unos segundos hasta quedar inerte.
Por los restos de la ropa y el cabello, sé que una vez fue una mujer.
Contemplo por largos minutos el cadáver sin entender cómo todo aquello es posible. Resulta increíble. Nadie me lo creería, cuando ni siquiera yo mismo puedo hacerlo.
—Debo irme... Tengo que irme de aquí —me repito, ahora sentado a un lado del cuerpo sin poder apartar los ojos del rostro de la extraña mujer—. ¡Qué diablos!... ¿Estaré volviéndome loco?... ¿Es que he asesinado a dos sujetos en mi locura?
La cabeza me da vueltas. Miro al cielo, a mí alrededor. El viento sopla. Por la posición del sol, sé que es tarde, cerca de las cinco. El sol comienza a ocultarse inundando la bóveda de un color anaranjado luminoso, o más bien, dorado, dorado con sangre.
Me irgo. Decido volver hasta la entrada del terreno. A lo lejos, la hoja del portón se balancea nerviosamente de un lado a otro como si fuera una criatura viviente atemorizada. Sospecho que alguien más ha entrado. Podrían ser los amigos del sujeto que asesiné. El viento sopla como augurando peligro.
Tengo la sensación de que algo malo va a suceder, así que no guardo la pistola. Escudriño los alrededores meneando la cabeza en ambas direcciones en cada paso dado. Presiento que entre las penumbras de la abandonada construcción se esconde la maldad. Percibo una desagradable fetidez de muerte.
Una sombra se balancea en la oscuridad de una de las entradas al viejo edificio. Apunto en esa dirección. El pulso me tiembla. Escucho varias pisadas, luego más sombras y después más pisadas, muchas pisadas.
—Es mejor que se larguen —les amenazo—. Dejemos las cosas así, por las buenas... ¿Quieren morir también? —Amartillo la pistola y apunto con firmeza hacia ellos. La mano ya no me tiembla.
Pero ninguno intenta ocultarse... Entonces, una visión maldita aparece primero dentro de mi cabeza, luego, delante de mis ojos; y la sangre se me hiela. Cuando salen de las sombras, cada vello se me encrespa como las agujas de un erizo... ¡Son ellos! Yo los he visto antes en mis pesadillas. No son hombres; no vivos por lo menos.
Los cadáveres se desplazan lentamente. Tengo el presentimiento que su peligrosidad no es por su velocidad sino porque atacan en manada como hambrientos lobos. Vienen por mí arrastrando pesadamente los pies, con los brazos colgados y meneando sus esperpénticas figuras al impulsarse. Deformes, mutilados, son despojos humanos en busca de carne viva para sustentar sus acabados cuerpos. No sé cómo es posible que la putrefacción pueda moverse por sí misma. Todo es una pesadilla..., una locura.
Corro tan aprisa como mis pies me lo permiten. Alucinaciones o reales, no quiero quedarme y averiguarlo. Sigo corriendo. El portón se aproxima velozmente. Maldigo la mala elección de haber tomado el camino más largo para salir. ¿Por qué no regresaste por la misma maldita zanja? —me increpo—. ¿Querías ver el maldito paisaje, estúpido?... No, no fue ese el motivo —me respondo a mí mismo cual desequilibrado que cree tener dentro de su cabeza dos individuos debatiendo—, solo quería evitar quedar soterrado en esa trinchera de mierda... —reflexiono.
Alguien sale de no sé dónde y se atraviesa en mi camino. Ambos caemos estrepitosamente, pero yo me levanto primero. La pistola ha caído en alguna parte. ¿Dónde rayos está la estúpida arma? Busco en el suelo. Me agacho en cuatro patas y revuelvo la tierra. El cadáver lucha torpemente por ponerse de pie, bramando y gruñendo.
—No seré tu cena, maldito —afirmo propinándole una patada en el pecho que lo regresa inmediatamente al piso.
A pesar de su lentitud, los demás me dan alcance. Ya puedo escuchar a poca distancia sus pies deslizándose así como sus inacabables balbuceos.
Por fin, hallo el revólver, apunto al muerto del piso y le desintegro la cabeza de un tiro. El verde pudín se desperdiga con trozos de cráneo, y el cuerpo queda inmóvil en la tierra.
—¿Me querías comer, hijo de puta? —digo como si esa cosa pudiera entenderme.
Por escasos centímetros, uno de ellos logra tomar con las puntas de los dedos mi brazo izquierdo, pero me escapo de una muerte segura retrayéndolo con vigor. Propino un empellón al atacante. Este pierde el equilibrio fácilmente cayendo contra el grupo cercano. Sopesando la situación, sigo considerando un veloz escape como la mejor opción, en lugar de quedarme y averiguar qué tan fuertes o rápidos son.
Llego al portón, me siento a salvo. Dejo a mis perseguidores atrás sin sospechar que al otro lado, una gran sorpresa me espera.
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