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Capítulo 15: Los codiciosos.


Con cierto nerviosismo, naciente de la curiosidad humana, Zuleima vio detenidamente al diamante de la puerta. Tenía varias caras, su centro no podía contar cuantos lados tenía; más bien, no le interesaba hacerlo. El brillo cegaría a cualquiera que lo viera detenidamente; más por la codicia que por el mero brillo.

La puerta también tenía propiedades resplandecientes, las cuales se volvían cada vez más notorias cada vez que el tiempo pasaba más y más. Zuleima no podía si no sentirse algo atraída por la puerta. No obstante, y pese a su atención sostenida, remarcada, una voz vino del interior.

-Ni siquiera se te ocurra tocar esa puerta – La voz del interior abrió con pasividad. Quien abrió la puerta tenía apariencia de policía o militar de la época de la era de revoluciones industriales; se veía cubierto de oro, sus ojos eran dos bellos rubies, sus dientes eran de plata, el mango de su espada tenía un diamante y en su sombrero había un escudo de bronce.

- ¿Quién se supone que eres? – Preguntó Zuleima.

-Soy el príncipe feliz – Dijo el oficial.

- ¿El príncipe feliz? ¿Eres acaso un fanático de Oscar Wilde?

-No... soy el príncipe feliz... no se si exista alguien igual que yo, y me importa poco ¿Para qué quieres pasar?

-Tengo permiso – Dijo Zuleima, mostrando su boleto.

-Lo siento – Dijo el príncipe, más bien oficial – Si quieres pasar debes de darme un motivo.

-Necesitamos pasar para poder llegar a mirar la pelea de los iracundos.

-Demonios – Dijo el oficial de oro - ¿Por qué todos están tan ansiosos por aquella estúpida pelea?

El policía, con cierto asco en su mirada, hacia ellas, simplemente las dejó pasar.

Algo que logró notar Zuleima era que, en cierta forma, el oficial sentía algo de repulsión hacia la pequeña niña sin piernas. Era algo sumamente repulsivo para ella, quien no podía si no sentir lastima y pena por la pequeña Minerva.

Siguiendo por el mismo camino repleto de ladrillos en las paredes, en lo que se veía como un pasillo de las cavernas de París, Zuleima sintió un dolor punzante en el pecho. No era algo doloroso al extremo, si no que en realidad se trataba de algo más simple, aunque con cierta pizca de dolor.

Finalmente, después de tanto tiempo caminando y viendo varias extrañas estructuras, Zuleima y la pequeña Minerva pasaron a la enorme puerta de bronce rojo que auguraba lo que era el circulo de los codiciosos.

Al entrar, Zuleima se esperaba toparse con personas egocéntricas o siquiera con cierto ímpetu clasista. Todo lo contrario, era lo que había en aquel sitio. Las personas cargaban cofres con enormes cantidades de riquezas, en grilletes, pegados a raíz de una cadena. Eslabón por eslabón había sido fabricado por los propios codiciosos en vida.

No obstante, al igual que los anteriores círculos, había muchas diferencias con el mundo que había imaginado antes Zuleima, que sería el infierno.

A pesar de tratarse de un lugar repleto de cosas tortuosas, como piedras, las cuales tenían que moverse por voluntad del propio castigado, no era para nada modesto; mucho menos podría llamarse "un lugar desagradable".

En todo el sitio había tesoros, oro en cantidades descomunales; piezas de oro en monedas de todas las denominaciones y valores; todas las piedras y minerales conocidos por el humano y más; algunas reliquias bañadas en metales y con incrustaciones de pedrería de todas las categorías.

La riqueza le era indiferente a Zuleima; a veces la añoraba, a veces no, pero todo el tiempo era algo que existía.

Zuleima caminó entre los caminos adornados con reliquias de todo tipo, mientras veía todo el sitio; se encontraban dentro de una caverna, o más bien era una cubierta del verdadero cielo.

Tenía la apariencia del interior del caparazón de una tortuga, si es que se le puede comparar con eso.

Siguiendo su paso, Zuleima y Minerva continuaron mirando todo lo que había alrededor suyo. Los caminos eran incomodos, si no es que completamente irregulares, cubiertos de oro y siendo complicados para pisarlos correctamente.

Las almas con grilletes encadenados en cajas de pesadas riquezas veían con cierto desprecio a Zuleima. No era necesariamente porque fuera repulsiva a la vista, o quizá su anómala apariencia, si no por lo confortable que era caminar para ella.

Esto se siguió notando hasta que Zuleima tuvo que dejar de caminar para mirar en una pendiente. Había, frente a ella, la entrada a un enorme castillo de pedrería, con algunas paredes en oro y ventanas traslucidas. Todo, completamente ostentoso y sin nada de escrúpulos.

Arrogantemente, el castillo tenía, antes de entrar, una jauría de perros, no cerberos si no normales; como no podía esperarse, estos estaban, o cubiertos de reliquias o formados de ellas.

Los ojos de ellos eran rojos rubies, sus bocas, dientes perlados y lenguas de lamina dorada. Sus collares eran de distintos minerales y sus colas estaban hechas de obsidiana.

Zuleima sabía que, a pesar de lo repulsivo que fuera a veces la ostentosidad, no podía ser si no algo hilarante.

No tuvo otra opción que buscar la salida a aquel lugar. Zuleima necesitaba irse de allí, al igual que Minerva quería pasar al siguiente circulo. No necesariamente porque hubiera algo destacable allí, o tal vez sí. Lo cierto es que no se sentían cómodas al mirar lo que había allí.

Zuleima, principalmente por un disgusto por las cosas brillantes y rimbombantes, que parecían innecesarias y muy de mal gusto.

Zuleima siempre tuvo preferencia por las cosas minimalistas. A ella, a diferencia de las otras chicas, jamás tuvo un gusto por el exceso de adornos en el cabello, cortes exagerados, ropa brillante y a la moda. Siempre buscó aquello que no fuera tan llamativo y a la par, cómodo para ella.

Era agradable no tener que preocuparse mucho por su apariencia, mucho menos tener que pelear por ropa en los centros comerciales. Usualmente, al igual que su padre, iba a la zona de ropa más económica o en remate. Habían prendas de todo tipo y podrían incluso considerarse una ganga.

No obstante, eso era en general. Cuando su padre, en una ocasión, por el aniversario de su matrimonio, llevó una especie de veladora con forma de candelabro, Zuleima no parecía sentirse agradable con la apariencia de esa cosa.

Su padre lo notó, aunque Zuleima le dijera que estaba bien.

Así que jamás ha tenido mucho gusto por aquello que mostrara un tinte algo exagerado de las cosas.

-Oye Zuly – Dijo Minerva.

- ¿Qué ocurre, pequeña?

- ¿Por dónde debemos salir?

-No tengo la menor idea. Ojalá la voz estuviera aquí.

- ¿Cuál voz?

-Oh – Zuleima no se dio cuenta que lo dijo en voz alta – Nada Minerva.

- ¿Entonces a dónde vamos?

Zuleima, mirando todos los caminos posibles, vio que su única opción, no era otra que el castillo.

Ambas bajaron por la pendiente, la cual tenía adornos de oro y piedras en vez de un pasto normal, en lo que era el camino de bajada.

Al igual que las anteriores partes del sitio, se mostraba irregular el camino, por lo que caminar no era si no algo peligroso tanto para Zuleima como para Minerva.

En un punto, Zuleima no pudo pisar bien y estuvo a punto de caerse, cosa que pudo evitar poniendo su mano y así, tanto ella como Minerva no tuvieron ninguna lesión o sufrieron algún accidente.

De igual forma, no tendría sentido la preocupación. Ambas eran de un mundo espectral y extraño; no era algo que fuera realmente preocupante.

Siguiendo su paso, evitando caerse, Zuleima y Minerva lograron llegar a la parte plana o la planicie aledaña al castillo.

De esta forma, tanto ella como Minerva podían caminar tranquilamente, sin miedo a sufrir algún accidente o que el camino fuera incomodo.

Algo curioso respecto a aquella planicie; el suelo era completamente plateado, no platinado, plateado. Era algo contrastante con el resto de los sitios que habían caminado y también se veía discordante con los suelos que había visto.

Sin nervios, aunque con curiosidad por lo inusual de aquel suelo, caminó hasta la puerta del castillo, tocando su puerta con algo de fuerza y gritando por la presencia de algo o alguien.

- ¿Hola? – Preguntó Zuleima.

- ¿Quién anda ahí?

-Solo quiero hacer unas preguntas.

- ¿Qué clase de preguntas?

-Mire, una niña y yo necesitamos irnos de aquí para llegar a las peleas iracundas.

- ¿Por qué el siguiente circulo siempre tiene que ser muy morboso? Aquí también tenemos cosas interesantes.

-Créame, no es solo por la pelea.

-Entonces ¿Para que más van?

-Solo necesito irme al siguiente circulo y de allí, tomar paso para los siguientes.

- ¿Acaso no te dijeron que el circulo de los iracundos era el último?

Zuleima levantó las dos cejas.

- ¿Cómo?

-Si – Dijo la voz que había respondido sus preguntas al inicio – Voy a dejarte pasar y podrás preguntar lo que quieras.

-De acuerdo.

La voz que le hablaba era de un hombre, no mayor de treintaicinco años. El cual bajaba, al parecer, escaleras hacia la entrada al castillo de oro.

Abriendo la puerta tras varios minutos de bajada, en realidad dos, Zuleima pudo verlo. Llevaba puesta una camisa, con un chaleco de tela dorada, pantalones oscuros y zapatillas con adornos extraños en la punta. Su cabello era castaño, con algunas canas que lo hacían ver con destellos, ojos serenos, aunque con algo de naturalidad salvaje en ellos. Labios simples pero vivos, un porte delgado y atlético, unido a eso, con un tono de voz algo elegante y sofisticado.

El hombre miró a Zuleima y a Minerva detenidamente.

-Son ustedes, supongo.

-Si – Dijo Zuleima, inspeccionado al hombre del castillo.

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